
❈ 35
Retorcí mis manos, con las palabras del Emperador clavadas en mi mente. El hombre nos había despachado poco después, ordenando a una tímida doncella, que parecía haber salido de la nada, me condujera a los que serían mis nuevos aposentos mientras permaneciera en el palacio.
Como si alguna vez pudiera abandonarlo.
Abochornada por el aspecto que presentaba, con la túnica prácticamente destrozada, la seguí en completo silencio y fingí no ser consciente de la mirada azul de Perseo clavada en mi espalda. La chica me guió con premura a través de distintos corredores, conduciéndome hacia la zona residencial; pude contemplar un magnífico jardín interior antes de que torciéramos por un pasillo con algunas puertas intercaladas a lo largo del mismo.
Nos detuvimos frente a la que se encontraba más alejada. Supuse que no habría sido una elección casual y mi sospecha cobró fuerza cuando la doncella empujó las pesadas hojas de madera, permitiéndome echar un vistazo inicial al interior; las dimensiones de aquella habitación me dejaron muda del asombro, pues parecían superar con creces incluso la humilde casita que había considerado mi hogar.
Una enorme sala similar a la que poseía Aella en la hacienda de su abuelo nos recibió al otro lado de las puertas abiertas. Tragué saliva al contemplar el lujoso mobiliario, todavía asimilando lo sucedido; la joven doncella me hizo un tímido gesto para que me acercara a ella. Había un acceso abierto que conducía directamente al dormitorio, donde una monstruosa cama repleta de cojines ocupaba casi todo el espacio; dos puertas se situaban en lados opuestos. Una de ellas estaba abierta, dejando ver el baño.
—Está todo dispuesto para que podáis instalaros cómodamente, señorita —me informó la doncella con eficiencia. El atuendo que empleaba era similar al que había llevado yo en el pasado, un bonito quitón en tono melocotón que destacaba sobre su piel bronceada y su cabello color caramelo. Sus ojos castaños no se perdían detalle de mí, quizá con una pizca de curiosidad—. Mi nombre es Clelia.
Me pregunté si pertenecería a alguna gens poderosa del Imperio que hubiera conseguido, gracias a su influencia, colocarla allí, en palacio. Quizá fuera hija de algún comerciante que había logrado hacer fortuna, empleándola para comprarle un puesto en palacio que pudiera ayudarle a codearse con las poderosas gens.
—¿Queréis daros un baño, señorita? —me preguntó Clelia, pestañeando con aire inocente.
Mis mejillas ardieron al recordar mi desastrada imagen, la impresión que debía haberle causado. El Emperador parecía haberme enviado a Clelia como mi doncella personal, del mismo modo que yo lo fui de Aella.
Muda por el asombro, lo único que hice fue asentir.
La chica esbozó una media sonrisa y extendió el brazo en dirección hacia una de las puertas correderas que había frente a la pesada y monstruosa cama.
—Entiendo que estaréis cansada, señorita —dijo Clelia cuando me uní a ella para que me acompañara hasta el baño. De nuevo me quedé perpleja al contemplar aquel anexo del dormitorio, lo fastuoso que era y cómo unos hilillos de vapor se escapaban desde la enorme bañera excavada en el propio suelo que había en una de las esquinas de la estancia—. El agua caliente os ayudará a relajaros.
Tras dedicarme una última sonrisa, Clelia me dejó a solas allí, cuidándose de deslizar la puerta hasta cerrarla. En ese instante, en aquel momento de completa soledad, me llevé una mano al pecho y me permití contemplar el baño, girando sobre la punta de mis pies.
La estética no me resultaba desconocida, pues la distribución y los colores me recordaban a los baños privados de Aella y su primo en la propiedad de su abuelo. El agua caliente continuaba desprendiendo ese agradable vapor entremezclado con, lo que supuse, eran aceites aromáticos.
El Emperador no había escatimado en aclimatarlo todo a mi llegada, como tampoco había mostrado tener problema ninguno en acomodarme en aquel lujoso espacio, tan distinto a la sucia celda a la que me había enviado antaño.
Me quité la ajada túnica que el Usurpador había destrozado con aquella daga que siempre parecía llevar consigo, escondida. Aparté la mirada del espejo de manera inconsciente, evitando de ese modo la visión de mis cicatrices, y terminé de desnudarme en silencio, sin saber si Clelia me permitiría que me diera un baño a solas... o si irrumpiría de nuevo allí para ayudarme con mi propia higiene.
Crucé la distancia que me separaba de la bañera antes de que mis pies se quedaran clavados sobre las relucientes baldosas de mármol; el estómago se me agitó al contemplar el agua de la bañera y un amargo sabor a bilis inundó mi boca al recordar cómo mi cuerpo había terminado por hundirse en aquel río subterráneo de la prisión. Mi parte más racional trató de hacerme reaccionar, intentando hacerme ver que aquel cúmulo de agua no era peligrosa y que no había riesgo alguno. Que en aquella sala no estaba Fatou esperándome para lanzarme de cabeza. Que el nivel no era lo suficientemente profundo para que me ahogara en aquella bañera excavada. Incluso descubrí que alguien, probablemente la propia Clelia, había dejado cerca del asiento una cesta de mimbre llena de productos personales.
Me forcé por reanudar mis pasos hacia allí, repitiéndome una y otra vez que estaba a salvo, pero las pocas imágenes que guardaba de aquellos agónicos minutos que había pasado sola, luchando por sobrevivir, no parecían querer desvanecerse de mi mente con tanta facilidad.
Al final mis fuerzas únicamente me permitieron sentarme en el borde, hundiendo mis piernas en la cálida agua mientras controlaba a duras penas el temblor que sacudía el resto de mi cuerpo, batallando por dejar mi mente en blanco.
Una vez acomodada, rememoré el trayecto que habíamos seguido desde el salón del trono. Aquella zona donde se encontraban mis nuevos aposentos estaba en un punto del palacio desconocido para mí; la primera vez que puse un pie allí, fingiendo ser una de las chicas de Al-Rijl, fuimos conducidas por una red de pasillos que parecía estar destinado a transportar las mercancías que llegaban. Discretos pasadizos que usaba el servicio para moverse sin molestar a sus amos.
Uno de ellos parecía conducir a uno de los salones donde el Emperador agasajaba a sus invitados con agitadas celebraciones animadas por multitud de jóvenes que servían como distracción... tanto visual como de otra índole. Aún recordaba bien ese tipo de encuentros privados, el modo en que los afortunados de haber conseguido una exclusiva invitación disfrutaban bebiendo y contemplando aquel espectáculo, atreviéndose incluso a tomarse ciertas libertades con las chicas que eran arrastradas hasta allí.
Sin embargo, aquel tipo de estancias estaban lejos de aquella zona. Quizá con el propósito de evitar que ciertos ojos pudieran ser testigos de las bacanales que el Usurpador organizaba.
Y yo ahora formaba parte de aquel selecto grupo que tenía su propia estancia privada dentro del palacio.
Una estancia interior. Con un único acceso: la puerta principal.
No se me había pasado por alto ese pequeño detalle cuando Clelia me había mostrado cada parte de aquellos aposentos que el Emperador había preparado para mí. No había ningún tipo de ventana y solamente podía acceder a ese lugar por la puerta que daba al pasillo.
Con aquel pensamiento en mente, saqué una pastilla de jabón de la cesta que mi doncella había dejado y empecé a frotarme cada rincón de mi piel, como si con eso pudiera eliminar cualquier rastro que Vassar Bekhetaar hubiera dejado en mi cuerpo. Con cada pasada, intenté vaciar mis recuerdos, encerrándolos en lo más profundo; con cada pasada, fingí que podía dejar atrás aquellos casi cuatro meses que habían transcurrido en aquel infierno.
Con cada pasada, me forcé a eliminar cada uno de esos momentos, incluyendo a Darshan.
Su traición todavía era como una herida abierta. Mis dedos rozaron de forma distraída las pulseras de damarita que rodeaban mis muñecas, manteniendo mi poder dormido; después del caos que había provocado durante la ejecución mis pensamientos se habían visto empañados por las circunstancias a las que Fatou me había forzado a hacer frente en aquella solitaria celda, apartada de todo el mundo con el propósito de romperme y conseguir lo que buscaba, pese a que no podía dárselo porque desconocía lo que había sucedido.
Tras asimilar la presencia de Roma en Vassar Bekhetaar, siguiendo las órdenes del Emperador para sacarme de allí, pensé que la nigromante también se llevaría consigo a Darshan, liberándolo junto a mí.
Pero no había sido así.
Darshan no nos había acompañado aquella mañana, aunque sí parecía haber ido a ver a su madre biológica al enterarse de las noticias de que ella estaba en la prisión. Pese a que Roma había usado su poder para ayudarme a descansar sin pesadillas que pudieran alterar mi sueño, había creído escuchar la voz de Darshan. ¿Qué había detrás de la continuidad del nigromante en la prisión...?
Fruncí el ceño al ser consciente de hacia dónde estaban vagando mis propios pensamientos. De nuevo parecía estar rompiendo mis propias promesas, una mala costumbre que parecía haber desarrollado en relación a ese maldito nigromante, de apartar por completo a Darshan. Eliminarlo como la suciedad que había cubierto mi cuerpo.
Había dejado atrás Vassar Bekhetaar, no debería resultarme difícil hacer lo mismo con ese maldito traidor.
No me importaría lo más mínimo lo que fuera de Darshan, solo en la prisión. Seguramente se sentiría aliviado de haberse deshecho de mí, de no tener que cuidar mis espaldas y poder continuar sin la carga que suponía. No me importaría lo que sucediera con el nigromante, lo que haría la prisión con él.
—¿Señorita...?
La servicial voz de Clelia me salvó de mis propios pensamientos. Me apresuré a deshacerme de la espuma del oloroso jabón que había tomado de la cestita, incorporándome con un gesto de absoluto pánico. No quería que mi doncella viera las cicatrices de mi espalda; no estaba preparada para enfrentarme a su posible reacción, así que busqué a toda prisa algo con lo que cubrir mi desnudez.
Clelia me brindó unos segundos antes de arrastrar la puerta. Sus ojos castaños no tardaron en recorrer toda la estancia, hasta el último rincón; me cubrí aún más con la mullida bata que había encontrado sobre una de las banquetas que había pegada contra una de las paredes del baño.
Sabía qué papel jugaba Clelia en mi nueva vida en palacio. Sabía que no era una simple doncella a mi servicio: aquella chica con cara angelical y actitud solícita era los nuevos ojos del Emperador. La persona que controlaría cada uno de mis movimientos de ahora en adelante, quien le informaría de ellos.
Tras escanear la estancia, desvió la atención hacia mí. No moví ni un músculo bajo su escrutinio, le permití que me recorriera con la mirada; tras aquel apresurado baño, en el que no me había atrevido a hundirme en la bañera, había conseguido quitarme algo de la suciedad. Sin embargo, no estaba segura de qué opinión podía guardar Clelia de mí. Cómo habría sido su primera impresión de mí.
—Os he dejado ropa limpia fuera, señorita —me informó con amabilidad.
Bajé la cabeza en un silencioso gesto de agradecimiento y mis dedos se cerraron con mayor fuerza alrededor del cuello cerrado de la bata. Clelia se hizo a un lado para que pudiera regresar al dormitorio.
El estómago se me revolvió al ver la prenda que mi doncella había dejado sobre la cama, perfectamente extendida. Su espalda abierta dejaría mis cicatrices expuestas y a la vista de todo el mundo; la humillación que había sentido en la sala del trono no haría más que acrecentarse una vez vistiera aquella prenda, dejando al aire aquella zona de mi cuerpo.
—Permitidme que os ayude a cambiaros, señorita...
—No —mi voz salió demasiado ronca, demasiado cortante. Por la expresión del rostro de Clelia, supe que mi tono la había dejado un tanto sorprendida—. Puedo cambiarme sola. Gracias.
Intenté suavizar la situación después de mi espantada respuesta. Mi doncella se limitó a asentir, concediéndome al menos que me vistiera sin su ayuda; esperé hasta que la vi desaparecer en dirección al baño, quizá con intenciones de poner algo de orden, y aproveché esos momentos de aparente soledad para deshacerme de la bata y tratar de ponerme aquel vestido que Clelia había dejado para mí.
Sabía que mi reacción había sido absurda, que mis cicatrices quedarían al descubierto, pero una parte de mí solamente buscaba retrasar ese vergonzoso momento.
Contemplé el suave tejido de color verde, el pronunciado escote en forma de V y los delicados abalorios que colgaban desde los apliques que había sobre las piezas que quedarían sobre mis hombros y que tenían forma de flores.
Con manos temblorosas, dejé caer la bata y empecé a vestirme en silencio.
❈
Mi cabello húmedo caía como una pesada cortina sobre mi espalda. Esperaba a Clelia sentada sobre la cama, estudiando mi entorno con atención, deslumbrándome de nuevo con la opulencia que se respiraba en aquella habitación. Mi habitación.
Todavía no sabía qué planes guardaba el Emperador para mí tras sacarme de Vassar Bekhetaar. Ni siquiera estaba segura de por qué había decidido hacerme volver, impidiendo que pudiera completar mi instrucción como nigromante.
Acaricié de nuevo las pesadas piezas de damarita que colgaban de mis muñecas, manteniendo mi poder dormido. ¿Y si el Usurpador había descubierto lo que había hecho el día de la ejecución? Fatou me había tenido encerrada e incomunicada una semana completa, tiempo suficiente para enviar un mensaje urgente a la capital e informar de lo sucedido. ¿Por eso estaba allí, llevando unos grilletes como los que portaba mi madre...?
—Señorita.
La voz de Clelia llamándome me obligó a que dejara en suspenso las posibles razones que podían esconderse tras mi casi milagrosa salida de Vassar Bekhetaar. Clavé mi mirada en ella, quien aguardaba en el umbral de la puerta que conectaba con el baño.
—Permitidme que me ocupe de vuestro cabello, por favor.
Consciente de que no había escapatoria en aquella ocasión, seguí dócilmente a mi doncella de regreso al interior del baño. Cerca del espejo había preparado todo lo necesario, por lo que ocupé el lugar que me correspondía y vi por el reflejo a Clelia acercándoseme.
Con el corazón en un puño, contemplé a mi doncella empezar a separar los húmedos mechones por secciones. Contemplé su expresión a través del espejo con atención, aguardando al momento en que Clelia descubriera las cicatrices de mi espalda.
Los ojos de mi doncella se abrieron de par en par cuando retiró el cabello, encontrándose con la desgarradora imagen de aquellos surcos que Sen había intentado sanar mediante su magia.
Ninguna de las dos dijo nada mientras Clelia se encargaba de mi cabello.
—¿Queréis dar un paseo, señorita? —me ofreció mi doncella, recolocando con cuidado mis rizos sobre la espalda para intentar cubrir por completo mis cicatrices.
❈
Acepté la oferta de Clelia. Salimos al pasillo y dejé que me condujera hacia lo que parecían ser los jardines privados y amurallados; contemplé las zonas verdes y una fuente que no dejaba de lanzar chorros de agua al aire. Un olor cítrico me rodeó, entremezclándose con el inconfundible aroma del césped recién cortado.
Clelia me indicó que aquella parte del palacio no era de libre acceso, sino destinado para el disfrute de la familia imperial y los contados invitados que podían instalarse en aquella ala del edificio.
Bajamos con cuidado los escalones que conducían al jardín cuando creí escuchar un murmullo ahogado de voces. La mirada de Clelia pareció iluminarse, delatando que ella también había sido consciente de aquel cúmulo de sonidos que parecían acercarse a nosotras.
Un grupo de jovencitas no tardó en aparecer de entre la vegetación, usando los caminos de tierra que cruzaban los jardines. Me tensé de pies a cabeza al reconocer a la chica que encabezaba el alegre grupo; su cabello castaño relucía bajo la luz del sol, al igual que sus ojos verdes. La imagen que guardaba de la princesa no había variado mucho desde la primera —y última— vez que la había visto, en la propiedad de Ptolomeo.
No fui capaz de dar un solo paso más, paralizada por la impresión.
Ligeia no pareció percatarse de mi presencia, ni de Clelia. Estaba absorta por completo en algo que estaba contándole una de sus damas; el pulso se me aceleró y sentí un molesto picor en mi espalda, en las cicatrices. Ella era la prometida de Perseo.
Su futura esposa.
Ligeia continuó su camino sin darse cuenta de nada, pero una persona de su séquito se separó del grupo. La observé echar un vistazo a las jóvenes que rodeaban a la princesa, intentando llamar su atención, antes de focalizar toda su atención en mí.
Echó a andar hacia donde estábamos detenidas, yo todavía intentando asimilar la imagen de Ligeia. Del hecho de que volveríamos a encontrarnos, ahora que vivíamos bajo el mismo techo.
Sus labios se curvaron en una familiar sonrisa conforme la distancia se acortaba entre nosotras; una sonrisa que agitó ciertos recuerdos. Sus avispados ojos azules relucieron de complicidad cuando apenas quedaban un par de metros.
—Hola, Jedham.
* * *
HOLAAAAA, SORPRESAAAA
Quería hacer algo especial este sábado y me dije: ¿por qué no una actualización masiva? Así que aquí estamos, con capítulos nuevos en La Nigromante, Thorns, Daughter of Ruins, Reino de Niebla, Peek a Boo y Vástago de Hielo.
Prácticamente estoy quemando mis últimos cartuchos respecto a las que tengo en hiatus, así que espero que os guste saber un poco más mientras avanzo poquito a poco.
pd: luego volveré a actualizar los sábados, intercalándolos, capítulos de La Nigromante y Thorns como venía haciendo con regularidad
pd2: este mensaje es un copy & paste en todos los pies de final de capítulo por si acaso
pd3: ESTABA DESEANDO QUE LLEGARA ESTE REGRESO EN CONCRETO AAAAA
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro