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La comprensión me golpeó como una maza.

—Roma era tu amiga, tu confidente —se me escapó como una exhalación—. Fue la nigromante que te ayudó a huir.

Mi mente era incapaz de procesarlo, de creerlo. Toda mi vida había creído que aquella mujer había sido la asesina de mi madre, quien la había atrapado en el mercado esa odiosa mañana... Conocer lo sucedido aquel día había sido mi prioridad desde que supe que ella no iba a volver, y en especial cuando mi padre se negó a decirme toda la verdad y me ocultó deliberadamente detalles de lo sucedido. Me esforcé durante años para llegar al fondo del asunto y, al descubrir que había habido una nigromante implicada en la emboscada, continué investigando hasta que no quedó ni una sola incógnita.

Luego convertí a Roma en mi objetivo.

Cuando la nigromante lo único que había hecho fue intentar salvar a mi madre tras aquel inesperado reencuentro años después de que sus caminos se hubieran separado y ella la hubiera ayudado a huir de los horrores del recién entronado Emperador.

Tuve que buscar apoyo mientras mi cabeza aún se resistía a creer que había estado completamente equivocada todo ese tiempo. La preocupación se reflejó en el rostro desfigurado de mi madre, pero guardó las distancias; las sienes comenzaron a palpitarme y la chispa de mi interior volvió a prenderse, extendiendo una llamarada por mis extremidades.

—Jem —la voz de mi madre sonó ahogada en mis oídos.

Retrocedí casi como un acto inconsciente. Roma no se había equivocado al desconfiar de mí: era un peligro. Un polvorín a punto de estallar a causa de mi inestabilidad e inexperiencia como nigromante. Mi poder corría libre de nuevo por mis venas, embravecido y lleno de fuerza. Como un ente vivo que quisiera saborear la libertad que se le había privado durante tanto tiempo.

Mi madre no podía hacerme frente, no cuando su propia magia estaba atada en su interior, presa de las cadenas que colgaban de sus muñecas. Podía perder el control en cualquier momento... y yo no quería lastimarla. La rabia, el rencor y la decepción que me habían ahogado al reencontrarnos apenas eran unas débiles brasas; la verdad sobre sus orígenes me había afectado más de lo que jamás admitiría. No pude evitar pensar en Aella, la joven prima de Perseo; la triste historia de la perilustre hizo que se me encogiera el estómago al recordar todo lo que había tenido que enfrentar sin la ayuda de nadie. Ella también había visto su voz silenciada tras aquel brutal acto por parte de ese monstruo, al que luego iba a ser entregada.

—Jem —el tono de mi madre subió de volumen.

A través de mi vista nublada pude distinguir su figura acercándoseme a mí con lentitud. El dolor punzante de mis sienes se incrementó y escuché el rugido de mi propio poder ahogando cualquier otro sonido; las manos empezaron a temblarme y no supe qué hacer. No supe cómo apagar de nuevo la chispa que latía con vigorosidad en mi interior, controlarla.

—Jedham, escucha mi voz —apenas pude distinguir las palabras de mi madre a través del pitido, del rugido—. Jedham, escúchame.

Me atraganté con mi respiración al intentar dar una bocanada de aire, mis pensamientos giraban en un caótico remolino dentro de mi cabeza, incrementando la molestia que sentía en las sienes.

—Roma... —conseguí pronunciar con esfuerzo—. Ella siempre fue inocente.

La idea aún no lograba encajar en mi mente. La había señalado como a un objetivo, como a mi enemiga, tras la desaparición de mi madre; siempre había creído que la nigromante fue la responsable de su muerte, que ella la había conducido a ese funesto destino como la fiel mascota que era del Emperador.

Y había estado equivocada.

Me vi de nuevo en aquella botica de la ciudad,  siendo juzgada por la mirada de la niña que me atendió. En aquel instante estaba llena de odio, lista a seguir adelante con el plan que había ido creando desde que supe que mi madre nunca iba a volver con nosotros y que la persona que nos la había arrebatado tanto a mi padre como a mí debía pagar por ello; en aquel instante estaba dispuesta a cumplir mi venganza, creyendo que los dioses la habían cruzado en mi camino para que pudiera hacerlo. Recordé la noche donde el abuelo de Perseo iba a anunciar oficialmente su compromiso con la hija del Emperador, había sido el momento perfecto para acabar con la vida de Roma...

Pero no había podido hacerlo.

¿Qué hubiera sucedido en caso contrario? ¿Qué hubiera pasado de no haber renunciado a mi venganza por los sentimientos que guardaba hacia Perseo? Habría acabado con una vida inocente. Habría manchado mis manos con la sangre de la persona que había ayudado a mi madre en el pasado. A su amiga.

No pude evitar cuestionarme si Roma me habría reconocido desde el inicio, si habría sabido quién era yo en realidad.

—Lo es, Jedham —oí la respuesta de mi madre—. Es gracias a ella por lo que sigo viva.

Poco a poco el pitido de las sienes fue disminuyendo hasta prácticamente desaparecer. Tomé una gran bocanada de aire mientras mi poder se retrotraía de nuevo en mi interior, reduciéndose a una simple y apagada vibración que resonaba en mis huesos, inofensiva; mi madre pareció intuir que mi magia la tenía lo suficientemente controlada, ya que se atrevió a acercarse a mí con pasos llenos de cautela.

Miré mis manos, que ya no temblaban, y luego apoyé las palmas contra la pared que había a mi espalda como medida de precaución. Mis conocimientos sobre los nigromantes y la fuente de su poder eran limitados, pero sabía que era esa parte del cuerpo la que empleaban como canalizador de la magia.

Cuando desvié la mirada al rostro de mi madre, vi que sonreía a medias en un gesto que no lograba disimular la tensión que le embargaba. Aún me costaba ver su rostro desfigurado, producto de la brutalidad del Emperador; aún me costaba asimilar que los últimos años de mi vida se habían basado en mentiras y secretos sobre mis propias raíces.

La imagen de la Roma que tenía en mi cabeza —fría, calculadora, sin escrúpulos— no encajaba con la mujer que mi madre había pintado para mí al confesarme que había sido gracias a ella por lo que había logrado sobrevivir; incluso Perseo había tratado de explicarme cómo era en realidad, asegurándome que no era la persona que todo el Imperio creía.

—¿Por qué? —fue lo único que pude decir, abrumada y confundida a partes iguales—. ¿Quién es Roma en realidad...?

Vi cómo la sonrisa de mi madre mudaba a una triste y sus ojos azules parecían apagarse.

—Esa historia no me corresponde a mí contarla, Jem —contestó con suavidad.

Ni siquiera fui consciente de que mi madre había acortado la distancia entre nosotras, quedando acuclillada, hasta que su rostro pareció llenar mi campo de visión. No pude evitar recorrer la parte de su cara que estaba deformada a causa de las cicatrices y que parecían llegar hasta la parte inferior de su cuerpo; sentí un molesto escozor en las comisuras de mis ojos. El resentimiento inicial tras aquel inesperado reencuentro se había desvanecido de mi interior, dejando en su lugar un prieto nudo en mi pecho.

—No te odio —reconocí en voz bajita, como una niña.

Los iris azules de mi madre se humedecieron al oír mi confesión, lo que suponía para ambas. La había añorado cuando creí que estaba muerta; había deseado tenerla a mi lado en ciertos momentos, aconsejándome y guiándome. Consolándome y ayudándome a enmendar mis errores.

—Oh, Jem —suspiró, llevándose una mano al pecho—. Lo único que quería era protegerte... protegeros tanto a ti como a tu padre. Jamás quise... mi intención nunca fue hacerte daño; mi prioridad era manteneros a salvo y lejos de las garras del Emperador.

Para ella tampoco debían haber sido sencillos aquellos años que habían transcurrido. Las cicatrices de su rostro, las que ocultaba la pesada ropa que vestía, eran prueba más que suficiente para intentar imaginar los horrores a los que debía haber sido expuesta tras regresar a la corte del Emperador, heredera de una poderosa gens de nigromantes que se creía extinta; y, ahora que sabía el pasado de mi madre, podía saber lo mucho que había disfrutado el hombre de reencontrarse con ella. El poco control que había mostrado al tenerla delante, su antigua prometida.

Las cadenas tintinearon cuando alcé los brazos. Sus manos tomaron las mías sin un ápice de duda, sus ojos azules brillaban a causa de las lágrimas; el peso de su decisión se hizo más visible en aquel momento, cuando la línea de sus hombros se hundió y su cuerpo se agitó ante un ataque de tos.

—Volvería... volvería a hacerlo, Jem —dijo con la voz ronca.

Sacrificarse de nuevo.

Mentir al Emperador para que él nunca supiera de nuestra existencia y pudiera convertirnos en un arma que usar en su contra.

Sufrir los distintos tipos de tortura a los que debía haber hecho frente con el único consuelo de saber que nosotros estábamos lejos de las garras de ese monstruo.

—Te he echado de menos —le confesé, temblándome la voz—. No sabes cuánto te he echado de menos.

Una solitaria lágrima escapó de la comisura del ojo sano de mi madre, deslizándose por su pómulo. Recé para que se nos permitiera tener un poco de tiempo, de que se nos permitiera tener la oportunidad de poder intentar recuperar los años perdidos. Tenía la urgente necesidad de ser sincera con ella, de confesar hasta dónde había estado dispuesta a llegar con tal de vengar su nombre...

Quería hablarle de Perseo.

El hijo de Roma parecía haber sabido desde el principio quién era yo. ¿Habría tenido intención de decírmelo en algún momento? ¿Habría sospechado que estaba ocultándole mis orígenes, fingiendo ignorancia? ¿Y si me había conducido aquel día hacia la villa que había pertenecido a la familia de mi madre con el único propósito de averiguar si era capaz de reconocerla...?

Me mordí el labio inferior, notando una punzada de dolor en el pecho. La traición del nigromante aún dolía como una herida abierta: había sido la decisión de Perseo de salvar mi vida en los túneles de la guarida de la Resistencia lo que nos había conducido hasta allí. Aún podía recordar con claridad el peso de la hoja de la daga que le arrebaté contra mi garganta; el pánico extendiéndose por sus ojos azules mientras intentaba convencerme de que no siguiera adelante... Aquel instante de duda había sido mi perdición, el momento en que Perseo había utilizado su magia contra mí para impedir que acabara con mi vida.

Tragué saliva con esfuerzo, forzándome a apartar esos pensamientos de mi mente.

—Galene... —la inconfundible voz de Roma sonó tras mi madre.

Ambas nos giramos a la par hacia la nigromante. Su expresión era adusta, pero el borde de sus ojos se encontraba ligeramente enrojecido, lo que delataba que su encuentro con Darshan había sido igual de difícil y emotiva que el nuestro; su cuerpo pareció tensarse ante el escrutinio y su mirada gris se endureció.

—El tiempo se ha agotado, Galene.

A pesar de lo que ya sabía sobre Roma y su papel en la captura de mi madre, mi mente aún no era capaz de procesarlo. No del todo. Observé a la mujer desde mi apartada posición, preguntándome cuál sería su historia. ¿A qué gens había pertenecido antes de que el Emperador decidiera eliminarlas como primera demostración de su nuevo poder a la cabeza del Imperio? ¿Qué le había empujado a meterse entre las sábanas de ese monstruo, ganándose aquel sobrenombre que con tanto odio era susurrado por cada rincón de la ciudad?

¿Había intentado ocultar a Darshan de su familia —y prácticamente de todo el mundo— para impedir que el abuelo de Perseo pudiera utilizarlo o había algo más...?

Al ver que mi madre no se separaba de mí, Roma dejó escapar un suspiro lleno de cansancio. ¿A ella también le había costado un gran esfuerzo separarse de su hijo menor, después del tiempo que habían estado separados?

—No lo hagas más difícil —le recomendó con un tono amable, disuasorio.

Mi madre sacudió la cabeza, reticente a abandonar mi lado. En su mirada vi un brillo de temor, el mismo que la había delatado frente al Emperador cuando el hombre había ordenado a la nigromante que empleara su magia contra mí para comprobar si la información que acababa de desvelar Perseo era cierta o no.

—Este lugar... Lo que sea que esté planeando Galiano... No es seguro para ninguno de ellos.

—En estos momentos este es el único lugar seguro —la contradijo Roma, bajando la voz—. Tenemos que volver, Galene.

La nota de súplica que se intuyó en el modo en que pronunció el nombre de mi madre la hizo reaccionar. Con esfuerzo, vi cómo soltaba mis manos y me lanzaba una mirada devastada; de manera inconsciente me incliné hacia ella, aferrándome a la vieja túnica que usaba para ocultarse.

—Mamá...

Hacía mucho tiempo que no pronunciaba esa palabra y fue como si retrocediera en el tiempo, convirtiéndome en una niña de nuevo que se cogía a las faldas de su madre porque estaba aterrada.

Y lo estaba.

Roma había logrado comprarnos algo de tiempo en la sala del trono, después de ver cómo nuestra verdadera naturaleza —tanto la de Darshan como la mía— quedaba al descubierto. Sin embargo, nuestras dos vidas aún estaban en manos del Usurpador; que nos hubiera enviado a las mazmorras no nos aseguraba absolutamente nada.

—Todo irá bien —me prometió mi madre, pero me resistía a creerla: nada estaba bien. Mi mundo, mi propia vida, había sido reducido a escombros.

Poco a poco, paso a paso, ella retrocedió hacia la puerta abierta de mi celda, sin atreverse a darme la espalda; incluso la otra mujer parecía alerta, con sus palmas preparadas por si yo perdía el control o decidía hacer uso de mi poder. Roma le dirigió una mirada de comprensión cuando llegó a su lado, pues la nigromante también había tenido que dejar atrás a su hijo, aquel que había conseguido mantener en secreto con el único propósito de protegerlo, de alejarlo de las garras de cualquiera que hubiera querido utilizarlo.

Contemplé a las dos mujeres mientras se alejaban, dejando que la oscuridad de las mazmorras se las tragara a las dos. Uno de los Sables de Hierro que nos había conducido hasta allí se encargó de cerrar la puerta de barrotes con fuerza, haciendo que el sonido resonara contra las paredes de piedra y por mis huesos.

Recliné mi cuerpo de nuevo contra el muro que había a mi espalda, bajando la mirada hacia mis muñecas encadenadas. Oí las burlas contra Roma en el pasillo, los silbidos y abucheos mientras regresaban a los pisos superiores. La nigromante había asegurado que las celdas eran un lugar seguro pero ¿qué sería de nosotros en el futuro? Conocíamos el castigo por haber ocultado nuestra naturaleza, aunque yo no hubiera sido consciente de ello, de lo que había hecho mi madre para que no nos separaran.

Cerré los ojos para retener las lágrimas de frustración y angustia. Mi poder se extendió, haciendo que un millar de sensaciones me ahogaran: podía percibir los desenfrenados latidos de los corazones de los prisioneros, el ritmo de su sangre corriendo en las venas... Los estertores de aquéllos que no lograrían sobrevivir a la noche.

Los lamentos de algunos rebeldes se alzaron desde sus respectivas celdas, creando una cacofonía rota por el dolor y la rabia.

Presioné mi rostro contra los muslos, deseando tener conmigo el colgante de damarita y la dulce promesa de su silencio.

* * *

ALOOOOOOOO HAY ALGUIEN POR AHÍ?

Tal y como prometí... antes de que finalizara el año tendríamos La Nigromante JAJAJAJAJA

Y ahora las advertencias de siempre: quiero retomarla CUANDO termine Dama de Invierno, que ya estoy rozando los capítulos finales y aprovecharé el subirlos para poder dedicarme 100% a este bebé.

Mientras tanto... disfrutad de este pequeño pellizco de cara al futuro.

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