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❈ 39

El resto de la cena se hizo en silencio, roto ocasionalmente por el cruce espontáneo entre algunos perilustres alabando la comida o haciendo insulsos comentarios respecto a la corte imperial o la ciudad. Después de aquella sutil amenaza por parte del Emperador, me había limitado a bajar la mirada a mi plato, sin ser capaz de añadir ni una sola palabra.

Tras de la llegada del postre, los comensales se habían puesto en pie y se habían dispersado por la sala, tal y como había sucedido a mi entrada, dispuestos a alargar un poco más la velada antes de retirarse. Busqué refugio cerca de una de las ventanas que daban al exterior, un discreto lugar al que nadie pareció querer acercarse; incluso el Emperador mantuvo las distancias, aunque pude percibir su asfixiante presencia acechándome.

Contuve un suspiro al mismo tiempo que pedía a los dioses que la cena tocara a su fin, que el Usurpador nos despachara a todos y a mí me condujeran de regreso a mis aposentos.

—Señorita Furia...

Mi cuerpo dio un sobresalto al escuchar tan cerca aquel susurro refiriéndose a mí. Me giré con el corazón desbocado para encontrarme con la expresión inocente del príncipe Octavio; no era la primera vez que nos veíamos desde mi regreso a la capital, pues había estado en la sala del trono, observándolo todo desde un segundo plano.

Su inconfundible parecido con su padre, esos ojos verdes que me contemplaban con inusitada atención, hizo que me pusiera a la defensiva, estudiándolo con recelo. Mientras que los cabellos del Emperador se habían tornado plateados, los del príncipe Octavio tenían un vivaz tono caramelo, similar al de su hermana Ligeia; sus dos hijos habían heredado los ojos verdes de la gens Nerón y, en el caso del príncipe heredero, las facciones de su padre. Además de la piel pálida que parecía imperar entre las familias de los perilustres.

Fruncí el ceño al tener el rostro del príncipe Octavio más cerca, sintiendo un extraño cosquilleo de familiaridad extendiéndose por mi cuerpo. Porque había algo en él que hizo que mi cabeza se agitara, buscando entre mis recuerdos algo en concreto. Una conexión. Un momento que pudiera explicar esa sensación familiar.

—En realidad es Devmani —se me escapó, todavía intentando encontrar una explicación a mis propios pensamientos.

El príncipe Octavio esbozó una media sonrisa cómplice, acomodándose cerca de donde me encontraba escondida. Un rápido vistazo por encima del hombro fue suficiente para saber que el nigromante que siempre parecía acompañarle estaba a unos metros de distancia, con su atención puesta en ambos. O quizá en mí.

—Mis disculpas —dijo entonces—. Lo recordaré de ahora en adelante.

Aquel gesto por su parte provocó que me erizara como un gato. Durante el tiempo que había sido doncella de Aella pude comprobar el lado oscuro de las familias perilustres o más poderosas de la ciudad; una percepción que no había hecho más que confirmarse en el transcurso de esa misma cena organizada por el Emperador. No podía confiarme de su palabra, tampoco permitirme bajar la guardia.

Por eso me mantuve en silencio, esperando que el príncipe Octavio se diera cuenta de que no iba a ser una buena compañía y decidiera ir a encontrarla entre los otros invitados.

—Sois todo un misterio para la corte imperial, señorita Devmani —mis fútiles intentos de no darle conversación y hacer que se aburriera de mí no parecieron surtir efecto en él, ya que se inclinó hacia mí en actitud conspirativa—. Hace casi tres meses corrió el rumor de que se había encontrado a la heredera perdida de la gens Furia, una joven nigromante que había logrado sobrevivir y esconderse de mi padre durante veinte años —hizo una breve pausa, evaluándome—. Mi padre, al parecer, la envió a Vassar Bekhetaar con el propósito de cumplir con su instrucción, tal y como deben hacer todos los nigromantes dentro del Imperio. Sin embargo, semanas atrás... el Emperador cambió repentinamente de opinión, ordenando vuestro regreso inmediato.

Me encogí ante su escrutinio. Sus ojos verdes, idénticos a los de su padre, me provocaban escalofríos, me recordaban cómo había mostrado ante todos los comensales de la mesa mi collar perdido, el objeto que me había protegido durante todos aquellos años, y había afirmado ser el único que había conseguido doblegar a mi madre. Un sutil recordatorio... y advertencia.

—¿Por qué creéis que ha cambiado de parecer, señorita Devmani? —me preguntó, haciendo gala de sus refinados modales.

«Porque Sen envió dos mensajes urgentes, pidiendo ayuda a Perseo y a mi madre para que me sacaran de la prisión», me respondí a mí misma, sin apartar la mirada del príncipe Octavio. Había sido el nigromante quien había movido cielo y tierra, acudiendo a los contactos que tenía, para que me alejaran de la muerte segura que me esperaba en Vassar Bekhetaar, de haber continuado allí.

Ante mi silencio, el chico alzó ambas cejas en un elocuente gesto.

—Desea consolidar su poder sobre los nigromantes, señorita Devmani —se respondió a su propia pregunta y yo tuve un mal presentimiento—. Con la repentina aparición de una heredera de las desaparecidas gens de nigromantes... se le ha abierto una nueva posibilidad. Una oportunidad que muy pocos se atreverían a rechazar.

Tragué saliva, empezando a entender hacia dónde buscaba el príncipe dirigirme con sus palabras. Con sus insinuaciones.

—Quiere que la gens Furia se alce de nuevo —mi voz salió ronca y mis ojos se abrieron de par en par ante tan ambicioso plan.

Las gens de nigromantes, al menos las ramas principales, donde se concentraba todo el poder, habían sido erradicadas por órdenes del propio Emperador, quien había temido una posible revuelta por esa facción de su corte a su llegada al poder. Sin embargo, mi madre y yo seguíamos con vida, las últimas descendientes de una rama principal de una de las gens más poderosas en el pasado.

—Quiere usaros —me corrigió con amabilidad—. Emplearos a su favor para consolidarse aún más en el trono.

Entrecerré los ojos.

—¿Cómo? —exigí saber.

El Emperador lo tenía todo gracias al derramamiento de sangre, que quisiera usarnos como peones a mi madre como a mí... No era capaz de ver cómo podíamos encajar en sus planes.

El príncipe Octavio esbozó una sonrisa desganada.

—¿Acaso no es obvio, señorita Devmani? Mientras que mi hermana ya ha obtenido un jugoso compromiso con el nieto de Ptolomeo Horatius, yo continúo sin una prometida que se convierta en la futura emperatriz del Imperio.

Los pocos bocados que había logrado dar durante la cena se revolvieron en el fondo de mi estómago al comprender las palabras del príncipe. Me aferré a la pared que tenía más cerca para mantenerme erguida, intentando asimilar los motivos del Emperador para, de repente, estar tan interesado en tenerme de regreso. Tanto Perseo como yo pertenecíamos a dos gens llenas de poder; mientras que la familia de Ptolomeo contaba con una generosa red dentro de las familias perilustres... la gens Furia podría recuperar parte de su esplendor y aliados si volvía a salir a la luz, en esta ocasión con la protección y beneplácito del Emperador.

Y si yo me convertía en la prometida del príncipe Octavio...

Las sienes empezaron a punzarme. Mi supuesto futuro marido no volvió a hablar, quizá dándome tiempo suficiente para que el mensaje que había querido transmitirme con aquella emboscada —pues ahora podía intuir que su acercamiento no había sido casual ni fruto de su humildad— en la que me había visto atrapada sin sospecharlo siquiera. ¿La idea de utilizarme de ese modo habría salido de su padre... o de alguna fuente externa? Sen había enviado dos mensajes a la capital. ¿Habrían aunado fuerzas mi madre y Perseo? ¿Habría sido alguno de ellos dos quien había dejado la semilla de la idea de convertirme en prometida del príncipe Octavio en la cabeza del Emperador? Recordé las advertencias de mi madre en mis nuevos aposentos, la advertencia implícita en ellas.

«Sé que no lo hizo... únicamente por mí, Jem. Por eso quiero que tengas cuidado de ahora en adelante.»

Me negaba a creer que mi madre hubiera estado al corriente de las intenciones del Emperador, que lo hubiera permitido. La descarté por completo, dejando a un único sospechoso en mi corta lista de candidatos. Un sospechoso que no andaba lejos, siempre en compañía de su encantadora prometida.

Perseo y Ligeia estaban junto a Ptolomeo, inmersos en lo que el perilustre estuviera compartiendo con ellos. Estudié a su nieto, preguntándome si habría sido capaz de llegar tan lejos, de venderme de ese modo. No en vano ya lo había hecho en el pasado, desvelando mis orígenes incluso cuando yo todavía lo desconocía por completo. Había anunciado al Emperador quién era con la errónea creencia de que así podría salvarme la vida.

Devolví mi atención al príncipe Octavio, quien había continuado estudiándome en aquel silencio que se había hecho entre los dos.

—No estáis conforme con este compromiso —adiviné, enarcando una ceja. ¿Qué otro motivo podría haber para que hubiera decidido acercarse a mí y desvelarme los planes de su padre respecto a nuestro futuro?

Mi supuesto prometido se encogió de hombros.

—¿Estáis enamorado de otra joven? —insistí, pendiente de su reacción.

Eso podría explicar la urgencia del príncipe de compartir todo aquel asunto que parecía ser un secreto aún: verse atrapado en un compromiso con una persona a la que no amaba. Si así era, me fascinó el valor que estaba mostrando al atreverse a confiar en mí lo suficiente para ser claro conmigo respecto a por qué no podía cumplir los deseos de su padre.

El príncipe Octavio se aclaró la garganta.

—Desde niño se me ha enseñado que habría aspectos de mi vida que quedarían al arbitrio de otros —contestó, con aire evasivo—. Mi futura pareja es uno de ellos.

—Eso no es una respuesta —le recriminé, cruzándome de brazos.

Los ojos verdes del príncipe se desviaron entonces hacia mis muñecas. Una chispa de intriga asomó en su mirada cuando contempló las pulseras de damarita que mantenían mi poder apagado.

—Lo que quiero decir es que nunca me había permitido involucrarme con nadie —dijo entonces el príncipe Octavio, alzando de nuevo la vista hacia mi rostro— porque sabía que no podría asegurarle de que pudiéramos tener un futuro juntos.

Su confesión hizo que sintiera lástima por la resignación que había mostrado al hablar sobre por qué no había podido establecer una relación afectiva. Pese a ser el próximo emperador, cúspide de todo poder, nunca se le había permitido tener el control por completo de su propia vida. En cierto modo, sus palabras me recordaron al reproche que me hizo en el pasado Aella sobre su primo y lo difíciles que habían sido algunos momentos de su pasado, acusándome de no saber nada y seguir juzgándolo sin conocer la historia al completo.

—Estáis ofreciéndome... ¿Qué, exactamente? —le pregunté, sin andarme con rodeos—. ¿Una promesa de un futuro juntos?

El atractivo del príncipe Octavio era innegable y su apuesto aspecto le habrían conseguido un nutrido número de admiradoras dentro de la corte. Sin embargo, su experiencia en el campo romántico era nula, dada su decisión de mantenerse apartado de cualquier posible relación. ¿Quizá esperaba experimentar conmigo todo lo que se había perdido en aquellos años? ¿Creía... creía realmente que podíamos enamorarnos el uno del otro con absoluta facilidad? ¿Que el amor podía surgir entre nosotros casi por arte de magia?

El príncipe Octavio se acercó un paso más a mí, mi cuerpo reaccionó poniéndose tenso ante la nueva distancia.

—No pongo en duda que podáis... atraer la atención de cualquier persona —puse los ojos en blanco ante su halago sobre mi supuesta belleza—, pero no creo que mi visión hacia vos, señorita Devmani, pueda cambiar con el tiempo.

—¿Me estáis rechazando educadamente? —quise saber, valorando entre sentirme relajada ante la perspectiva u ofendida.

—Simplemente os expongo los hechos para que, de cara al futuro, no existan malentendidos entre los dos —me corrigió con naturalidad.

Se me escapó una risita a causa de la incredulidad. ¿Acaso estaba insinuando de una manera muy sutil que yo podría ser la que terminara enamorada de él? Por la expresión que puso ante mi reacción, supe que parecía ligeramente divertido.

—Podéis dormir tranquilo, Alteza —le aseguré—: os puedo asegurar que jamás os vería como un posible interés... romántico.

El príncipe Octavio ladeó la cabeza, poniendo en duda mi alegato.

—Soy consciente de los rumores que corren sobre mí, señorita Devmani —me susurró en tono confidencial—. Muchas jóvenes dentro de la corte han jurado y perjurado ante los dioses que nunca caerían en las garras del amor... y no fue fácil para mí rechazarlas.

Una nueva risa escapó, en esta ocasión mucho más divertida. Los recelos iniciales que el príncipe Octavio habían despertado ante su repentino acercamiento habían ido desvaneciéndose con el avance de nuestra conversación; sus ojos verdes ya no me traían a la mente a su padre... y había empezado a descubrir en el príncipe a una persona completamente distinta a la que había imaginado.

—Si no es una promesa de amor eterno lo que tenéis pensado para mí —dije, siguiéndole el juego, relajándome contra la pared—, ¿qué es lo que tenéis en mente?

El príncipe Octavio se llevó una mano al pecho con fingida actitud solemne.

—Una amistad, señorita Devmani —me respondió y supe que no estaba bromeando, que su oferta era sincera—. Si es cierto que vais a convertiros en mi prometida y que ambos estamos abocados a este matrimonio, quiero que veáis en mí a un aliado. Un compañero. Un amigo, incluso.

En aquel instante recordé la gravedad de la situación: ni él ni yo podríamos negarnos a los deseos del Emperador cuando se hiciera el anuncio del compromiso. Estaríamos atrapados de por vida y el poco control que había conseguido recuperar de la mía se perdería una vez me convirtiera en su prometida. Pero eso no sería todo: sabía lo que se nos exigiría una vez estuviéramos unidos, el hecho de proporcionar herederos al trono para perpetuar la gens Nerón.

Al contemplar los ojos verdes del príncipe, pude leer en ellos la misma aprensión que sentía al anticiparnos a lo que vendría después de que se nos comunicara la decisión. Él tampoco se sentía cómodo con la idea de verse obligado a compartir todos los aspectos de su vida prácticamente con una desconocida. Con alguien a quien no había elegido, sino que le habían impuesto.

—Quiero hacerte tu futuro en palacio mucho más sencillo —me confió, dejando a un lado los formalismos—. Y no quiero que nos veamos como... enemigos.

Me tomé unos segundos para intentar calmar mi respiración. Sabía que el príncipe también estaba haciéndolo por sí mismo, allanando su propio camino para hacer que nuestra relación pudiera ser lo más cordial posible; no era sencillo tener que aceptar aquella decisión que habían tomado por él.

Pero no pude evitar pensar en que, a pesar de ello, el príncipe Octavio me resultaba mucho más agradable que su hermana, la princesa Ligeia.

—No creo que pueda verte como un enemigo cuando eres una víctima más en esta situación.

El príncipe Octavio esbozó una pequeña sonrisa agradecida, pero algo por encima de su hombro llamó mi atención.

—¿Por qué tu nigromante tiene el aspecto de querer aplastarme el corazón con su puño? —le pregunté.

Su sombra no se había movido de su rincón durante todo el tiempo que habíamos estado conversando. Sin embargo, su actitud había cambiado radicalmente, volviéndose mucho más recelosa; sus ojos no se apartaban de mí con una intensidad casi apabullante.

El príncipe Octavio siguió la dirección de mi mirada con curiosidad, frunciendo el ceño de una forma casi cómica.

—Irshak tiene una opinión sobre ti bastante... personal —me confió y juraría que el nigromante pareció removerse al sentir nuestras miradas sobre él—. Dice que llevar dos pulseras de damarita son una señal para que me mantenga alejado de ti.

Aparté la vista un segundo para desviarla hacia el príncipe.

—¿Y qué señal es esa, si puede saberse? —inquirí.

—La señal de que eres peligrosa.

En aquella ocasión fui yo la que me removí por el impacto de sus palabras. Irshak, al parecer, me consideraba un peligro hacia su protegido; quizá por eso no me había quitado la vista de encima desde que hubiera entrado al comedor privado, acompañando al príncipe.

—Mi madre también lleva pulseras de damarita —dije, repentinamente pensativa.

Siempre había creído que aquellas pesadas joyas hechas de aquel material rojizo eran a causa del castigo que el Emperador le hubiera impuesto tras descubrir que seguía viva. Sin embargo, la advertencia de Irshak hizo que empezara a cuestionarme el verdadero porqué. ¿Quizá el Usurpador temía el poder que atesoraba mi madre? Ella era la heredera de la gens Furia y había sido enviada a Vassar Bekhetaar para completar su instrucción como nigromante. Mi madre había pasado la prueba de la prisión y, seguramente, su magia se había visto amplificada después del duro entrenamiento al que los nigromantes tenían que hacer frente en aquel lugar.

—Las he visto —señaló el príncipe Octavio con tiento.

—¿También ella es considerada un peligro, según tu nigromante?

El chico se encogió de hombros, notando el ligero toque ácido en mi pregunta.

—Mi padre fue responsable de la muerte de toda su familia —me contestó y no sonó en absoluto orgulloso por los actos atroces cometidos por el Emperador—. Tu madre... ella también habría muerto de no haber logrado escapar. Cualquiera hubiera buscado venganza en su lugar, de habérsele presentado la oportunidad. Mi padre decidió tomar ciertas... precauciones con ella.

* * *

Baia baia... esto se vuelve cada vez más retorcido...
Btw, qué os parecen los nuevos dos fichajes??? Alguien se lo esperaba jijiji?👀

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