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❈ 46

—No he podido evitar escuchar cierto rumor respecto de la gens Carvilia en la que la heredera del cabeza de familia ha jurado destruir tu reputación en la corte imperial a causa de una ofensa hacia su persona —pese a que Octavio trató de mostrarse serio al compartir conmigo aquel pellizco de información, no logró hacerlo del todo: las comisuras le temblaban, conteniendo una amplia sonrisa.

El príncipe había sido liberado —al menos, por el momento— de sus responsabilidades ante la inminente llegada de la comitiva de Assarion. Tras aparecer aquella mañana en la puerta de mis aposentos, anunciando que un halcón había llegado a palacio con un mensaje en el que los emisarios indicaban estar cerca de la capital, Octavio me había pedido amablemente que le acompañara. Después del desastre de encuentro con las damas de Ligeia, y temiendo que la princesa pudiera intentar limar asperezas con una segunda oportunidad, no dudé un instante en aceptar y suplicarle a su hermano mayor que me ayudara a ocultarme de ella.

Pestañeé con fingida inocencia.

—¿La gens Carvilia? —repetí con desconcierto.

Octavio ladeó la cabeza, optando por esbozar una media sonrisa.

—No es una de las más poderosas dentro del Imperio —me explicó. Contra todo pronóstico, aquella mañana no nos había arrastrado a Irshak y a mí hacia la biblioteca, sino que había escogido llevarnos hacia la zona donde se encontraban las casas donde instalarían a los invitados.

No había podido salir de mi asombro al contemplar pequeñas edificaciones similares a la hacienda de Ptolomeo separadas por vallas naturales que se erigían en uno de los terrenos con los que contaba el palacio. Jamás hubiera imaginado que fuera tan... grande. Y, mientras Octavio me mostraba aquel rincón, no pude evitar sospechar que era un movimiento sutil para comprobar que todo estuviera en orden.

—Sin embargo —continuó el príncipe, obligándome a desviar mi atención de nuevo a su persona—, han invertido medios y mucho esfuerzo para conseguir ascender dentro de la corte. En especial al colocar a la hija de Cantilio, el cabeza de familia, como dama de compañía de mi hermana.

—Te refieres a Belona —adiviné, cayendo en la cuenta de qué joven había decidido declararme la guerra. No parecía haberle sentado nada bien que le plantara cara de ese modo frente a Ligeia y el resto.

—Belona Carvilia —confirmó Octavio, con un asentimiento de cabeza.

Puse los ojos en blanco.

—¿Debería preocuparme por ella? —le pregunté, trayendo a mi mente la imagen de la perilustre—. ¿Puedo considerarla como una amenaza?

—Jedham, en todo caso eres la amenaza —rió el príncipe—. Belona solamente está intentando maquillar su orgullo herido.

Un ligero alboroto procedente del interior de palacio hizo que frenáramos casi en seco. Octavio frunció el ceño, obligándonos a resguardarnos en un rincón discreto mientras un grupo de sirvientes aparecía, casi todos portando pesados baúles; el príncipe se mostró ligeramente interesado por ellos.

—La delegación de Assarion —adiviné, poniendo especial atención a los ropajes de color arena que llevaban todos ellos. Uniformes distintos a los que usaban allí, en palacio.

Un cosquilleo me recorrió el cuerpo mientras observábamos al nutrido grupo de sirvientes que los emisarios habían traído consigo cruzando el camino de tierra en dirección a una de las edificaciones, la casa de invitados que Octavio me había mostrado en uno de nuestros paseos.

—Vamos, Jedham —me indicó entonces el príncipe, obligándome a apartar la mirada del grupo de sirvientes.

Lancé un último vistazo en esa dirección, con una extraña sensación agitándose en mi pecho, antes de seguirle el paso al príncipe. Por la rapidez con la que me guiaba a través de los pasillos, intuí que algo rondaba su mente. Incluso Irshak tenía el ceño fruncido mientras nos seguía el paso.

—Tendría que habérseme avisado de inmediato —dijo para sí mismo el príncipe—. Como futuro emperador, se espera que reciba a los invitados junto a mi padre...

Miré a su nigromante con una expresión interrogante. Aquellas últimas semanas habían sido un caos para Octavio, quien había sido completamente absorbido por los preparativos para ese momento; sabía que el príncipe había sido sometido a mucha presión, y no solamente por su padre, debido a su deseo de no dejar ni un cabo suelto. Las relaciones entre Assarion y el Imperio solían ser cordiales; el Emperador desconocía los planes de su supuesto aliado, cómo había estado ayudando en secreto a la Resistencia en su lucha particular para deshacerse de él.

—Octavio...

Pero la atención del príncipe estaba puesta en otra parte, inmerso en sus propios pensamientos. No me quedó más remedio que dejarme arrastrar por aquella familiar zona de techos altos que conducía a la sala del trono; un par de Sables de Hierro custodiaban las puertas abiertas, pero no hicieron ni un solo movimiento al reconocer al príncipe y a su nigromante.

Al fondo de la habitación se alzaba el imponente estrado sobre el que estaba situado el pesado trono, que ocupaba Nerón. A sus pies distinguí un reducido grupo mixto que portaba capas; los emisarios, supuse.

Octavio aceleró aún más el paso cuando atravesamos el umbral, cruzando el largo pasillo que conformaban las pesadas columnas que sostenían el techo. Por unos segundos el pánico me abrumó, mientras me aferraba a la tela de la manga del príncipe; yo no debería estar allí. Mi presencia junto a Octavio no haría más que avivar los rumores en la corte sobre nosotros y ese compromiso que su padre todavía parecía estar guardándose para sí mismo.

El sonido de nuestros pasos alertó a los emisarios, haciendo que el grupo —y el Emperador— desviaran su atención hacia nosotros. Un escalofrío de impresión sacudió mi cuerpo cuando mi mirada se cruzó con la pareja que esperaba junto a los escalones del estrado.

Ligeia y Perseo.

Octavio también pareció desconcertado por la presencia de su hermana menor y su prometido, lo que indicaba que no había tenido ni idea de ello. Ligeia nos evaluó con sus ojos verdes y Perseo se limitó a apartar la mirada cuando la mía tropezó con la suya accidentalmente.

Pero mi estómago dio un vuelco cuando, al esquivar los ojos azules del nigromante, me percaté de una mirada color caramelo que me observaba con inusitada intriga... y perversa diversión.

La mujer esbozó una sonrisa al leer en mi rostro el reconocimiento. A pesar de los meses que habían transcurrido desde aquel día en las cuevas, aún la recordaba a la perfección: aquella tez tostada y afilados ojos delineados en kohl; aquel cabello oscuro que ahora decoraba con finos hilos dorados y que hacían juego con las pulseras que rodeaban sus muñecas y tobillos.

—Su Majestad Imperial —la severa voz de Octavio hizo que ambas tuviéramos que romper el contacto visual.

El príncipe tenía una expresión controlada, pero en sus ojos verdes podía adivinarse la traición que sentía. Porque había entendido que la presencia de Ligeia y Perseo no era casual... como tampoco el hecho de que nadie le hubiera advertido de la llegada de los emisarios de Assarion.

La mirada del Emperador nos estudió a ambos desde su altura, en el trono. No parecía en absoluto arrepentido por aquella sucia treta que había empleado contra su primogénito. ¿A qué estaba jugando? ¿Por qué había escogido a Ligeia y Perseo como sus acompañantes para recibir a los representantes del país vecino?

—Octavio —le devolvió el saludo su padre; luego su mirada se desvió hacia mí con un brillo de intriga—. Veo que no has venido solo.

—No, no lo he hecho —le confirmó el príncipe, sin amilanarse—. De igual modo que he tenido que hacerlo sin que nadie me haya advertido al respecto. Pensé que, al haber tenido un papel más que activo en los preparativos, se me tendría en consideración para dar la bienvenida a nuestros invitados.

A ninguno de los presentes se nos pasó por alto el reproche implícito en sus educadas palabras. La mandíbula del Emperador pareció tensarse unos segundos antes de que sus labios se curvaran en una media sonrisa.

—Es posible que el sirviente que enviamos en tu busca no diera contigo por encontrarte... ocupado —señaló con habilidad, refiriéndose a mí—. Mis señores, permitidme que os presente formalmente a la heredera de unas de las gens de nigromantes que creíamos desaparecidas: Jedham Furia.

En aquella ocasión fui yo quien apretó los dientes con fuerza, conteniendo el gruñido que pugnaba por escapar de mi garganta al escuchar la desfachatez que había mostrado al maquillar la realidad: él había sido el responsable directo de que todas esas gens de nigromantes desaparecieran.

Me tensé ante los murmullos que despertaron entre el reducido grupo de emisarios. Supuse que aquella noticia no había alcanzado las fronteras, siendo nueva para todos ellos... o para casi todos.

La mujer de las cuevas, la nigromante que había estado junto a Ramih Bahar, utilizando su magia para interrogar a Darshan, me estudiaba de un modo que hizo que mi vello se erizara. Porque, aunque el Emperador no sospechara nada, había permitido que el enemigo se colara entre los muros de su inexpugnable palacio.


—La presencia de Ligeia no era casual.

El comentario pensativo de Octavio hizo que desviara la mirada hacia Irshak. Tras aquel tenso encuentro en la sala del trono, el Emperador nos había permitido quedarnos allí, junto a su hermana y Perseo; poco después, una horda de solícitos sirvientes había irrumpido allí, después de haber ayudado al servicio que había viajado con los emisarios a instalar y acomodar todos los equipajes.

Durante todo aquel tiempo no pude evitar escrutar con la mirada a la nigromante, quien parecía ser la líder dentro del grupo. Me fascinó la habilidad que poseía para moverse frente al Emperador, lo que delataba que aquel ambiente no le resultaba ajeno; lo que podría suponer que perteneciera a una familia acomodada en Assarion.

El anfitrión no tardó mucho en ordenar a los sirvientes que acompañaran a los recién llegados a la casa de invitados para que pudieran quitarse un poco del polvo del camino, además de descansar hasta aquella noche, donde se reunirían con el Emperador para una cena privada, similar a la que había asistido en mi primera noche tras mi llegada de la prisión.

Octavio tampoco dudó un segundo en excusarnos tras despedir a la delegación de Assarion, conduciéndonos tanto a Irshak como a mí hasta la biblioteca. En la que todavía permanecíamos, mientras el heredero repasaba lo sucedido con aire meditabundo.

—Mi hermana suele estar relegada siempre a un segundo plano, pasando desapercibida —continuó hilando Octavio, tamborileando los dedos sobre la mesa—. Ella no tendría que haber estado allí.

—Quizá el mensajero trató de dar contigo, pero le resultó imposible —intervino Irshak, conciliador. Tenía la mano sobre el hombro del príncipe y sus dedos parecían ejercer cierta presión sobre el hueco que unía ese punto y el cuello—. Tus aposentos serían el primer lugar en el que intentarían comprobar...

—O quizá fue una artimaña de Perseo —apunté yo, siendo mucho menos diplomática que su guardián.

Tanto el príncipe como yo sabíamos a ciencia cierta que no había existido ningún error, como tampoco ningún torpe sirviente que no hubiera logrado entregar el mensaje a Octavio para que se presentara en la sala del trono. El Emperador había elegido deliberadamente a su hija para que le acompañara en ese primer momento y Perseo había estado a su lado, cumpliendo con su papel de prometido.

La mirada de Octavio se cruzó con la mía, con una pátina dubitativa.

—No creo que fuera cosa de Perseo —dijo al final, cauteloso.

Desconocía el tipo de relación que los unía —si es que existía alguna—, pero me irritó el modo en que desestimó la idea de que el nigromante hubiera estado involucrado de algún modo.

—Perseo sería capaz de hacer cualquier cosa que le ordenara Ptolomeo —precisé, cruzándome de brazos—. Y, ahora mismo, Ptolomeo Horatius lo que quiere es más poder dentro de la corte imperial.

—Detecto cierto resentimiento hacia Perseo Horatius —trató de bromear Octavio, restándole tensión al ambiente. Sin embargo, no parecía del todo convencido con mis sospechas—. Sigo creyendo que ha sido cosa de mi padre.

Enarqué una ceja, incapaz de ocultar mi incredulidad.

—¿Y qué podría haber empujado a tu padre a hacer... eso?

La expresión de Octavio se tornó mortalmente seria.

—Ponerme a prueba.


—Jedham Furia... ¿O debería decir Devmani?

Mis pies se quedaron clavados en el mármol del suelo al escuchar esa voz femenina, con un timbre divertido, resonando a mi espalda. Octavio e Irshak se habían marchado hacia los aposentos del príncipe, después de que les hubiera asegurado que era capaz de alcanzar los míos propios sin necesidad de ayuda.

Tardé unos segundos en reaccionar, topándome de nuevo con aquellos ojos de color caramelo delineados de negro. La emisaria, además de nigromante, me dedicó una sonrisa cómplice mientras se me acercaba, seguida por una silenciosa doncella con el uniforme del servicio de Assarion.

—Es Devmani —respondí entre dientes.

Ella ladeó la cabeza, estudiándome de pies a cabeza.

—No tuvimos oportunidad de presentarnos formalmente en aquella ocasión —dijo con coquetería, moldeando las palabras a su antojo; luego me ofreció su mano, arrancándole un tintineo a sus pulseras—. Ludville Daraashi, emisaria Su Majestad, el rey Hesham.

Contemplé con recelo la mano que todavía me tendía, evaluándola. El encierro al que había sido sometida junto a Darshan en las cuevas era un cúmulo de recuerdos que habían ido desgastándose con el paso del tiempo; aun así, no había olvidado lo cercana que había resultado ser a Ramih Bahar y cómo había insinuado que la Resistencia había conseguido salir adelante todos aquellos años gracias al patrocinio de su señor, el rey de Assarion.

—Todavía no muerdo, Jedham Devmani —me incitó, con un toque burlón.

Fruncí el ceño. Aquel comentario jocoso me recordó a la lengua viperina de Darshan, haciendo que mi pecho se estremeciera; no obstante, pronto aparté ese pensamiento y me centré en la nigromante que tenía frente a mí.

—Discúlpame por guardar mis dudas —le respondí en un tono afilado—. En especial cuando no dudaste un segundo en emplear tu... magia —bajé la voz al pronunciar aquella palabra, temiendo que alguien pudiera escucharnos— para torturar a un chico frente a mis ojos.

Una expresión sombría se extendió por su rostro.

—Sé que no es excusa el hecho de que seguía órdenes —dijo y pareció sincera—, pero no estoy orgullosa de ese momento —luego sacudió la cabeza, como si estuviera alejando algún pensamiento desagradable de su mente—. Pero no estoy aquí por eso, Jedham Devmani.

Aquello no hizo más que acrecentar mis recelos hacia Ludville, quien terminó por aferrar mi mano entre las suyas, rozando levemente la pulsera de damarita. Un gesto de desdén se formó en sus labios ante el fugaz contacto.

—Esta noche —me susurró sin apenas mover los labios—. En la casa de invitados. Procura que no te vea nadie —me advirtió.


Mientras Clelia lidiaba con mis indomables rizos, mi mente volvió a retroceder hacia las crípticas palabras que Ludville me había dedicado antes de soltar mi mano y marcharse sin mirar atrás, dejándome con una mezcla de confusión e incredulidad en mitad de aquel pasillo.

No confiaba en ella, en absoluto. No era la primera vez que actuaba como emisaria, pues había estado presente la noche en que la Resistencia atacó la propiedad de Ptolomeo, aprovechando que el Emperador y su familia había abandonado la seguridad del palacio; luego nuestros caminos habían vuelto a cruzarse en las cuevas, cuando la descubrí en una actitud que rozaba lo íntimo junto a Darshan, antes de que todo estallara por los aires y tanto el chico como yo acabáramos atrapados en una misma celda... donde la propia Ludville, pese a su encuentro con Darshan, no había dudado un momento en seguir las órdenes del líder rebelde, usando su poder de nigromante contra el chico.

Que hubiera decidido acercarse a mí de ese modo resultaba sospechoso; que quisiera citarme a solas, más aún. ¿Qué motivaciones podría tener la mujer para hacerme tal petición? ¿Intentar chantajearme? El Emperador sabía que formaba parte de la Resistencia, pues había sido una más de las prisioneras que sus hombres habían logrado detener durante la emboscada a nuestro refugio. ¿Asegurarse de que no hablara más de la cuenta? Ludville sabía que recordaba su rostro, incluso recordaba perfectamente cómo había señalado que Assarion había estado ayudando a la Resistencia y que tenían una deuda con ellos. Incluso me había confirmado que Melissa, la rebelde que el Emperador había descubierto aquel día en que pensé que moriría a manos de sus nigromantes, había sido enviada hasta allí siguiendo sus órdenes.

Quizá temía que pudiera exponer frente al Emperador quién era en realidad, poniendo al descubierto su tapadera y cómo su rey había estado jugando a dos bandas desde el principio.

Con aquella vorágine de pensamientos, no fui consciente de que Clelia llevaba un tiempo hablándome:

—... con el vestitore imperial.

Supuse que estaba mencionando las pocas prendas que quedaban en mi guardarropa que no hubiera utilizado más de tres veces. El tiempo que llevaba en la corte imperial me había enseñado que cualquier familia perilustre que quisiera mantener cierta imagen solía ampliar su guardarropa continuamente, sin apenas desgastar las prendas con las que ya contaban. Belona Carvilia, intentando cumplir su promesa de hundir mi reputación, no había dudado un segundo en señalar aquel pequeño detalle —que solía usar en varias ocasiones los mismos vestidos—, como si aquello fuera un escándalo de proporciones épicas.

—Hazlo llamar lo antes posible —cedí ante mi doncella, quien llevaba insistiendo siempre que se presentaba la oportunidad de señalarme que necesitaba nuevas prendas que añadir a mi guardarropa.

Aquello pareció aplacar a Clelia, quien asintió. Sabía que ella estaba al corriente de todos los rumores que corrían por los pasillos del palacio y, pese a que todavía no confiaba en Clelia, sí que había podido percibir cierta preocupación sincera por mí. No en vano había intentado protegerme de la princesa, mintiendo sobre mi paradero cuando Ligeia se presentaba en mis aposentos, con el propósito de tenderme una emboscada para que me uniera a su grupo de arpías.

Alguien llamó a la puerta principal. Acompañé a mi doncella hasta allí, descubriendo al otro lado a un formal Irshak; Clelia pareció encogerse sobre sí misma al contemplar la pesada capa cerrada con capucha y la máscara de plata del nigromante, pero el protector del príncipe no le dio mayor importancia. Supuse que estaba habituado a ese tipo de reacciones.

—El príncipe me ha ordenado expresamente que os escolte, lady Furia —en sus ojos castaños había un toque burlón cuando se dirigió a mí con tanto formalismo—. Si me permitís, milady...

Si Octavio había enviado a Irshak para que me acompañara hasta el lugar donde el Emperador iba a agasajar a sus invitados aquella primera noche, supuse que el príncipe parecía estar dispuesto a seguir poniendo a prueba a su padre, tratando de averiguar qué tramaba. Sabía que no había dejado de darle vueltas a lo sucedido aquella mañana, a por qué el Emperador había ordenado que fuera Ligeia quien estuviera con él en la sala del trono y no su primogénito.

Dejé a Clelia en mis aposentos y seguí a Irshak a través del pasillo. El nigromante se deslizaba como una sombra, siempre atento a cualquier posible amenaza que pudiera salir de la nada; apenas nos cruzamos a una sola alma hasta que alcanzamos la zona de palacio más pública, aquella que albergaba los salones que el Emperador destinaba para agasajar a los invitados de la corte.

La inconfundible figura de Octavio pegada a la pared nos recibió cuando torcimos por un recodo. El príncipe se irguió al vernos aparecer y a ninguno de los dos se nos pasó por alto su expresión sombría; me fijé en lo apuesto que estaba con aquella túnica que dejaba parte de su pecho al descubierto. En la imagen que parecía proyectar, con aquellas sombras jugando con su expresión.

—Jedham —me saludó cuando llegamos a su altura—. Irshak.

El nigromante respondió con un simple movimiento de cabeza y el príncipe me tendió un brazo en un galante gesto. Un par de sirvientes corretearon por el pasillo hasta una de las salas, cuyos portones estaban completamente abiertos; pude escuchar el eco apagado de unas conversaciones.

Octavio estrechó mi muñeca en un silencioso gesto de ánimo cuando entrelazamos nuestros brazos.

—Será una simple cena.


El príncipe al menos estuvo en lo cierto al señalar que sería una simple cena... en la que me sentaron frente a Perseo y Ligeia. Ludville y el resto de emisarios fueron colocados en distintos puestos de honor alrededor de la mesa rectangular que presidía el propio Emperador; Ptolomeo y otros afortunados perilustres también se encontraban allí, adulando a los invitados y al anfitrión.

No pude bajar la guardia ni tampoco relajarme durante el resto de la noche. La mujer de ojos caramelo había conseguido granjearse la simpatía de prácticamente casi todos los comensales, incluido el abuelo de Perseo; sin embargo, el nigromante guardaba las distancias, quedándose en un silencioso segundo plano mientras ambos evitábamos establecer contacto visual.

—La corte imperial es un hervidero de rumores, Alteza imperial —dijo entonces Ludville, con la vista clavada en el tierno filete de carne que un sirviente le había servido en el plato—. Rumores que le partirán el corazón a la princesa Basmah.

Observé de reojo a Octavio, atenta a su reacción. Supuse que Basmah debía ser una de las hijas del rey de Assarion, la princesa que fue ofrecida al Emperador para fortalecer la alianza entre ambos países. Las historias de cómo el padre de Octavio había rechazado ese matrimonio habían corrido como la pólvora en la ciudad.

El príncipe esbozó una educada sonrisa antes de desviar sus ojos verdes hacia el asiento que ocupaba su padre en la cabecera de la mesa.

—Es el Emperador quien tiene la última palabra sobre ese asunto, emisaria —respondió con entereza.

Mi corazón trastabilló cuando Octavio dejó en manos de su padre desvelar si sus sospechas sobre nuestro futuro compromiso se materializarían en aquel instante, delante de todos los presentes. Ludville ladeó entonces su cabeza hacia el hombre, a todas luces interesada por una réplica a las palabras de su hijo.

—No es una decisión sencilla, Octavio —dijo entonces el Emperador y vi algo en su mirada que no me gustó en absoluto—. Pero aún tenemos tiempo, hijo... Un tiempo que puedes emplear en continuar aprendiendo cómo dirigir el Imperio; cómo mantener el legado por el que tantos sacrificios hemos hecho para que, algún día, puedas seguir mis mismos pasos.

Octavio se irguió en su asiento al escuchar el mensaje del Emperador, como si hubiera algo más en él. Algo que solamente el príncipe hubiera entendido.

—Veo que estáis entre varias opciones, Majestad imperial —ronroneó Ludville con un tono zalamero—. ¿Tenéis alguna favorita, de entre todas ellas?

Los ojos verdes del Emperador se desviaron unos segundos hacia mi asiento, haciendo que mi estómago diera un vuelco.

—Todavía estoy deliberándolo. 

* * *

Sólo quiero decir que Ludville NO ha venido sola y que ésta era la cara conocida de la que estaba hablando jeje

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