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La máscara de Octavio cayó una vez el Emperador dio por finalizada aquella cena, teniendo en consideración que los emisarios estarían agotados después de aquel largo viaje desde Tuscia hasta la capital; no dudé un segundo en acompañarlo fuera del comedor, sintiendo la tensión que embargaba el cuerpo del príncipe.

—Mi padre está tramando algo —fue lo primero que dijo una vez abandonamos la sala, tras las protocolarias despedidas de rigor.

Irshak se había unido a nosotros en el pasillo, ligeramente preocupado por el estado del príncipe.

—¿Como nuestro futuro compromiso? —pregunté a media voz.

Aquella cuestión continuaba flotando en el aire, sin que todavía el Emperador hubiera hecho su movimiento respecto al tema.

Octavio frunció los labios. Su humor había decaído visiblemente después de que hubiéramos atravesado las puertas del comedor, en dirección al pasillo; lo sucedido a la llegada de la comitiva de Assarion había hecho saltar las alarmas en el príncipe heredero.

—Todo parece apuntar a que quiera utilizarnos de ese modo, Jedham —contestó mientras avanzábamos por los corredores vacíos a un ritmo casi apresurado. Pareciera que quisiera poner la máxima distancia posible.

Porque era imposible que su padre supiera de mi relación con Perseo y que todo aquel tiempo que llevaba en palacio fuera un calculado movimiento antes de dar su golpe de gracia, cobrándose su castigo por aquella casi traición.

Porque era imposible que Fatou hubiera cumplido con sus amenazas, poniéndose en contacto con el Emperador desde Vassar Bekhetaar para confesarle lo que realmente había sucedido allí. El verdadero motivo que se ocultaba tras las cicatrices de mi espalda.

Un escalofrío de temor las recorrió al valorar aquella idea. No conocía lo suficiente al Emperador, no tanto como Octavio; pero el príncipe parecía estar completamente convencido que su padre estaba tramando nuestro compromiso... y quizá algo más, una prueba, como había mencionado.

—Quizá haga el anuncio mañana por la noche —dijo entonces Octavio, haciendo que perdiera el hilo de mis propios pensamientos. El príncipe caminaba con el ceño fruncido y la vista clavada al frente, aún tenso—. Es el momento propicio: tendrá a un generoso público reunido en palacio, celebrando la Festividad de Gaiana, incluyendo a los emisarios. Tendrá la atención que desea para que el anuncio tenga el efecto que desea...

El estómago se me encogió ante esa posibilidad. No me costó mucho imaginarme aquella escena, en una de las amplias salas de palacio reservadas para ese tipo de eventos, rodeada de todos aquellos perilustres que contaban con poder suficiente para encontrarse allí, contemplándome como si fuera su próxima presa después de que el Emperador hiciera semejante asunto.

Un golpecito en el dorso de mi mano me obligó a desviar la mirada hacia Octavio de nuevo.

—Formamos un buen equipo, Jedham, y no podría sentirme más honrado de que hayas sido la elegida —me dijo, posiblemente intuyendo el pánico que me causaba la simple idea de tener que enfrentarme a los que hubieran querido ver a sus hijas ocupando mi lugar.

Sus palabras, lejos de consolarme, hicieron que la lástima que sentía por él y por mí, por nosotros, creciera en mi pecho. Octavio se había resignado a esa futura unión sin mostrar un asomo de rebeldía por una decisión de tal calibre sobre su vida; desde niño había sabido que no tendría ni voz ni voto en ese asunto, dejándole como única opción acatar dicha orden, cuando llegara.

Y yo... yo nunca había pensado en ese tema concreto de mi futuro; ni siquiera durante el tiempo que estuve en la hacienda de la gens Horatia. Siempre creí que tendría margen suficiente para valorar si quería unir mi vida a la de alguien más o si, por el contrario, optaba por una vida en solitario.

Ahora no contaba con ninguna de las dos opciones. Si las sospechas del príncipe se hacían realidad, pronto nuestras vidas quedarían ligadas; jamás podría abandonar el palacio y el Emperador se encargaría con celo de protegerme de las posibles amenazas que planearían sobre mi cabeza una vez se hiciera el anuncio correspondiente, asegurándose de que pudiera cumplir con mi propósito: convertirme en la futura emperatriz y ayudar a que la gens Nerón siguiera en el trono, con una nueva generación de vástagos que, por primera vez, tendrían el poder de los nigromantes...

Y que serían obligados a viajar a Vassar Bekhetaar para templar su magia.


Retorcí mis manos con nerviosismo, presa de un importante dilema. Octavio y su nigromante se habían despedido de mí en la puerta de mis aposentos antes de dejarme a solas, confiando en que entraría... Sin embargo, la extraña petición de Ludville no parecía querer abandonar mi mente. Había sido clara en aquel fugaz encuentro en los pasillos: esa misma noche. En la casa de los invitados.

No estaba segura de conocer los motivos que habían empujado a la emisaria de Assarion a lanzarme aquella propuesta, aunque tenía mis sospechas. Una parte de mí consideraba que contaba con cierta ventaja, pues sabía lo que tramaba el rey Hesham y a qué había dedicado parte de sus fondos en las sombras, fingiendo ser aliado del Imperio.

Movida por un impulso, desoí la vocecilla dentro de mi cabeza que me instaba a que ignorara a la emisaria y me apresuré a deshacer alguno de mis pasos, alejándome de las puertas de mis dependencias. Gracias a Octavio y su sentido de la responsabilidad conocía perfectamente en qué casa de invitados habían sido instalados, por lo que no me costó mucho hallar el camino hacia aquella considerable villa.

Las piedras del camino crujían bajo la suela de mis sandalias, llenando el silencio que rodeaba los exteriores de palacio. Después de aquel primer encuentro con la comitiva de Assarion, todo el mundo parecía haberse retirado, quizá intentando descansar todo lo posible para la noche siguiente, durante la que celebraríamos la Festividad de Gaiana, donde rogaríamos a la diosa del agua para que nos brindara una nueva temporada de lluvias que ayudaran al Imperio y demostraríamos nuestra fe en ella, además del resto del Panteón... o casi el resto del Panteón, ya que Zosime había sido prácticamente erradicada gracias a la magnanimidad de nuestro Emperador.

Tragué saliva para aliviar la repentina sequedad de mi garganta, consciente de los pocos metros que me separaban del edificio, levemente iluminado por los candiles de aceite que colgaban de los techos. Mi corazón se detuvo al mismo tiempo que mis pies, cuando me quedé parada frente al pórtico.

No se veía ni un alma y, por unos segundos, valoré la posibilidad de que Ludville me hubiera tendido algún tipo de trampa.

—Has tomado la decisión correcta al venir hasta aquí, Devmani —dijo una voz a mi espalda.

Me sobresalté como si un Sable de Hierro me hubiera descubierto haciendo la peor de las fechorías. La propia Ludville ladeó la cabeza al ser testigo de mi reacción, apretando los labios para contener una sonrisa; sin darme opción a replicarle, me hizo un gesto con la mano para que la siguiera por el lateral de la villa, hacia una zona menos iluminada que nos permitiría esquivar posibles miradas ajenas.

La seguí con recelo, lanzando de vez en cuando algún que otro vistazo a mi espalda, comprobando que no hubiera nadie en las inmediaciones. Junto a Octavio, habíamos sido de los pocos invitados que se habían marchado temprano y, si bien había creído que los pasillos vacíos de palacio suponían que el resto no habría tardado en imitarnos, también cabía la posibilidad de que algunos rezagados, o quizá los más propensos al libertinaje que desataban las celebraciones, hubieran querido continuar con la velada en un paseo nocturno por los exuberantes jardines de palacio.

—No estoy aquí por el placer de la compañía precisamente, Ludville Daraashi —apunté con mordacidad.

La mujer desvió su rostro en mi dirección, dedicándome una sonrisa que hizo tensarse a todo mi cuerpo. Ella era una nigromante y yo... yo tenía mi propia magia dormida gracias a las pulseras de damarita que colgaban de mis muñecas y cuyo peso cada vez iba menguando, a cada día que pasaba.

—Supongo que por la curiosidad de saber por qué os he citado, ¿no es así? —me preguntó, deteniéndose al amparo de las sombras del edificio y dándose la vuelta para poder encararme.

—Teméis que pueda hablar, ¿no es cierto? —repliqué, en absoluto dispuesta a confirmar que una diminuta parte de mí estaba ansiosa por descubrir si mis sospechas eran correctas o no—. Yo estuve en las cuevas y os vi. Vi cómo seguíais las órdenes del líder de la Resistencia para torturar a Dar... a ese chico —me corregí con prisa, pues no quería que Ludville pudiera intuir que no me era un desconocido.

La sonrisa que había mostrado su atractivo rostro se esfumó.

—No tuve más remedio —se excusó a media voz, con vergüenza—. Y ya te dije que no estoy orgullosa de ello...

—Pero eso no te detuvo a hacerlo —apunté con maldad.

Ludville tomó una bocanada de aire antes de que sus ojos color caramelo delineados de negro me observaran con una seriedad impropia.

—Traté de expiar mi culpa cuando los hombres del Emperador llegaron a las cuevas y empezaron a masacrar a todos los miembros de la Resistencia que se interpusieron en su camino —me desveló y me percaté de cómo entrelazó las manos con fuerza, apretándolas contra su vientre—. Yo estuve allí, Devmani. La emboscada me tomó desprevenida y lo único que pude hacer fue intentar salvar al máximo de personas posibles.

Un temblor se extendió por mi cuerpo al oír que ella también había estado en las cuevas aquel fatídico día. Incluso decidí creer que había decidido echar una mano, ayudando a la Resistencia a evacuar lo antes posible las cuevas, tratando de huir de los Sables de Hierro y los nigromantes que lideraba Perseo con la inestimable colaboración de Darshan.

—¿A dónde quieres llegar con todo... esto? —pregunté, con un nudo en la garganta.

—Bhasvah Devmani —aquel nombre hizo que todo a mi alrededor se tambaleara y que resollara por el impacto de escucharlo en labios de aquella desconocida—. Es tu padre, ¿no es cierto?

La miré, muda por la impresión.

«La Resistencia aún vive y tu padre también...», el eco de las últimas palabras de mi antiguo líder de facción, Mhaar Asaash, resonaron dentro de mi cabeza al ritmo del apresurado latido de mi corazón. La trémula esperanza que había ardido en mi interior resurgió de su pequeño hueco en mi pecho, haciendo que sintiera un molesto picor en la comisura de mis ojos.

No quería sacar conclusiones precipitadas, pero rogué a los dioses que estuviera en lo cierto. Que mi padre hubiera logrado salir con vida de las cuevas y encontrado refugio en algún punto lejos del Imperio. Un punto como Assarion.

—Jedham, hay algo que... —antes de que pudiera entender qué estaba a punto de decirme, se abalanzó hacia mí para atraerme hacia las sombras—. Viene alguien.

El temor a ser descubiertas en aquel encuentro ilícito —y que sin dudas despertaría las sospechas del Emperador— hizo que me liberara de su agarre con una facilidad casi insultante. Le siseé que regresara al interior de la casa de invitados y observé cómo la nigromante se apresuraba a cumplir con mi orden, fundiéndose con la oscuridad hasta desaparecer de mi campo de visión; por mi parte, no me costó mucho dar con una excusa lo suficientemente creíble para justificar que no estuviera en mis aposentos, después de que Octavio me hubiera acompañado hasta allí.

Con un valor que no sentía en absoluto, salí de mi escondite hacia los caminos de piedrecitas que servían como guía para atravesar los jardines. Tardé unos segundos en reconocer la amenaza que había percibido Ludville... y unos segundos más en descubrir la identidad de la figura que se acercaba a mí.

Procuré que la sorpresa y el estupor de que fuera precisamente él no se reflejara en mi expresión.

—Perseo.

El nigromante se detuvo a unos pasos de distancia, estudiándome con sus ojos azules.

Aquel era nuestro primer encuentro a solas después de que me emboscara de ese modo la primera noche que pasé en palacio y yo sacara parte de la rabia que guardaba contra él por todo lo sucedido desde Vassar Bekhetaar. Tras pedirle que se olvidara de mí, que fingiera que era una completa desconocida, el nieto de Ptolomeo había cumplido con creces su promesa: no había vuelto a buscarme y parecía más que dispuesto a contentar a su abuelo, pasando cada vez más tiempo con su prometida. Un hecho que no me resultaba tan indiferente como procuraba aparentar; ahora que la rabia y la ira que acumulé había desaparecido, el dolor había pasado a llenar casi todo el espacio de esa herida aún abierta.

—Jedham —me devolvió el saludo con tirantez.

Maldije para mis adentros al recordar que Perseo —y, por ende, la nueva extensión a su persona, Ligeia— me había visto abandonar el salón en compañía de Octavio. Sin lugar a dudas, descubrirme en los jardines, completamente sola... eso levantaría sus sospechas y no estaba segura que la excusa que había preparado pudiera funcionar. No con Perseo, al menos.

El nigromante me conocía demasiado bien para saber que estaba mintiéndole.

Me tensé de pies a cabeza cuando pillé la mirada de Perseo desviándose por encima de mi hombro, clavándose en el punto exacto por el que había aparecido después de comprobar que Ludville se había alejado lo suficiente; los nervios burbujearon en el fondo de mi estómago, haciendo que un sabor ácido ascendiera por mi garganta.

Tenía que hacer algo, cuanto antes.

Por eso mismo me crucé de brazos con actitud ofuscada, apretando los labios en una lograda mueca de frustración.

—Me has descubierto, ¿satisfecho contigo mismo? —dije con voz amarga, como si me hubiera pillado cometiendo un terrible delito—. He venido hasta aquí como una maldita acosadora para ver si os descubría a tu resplandeciente prometida y a ti en un romántico paseo a la luz de la luna.

Su reacción estupefacta hizo que sintiera un ramalazo de orgullo hacia mí misma por mi don para la interpretación. Con aquella vergonzosa confesión recuperé toda la atención de Perseo, que pestañeó en mi dirección con una expresión que oscilaba entre la confusión y la esperanza.

—¿Por qué querrías saber si Ligeia y yo...?

Escuchar al nigromante pronunciar el nombre de su prometida con tanta familiaridad despertó una oleada de celos en mi interior, como siempre que pensaba en ellos dos juntos... o en la princesa. Casi podía imaginar la sonrisa ladina en el rostro de Octavio, de haber estado allí.

Pero no lo estaba.

Quizá por eso dejé que aquellos nefastos sentimientos tomaran las riendas de la situación, haciéndome eliminar en un par de zancadas la distancia que me separaba de Perseo para aferrarlo por el cuello de la túnica que llevaba aquella noche.

—Porque la odio —respondí entre dientes, masticando la rabia que despertaba el simple nombre de Ligeia en mí—. Odio que sea ella y yo no, Perseo.

Demasiado metida en mi papel para impedir que el nigromante pudiera descubrir lo que realmente me había atraído hasta esa zona concreta de los jardines —casi al lado de la casa de invitados donde estaba la comitiva de Assarion—, le ofrecí aquella verdad que quemaba en la punta de mi lengua. Uno de los motivos por los que detestaba tanto a Ligeia era el hecho de que hubiera sido valorada por Ptolomeo para convertirse en la prometida de su nieto... porque sabía que conmigo nunca hubiera tenido esa misma consideración. Porque, de haber descubierto su abuelo nuestra relación, habría hecho lo imposible para deshacerse de mí.

Una simple doncella no estaba destinada a desposarse con el heredero de una de las gens más poderosas dentro del Imperio.

Alcé la mirada hacia la de Perseo, topándome con sus ojos azules. El estómago se me encogió por la culpa al atisbar la misma calidez con la que me había contemplado en el pasado, antes de que las cosas entre nosotros se rompieran hasta hacerlo irreparable, aderezado con la misma esperanza que había adivinado en su expresión unos momentos atrás.

—Jem, dijiste...

Apreté con más fuerza el tejido de su túnica en mi puño, controlando a duras penas mi frustración.

—Ya sé lo que dije —le gruñí al mismo tiempo que tiraba con rabia para que su rostro bajara hacia mí, alienando nuestros labios—. Pero he cambiado de opinión.

Sin detenerme a valorar las consecuencias que podría desatar con aquel simple acto, le besé. Pensé en que Perseo se apartaría, que trataría de hacerme entrar en razón al recordarme todo lo que le había echado en cara; sin embargo, tras unos instantes de desconcierto por mi repentino movimiento, sentí sus manos aferrándose a mi cuerpo como si temiera que pudiera desvanecerme en cualquier momento. Como si creyera que no fuera real.

Cerré los ojos cuando Perseo me devolvió el beso con una intensidad que hizo que todo mi vello se erizara. Ignoré la vocecilla de dentro de mi cabeza mientras me concentraba en el calor de sus palmas a través de la fina tela del vestido o el modo en que sus labios se presionaban contra los míos, arrebatándome el poco aire que tenían mis pulmones. En el modo en que mi cuerpo empezaba a reaccionar, despertando de aquel largo letargo al reconocer el familiar contacto de Perseo.

Mentiría si dijera que, en algunos momentos de flaqueza, no había anhelado al nigromante. Le había echado de menos, al igual que lo que habíamos tenido en ese breve lapso en el que ambos creímos que tendríamos una oportunidad de ser felices juntos.

En aquel instante, con los ojos cerrados, podía fingir y convencerme a mí misma de que seguíamos en la villa de Ptolomeo. En aquel instante, podía fingir que Perseo había venido en mi busca, dispuesto a compartir conmigo su escaso tiempo libre, lejos de las responsabilidades que su abuelo —o el Emperador— le imponían; sería como si hubiera borrado de un plumazo los errores, las mentiras, las medias verdades y las malas decisiones que ambos habíamos tomado, permitiéndonos disfrutar de lo que se nos había negado.

En aquel instante, ninguno de los dos nos habíamos roto el corazón... Pero, en el fondo, lo sabía, sabía que aquel beso nos complicaría las cosas aún más.

Y, por un segundo, aquella parte de mi ser que anhelaba vengarse de Perseo por el daño que me había causado disfrutó del poder que todavía tenía sobre el nigromante, consciente de todo lo que podía hacer con él.

* * *

¿A QUE ESTO NO OS LO ESPERABAIS?

(me gustaría avisar que es posible que Jem se ponga un poquito odiosa durante un tiempo y que empiece a tomar decisiones... cuestionables [como si no lo hubiera hecho prácticamente casi toda la historia xd])

Paciencia con nuestra pelirroja xfa

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