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Octavio pareció removerse con cierta incomodidad ante el deseo de su madre sobre mi futuro dentro de la corte. La emperatriz me observaba de un modo que me hizo sospechar que no estaba burlándose de mi madre o de mí; había un poso en sus ojos castaños que me atenazó el pecho. Sabía por boca de mi madre que Calidia, como así se llamaba la emperatriz, era la hermana del joven que, en su momento, estuvo prometido con la princesa Valeria, antes de que el Usurpador decidiera asesinarla, junto al resto de su familia. Supuse que el recién coronado Emperador tuvo que aceptar a Calidia por la afrenta de haber impedido que su hermano se hubiera convertido en el futuro emperador consorte por lo sucedido, además de un astuto movimiento por su parte para entablar las primeras alianzas en su gobierno.

—Madre —le siseó el príncipe en un susurro avergonzado.

Pero la emperatriz le ignoró por completo, se inclinó en mi dirección para tomar mi mano. Me sobresaltó cuando sus dedos rodearon los míos, estrechándolos con intensidad.

—Yo estuve allí cuando Galiano la castigó —me dijo a media voz, provocando que mi vello se erizara por el horror que leí en sus ojos castaños. El temblor que la sacudió de pies a cabeza—. Vi cómo le quemaba la cara, impidiéndole que pudiera usar su magia para curarse a sí misma... Vi cómo le obligaba a tragar carbones encendidos...

La garganta se me estrechó al escuchar el modo en que mi madre había sido torturada en manos del Emperador. La imagen de su rostro destrozado hizo que mi pecho se contrajera dolorosamente, al igual que recordar los ataques de tos que le provocaba cuando trataba de hablar.

—Ten cuidado —me advirtió, ganando seguridad. Sus dedos volvieron a aferrarme con firmeza—. Usa un perfil bajo y siempre cumple con lo que te ordene. No te resistas —una sombra de miedo pasó fugazmente por su mirada— o será mucho peor.

El cuerpo de Octavio se interpuso, obligando a la emperatriz a soltarme y retroceder un paso.

—Suficiente, madre —intervino con severidad—. Estás asustándola.

—Le estoy previniendo —se defendió Calidia—. Conoces a tu padre, sabes hasta dónde está dispuesto a llegar para conseguir lo que se propone.

El rostro de Octavio palideció, aunque se mostró firme al apartarme aún más de su madre.

—Deberíamos centrarnos en la celebración —le avisó en un tono de advertencia—. Así estamos llamando la atención.

Algo cambió en la expresión de la emperatriz al escuchar las últimas palabras de su hijo mayor. La vi estudiar nuestro entorno con cautela... casi con miedo; pronto fui consciente de qué —o, mejor dicho, quién— parecía hacer sentir de ese modo a Calidia: el Emperador, que en algún punto de nuestra corta conversación se había alejado unos metros de nosotros, tenía sus sibilinos ojos verdes clavados en el grupo que conformábamos. La emperatriz se estremeció al descubrir a su marido con la vista puesta en nuestra dirección; se apresuró a abrazar de nuevo a Octavio y en su rostro apareció una lograda sonrisa comedida cuando se inclinó para hacer lo mismo conmigo.

—Quiero ayudarte —me susurró, estrechándome con más fuerza contra su pecho—. Ninguna tuvimos una sola oportunidad, pero tú sí.

Tras su críptico mensaje, se despidió de nosotros para regresar sumisamente junto al Emperador. Octavio me observó con una expresión que oscilaba entre el apuro y la derrota; después de conocer un poco mejor a la emperatriz, empezaba a entender por qué se había volcado de ese modo en su primogénito, permitiéndole que viajara a nuestros países vecinos.

Calidia sabía que su marido era monstruo. El miedo en su mirada, la manera que había reaccionado frente a su simple presencia en la lejanía... Aquella mujer era otra víctima más en manos del Emperador. Había usado su matrimonio como consolidación en el trono, asegurándose que la gens Naevia le respaldaría gracias a dicha unión; sin embargo, mantenía a su esposa encerrada en sus propias dependencias, dejándola salir en momentos puntuales, como la noche de la villa de Ptolomeo o aquella misma. Un escalofrío descendió por mi espalda al intentar imaginar cómo habría sido su vida.

La misma a la que mi madre habría sido sometida, si hubiera estado en su lugar.

—Creo que es el momento idóneo para ofrecerme esa corona de flores, Jedham —no se me pasó por alto su intento de distraerme con ese cambio de tema, como su infructuoso amago de sonrisa—. Antes de que Belona Carvilia lo haga...

No me costó mucho descubrir a la susodicha: la dama de Ligeia estaba a una prudente distancia de nuestra posición, acompañada por varias mujeres de distintas edades; el parecido que había entre ella y las dos que estaban a su lado me hizo pensar que fueran su madre y su hermana.

Las tres nos observaban sin disimulo alguno, Belona con disgusto. La corona de flores que sostenía entre las manos era mucho mejor que la mía, sin lugar a dudas... Pero corría peligro de no aguantar toda la noche por la forma en la que Belona la sujetaba.

Casi parecía que fuera mi cuello.

Esbocé una sonrisa, sacudiendo la cabeza ante la broma de Octavio respecto Belona Carvilia. Giré hasta que el príncipe y yo quedamos frente a frente, sintiendo repentinamente la presión de varios pares de ojos clavándose en nosotros; durante el fugaz momento que habíamos podido compartir con su madre había podido olvidarme por completo de ello, pero ahora ya no.

Fingí que no sentía esa presión y alcé tímidamente el desastre de corona, ofreciéndosela a Octavio.

—¿No es romántico? —escuché una voz femenina que tardé unos segundos en reconocer como Ligeia—. Mañana todo el Imperio cuchicheará sobre la joven que parece haberle robado el corazón a mi hermano...

Mi cuerpo se tensó al descubrir a la princesa y a su prometido a unos metros de distancia, observándonos con distintos grados de atención: mientras que Ligeia lo hacía de un modo casi soñador, Perseo era todo lo contrario. Su rostro era una máscara imperturbable, pero era su mirada —para quienes sabíamos leerla— la que le delataba.

Pude leer la traición en sus ojos azules, el dolor que le causaba ver cómo estaba ofreciéndole la corona a Octavio. Por unos segundos no entendí su silenciosa reacción. ¿Qué había esperado? ¿Que la guardara para, en un momento íntimo entre los dos, se la ofreciera como estaba haciendo ahora? El beso de la noche anterior había sido un movimiento desesperado, un intento de que Perseo no descubriera que me había reunido con la emisaria de Assarion. Un impulso que no había hecho que complicarlo todo más aún de lo que estaba.

Octavio no dudó en tomar la corona de flores de mis manos, enroscándosela con cuidado en la muñeca. El estómago se me agitó al observar a la pareja que hacían Ligeia y Perseo; la sensación fue peor cuando descubrí en la muñeca del propio Perseo una corona de flores que reconocí al instante.

El príncipe tampoco pasó por alto ese detalle.

—Veo que vuestro intercambio ha sido mucho menos... público —observó Octavio.

Una sonrisa casi tímida se formó en los labios de su hermana menor, como si haberlo hecho lejos de la atención de prácticamente toda la corte imperial. Se removió con actitud avergonzada, bajando la mirada al suelo; a su lado Perseo permanecía quieto como un bloque de hielo. ¿Acaso él no había aceptado, en un ambiente mucho menos concurrido, aquella estúpida corona de flores que le había hecho la princesa? ¿Tendría que imitar su postura o tendría que montar otro numerito como el de los jardines, dejando que mis malditos celos hablaran por mí?

—Lo hemos hecho antes de acudir aquí —nos confió Ligeia, con las mejillas ligeramente sonrosadas. No quise sacar conclusiones precipitadas de ese leve rubor, como tampoco de todo lo que podrían haber hecho antes o después de que la princesa le hubiera ofrecido su corona—. Me resultaba mucho más... sencillo. No quería convertirlo en un espectáculo delante de las masas.

Mis ojos se desviaron nuevamente hacia Perseo con un brillo acusador. ¿Cómo tenía la poca desfachatez de mostrarse traicionado y dolido...? Maldito hipócrita. Apreté los puños con fuerza contra mis costados, intentando ocultarlos entre la falda de mi vestido.

—Estáis preciosa, lady Furia —dijo entonces Ligeia, cambiando radicalmente de tema. En sus ojos verdes no vi atisbo de burla o ironía: parecía sincera al contemplar el regalo de mi madre.

Casi sentir crujir mis dientes de la fuerza con la que mantuve mi mandíbula cerrada. Octavio, como siempre tan observador, pareció intuir mi malestar y decidió salir en mi ayuda: con un descaro impropio de él, rodeó mi cintura con su brazo y me dio un ligero empujoncito para acercarme a su costado. Reté con la mirada a Perseo a que se atreviera a hacer algo, pero el nigromante se limitó a fruncir los labios y mantener las distancias.

—Quizá por eso sea buena idea que saque a Jedham a bailar —intervino con un tono jocoso, guiñándome un ojo con complicidad—. Para honrar a Gaiana en esta noche... y si mi compañera quiere, por supuesto.

Ligeia ocultó una risa tras el dorso de su mano, posiblemente malinterpretando las palabras de su hermano mayor y leyendo en ellas un mensaje que no existía en realidad. La princesa se acercó a su prometido para darnos vía libre.

—Hacéis una pareja envidiable.

Octavio bajó la cabeza, fingiendo estar avergonzado por el suspiro soñador de su hermana. Perseo y yo nos quedamos rígidos por la apreciación, como si no formáramos parte de la conversación. Ninguno de los dos había abierto todavía la boca; algo que quizá podría levantar la suspicacia de la princesa imperial.

Sin apartar la mirada del nigromante, me incliné sobre el costado de Octavio y coloqué mi mano sobre su pecho, para sorpresa del resto del grupo.

—Un baile —le concedí al príncipe.


Pese a los intentos de Octavio de distraerme, no fui capaz de hacerlo. No dejaba de maldecir a Perseo en mi fuero interno, deseando que las pulseras de damarita no restringieran mi poder para darle un uso apropiado al mismo; me imaginé partiéndole la nariz al nigromante con un sencillo chasquido de dedos... o haciendo que la dulce Ligeia terminara con un torcido tobillo que la obligara a retirarse el resto de la noche y un par de semanas más de la vida pública. Al ver que le pisaba por cuarta vez en apenas un par de giros sencillos, Octavio pasó a una postura mucho más directa: trató de sonsacarme qué era lo que me tenía tan alterada y luego, sin necesidad de que respondiera, me aseguró que no le diera importancia a lo sucedido entre Ligeia y Perseo; que el nigromante jamás haría nada inapropiado con ella, que nunca se arriesgaría de ese modo ni tampoco pondría a Ligeia en tal tesitura.

No me atreví a confesarle ni una sola palabra del beso de la noche anterior, temiendo su decepción, como tampoco dije nada respecto a la seguridad que mostraba al hablar del honor de Perseo en relación a su compromiso y la princesa.

Me escabullí tras dos bailes y le dejé a merced de su nutrido séquito de seguidoras, que no dudaron un segundo en aprovechar mi ausencia para rodearlo y ofrecerle sus coloridas coronas. Encontré un rincón en aquella enorme sala lo suficientemente alejado y vacío donde poder refugiarme, dispuesta a quedarme allí el resto de la noche; aquella Festividad a Gaiana no se parecía lo más mínimo a las noches que mi familia y yo nos habíamos reunido en nuestro humilde hogar, después de que mamá y yo hubiéramos ido hacia el pilón para recoger un poco de agua que llevarnos con nosotras. En casa, papá se afanaba en decorar el recipiente de la ofrenda, donde derramaríamos el agua y elevaríamos un par de plegarias a Gaiana para que mostrara su misericordia con nuestro pueblo. Luego, dejaríamos el recipiente en un lugar donde pudiera darle la luz de la luna durante el resto de la noche, rezando para que la diosa viera nuestra ofrenda y escuchara nuestros ruegos.

Aquella celebración era un despropósito, una muestra más por parte del Emperador de lucir su poder y fortuna. Se me revolvían las tripas al observar las fuentes que había ordenado instalar en el interior de la habitación, lanzando agua toda la velada. La boca me sabía a bilis al contemplar las bandejas y mesas llenas de comida y bebida, una cantidad ingente aun para todos los invitados que habían acudido a la celebración.

Pensé en mi madre, ausente. Ella no formaba parte activa de la vida en la corte; casi de igual modo que la emperatriz, mi madre era usada en momentos puntuales, cuando el Emperador quería lanzar un mensaje, empleando su rostro ultrajado para ello. El cuerpo me tembló al recordar las palabras de Calidia, el miedo que había habido en su voz al desvelarme las salvajadas a las que había tenido que hacer frente mi madre desde que se supiera quién era en realidad.

—Estás aquí —suspiró una voz femenina—. Eres demasiado escurridiza, Devmani. De no haber sido por tu madre...

Giré el cuello hacia la persona que se había deslizado silenciosamente a mi lado. Ludville resplandecía en un atrevido vestido ceñido que mostraba un cuerpo bien trabajado, con algunas zonas traslúcidas que permitían atisbar pequeños parches de su piel; ella ladeó la cabeza con un gesto pensativo, observándome de la misma manera.

—¿Mi madre? —repetí.

Ella no había acudido a la celebración, pues no había visto entre la multitud ninguna túnica como la suya que la cubriera de pies a cabeza. Incluso los nigromantes que protegían y servían al Emperador se encontraban en los pasillos... o en rincones que les permitían pasar inadvertidos mientras vigilaban que no existiera ningún riesgo para su señor.

—Ella no estaba aquí como... invitada —me explicó Ludville, renuente a seguir dándome más detalles. Luego fijó sus ojos caramelos en mí, enarcando una ceja—. Tú y yo tenemos una conversación pendiente.

Me abracé a mí misma y eché un fugaz vistazo a mi alrededor. Que la emisaria de Assarion se hubiera acercado a mí habría llamado la atención de cualquiera que buscara un jugoso rumor que empezar a esparcir por la corte imperial; Ludville, quizá intuyendo el sentido de mis pensamientos, esbozó una sonrisa torcida antes de entrelazar su brazo con el mío en actitud cercana, inclinando su rostro de modo que sus labios quedaran cerca de mi oído.

—Como te dije anoche, conozco a tu padre —me susurró, haciendo que mi espalda se pusiera rígida de la impresión. Mi pulso se aceleró ante la esperanza, pese a mis inútiles intentos de no dejar embaucarme tan rápido—. Fue uno de los pocos que ayudé a escapar de las cuevas durante la emboscada del Emperador.

Pestañeé para contener las lágrimas. El líder de mi facción no había mentido antes de morir: mi padre estaba vivo. Ludville le había ayudado aquella agónica noche donde la Resistencia cayó en manos del Usurpador gracias a Darshan y Perseo. El brazo de la nigromante me sostuvo con mayor firmeza al notar la inestabilidad de mis propias piernas.

Separé mis labios para dejar que el aluvión de preguntas que daban vueltas en la punta de mi lengua saliera a tropel, pero la advertencia de Ludville me dejó muda:

—Aquí no —hizo una pequeña pausa—. Hay demasiados testigos. Sería demasiado arriesgado.

Permití que Ludville me guiara como si, de repente, nos hubiésemos convertido en mejores amigas. Ella se deshacía en sonrisas y risitas frente a los invitados que nos salían al paso, esquivándolos con una habilidad que me causó envidia.

—Parece que tu futuro compromiso es un hecho —me confió mientras atravesábamos el salón hacia la puerta. Había visto a algunos nobles escabullirse solos o en pareja, seguramente para disfrutar de los rincones más privados que podría ofrecer aquella zona del palacio.

El aire se quedó atrapado en mis pulmones. Octavio había estado en lo cierto desde el principio, desde aquella primera noche que se acercó a mí para dejar las cosas claras y facilitarnos todo aquel espectáculo en el que se convertirían nuestras vidas cuando se hiciera el anuncio. No era ninguna sorpresa pero, aun así, me impactó descubrirlo por boca de Ludville.

—Supongo que Octavio no tardará mucho en recibir órdenes del Emperador para que te haga la proposición —continuó la nigromante, sin quitarme la vista de encima—. Es evidente que todo el mundo piensa que ha perdido la cabeza por ti. El tipo de historia que Galiano necesita para contentar a las masas y acallar los rumores que corren por todo el Imperio.

Tropecé con mis propios pies. La cabeza había empezado a darme vueltas por el torrente de información que la mujer había decidido compartir conmigo, encabezada por la noticia de que mi padre estaba vivo.

—¿Qué rumores?

Ludville sonrió con maldad.

—Los rumores de que la Resistencia aún sigue ahí fuera, en las calles —me respondió bajando la voz hasta convertirla en un susurro—. Luchando contra la tiranía del Usurpador.

Un nudo se me formó en la garganta al saber que, pese a que el Emperador nos había hecho creer a todos que había aplastado a la Resistencia, eso no era cierto. Los supervivientes de las cuevas debían haberse estado reorganizando todos aquellos meses desde el ataque, usando un perfil bajo y procurando no llamar la atención... Hasta ahora.

—Hay alguien que ha venido conmigo que quería verte —me dijo entonces Ludville—. Era lo que me hubiera gustado decirte antes de que nos interrumpieran anoche.

Con el corazón en un puño al pensar quién sería esa persona, seguí a la nigromante hacia los jardines. La casa de invitados donde estaba instalada la comitiva de Assarion no estaba muy lejos, siendo el edificio nuestro destino; empecé a temblar inconscientemente conforme los metros desaparecían y Ludville me guiaba hacia el enorme salón, donde una solitaria silueta vestida con el uniforme del servicio de Assarion nos esperaba en mitad de la habitación.

—Hola, Jem.

* * *

Ups... es posible que se me haya olvidado decir que alguien iba a hacer una pequeña aparición?

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