La tajante orden de mi madre respecto a que guardara silencio sobre mi extraña manifestación de poder hizo que el tema siguiera dando vueltas en mi mente. Ella había dicho desconocer a qué era debido, pero no le había resultado tan disparatado; lo que había hecho con mi magia, al parecer, no era único... aunque sí raro. Algo que solamente algunos nigromantes en el pasado habían conseguido.
Quizá la biblioteca de Octavio tuviera alguna respuesta escondida.
Con el príncipe y su nigromante totalmente absorbidos por la frenética actividad de palacio relativa a la inminente llegada de la comitiva procedente de Assarion, me resultó mucho más complicado escabullirme de Ligeia y sus intentos de emboscarme para que me uniera a ella. Las excusas de mi doncella pronto dejarían de surtir efecto y tampoco podía permanecer pegada a las faldas de mi madre; atesoraba cada segundo que compartía con ella después del tiempo que habíamos estado separadas, permitiendo que la curiosidad me animara a conocer más sobre su vida. Sobre quién había sido antes de tener que huir del palacio, temiendo ser ejecutada como el resto de su familia.
Aquella misma mañana, días después de aquella tensa conversación en la que mi madre me había ordenado que guardara silencio respecto a lo que había provocado con mi poder, llegó el tan temido momento: Clelia me había permitido permanecer en la cama un poco más de lo habitual tras haber pasado la noche en compañía de mi madre, escuchando atentamente cuán poderosa había sido en el pasado la gens Furia y cómo mi abuelo había disfrutado de su papel como emisario en nombre del Imperio.
E iba a pagar caro aquel simple retraso en mi rutina.
El sonido de llamada en la puerta principal de mis aposentos me pilló terminando de arreglarme. Clelia había tomado en consideración las cicatrices de mi espalda y procuraba esconderlas, pero mi guardarropa era limitado y los vestidos más tupidos estaban acabándose; la visita del vestitore imperial era ineludible, lo que hizo que me removiera con incomodidad ante la idea de que un desconocido pudiera ver el desastre de mi espalda en todo su esplendor. Ambas desviamos a la par la mirada mientras Clelia me dejaba frente al tocador para responder.
Un gesto de horror se dibujó en mi expresión cuando mi doncella retrocedió torpemente, dejando que Ligeia cruzara el umbral con aire satisfecho. Sus ojos verdes se desviaron en mi dirección y una sonrisa afloró en sus labios al descubrirme sin escapatoria posible.
—Lady Furia —me saludó con alegría—. Habéis resultado ser una persona muy esquiva.
Me apresuré a apartar las faldas del vestido para ponerme en pie. Clelia permanecía a un lado, con la cabeza gacha.
—Alteza imperial —le devolví el saludo con una inclinación de cabeza, tal y como había visto hacer a los miembros de la corte—. He estado... ocupada.
Mi respuesta pareció divertir a la princesa, que dejó escapar una risita y se dirigió hacia donde me encontraba detenida.
—No es ningún secreto que mi hermano y vos os habéis vuelto demasiado cercanos —comentó con complicidad, como si ambas compartiéramos un secreto—. Octavio siempre ha sido muy reservado y nunca ha dejado que se le involucre con nadie, hasta ahora.
Me mordí la lengua ante la aparente ceguera que tenía la princesa hacia su hermano mayor. Ligeia parecía emocionada ante la idea de que los rumores que ya corrían sobre nosotros entre la corte fueran realidad; supuse que los planes del Emperador le resultaban por completo desconocidos y que su padre había decidido no compartirlos con ella.
La princesa se situó a mi lado y, sin darme tiempo a reaccionar, entrelazó su brazo con el mío. Observé nuestras extremidades unidas con los ojos abiertos de par en par, sintiendo cómo mi sangre se calentaba a causa de la rabia de tenerla tan cerca... y de su forma de actuar tan indolente. Acostumbrada a salirse siempre con la suya.
—Me temo que mi hermano es víctima de una aburrida reunión con los hombres de mayor confianza de mi padre para cerrar los últimos detalles antes de recibir a los emisarios —me confió Ligeia y no pude evitar compadecerme de Octavio, del esfuerzo extra que habría puesto para que todo estuviera perfecto a su llegada—. Y mi prometido tampoco es una compañía accesible en estos momentos...
La simple mención de Perseo fue como si me hubiera dado un puñetazo en el estómago.
—Así que sólo quedamos vos y yo —concluyó Ligeia, ajena a mi malestar—. Además de mis damas de compañía, por supuesto.
Sin darme opción a negarme, tiró de mí para que la siguiera hacia la puerta principal de mis aposentos. Me dejé llevar como una autómata mientras fingía escuchar a la princesa hablar sobre las jovencitas que formaban parte de su reducido círculo de confianza y que, al parecer, estaban ansiosas por conocerme personalmente.
Salimos de mi dormitorio al pasillo, topándome con la presencia de dos nigromantes acechando en las esquinas. Una de ellos me resultaba familiar, ya que era la misma que se había acercado a Roma a nuestro regreso de Vassar Bekhetaar para saber si había descubierto algo sobre alguien que permanecía en la prisión; su compañero, por el contrario, me era desconocido.
—Alteza imperial, no podéis irrumpir de ese modo en dependencias ajenas —la amonestó la nigromante, controlando su tono de voz para no sonar demasiado impertinente.
Sin embargo, la princesa lo único que hizo fue dedicarle un pícaro guiño que pretendía ser cómplice. No pude evitar pensar en Octavio y en la relación que mantenía con Irshak: aquellas semanas en su compañía, después de demostrarle al nigromante que no era un peligro cerca de su protegido, el chico parecía haberse relajado cuando pasaba tiempo con el príncipe. Si bien su comportamiento era intachable, tanto él como Octavio se mostraban mucho más cercanos de lo que solían aparentar de cara a la corte. Intuía que algo se había fraguado entre ellos pero, tras mi pequeño ardid la noche en la que Irshak se encargó de conducirme a mis aposentos, había optado por mantenerme al margen.
La hermana de Octavio no parecía tener ese vínculo con los nigromantes que velaban por su seguridad. A juzgar por los labios apretados del compañero de la mujer —Naerie, caí un instante después, recordando cómo se había dirigido a ella Roma a nuestra llegada desde la prisión—, supuse que no era la primera vez que la princesa hacía uso de su posición para salirse con la suya.
Mis pies se arrastraban con renuencia por los relucientes suelos de mármol. Cuando alcanzamos los pasillos externos y abiertos que conducían al jardín donde la había visto por primera vez —aunque ella no hubiera sido consciente—, empecé a preocuparme por lo que hubiera planeado; Ligeia no había bajado su ritmo mientras nos dirigía hacia las escaleras.
—Alteza...
—Las chicas ya están esperándonos —me interrumpió la princesa, conduciéndome a través del camino de tierra hacia un rincón tranquilo. No tardé mucho en atisbar una manta extendida con varias jóvenes sobre ella—. Ah, veo que han empezado sin nosotras...
Mi estómago se agitó cuando todas ellas —conté cinco, entre las que incluía a Aella— levantaron la mirada a la par para observarnos... o, más bien, para estudiarme. El grupo de damas de la princesa me recordó a las chicas con las que había visto a Aella divertirse en la propiedad de su abuelo, incluso con algunas de las jóvenes que habían formado parte de su camarilla personal de doncellas. Sus miradas me evaluaron de un modo que hizo que me erizara, recordando la conversación que mantuve con Octavio sobre mi temor a no encajar en aquel lugar.
Mi mundo no era el suyo. Mientras que mi familia había tenido que luchar por sobrevivir, ellas lo habían tenido todo a su alcance; por el brillo que creí atisbar en algunos ojos, supe que no debía haber pasado su prueba. La presencia de Ligeia a mi lado pareció aplacarlas, pero no pudieron ocultar el veneno en las sonrisas que esbozaron en mi dirección.
—Señoritas, tal y como os prometí —empezó la princesa con un elocuente aspaviento—, he conseguido que lady Furia se una a nosotras esta mañana.
Una de ellas, una joven de cabello trigueño y expresivos ojos castaños, dejó escapar una risa que trató de ocultar con el dorso de la mano.
—Vuestra tenacidad es encomiable, Alteza imperial —la felicitó, antes de lanzarme un rápido vistazo. No era de las que me había sonreído de aquel modo casi amenazante, aunque me negué a bajar la guardia con aquel aspecto de cervatillo.
—Tomad asiento, por favor —nos pidió la chica que estaba a su lado. Se apartó su cabello azabache con un fluido movimiento, haciendo que una pulsera reflejara la luz del sol sobre su superficie; su mirada gris me recorrió de pies a cabeza, sin ocultar lo poco impresionada que estaba.
—Sentaos conmigo, lady Furia —me indicó Ligeia—, y permitidme que haga las presentaciones.
Niké era la joven que había intentado halagar a la princesa, la chica dulce de ojos de cervatillo. Belona resultó ser la que me había escaneado con atención mientras adulaba a su señora para que se sentara cerca de ella. Leta, la chica de cabello castaño y relucientes ojos verdes que tampoco parecía muy conforme con mi presencia. Eutropia, cuyo cabello trigueño era un punto más oscuro que el de Niké, pero hacía destacar sus ojos azules; junto a Belona y Leta, era de las que no parecía tolerar la idea de que me uniera a su reducido grupo.
Y, por último, se encontraba Vesta. Al contemplarla pude apreciar que había algo en ella que no parecía encajar con el resto de sus compañeras; su cabello era de una rica tonalidad casi platina y sus ojos de un pálido azul... pero, al contrario que la piel blanca e inmaculada de las otras chicas, la suya era un tono más tostado. Un rico color casi dorado que la hacía destacar frente al grupo.
Era consciente del celo de los perilustres de salvaguardar sus linajes, siendo el tono claro de su piel una prueba de ello. Lo que inclinaba a pensar que la historia de Vesta no era como la de sus compañeras.
—A Aella ya la conocéis, lady Furia —terminó Ligeia, con una sonrisa satisfecha tras concluir con las respectivas presentaciones.
La susodicha esbozó una tensa media sonrisa en mi dirección. Nuestros caminos no habían vuelto a cruzarse tras aquella primera cena en uno de los salones privados del Emperador, donde me había arrastrado prácticamente de cabeza a una emboscada junto con su primo y prometida.
A juzgar por el brillo en sus ojos azules, ella tampoco parecía haberse olvidado de aquel encuentro.
—Veo que habéis comenzado con las coronas —observó entonces la princesa, obligándonos a ambas a apartar la mirada la una de la otra.
Me fijé en los objetos que tenían en el centro del círculo que conformaban: distintas cestas de mimbre repletas de varios tipos de flores estaban esparcidas por aquel espacio mientras que las jóvenes sostenían en sus faldas sus creaciones en varias fases de creación.
—Disculpadnos, Alteza —dijo Eutropia, bajando la mirada a su regazo con un falso aire de arrepentimiento.
Niké se apresuró a alcanzar un poco de hilo para tendérselo a Ligeia y que la princesa pudiera unirse a ellas con aquella entretenida actividad al aire libre. Vesta fue la que, cayendo en la cuenta del movimiento de Niké, extendió un brazo en mi dirección para que yo también participara.
Miré el fino hilo con una expresión con la que pretendía enmascarar el tedio que me producía tener que estar horas enhebrando aquellas flores que alguien había recolectado y que no tardarían en marchitarse. Aella enarcó una ceja en un silencioso desafío cuando la pillé observándome, sus manos se movían con seguridad en su propia corona floral.
Apretando los dientes, cogí una flor al azar y traté de imitar sus movimientos, consciente de lo que estaba haciendo. Le había prometido a Perseo que estaría a mi lado... pero en sus términos. Ya lo había demostrado en el comedor privado del Emperador y no parecía haber remordimientos por su parte.
—Sois la comidilla de la corte imperial, lady Furia —fue el casual comentario de Belona, rompiendo el silencio—: la heredera perdida que ha conseguido embrujar al futuro emperador.
Mis manos se quedaron paralizadas al escuchar el tono oculto que había en sus palabras. No era tan estúpida para no saber que aquellos rumores no le habían sentado bien a ninguna de las presentes, pues sus familias se habían encargado —gracias al poder que atesoraban y sus contactos— de colocarlas en aquella privilegiada posición con el propósito de alcanzar un premio tan jugoso como lo era Octavio.
Que Belona no se anduviera con rodeos me hizo sospechar que la chica podía ser más peligrosa de lo que creí en un principio.
—¿Es cierto que los nigromantes podéis hacer eso? —continuó, alzando levemente la mirada para contemplarme desde su sitio—. ¿Que vuestra magia os permite hacer que una persona caiga rendida a vuestros pies?
—Belona —la chistó Niké, apurada por lo indiscreta que había resultado ser su pregunta.
Pero la aludida se limitó a sonreír con inocencia.
—¿Y bien, lady Furia? —me presionó.
Sabía que estaba intentando acorralarme, comprobar mi propio aguante. Si optaba por guardar silencio y agachar la mirada ante ella, me convertiría en su objetivo; me creería débil. No era la primera vez que tenía que lidiar con una situación de ese estilo... y no estaba dispuesta a retroceder un solo paso ante aquella mimada que pretendía ser una cazadora cuando no era más que una presa más en aquel tablero de juego.
—¿Os sentiríais más tranquila con vos misma si os dijera que la atención del príncipe es a causa de mi magia en vez de que hagáis frente a la verdad, en la que no habéis conseguido lo mismo que yo, pese al tiempo que lleváis en la corte? —le respondí a su pregunta con otra, utilizando un venenoso tono suave.
Un satisfactorio color rosado cubrió sus pálidas mejillas, haciéndome saber que mi golpe había dado de lleno en mi objetivo.
Ligeia, alternando la mirada entre las dos, decidió intervenir antes de que las cosas pudieran salirse de control.
—¿Aella? —la prima de Perseo levantó la mirada de su corona de flores, sorprendida—. ¿Por qué no vas a buscar a un sirviente para que nos traiga algún refrigerio? —se abanicó con la mano, fingiendo estar acalorada—. Lady Furia podría acompañarte.
Consciente de que no podía desobedecer una orden directa de la princesa, Aella apartó su manualidad y se incorporó, sacudiéndose algunos pétalos sueltos de la falda de su vestido. Sus ojos azules me contemplaron con un brillo cercano a la ¿admiración? Sin embargo, no me dejé engatusar por ello.
—Acompáñame, Jedham —me pidió, dirigiéndose a mí con tanta cercanía de un modo que me hizo sospechar que lo había hecho a propósito.
Aliviada ante la idea de alejarme de aquel grupo conformado mayoritariamente de arpías, no dudé un segundo en imitar a Aella. Ligeia me lanzó una mirada de disculpa y yo apreté los labios.
Ni Aella ni yo dijimos una sola palabra mientras nos alejábamos de la manta. Una media sonrisa afloró en los labios de la prima de Perseo.
—Una elección inteligente el no dejarte amilanar por Belona, Jedham —me felicitó y sonaba sincera—. Su familia ha puesto mucho interés, por no mencionar medios, para verla convertida en la prometida del príncipe.
—No solamente la familia de Belona —hice notar con cierto retintín—. Todas vosotras estáis allí, acompañando a Ligeia con el mismo propósito.
Aella dejó escapar una risita.
—¿Temes que te vea como una enemiga, Jedham? —me preguntó con peligrosa suavidad.
Enarqué una ceja.
—¿No deberías verme de ese modo, Aella? No en vano tu abuelo te ha enviado aquí precisamente para ello, para terminar de afianzar sus hilos y convertirse en uno de los nobles más poderosos dentro del Imperio, por detrás del propio Emperador.
Vi cómo la chica entrelazaba sus manos a la espalda, ladeando la cabeza como una niña que estuviera a punto de confesar una travesura.
—Y seguiré haciéndole creer a mi abuelo que estoy siguiendo sus órdenes para que no me devuelva a la hacienda, Jedham —me confió y su mirada se endureció—. Haré lo que haga falta para no volver allí, de eso puedes estar segura.
—¿Aunque eso suponga un nuevo compromiso? —le pregunté. En el pasado, había estado a punto de ser comprometida con Rómulo, aquel monstruo de su pasado que no había dudado un segundo en forzarla, aprovechándose de su posición y de la relación de amistad con su primo.
—Si los rumores son ciertos... El príncipe Octavio parece tener a otra persona en mente —apuntó con maldad antes de dejar escapar un suspiro—. Aunque esa persona esté utilizándolo para vengarse.
Me quedé quieta en mitad del pasillo.
—¿Piensas que me he acercado a Octavio para vengarme de Perseo?
Aella enarcó una de sus cejas al escucharme referirme al príncipe con tanta familiaridad. No obstante, su velada acusación —que creyera que estaba utilizando a Octavio para hacerle daño a su primo— hizo que una sonrisa amarga se formara en mis labios.
—No tienes ni idea, Aella —le dije, sin darle la oportunidad de responder, porque ya había dejado claras sus sospechas—. Incluso me siento ofendida de que tengas esa mala imagen de mí.
Un ligero rubor pareció ascender por su rostro, pero la joven perilustre se limitó a alzar la barbilla con orgullo, sin estar dispuesta a dar un paso hacia atrás. No estaba cómoda con la posibilidad de que hubiera estado errada con sus deducciones, dejándose engatusar por las malas lenguas y sacando sus propias conclusiones al saber el pasado que me unía con Perseo.
—¿Por qué acercarte tanto el príncipe heredero, si no? —me preguntó entonces Aella, recuperando el aplomo—. Es el hermano de la prometida de Perseo. Sería el golpe idóneo para hacerle daño a mi primo.
La sonrisa que había tironeado de mis labios creció de tamaño.
—Procuro ser más original en cuanto a mis venganzas, Aella —le aseguré, haciendo que ella frunciera el ceño—. Si no todo resultaría demasiado predecible y perdería toda la emoción, ¿no crees?
* * *
HOLA HOLAAAA
Como ya hemos podido comprobar, Ligeia ha demostrado que no para hasta que no se sale con la suya (sea el asunto que sea)
Vemos que las damas de compañía de la princesa son canelita en rama y prometen aparecer con su amabilidad en próximas entregas
Aella y Jem, si consiguieran hacerse amigas, harían un dúo formidable
(como dato, la visita de Assarion no va a pasar desapercibida, guiño guiño guiño)
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