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❈ 42

—Estáis pálida como un fantasma, señorita Devmani. No parece que hayáis pasado una buena noche.

La voz del príncipe Octavio me provocó un ligero sobresalto, haciendo que me volteara en su dirección. Después de aquellas crípticas palabras de despedida, Perseo finalmente se había rendido, abandonando mi dormitorio sin añadir nada más y con aire de derrota; había logrado alcanzar la cama antes de desplomarme, llevándome las manos al pecho, como si eso fuera suficiente para contener la oleada de dolor que me atravesaba de lado a lado mientras me entregaba al llanto de nuevo, en esta ocasión sin nadie que pudiera ser testigo de cómo me rompía en mil pedazos.

No, no había sido una noche fácil.

—No lo fue, Alteza.

Con Clelia ausente, había escogido un rincón lo suficiente discreto para poder continuar lamiendo mis heridas. Mi doncella, tras haberse afanado en intentar esconder los estragos de haber pasado el resto de la noche en vela, y quizá advirtiendo que no estaba de muchos ánimos, me había propuesto dar un paseo cerca de los jardines, lejos de los sofocantes corredores cerrados y sin ventanas.

El príncipe Octavio ladeó la cabeza, estudiándome con atención. Aquella mañana había sustituido el lujoso traje que llevaba el día anterior por unas prendas mucho más sencillas y cómodas; un simple vistazo a su alrededor fue suficiente para comprobar que su sombra no andaba cerca... o había elegido otro rincón en el que pasar desapercibido.

—¿Debo suponer que Irshak ha sido el causante de que tu primera noche en el palacio no haya resultado grata? —preguntó, cruzándose de brazos.

Una diminuta sonrisa se formó en mis labios, divertida por el mohín que había puesto el príncipe al pensar que el responsable de mi penoso aspecto era su guardaespaldas.

—No, el responsable no es Irshak, Alteza —le aseguré.

—Me limité a cumplir con sus órdenes, mi príncipe —dijo una voz que reconocí como la del nigromante—, de acompañarla hasta sus aposentos.

La inconfundible figura encapuchada de Irshak apareció tras su protegido, sin que el príncipe se sobresaltara por el sigilo que había mostrado. Observé cómo el hijo del Emperador fruncía el ceño, pensativo.

—Habéis madrugado —comenté en tono casual, desviando la conversación. Intuía que la curiosidad del príncipe le empujaría a interrogarme para llegar al fondo del asunto—. Pensaba que estaríais en vuestros aposentos, disfrutando de un merecido descanso después de una noche llena de excesos.

Por la sonrisa conspirativa que me dedicó, supe que el príncipe había advertido mi estrategia de cambiar ligeramente el tema.

—Tú también lo has hecho... aunque dudo que disfrutaras mucho de la velada —me contestó, cómplice. Luego se aclaró la garganta—. Como futuro emperador, mi formación nunca acaba. Además, disfruto del aprendizaje y todo lo que puede proporcionarme —volvió a aclararse la garganta, tímido de repente—. Tanto Irshak como yo nos dirigimos a la biblioteca ahora mismo. Quizá querrías acompañarnos...

Aquella oferta me resultó demasiado tentadora. Necesitaba con urgencia una distracción y, aunque la biblioteca no fuera el lugar que hubiera elegido para refugiarme, podría servirme. Estar cerca del príncipe me ayudaría a conocerlo mejor, a descubrir si la impresión que había tenido de él no era más que una fachada.

Miré a ambos lados, buscando a la ausente Clelia.

—Mi doncella...

No se había separado de mí en toda la mañana, cumpliendo con las órdenes que había recibido. Sin embargo, si desaparecía ahora... Una parte de mí sospechaba que eso podría causarle problemas.

—Irshak se encargará de hacerle saber dónde estás —propuso de inmediato el príncipe Octavio, lanzando una mirada elocuente a su nigromante.

El chico frunció los labios en un gesto casi de fastidio y resignación como respuesta a la orden implícita de su protegido. Después, con un simple asentimiento de cabeza, dio media vuelta, haciendo ondear los bajos de su pesada túnica negra, y se marchó en busca de Clelia, dejándome a solas con el príncipe.

Una sonrisita torcida se formó en mis labios.

—Parece que su reticencia a dejarte a solas conmigo ha disminuido —observé mientras contemplaba cómo la figura del nigromante desaparecía tras un recodo.

—Supongo que ha comprobado que no eres la amenaza que creía —me ofreció su brazo en un galante gesto—. ¿Vamos?


Durante el trayecto a la biblioteca, el príncipe Octavio no dejó de hablar, quizá para alejar el silencio. Me ayudó a orientarme dentro del ala del palacio que estaba destinada exclusivamente a la familia imperial y sus más allegados, bromeando sobre los rumores que corrían entre el servicio de la existencia de corredores secretos y pasadizos, señalándome las distintas puertas y las estancias a las que conducían por las que pasábamos; compartió conmigo anécdotas de su niñez, en compañía de sus tutores y niñeras, y luego lo hizo de sus viajes dentro y fuera del Imperio.

—Mi madre insistió en ello —me confió en tono confidencial, sorprendiéndome que la idea de enviar al príncipe heredero fuera de la seguridad de los muros de palacio fuera de la emperatriz. Nadie sabía mucho sobre ella, excepto que pertenecía a la gens Naevia, una de las primeras en apoyar a su padre cuando se sentó en el trono; la única vez que la había visto fue durante la noche de la emboscada de la Resistencia a la hacienda de Ptolomeo—. Quería que conociera lo que había más allá de nuestras fronteras, que me empapara de las distintas culturas que existen fuera del Imperio...

«Quería que fuera distinto a su padre», reflexioné mientras el príncipe Octavio continuaba su diatriba sobre cómo había recorrido el Imperio por órdenes del Emperador, antes de que se le permitiera abandonar su territorio. Sabía que Assarion compartía un modelo político similar al nuestro, aunque su rey nunca se hizo con la corona gracias a un derramamiento de sangre, sino con una dinastía que se consolidó con el paso de los años; Hexas, por el contrario, había resultado ser mucho más receloso a la hora de dar información sobre su península, más reducida que la que conformaban el Imperio y Assarion y que se encontraba al otro lado del mar, al sur.

Que la emperatriz deseara que su hijo, el futuro emperador, comprobara con sus propios ojos cómo eran Assarion y Hexas me demostró que no era inmune a la política de terror de su esposo... y que no parecía estar conforme con ella. Consciente de que su poder era reducido, había tratado de que Octavio no siguiera los mismos pasos que el Emperador.

—Aquí es —suspiró entonces el príncipe, sacándome de mis propios pensamientos.

Pestañeé cuando nos encontramos frente a dos enormes portones lacados en oro. Me fijé en los grabados, las distintas escenas que parecían representar; con un burbujeo desagradable en el estómago, no pude evitar quedarme observando la última de ellas... y que parecía ser la más reciente: en ella se veía a un chico —pues no podía ser un hombre, a juzgar por los rasgos que el artista había conseguido cincelar en la pieza— sentado sobre un trono... con una cabeza femenina apoyada en uno de los reposabrazos.

El príncipe Octavio se removió a mi lado, incómodo al descubrir qué era lo que mantenía mi atención.

—Al ser la entrada de la biblioteca principal —me comentó en tono forzado, casi ahogado—, en ella se encuentran grabados algunos pasajes de nuestra historia. Cada emperador, al iniciar su reinado, debe añadir algo, algún hito que pretenda inmortalizar. Como has podido comprobar, mi padre eligió... eligió el momento en que se sentó en el trono.

—Con la cabeza cercenada de vuestra tía, la legítima heredera —añadí con esfuerzo, aún sintiendo el estómago revuelto.

—El Emperador decidió que el poder era más importante que la sangre y quiso demostrar hasta qué punto estaba dispuesto a conseguirlo.

—Acabó con toda su familia y después... después lo hizo con la gens de nigromantes.

Mi madre había compartido conmigo ese terrible momento, haciendo que un escalofrío de pavor me recorriera de pies a cabeza al recordarlo. De algún modo que desconocía, el Emperador había conseguido la lealtad de los Sables de Hierro; gracias a ellos había podido dar el golpe de estado, reuniendo a su familia en la sala del trono para ir asesinándolos uno por uno. Mi madre, que por aquel entonces era su prometida y estaba instalada en el palacio, fue sacada a la fuerza de su cama y conducida hasta aquella habitación, descubriendo el horror que el Usurpador había desatado.

—Mi padre ordenó que las propiedades de todas las gens de nigromantes fueran asaltadas y destruidas —murmuró el príncipe Octavio y bajó la mirada al suelo de mármol veteado—. Dijo que no quería supervivientes, ni siquiera los más pequeños... Aquellos nigromantes que se encontraban en palacio aquella noche fueron conducidos a las mazmorras, igual que aquellos nobles que no estaban dispuestos a subyugarse a su nuevo gobierno, para ser ejecutados y usar sus cadáveres para enviar un poderoso mensaje al resto del Imperio.

Sentí náuseas al imaginar la masacre que había desencadenado aquel hombre, atrapado en su locura de demostrar hasta dónde era capaz de llegar. Para demostrar que no era ningún pusilánime, como la corte solía creer.

—Será mejor que pasemos —propuso el príncipe.

Empujó una de las puertas, que emitió un ligero crujido, y me hizo un gesto para que cruzara el umbral en primer lugar. Obedecí en silencio y atravesé la puerta, topándome con una monstruosa sala repleta de estanterías; sobre nuestras cabezas parecía alzarse un segundo piso, igual de lleno que la planta baja.

Mientras que el príncipe pareció quedarse sin aliento, como si aquélla fuera la primera vez que ponía un pie en aquel lugar, yo solamente me sentí... abrumada. Apenas parecía existir espacio entre las estanterías, formando angostos pasillos que me hicieron sentir claustrofobia.

—Ven —me instó Octavio, tirando de mí para conducirme por uno de esos estrechos corredores—. El rincón donde suelo trabajar no está lejos de aquí.

Como había prometido, no tardamos mucho en alcanzar un espacio mucho más abierto. Una pesada mesa de madera rectangular y varias sillas alrededor de ella eran los únicos muebles con los que contaba. Sin lugar a dudas no era un rincón en el que poder relajarse, a juzgar por los respaldos rígidos de los asientos, aunque eso no parecía ser un inconveniente para Octavio, que parecía de repente mucho más animado.

—Ah —suspiró el chico al ver una pila de libros en una de las esquinas de la mesa—, veo que Severo ha dejado lo que le pedí.

—¿Severo? —repetí, siguiéndolo a través del último tramo del corredor y rodeando la mesa para elegir asiento.

—Es quien se encarga de velar este lugar —me explicó el príncipe, sentándose en una de las sillas y tomando uno de los volúmenes de la pila con cuidado—. Es uno de los pocos lugares que han sobrevivido... que han sobrevivido a mi padre —reconoció con esfuerzo, y de nuevo ocultó su mirada, como si se sintiera avergonzado—. En un arranque de furia, dio la orden de que ciertos libros... cierta parte de nuestra historia... fuera destruida. Importantes bibliotecas dentro y fuera de la capital ardieron hasta los cimientos, llevándose consigo obras de valor incalculable; solamente se salvaron unas pocas, como ésta o la que se encuentra en la ciudad de Trisven.

Pese a que no era capaz de entender el valor del que estaba hablándome Octavio con tanta pasión y pena por la pérdida, pude saber que era un acto atroz con el que eliminar una parte del Imperio. De su pasado. De sus orígenes.

Pensé en los nigromantes que eran captados para ser entrenados en Vassar Bekhetaar y transformados en los soldados que protegían al Emperador; en cierto modo, a ellos también les obligaban a eliminar esa parte de sus vidas, enseñándoles que ya no les pertenecían y que todo lo que importaba era su futuro y la vida del Usurpador, con quien debían sentirse en deuda por su magnanimidad al haberles dejado vivir. Al haberles dado un —falso— propósito por el que continuar.

Contemplé mi entorno con una sensación de aprensión en el pecho. Aquellos libros que llenaban las estanterías eran un pequeño reducto de lo poco que quedaba sobre el Imperio; información que, seguramente, habría tenido que pasar por el filtro del propio Emperador.

—Creo que tengo algo que te gustará —dijo entonces el príncipe, levantándose de nuevo de su asiento con energía.

Observé a Octavio desaparecer entre las estanterías y mis ojos tropezaron sobre la portada del libro que había visto momentos antes al chico coger. Ladeé la cabeza para poder leer con facilidad el título, comprobando que se trataba de una compilación de tratados relativos a las fronteras entre el Imperio y Assarion. Un rápido vistazo al resto de volúmenes fue suficiente para descubrir que tenían una temática similar.

Me recliné sobre el respaldo, conteniendo un suspiro. Octavio no me había mentido al afirmar que su posición como heredero al trono suponía estar en constante formación, por mucho que pudiera disfrutar de ello.

—Aquí lo traigo —la emocionada voz del príncipe hizo que girara el cuello para verle reaparecer por el mismo pasillo con algo entre las manos.

Un pesado libro con aspecto polvoriento que dejó frente a mí. Pestañeé de asombro al contemplar el volumen, consciente de lo antiguo que parecía ser; el príncipe se quedó a mi lado, dándole un golpecito a la portada con el dedo índice.

—Antes... antes de que fueran erradicadas —empezó a explicarme Octavio, tartamudeando levemente—, solía llevarse un registro de todas las gens, incluida la de los nigromantes. Pensé... pensé que quizá estarías interesada en conocer... conocer más sobre tu familia.

Me quedé mirando fijamente al libro, asimilando lo que Octavio había puesto ante mí. Aún no había terminado de asimilar que mi madre perteneciera a una de las gens que, antaño, había sido considerada una de las mejor posicionadas dentro del Imperio; desde niña apenas había mostrado curiosidad por mis orígenes, rodeada de historias desgarradoras protagonizadas por los horrores que imperaban en los barrios de la ciudad donde me crié. En mi mente, mi familia se limitaba a tres miembros; el resto no me resultaban relevantes, ya que nunca habíamos tenido contacto y no formaban parte de mi vida.

Pero ahora tenía delante de mí un pedacito de la historia de mi familia, de los miembros que le habían sido arrebatados a mi madre brutalmente, robándoles cualquier oportunidad. Miembros a los que jamás podría llegar a conocer, ni ellos a mí.

La simple idea de saber de ellos, aunque fuera a través del papel, me arrebató el aliento por unos segundos. Porque leer sus nombres lo haría más real.

—Es uno de los pocos registros que se conservan de esa época —continuó hablando el príncipe, emocionado por compartir conmigo aquel volumen; luego me lanzó un vistazo y su voz fue perdiendo fuerza, apagándose—. Lo siento —se apresuró a disculparse ante mi desconcierto, con las mejillas enrojecidas—. Di por supuesto... No caí en la cuenta de que no supieras... no hubieras tenido la oportunidad de aprender a leer —se corrigió, más avergonzado todavía.

Aparté la mirada del libro para desviarla hacia la expresión azorada del príncipe Octavio. El joven parecía tan aturullado por su supuesto error que no paraba de divagar y disculparse.

—Irshak me confesó que en Vassar Bekhetaar no se molestaban en enseñaros algo tan básico como leer y escribir —farfullaba en esos instantes—. Y que su familia nunca...

—Sé leer y escribir —le interrumpí, algo estremecida por la triste realidad: en la prisión lo único que se priorizaba era en transformarnos en armas, en enseñarnos a usar nuestros poderes para convertirnos en criaturas mortíferas... Lo demás no era importante. Mientras que solamente unos pocos privilegiados eran capaces de hacerlo, el resto no creía que esas habilidades fueran útiles en un mundo en el que debía luchar por sobrevivir—. Mi madre me enseñó de niña.

Una sombra de comprensión cruzó los ojos verdes del príncipe antes de que apartara la mirada.

—Es injusto que algo tan necesario esté reservado para una parte privilegiada de la población —comentó Octavio casi para sí mismo—. No debería ser así... En Assarion, los niños son enviados a escuelas para poder adquirir este tipo de conocimientos, sin importar su clase social o posición. Se destina parte de los impuestos que se recaudan para mantenerlas en funcionamiento, aunque algunas familias más pudientes pueden optar por tutores privados...

Sacudió la cabeza y me dedicó una sonrisa que pretendía ser amable antes de dirigirse de nuevo a su asiento. Observé cómo se deslizaba a su silla y abría el volumen que había sacado de la pila que Severo había dejado para él; sus palabras me habían dejado pensativa, en especial por la observación que había hecho.

—¿Lo harías? —le pregunté y el príncipe levantó la mirada de las páginas—. ¿Cambiarías las cosas para todos aquellos que no han tenido esa oportunidad, si fueras el emperador?

Octavio se quedó en un silencio reflexivo, acariciándose el labio inferior con el índice.

—Lo haría, Jedham —me contestó, sonando muy seguro de su respuesta—. En Assarion les ha funcionado, no veo por qué no podríamos tomar su ejemplo y aplicarlo aquí, en el Imperio.

Estudié al príncipe mientras apartaba de nuevo la mirada y centraba su atención en el pesado volumen de tratados. Una parte de mí quería desconfiar de él, pues nadie en su sano juicio sería capaz de sacrificar su riqueza para ayudar sin obtener nada a cambio; ninguno de los perilustres estaría dispuesto a destinar parte de su oro y dracmas para tal fin. Sin embargo, Octavio no había dudado en afirmar que era posible, que nuestro reino vecino lo había conseguido; tal y como había deseado la emperatriz, su primogénito era completamente diferente a su padre.

Y eso... eso me llenó de esperanza.

Quizá la Resistencia hubiera fracasado, pero el príncipe Octavio era lo que buscábamos para el futuro del Imperio. El líder que necesitábamos para escapar de las garras del monstruo que se sentaba en esos momentos en el trono.

Con un nudo en el pecho, bajé la mirada hacia el registro que me había traído el príncipe y, conteniendo el aliento, despegué sus páginas con cautela, casi con temor a que mis torpes manos pudieran destruirlo.

Mis ojos recorrieron con avidez las líneas manuscritas del índice, pues cada gens tenía su propio apartado. No tardé en dar con el nombre de mi familia y pasé las páginas con cuidado hasta llegar a la elegida: un magnífico árbol se desplegaba en ambas páginas, dibujado a mano. Sobre las hojas y las raíces pude leer distintos nombres que pertenecían a mis antepasados; en la parte más baja de la página constaban los dos nigromantes que habían dado origen a la gens, extendiéndose por el tronco y las ramas con sus descendientes.

Di con los nombres que buscaba: Adrastos y Herennia, mis abuelos; también descubrí otro miembro cuyo nombre mi madre había mencionado cuando me confesó una versión reducida de su historia: Daedalus. Según las sospechas de mi madre, su tío había estado detrás del compromiso con el Emperador; él había estado moviendo los hilos en secreto para sacarse de encima a la heredera y poder hacerse con el poder de la gens Furia. Me fijé en que Daedalus también había tenido un hijo, Enéalos.

—Como ves, está incompleto —la suave voz de Octavio me hizo apartar la vista de las páginas, de la información que contenían—. En el pasado, cualquier cambio en la gens debía ser comunicado al palacio para poder actualizar todos los registros que se llevaban.

Mis dedos rozaron el nombre de mi madre, Galene Furia, que estaba escrito sobre los nombres de Adrastos y Herennia. De no haber dado su golpe el Emperador, ¿qué habría sucedido? ¿Mi madre había terminado casándose con Galiano? ¿Su nombre habría sido escrito junto al suyo? ¿Hubiera existido yo? ¿Habría sido Jedham Nerón?

¿Habría sido la próxima emperatriz del Imperio?

* * *

¿Pensamientos sobre la última reflexión de Jem respecto a su futuro, si Galene hubiera terminado desposada con el Usurpador?

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