
❈ 40
La conversación con el príncipe Octavio me dejó pensativa el resto de la noche. Su nigromante, al alcanzar el límite su nivel de tolerancia, se acercó a su protegido y le sugirió que se marcharan; observé cómo se deslizaban a través de la multitud hacia la salida. Con un nudo en el pecho, fui testigo del breve momento entre el príncipe y Ligeia, además de Perseo, quien no se había alejado de su prometida. Verlos juntos avivó las ascuas de mi ira, haciendo que apretara los puños de la frustración desde el rincón en que seguía refugiada, pasando inadvertida entre el resto de invitados. Me pregunté si así habría sido su vida mientras yo intentaba sobrevivir a Vassar Bekhetaar. ¿Disfrutaría de veladas en compañía de Ligeia, haciendo gala de sus modales perilustres? ¿Se mostraría así de cercano a ella... como si no le resultara indiferente?
En la prisión me había abierto en canal con él, pronunciando incluso aquellas dos terribles palabras que me acechaban cuando tenía la guardia baja, creyendo que realmente podíamos tener una segunda oportunidad y hacer las cosas bien, sin mentiras de poder medio. Pero había estado tan equivocada...
Las cicatrices de la espalda empezaron a cosquillearme al recordar cómo Perseo, pese al poder que atesoraba, su maldita posición, no había hecho lo suficiente. Había dejado que Fatou lo mangoneara a su antojo, empleando a su favor las mentiras del nigromante; había dejado que Fatou me atara a ese bloque de madera y me azotaran mientras él... mientras él se limitaba a mirar. Aquella noche podría haber podido usar su poder contra mi verdugo y el monstruo que gobernaba la prisión; aquella noche podría haber hecho algo más. Y no lo hizo.
No lo hizo y se limitó a ver cómo el látigo destrozaba mi espalda una y otra vez mientras Fatou se encargaba de reducir mi corazón a cenizas, desvelándome lo que el nigromante se había negado a decirme.
Como si hubiera sentido la intensidad de mi mirada clavada en ellos, Perseo desvió la suya en mi dirección. No me había dedicado ni un solo gesto en lo que llevábamos de cena tras aquel pequeño encuentro al principio de la velada, fingiendo que yo no estaba allí, por lo que toparme con sus ojos azules, aunque fuera a una distancia de lo más saludable para ambos, fue como si algo tirara de mis entrañas. La idea de que fuera el responsable de los planes que guardaba el Emperador respecto a su primogénito hizo que entrecerrara mis ojos, sin romper el contacto visual con el nigromante. «¿Fuiste tú?», quise preguntarle mientras nos sosteníamos la mirada. «¿Fuiste tú quien me ha vendido al Emperador, creyendo estar salvándome la vida?»
Mi pecho se estremeció cuando Ligeia obligó a Perseo a apartar la mirada. La princesa estaba contando algo y apoyó la mano sobre la parte superior del brazo del nigromante; Ptolomeo sonrió con ganas y Perseo se mostró repentinamente tímido de lo que fuera que hubiera dicho su prometida.
Aquella imagen —lo bien que encajaban ambos— hizo que tuviera que desviar la mirada del mismo modo que Perseo... tropezándome casi de casualidad con la expresión pensativa de Aella. La prima del nigromante permanecía en un segundo plano, con una copa entre las manos y su avispada vista saltando de un invitado a otro. Pensé en lo que había insinuado sobre su presencia en el palacio, pasando a formar parte de la exclusiva camarilla de damas de compañía de la princesa; su abuelo estaba dejándose llevar por la codicia de haber obtenido un jugoso compromiso, intentando utilizar a la propia Aella para conseguir otro mejor aún.
Ptolomeo quería convertir a su nieta en la próxima emperatriz del Imperio, adhiriéndose a la gens del Emperador y beneficiándose del inmenso poder que esa unión le proporcionaría.
Sin embargo, si el príncipe Octavio no estaba equivocado en sus sospechas, el deseo del abuelo de Perseo no podría hacerse realidad. Un nudo se me formó en el estómago mientras seguía espiando a Aella, quien no parecía muy interesada por entremezclarse con el resto de invitados; si el Emperador estaba considerándome para ser la prometida de su hijo... eso no le gustaría en absoluto a Ptolomeo para sus propios planes.
Y yo me acaba de convertir en un obstáculo en ellos.
El cabeza de familia, durante el tiempo que pasé trabajando para su nieta en su hacienda, había demostrado ser un hombre que sabía cómo jugar sus cartas... y estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de alcanzar sus objetivos. Si llegaba a sus oídos el mínimo rumor del compromiso o si se hacía el anuncio... sabía que Ptolomeo no se quedaría de brazos cruzados; jamás se rendiría, no cuando estaba en juego una oportunidad tan apetecible como conseguir que Aella fuera la prometida del príncipe.
Pero ¿ella estaría de acuerdo? Aún recordaba su resistencia a comprometerse con Rómulo, el conocido de Perseo que, aprovechándose de la cercanía entre ambas familias, la había violado cuando apenas era una niña. ¿Se mostraría igual de terca o la idea de que fuera el príncipe Octavio su prometido le haría mostrarse servicial con los deseos de su abuelo?
«Era la única salida que tenía, Jedham...», el eco de la voz de Aella se repitió en mis oídos, obligándome a retroceder a nuestro tenso reencuentro en los jardines de palacio. El ataque fallido de la Resistencia a su hogar le había supuesto un duro golpe del que estaba costando recuperarse; nunca había tenido que hacer frente a un episodio de ese tipo y una parte de mí... la entendía. Aún recordaba el caos que trajo consigo a los rebeldes retirándose las capas y máscaras que habían robado para hacerse pasar por parte del servicio; aún podía recordar la súplica de Perseo para que protegiera a Aella, cómo tuve que enfrentarme a los míos para salvarle el cuello. Aquella noche me convertí en una traidora al manchar mis manos con sangre de los que se suponía que eran mis aliados.
Pero podía comprender el impacto que había tenido en la prima de Perseo verse atrapada en aquel intento de asesinato contra el Emperador, arrinconada por varios hombres que la odiaban por el simple hecho de haber nacido en una familia acomodada, dispuestos a forzarla, obligándole a pasar de nuevo por aquella terrible experiencia.
Aunque jamás lo admitiría en voz alta —y a los dioses ponía por testigo que nunca lo haría—, entendía a Aella más de lo que me hubiera gustado. Y me odiaba por eso, por lo que suponía humanizarla y saber que, por mucho poder o dinero que tuviera su familia, en realidad era una joven víctima más en aquel mundo.
❈
—Señorita Devmani.
La ronca y susurrante voz que sonó cerca de mi oído hizo que mi cuerpo diera un sobresalto. Algunos de los invitados ya habían empezado a retirarse, pero yo continuaba allí atrapada, sin saber muy bien cómo actuar. Mi cuello sufrió un latigazo cuando lo giré para descubrir a un nigromante a mi lado, con la máscara de plata cubriendo sus facciones y la capucha de la túnica sobre su cabeza.
Ni siquiera había podido percibir su presencia, ni mucho menos cuánto tiempo llevaba a mi espalda.
—Irshak —le reconocí y mi sobresaltado corazón dio un vuelco.
El nigromante que se encargaba de la protección y salvaguarda del príncipe Octavio no pudo esconder su desconcierto —y recelo— cuando me escuchó pronunciar su nombre. Parecía que su protegido le había transmitido cómo debía dirigirse a mí, ya que no había empleado el apellido de la gens a la que pertenecía mi madre.
—El príncipe Octavio me ha enviado para comprobar si os encontrabais en vuestros aposentos o si, por el contrario, aún continuabais aquí —desveló, marcando las distancias.
En mis labios apareció una pequeña sonrisa por aquel galante gesto por parte del príncipe.
—Puedes decirle que sigo aquí, atrapada.
Irshak no pareció captar el tono divertido de mis palabras, o prefirió ignorarlo.
—Tengo órdenes de que, en tal caso, os acompañe personalmente a vuestros aposentos.
Sacudí la cabeza, ligeramente enternecida por la inestimable ayuda que me había enviado el príncipe Octavio para demostrarme que su oferta de amistad era sincera. Irshak, por la tensión de su mandíbula, no parecía encontrarse muy cómodo con la idea de tener que velar ahora también por mi seguridad.
—Es muy amable —dije.
—Seguidme, por favor.
Eché un último vistazo a los pocos invitados que quedaban antes de obedecer al nigromante. El Emperador estaba entretenido con algunos perilustres; Ligeia se había marchado junto a Aella hacía un buen rato, dejando a Perseo con la única compañía de su abuelo. El heredero de la gens Horatia permanecía cerca de Ptolomeo mientras éste hablaba con los que, supuse, eran parte de sus aliados.
Irshak, para mi sorpresa, se encargó de movernos entre las zonas menos iluminadas del comedor privado, pasando desapercibidos prácticamente. El corazón arrancó a latirme con rapidez ante la idea de abandonar la habitación y regresar a mi propio dormitorio; el efecto de la damarita que colgaba de mis muñecas había aunado fuerzas con el cansancio que se había apoderado de mi cuerpo tras aquel intenso día.
El silencioso pasillo nos recibió cuando Irshak cerró la puerta a nuestra espalda con discreción. El nigromante no había vuelto a dirigirse a mí tras pedirme que le siguiera y su actitud denotaba que el príncipe Octavio estaba en lo cierto al afirmar que no le resultaba de su agrado. O que no se fiaba de mí.
—¿Crees que soy una amenaza para el príncipe? —le pregunté mientras recorríamos el corredor vacío.
—Creo que sois alguien a quien no debo perder de vista —contestó de manera evasiva.
Ladeé la cabeza, intentando mantener el ritmo que marcaba.
—Puedes dejar los formalismos a un lado, al fin y al cabo hemos salido del mismo lugar —hice notar, intentando sonar afable.
Irshak lanzó un vistazo a mis muñecas, hacia las pesadas pulseras de damarita que colgaban de ellas. Roma había sustituido los grilletes con los que Fatou me había atrapado por aquel par de joyas, idénticas a las que llevaba mi madre.
—No sería lo correcto, señorita Devmani —se negó con educación—. Y el príncipe...
—Al príncipe no le importará lo más mínimo —le aseguré y ambos torcimos por un pasillo que nos condujo a una zona que me resultó familiar.
El silencio se instaló entre los dos. Aún podía percibir cierto recelo por parte de Irshak, lo que me hizo recordar la opinión que guardaba de mí; las pulseras de damarita, como me había confiado el príncipe Octavio, parecían ser una clara señal de amenaza, pese a que mi poder se encontraba inutilizado.
—¿Llevas mucho tiempo protegiendo al príncipe? —le pregunté, aburrida por la ausencia de conversación. Además, obtener cualquier tipo de información que pudiera proporcionarme podría serme útil de cara al futuro.
—Hace cinco años que Roma me eligió para protegerle —respondió entre dientes, escueto.
Me sorprendió descubrir que había sido la nigromante la persona que había tomado tal decisión. No me había costado mucho llegar a la conclusión de que Roma, a pesar de ser considerada como la puta del Emperador, había conseguido granjearse una buena posición entre los nigromantes que estaban destinados al palacio; no sabía si era por lo cercana que resultaba al Usurpador, pero era evidente que estaba involucrada activamente en algunos asuntos en aquel lugar.
—¿Y antes de ser ascendido? —insistí, decidida a sacarle algo de conversación a Irshak.
El nigromante giró la cabeza en mi dirección, lanzándome una mirada que no era capaz de ocultar el recelo que sentía a causa de mis preguntas.
—Me encargaba de patrullar las calles de la ciudad —contestó con sequedad— para detener a aquellos que eran sospechosos de formar parte de la rebelión contra el Emperador.
Por el modo en que apartó rápidamente la vista, intuí que aquellos años de patrulla no habían sido tan fáciles como los cinco que llevaba sirviendo al príncipe Octavio de guardaespaldas. Opté por no seguir preguntando sobre ello, quedándome de nuevo en silencio.
—Después de que mi poder se manifestara y fuera enviado a Vassar Bekhetaar, se nos enseñó que la damarita era peligrosa para nosotros —la voz de Irshak, pese a que tenía la mirada clavada al frente, me sobresaltó por ser inesperado que tomara la palabra, pues se había limitado a contestar a mis preguntas—. Recuerdo los dormitorios, sus paredes... Había suficiente de ella para asfixiarte, hasta que conseguías fortalecerte y ganar control contra la damarita. Y tú... —lanzó otro vistazo hacia mis muñecas—. Tú la llevas sobre tu piel y, aun así, eres capaz de sostenerte en pie.
Roté el cuello y las muñecas, haciendo tintinear las pulseras. Perseo no había tenido problema en tocar mi collar de damarita aquella mañana, al contrario que Darshan, quien se había visto afectado gravemente ante su contacto; sin embargo, la cantidad que siempre había llevado al cuello era ínfima en consideración a la que ahora rodeaba mi carne.
—He visto nigromantes desmayarse al ponerles grilletes de damarita —agregó Irshak, mirándome de reojo.
—Al poco tiempo de que mi magia despertara, mi madre hizo que me pusiera un collar con damarita, que resultó ser una reliquia familiar —le confesé, retrotrayéndome a esos recuerdos que casi había condenado al olvido debido al tiempo que había pasado—. Era pequeña y apenas sabía qué estaba sucediéndome... Fue como si enfermara; estuve postrada en la cama varios días, con fiebre y constantes náuseas —me humedecí los labios—. He pasado prácticamente gran parte de mi vida sin saber que era una nigromante, con la damarita ahogando mi poder. Mi cuerpo está familiarizado con ella y, quizá, no me afecta con tanta virulencia como a otros nigromantes que no han visto su magia atada desde tan jóvenes.
Irshak no dijo nada, posiblemente asimilando aquel pedazo de mi pasado que había compartido con él.
—Sé que el príncipe te importa —el nigromante se giró hacia mí con un brillo de alarma en sus ojos ante mi afirmación, haciendo le observara con suspicacia—, pero no quiero hacerle daño.
Irshak no pareció en absoluto convencido.
—El príncipe Octavio ha sido amable conmigo —insistí, consciente de que mis aposentos estaban cerca del pasillo que estábamos recorriendo—. Me ha demostrado que no es más que otra marioneta en manos del Emperador.
El auténtico enemigo, sin lugar a dudas, era su padre; pero eso no lo dije en voz alta, guardándomelo para mí misma. Octavio se había sincerado conmigo en el comedor, sin ambages de por medio; estaba resignado a cumplir con los deseos del Usurpador, ya que era algo que se le había inculcado desde niño, pero también estaba dispuesto a allanarnos a ambos el camino. Apreciaba ese gesto del príncipe, el hecho de que no hubiera usado conmigo medias verdades.
—Ha compartido sus sospechas —adivinó el nigromante, mirándome de soslayo. Su anterior reacción volvió a repetirse en mi cabeza, haciendo que yo también le observara por el rabillo del ojo— sobre su... futuro.
—Así es —le confirmé—. Ha sido bastante claro al indicarme que lo único que podía ofrecerme era una amistad.
Hice aquel comentario a propósito, aguardando la reacción de Irshak sobre cómo el príncipe Octavio había insinuado educadamente que jamás podría sentirse atraído por mí... ni por las mujeres en general. El nigromante fue demasiado obvio momentos antes, lo que podía explicar la preocupación extrema que sentía hacia su protegido o las intensas miradas que había recibido a lo largo de la noche, mientras el príncipe Octavio estaba a mi lado.
Irshak se limitó a apretar los labios, acelerando el paso casi de forma inconsciente.
—Os recomiendo que valoréis su oferta, señorita Devmani —dijo después de que torciéramos en el corredor sin salida que conducía a mis aposentos.
No respondí a su consejo y el nigromante tampoco añadió nada más. Cuando alcanzamos las puertas de mi dormitorio, se dobló en una pronunciada reverencia; la frialdad y recelo que había podido ver en sus ojos castaños parecía haberse mitigado tras aquel trayecto juntos. Quise creer que la idea preconcebida que se había creado sobre mí no había terminado de encajar con la realidad.
—Pasad una buena noche —me deseó cuando entreabrí una de las hojas.
Me despedí con un escueto «buenas noches» y crucé el umbral, dejando que la madera se arrastrara por el suelo a mi espalda hasta cerrarse. La sala estaba levemente iluminada por algunas velas a medio consumir, delatando que Clelia se había marchado hacía un buen rato.
El suspiro de alivio que estaba a punto de escaparse de mis labios se quedó atascado en mitad de mi garganta cuando una figura que había pasado por alto se levantó de uno de los asientos que se encontraba en penumbras. Una figura que hubiera reconocido en cualquier parte, gracias al traicionero vuelco de mi corazón y sus inconfundibles ojos azules fijos en mí.
—Perseo.
* * *
Solamente quiero decir que el próximo capítulo va a ser exageradamente dramático y vamos a tener la conversación que esperábamos entre estos dos...
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