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❈ 32

Por algún extraño motivo, los ojos se me llenaron de lágrimas al reconocer a Roma. La presencia de la nigromante era reconfortante; mientras que en el pasado lo único que había sentido hacia ella fue un ardiente odio, tras descubrir la verdad —lo que había hecho por mi madre, los lazos que parecían unirlas— ese sentimiento se transformó en compasión. La puta del Emperador, como todos la conocíamos, era una víctima más del tirano que se sentaba en el trono.

Y yo no había sido capaz de verlo hasta que casi fue demasiado tarde.

—Roma... —la voz se me rompió y un ataque de tos hizo que me doblara sobre mí misma.

La nigromante continuó sosteniéndome y sentí un calor expandiéndose por mi interior, un calor que procedía de las manos de ella. Supe que estaba empleando parte de su magia para ayudarme a recuperar las fuerzas que la silenciosa tortura de Fatou había ido arrebatándome poco a poco.

Roma me chistó con suavidad.

—Estoy aquí para ayudarte —me susurró y luego alzó la voz lo suficiente para que el resto de espectadores pudieran oírla con claridad—. He venido hasta aquí con órdenes directas y no pienso guardarme lo que ha sucedido.

Intuí que aquel mensaje iba dirigido hacia Fatou. Sin embargo, no pude evitar que algo se agitara en mi interior después de que mi mente fuera asimilando la presencia de Roma en Vassar Bekhetaar.

—Sabes cómo es este lugar, Roma —la voz del nigromante sonó sibilina, empalagosa—: solamente sobreviven los más fuertes. Esto no era más que una prueba, como tantas otras a las que han tenido que hacer frente para demostrar su valía.

Me encogí contra el cuerpo de la madre de Perseo y Darshan, temblando de rabia ante la desfachatez que había mostrado Fatou, el modo en que tergiversaba la realidad para tejer una historia que encajara a sus propósitos. Roma percibió mi estado y bajó una de sus manos hasta rodearme con él, pegándome contra su cuerpo.

—No, no lo sé —replicó con fiereza—. Hace tiempo que dejé de reconocer este lugar.

Porque tanto ella como mi madre habían sido enviadas allí en el pasado, cuando todavía las gens de los nigromantes vivían en armonía y el Usurpador no había eliminado a su propia familia para hacerse con el poder. ¿Habría sido diferente, en aquel entonces? ¿Fue la llegada de Fatou y el modo en el que se erigió líder de Vassar Bekhetaar lo que había ido contaminando poco a poco la prisión?

—Nasser —llamó entonces Roma, autoritaria—. Ayúdame.

Un corpulento nigromante se adentró en la celda, separándose del resto del grupo que parecía haber acompañado a Fatou y Roma hasta allí. Cuando le vi extender los brazos en mi dirección, me aferré a la tela de la túnica de la nigromante con las pocas fuerzas que su magia había logrado hacerme recuperar.

—Tranquila —Roma me habló con suavidad, como si fuera una niña pequeña—. Todo ha acabado, ratoncito. Estoy aquí para llevarte conmigo.


Nasser cargó conmigo sin que opusiera resistencia. Me sacó de la celda mientras Roma encabezaba la marcha; más despejada y recuperada a cada segundo que pasaba, pude ver a Fatou al otro lado de los barrotes. La máscara de plata no lograba esconder el desagrado y lo contrariado que se encontraba tras la repentina aparición de la nigromante. Un viejo odio latía en sus ojos negros mientras le sostenía la mirada a Roma, quien no se amilanó ante la amenaza que parecía rodear al hombre.

—Ese coño no va a mantenerte cerca de él el resto de tu miserable vida, zorra —escuché que le susurraba, dejando a un lado la apariencia educada y servicial que había empleado antes—. ¿Qué diría tu difunto esposo si supiera en que te has convertido en la puta del Emperador? Quizá no dijera ni una sola palabra... ¿No es cierto que te colaste entre sus sábanas mientras estuviste casada? No tuviste suficiente con atrapar entre tus garras al hijo de Ptolomeo Horatius: tú siempre quisiste más. Pero ¿qué se puede esperar de una bastarda que tuvo que servir a su propia familia sin que se le reconociera su propia legitimidad? Estabas sedienta de poder, de obtener lo que se te negó...

Un sonido ahogado brotó de la garganta de Fatou, impidiéndole seguir hablando. Roma apretaba el puño, dirigiendo su magia contra el nigromante, asfixiándolo lentamente; Fatou tuvo el descaro de esbozar una sonrisa desagradable, sabiendo que había logrado su propósito al haberla hecho reaccionar de ese modo. Pensé en todo lo que había barboteado sobre Roma y su pasado. No era ningún secreto de su escarceo con el Emperador —aunque Perseo siempre defendió la inocencia de su madre— mientras su esposo todavía seguía vivo; Ptolomeo la culpaba directamente de la muerte de Panos, señalándola como la responsable. Pero ¿qué había de su pasado? ¿Quién había sido Roma antes de cruzarse en el camino de mi madre... e incluso de Panos Horatius?

«Una bastarda que tuvo que servir a su propia familia sin que se le reconociera su propia legitimidad», había dicho Fatou. Los nigromantes que habían sobrevivido a la purga de sus gens eran... eran bastardos, como Gazan. Ellos habían quedado al margen de las órdenes del Emperador porque el tirano temía a las ramas principales, los verdaderos núcleos de poder.

—¿Estás hablando de mí o de ti, Fatou? —le respondió Roma en un tono bajo, haciendo que mi vello se erizara—. Tus orígenes tampoco están llenos de la riqueza y el poder que tanto te empeñas en obtener. La envidia nunca le ha sentado bien a nadie... aunque, en tu caso, el veneno se ha extendido demasiado —dio un paso hacia Fatou, sin dejar que su magia le liberara—. Sé lo que pasó cuando el Emperador envió a mi hijo aquí, así que cuida bien tus espaldas porque no olvido ni perdono a aquellos que son una amenaza para los míos.

La sonrisa que lucía Fatou se volvió malévola.

—¿Lo sabe el Emperador, Roma? —le preguntó y ella se limitó a entrecerrar los ojos, sin decir nada—. Ah, ya veo. Solamente corrió tras las faldas de su madre... Típico de perilustres mimados: no saben cómo solucionar sus propios problemas sin ayuda.

—Vigila tu lengua, Fatou —le advirtió la nigromante.

—Vigila a tu precioso hijo, Roma —contestó Fatou en el mismo tono—. Quizá el Emperador se tome como una ofensa descubrir que su futuro yerno parece disfrutar más de las atenciones de otras mujeres que las de su propia prometida.


Roma nos condujo a través del laberinto de pasillos hasta una de las zonas restringidas de la prisión. Reconocí algunos rincones, ya que Rashiba me había guiado por ellos para llevarme hasta Fatou; allí era donde se encontraban sus aposentos, los de sus secuaces y las habitaciones vacías que servían para hospedar a las posibles visitas. En una de ellas fue a donde terminamos desembocando: similar a la que ocupaba el nigromante, se trataba de un solo espacio que parecía dividirse en varias secciones; Roma se dirigió hacia la que se estaba conformada por dos viejos sillones, desplomándose sobre uno de ellos. Le hizo un gesto a Nasser con la cabeza, señalándole la cama que había al otro lado de la estancia.

—Déjala allí y ve a buscar al chico —le pidió.

El nigromante no dudó un segundo en obedecer. Me llevó hasta la cama y me depositó con cuidado en el colchón, mucho más mullido que el que tenía en mi camastro; tras un asentimiento rápido hacia la nigromante, abandonó la habitación en silencio. Roma y yo nos quedamos a solas.

Me acomodé sobre mi sitio y la observé. La última vez que nos habíamos encontrado en una situación similar fue en el palacio del Emperador, después de que éste nos despachara; yo había intentado arremeter contra ella, desvelando su secreto: Darshan era su hijo, el segundo vástago que había oído mencionar a Ptolomeo. Roma no había cedido a mis provocaciones, pero sí me había brindado algunas respuestas con las que había creído conocerla mejor. Pero estaba equivocada: Roma era tan esquiva como Darshan. Y la información que me había dado solamente había servido para rascar la superficie de la multitud de capas que parecían rodearla.

Roma dejó escapar un suspiro cansado y se llevó las manos al rostro. Mi pulso se aceleró cuando la vi retirarse con lentitud la máscara de plata; el estómago me dio un vuelco al verla por primera vez sin ella. Al contemplar sus facciones.

Sin máscara y con Darshan cerca, la verdad quedaba a la luz. Aunque sus rasgos fueran más suaves, más femeninos, no dejaba lugar a dudas de que era su madre: la nariz recta, los pómulos levemente afilados... Roma era una mujer hermosa. No era de extrañar que hubiera llamado la atención del Emperador, en especial con el contraste que existía entre su piel broncínea —de un tono más oscuro que la mía propia, lo que delataba sus orígenes humildes— y sus ojos grises.

Ella ladeó la cabeza, haciendo que su cabello oscuro y ondulado cayera por encima de su hombro. Una sonrisa casi divertida aleteó en sus labios.

—¿Sorprendida de verme, ratoncito? —me preguntó.

—Sí —fue lo único que pude decir.

Roma depositó con cuidado la máscara de plata sobre el asiento después de volver a ponerse en pie. Se acercó hasta la cama con pasos cuidadosos, evaluándome con aquellos ojos grises que me producían sentimientos contradictorios, recordándome a Darshan y su traición.

La nigromante se quedó detenida junto a mí, pero sin decidirse a sentarse sobre el colchón. Su mirada me recorrió de pies a cabeza con atención, como si estuviera buscando algo en mí.

—Perseo me lo contó todo, ratoncito —fue como si hubiera empleado su magia para asfixiarme. De repente el aire dejó de entrar a mis pulmones con normalidad. Aquel golpe no lo había visto venir—. Lo lamento.

Me encogí sobre mí misma, casi sintiendo de nuevo la tirantez en las cicatrices de mi espalda. Roma alzó una mano con precaución y la depositó sobre mi hombro, haciendo que su peso me agitara el estómago.

—Mi hijo no actuó bien y se arrepiente de ello —añadió a media voz.

—¿Te ha enviado Perseo? —me costó hablar y cada palabra me arañó la garganta, en especial su nombre.

Una expresión sombría se abrió paso en las facciones de Roma.

—Me ha enviado el Emperador, Jedham.

Un borboteo desagradable me sacudió las entrañas, entremezclándose con la débil esperanza que había sobrevivido por Perseo. Que hubiera sido el propio Usurpador quien hubiera enviado hasta Vassar Bekhetaar... Un escalofrío de temor descendió por mi espalda mientras intentaba encontrar una explicación plausible a por qué el Emperador había decidido tomarse tantas molestias conmigo tras no haber dudado un segundo en enviarme a aquel infierno dejado de la mano de los dioses.

—¿El Emperador...? —mi voz salió débil y asustadiza.

Roma se inclinó hacia mí, pero el sonido de alguien llamando a la puerta hizo que volviera a erguirse y adoptara una postura defensiva. El rostro enmascarado de Sen asomó cuando ella dio permiso para que entrara; sus ojos azules se mostraron cautos al contemplar el rostro descubierto de la nigromante y a mí tendida en la cama. ¿Habría reconocido a Roma? ¿Sabría quién era? ¿Y qué había de ella? ¿Perseo habría compartido con su madre las miserias a las que se había visto obligado a vivir en Vassar Bekhetaar? ¿Le habría hablado de Sen?

—¿Eres el nigromante que se encarga de la enfermería? —le preguntó Roma con tono enérgico—. ¿Sen?

El chico dudó unos segundos antes de asentir.

—Necesito que te asegures de que está bien —le pidió la nigromante y supe que estaba hablando de mí—. Quiero que esté preparada para el viaje.

Los ojos de Sen se abrieron de par en par. Le vi moverse con precaución, siempre dejando a Roma en su campo de visión, hasta la cama donde estaba tendida; bajo la máscara de plata casi pude imaginarme su ceño fruncido... además de un leve rastro de ¿recelo? No sabía si Sen también había estado en el patio, si había visto lo que había hecho con mi poder.

—¿Cuántos días estuve allí abajo? —le pregunté en un susurro.

Sen bajó la mirada y extendió las palmas sobre mi cuerpo bajo la escrutadora presencia de Roma.

—Una semana, Jem —contestó—. Después de que los hombres te llevaran fuera del patio... cundió el pánico. Todo el mundo estaba aterrorizado, los presos emplearon la conmoción para intentar rebelarse de nuevo... Y los cadáveres...

Sen tragó saliva con esfuerzo. Roma se acercó con interés, escuchando cada una de sus palabras.

—¿Los cadáveres...? —presioné.

—Seguían moviéndose, actuando como si estuvieran... como si estuvieran vivos —una expresión de miedo cruzó sus ojos. Él había estado allí, entonces; había sido testigo directo de cómo parecía haber reanimado a los ejecutados, lanzándolos contra sus verdugos—. Fueron los Sables de Hierro quienes terminaron por reducirlos. Descuartizaron los cuerpos y luego los quemaron. Temían que volvieran a levantarse.

—¿Estás hablando de la ejecución? —intervino entonces Roma y en sus ojos grises percibí un brillo de alarma—. ¿La que el Emperador permitió?

Sen me lanzó una mirada llena de dudas, como si no supiera si debía hablar o no.

—Hice... hice algo con mi magia —tomé la decisión de ser yo quien confesara. Miré a Roma, estudié su reacción. La idea de que hubiera sido lo sucedido en el patio lo que hubiera obligado al Emperador a sacarme de allí fue perdiendo fuerza al comprobar que la nigromante no parecía tener noticia hasta ahora—. Ellos estaban muertos y un segundo después...

—Después se alzaron a la par y atacaron a los que estaban más cerca de ellos —completó Sen, que no había apartado sus ojos de los míos—. Los nigromantes intentaron emplear su magia con los retornados, pero no pareció surtir efecto. O, al menos, no el efecto para derrotarlos, sino para frenarlos.

Roma se quedó en silencio, asimilando lo que Sen y yo habíamos compartido con ella. Sus ojos grises alternaban del uno al otro, pensativos.

—En la capital estarás segura —dijo al fin—. Y yo me encargaré personalmente de que el rumor de lo sucedido en la ejecución no salga de Vassar Bekhetaar.

No puse en entredicho su plan, tampoco Sen. El nigromante asintió y procedió a usar su magia para cumplir con su cometido: pude sentir el familiar calor de su poder recorriéndome, buscando cualquier herida interna que hubiera podido escapar a la vista.

Algo se removió en mi mente mientras Sen continuaba trabajando, concentrado en mi cuerpo. Darshan había estado a mi lado aquel día, durante la ejecución; él también se había convertido en uno de los objetivos de los retornados, como los había llamado Sen. Su estado o lo que había pasado era un completo misterio. Y esa estúpida y agonizante parte de mí —la que se preocupaba por Darshan, la que todavía guardaba un ápice de esperanza por Perseo— de la que todavía no había conseguido extinguir me empujaba a que formulara una sencilla pregunta.

Pero el peso de mi rencor, azuzado por sus palabras, hizo que me abstuviera de abrir la boca. No debería importarme lo más mínimo; lo que hubiera sucedido con él no era problema mío. Ya no.

—Le aconsejaría que la dejara descansar y le diera abundante comida —dictaminó Sen, cerrando las manos hasta convertirlas en puños y retrocediendo un paso. Su mirada se desvió entonces hacia los grilletes que todavía llevaba en las muñecas, no le resultó complicado adivinar de qué estaban hechos—. La damarita, no obstante...

—La damarita permanecerá en sus muñecas —lo interrumpió Roma—. Es la única concesión que acepté de Fatou... y una de las exigencias por parte del Emperador a su regreso. Jedham deberá portar damarita de ahora en adelante.

El estómago se me contrajo al pensar en mi madre. Después de ser torturada por el Usurpado, la había obligado a llevar en sus muñecas dos pesadas pulseras lisas talladas en damarita, unos grilletes sin cadenas que inutilizaban su poder. Si había tomado aquella decisión, era posible que fuera porque me permitiría estar cerca de mi madre... y eso suponía estar cerca de él.

—Recibimos tus mensajes, Sen —dijo entonces la nigromante y la atmósfera de la habitación pareció cambiar—. Los dos.

El chico me miró por el rabillo del ojo, dubitativo, antes de que sus labios formaran una educada sonrisa.

—Y veo que han cumplido con su propósito —repuso, cruzándose de brazos—: Jedham abandona Vassar Bekhetaar. Os la lleváis con vos.

—Así es —asintió Roma—. Galene, con la ayuda de Perseo, se mostró de lo más convincente y consiguió que el Emperador ordenara el regreso de su hija a la capital.

El alivio iluminó los ojos azules de Sen al escucharlo. Sin embargo, yo no podía evitar darle vueltas a los mensajes que había mencionado la nigromante; había algo que no terminaba de encajarme en aquella historia, pero la oleada de gratitud al saber que mis días en la prisión estaban contados hizo que apartara de mi mente aquel asunto. Las manos empezaron a temblarme al asimilar que los dioses parecían haberme recompensado de algún modo, permitiéndome salir de Vassar Bekhetaar y dejarlo atrás, tal vez para siempre.

Un extraño silencio se hizo en la habitación hasta que Roma volvió a hablar, con un tono suave, casi maternal:

—Podrías venir con nosotros, abandonar este lugar —le ofreció y el cuerpo de Sen se tensó al escucharla—. Perseo está en deuda contigo y agradecido por todo lo que has hecho —sus ojos grises se desviaron un instante hacia donde yo estaba tendida sobre la cama—. Es lo mínimo que podemos hacer por ti.

El nigromante no dijo una sola palabra, quizá diseccionando la tentadora oferta que le había tendido Roma. Sen, después de terminar su instrucción y ganarse su máscara de plata, se quedó en la prisión; la enfermería se había convertido en su propia celda particular. No conocía los motivos que le empujaron a tomar esa decisión de quedarse pero ¿no había llegado el momento de dejar Vassar Bekhetaar atrás? ¿No estaba cansado de vivir en aquel infierno, bajo las órdenes del monstruo de Fatou? Perseo le había ofrecido una llave a su libertad.

—Este sitio es lo único que tengo, mi señora —rechazó educadamente Sen la oferta, retrocediendo otro paso y bajando la mirada al suelo—. Pero transmitidle mi agradecimiento a Perseo, por favor.


* * *

Creo que el siguiente capi es de nuestro traidor de ojos grises fav jiji

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