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❈ 31

Fui conducida hacia una solitaria celda. Una sonrisa llena de petulancia no abandonó mis labios durante todo el trayecto, azuzada por el espacio que marcaban mis captores mientras me llevaban a través de la prisión; pese a que mi magia se encontraba bloqueada por los grilletes de damarita que colgaban de mis muñecas, casi podía saborear su miedo.

Todavía podía sentir en la punta de mi lengua un extraño sabor metálico y el cosquilleo fantasma de mi poder recorriendo mis manos. Lo sucedido en el patio de la prisión no se apartaba de mi mente; imágenes de cómo esos cadáveres habían cobrado vida gracias a mí se repetían en bucle. Si cerraba mis párpados aún veía con absoluta claridad las expresiones de pánico entre los nigromantes... los presos... En Fatou, incluso. El líder de Vassar Bekhetaar había sentido pavor ante aquel suceso. Y eso me satisfizo enormemente.

Observé mi entorno, el poco espacio con el que contaba en aquella celda. Los grilletes de damarita hacían que mis muñecas pesaran, extendiéndose poco a poco al resto de mi cuerpo; después de que los nigromantes y Sables de Hierro que me habían conducido hasta allí cerraran la puerta, me había dejado caer en una esquina, notando cómo la adrenalina del momento iba abandonándome. Alcé una de mis manos y la pasé por mi rostro, notando una sustancia húmeda cubriendo la yema de mis dedos.

Fruncí el ceño al comprobar en la tenue luz que se colaba de las antorchas que ardían en las paredes que se trataba de sangre. De mi propia sangre.

«Demonio», me había llamado Fatou y una parte de mí no pudo evitar preguntarse si el nigromante no tendría razón. La magia que poseíamos nos convertía en los más peligrosos dentro de los elementales, ya que podíamos manipular la propia esencia; aún recordaba las historias de terror que mi madre me contaba de niña, las crueldades de las que yo misma había sido testigo. Los nigromantes podíamos asesinar con un simple chasquido de dedos, al igual que podíamos sanar con la misma facilidad... ¿Lo que había hecho yo en el patio era una extensión más de nuestro poder?

¿Y qué había hecho yo, exactamente?

—Deberías haber muerto en ese río, demonio.

Me tensé de pies a cabeza al reconocer la voz de Fatou. El nigromante había acudido a mi celda respaldado por algunos de sus secuaces de mayor confianza, pero ninguno de ellos parecía lo suficiente valiente como para atreverse a dar un paso más. Como si aún me consideraran una amenaza pese a tener mi magia apagada.

—¿Qué has hecho? —me exigió saber, observándome a través de los barrotes.

Me pasé la lengua por el labio inferior, limpiándome parte de la sangre que había borboteado de mi nariz en algún momento.

—No lo sé —respondí con sinceridad.

Tras la muerte de aquellos rebeldes, mi poder había percibido un fino hilo y yo me había limitado a insuflarles un poco de mi magia, estableciendo una tenue conexión que había estado alimentando.

Y ellos habían respondido a mis órdenes. A mis deseos.

Fatou continuó contemplándome con desagrado y una pizca de temor, delatando que aquella era la primera vez que se enfrentaba a un suceso de tal naturaleza. ¿Acaso era la única nigromante que había empleado la magia de ese modo, despertando a los muertos? ¿Devolviéndolos a la vida...?

—¿No lo sabes? —repitió mis palabras con un deje burlón—. Veremos si la damarita y el encierro te ayudan a aclarar tus ideas. Quizá entonces te muestres más colaborativa.


Solté un suspiro y roté el cuello. En algún momento había perdido la cuenta del tiempo que llevaba allí encerrada; había usado como guía las tres visitas de los Sables de Hierro —siempre respaldados por un par de nigromantes— a mi celda con mendrugos de pan duros y un odre con agua casi sucia. No obstante, en algún punto de mi cautiverio, Fatou parecía haber cambiado las órdenes, reduciendo los encuentros con mis carceleros.

El hambre y la sed habían aunado fuerzas con el familiar cansancio que se había aposentado en mis huesos. Con la damarita de nuevo en contacto con mi piel, ahogando mi magia, me sentía enferma. Tras el encuentro con mi madre y el descubrimiento de saber que ella era una nigromante, había podido entender un poco más mis recuerdos de la infancia; ahora capaz de comprender por qué había enfermado tan gravemente siendo niña, poco después de que ella me regalara aquel colgante de la piedra que anulaba nuestros poderes.

Y por qué ahora me sentía del mismo modo.

Intentaba no permitir que mi cuerpo se quedara anquilosado como si se hubiera transformado en una piedra, pero mi estado había empeorado y apenas podía moverme. Mis energías menguaban y el mismo temor que me había atenazado en el río, mientras me hundía, se había arrastrado de regreso a la superficie.

Estaba de nuevo sola.

Y en aquella ocasión ni Darshan ni Sen podrían ayudarme.

No habría una segunda oportunidad.

—¿La damarita te ha hecho ver las cosas de otro modo, demonio? —la familiar voz de Fatou se coló desde el otro lado de los barrotes.

El nigromante se había mantenido apartado de mi celda desde que me advirtiera sobre mi destino. Escondido entre las sombras, había esperado a verme en una situación vulnerable; por eso mismo había reducido las raciones de comida y agua que recibía, para intentar doblegarme. Para empujarme hacia un estado en el que estuviera dispuesta a hacer cualquier cosa.

Tragué saliva y sentí un tirón en mis labios resecos cuando respondí:

—No vas a obtener las respuestas que buscas, Fatou. No sé lo que hice.

Tal y como sospechaba, mi respuesta no fue lo que el nigromante esperaba a oír. Sin embargo, era la verdad: había actuado por instinto, dejando que mi magia me guiara. No fui consciente de ello, simplemente me dejé llevar.

—Tengo todo el tiempo del mundo para conseguir lo que me estás negando, Devmani —me advirtió con un timbre amenazador. Su máscara de plata refulgió con el fuego de las antorchas—. ¿Puedes tú decir lo mismo?


Los esfuerzos de Fatou de arrastrarme a su terreno no surtieron efecto. Visita tras visita, me limitaba a darle la misma respuesta; aquello frustraba e irritaba al nigromante a partes iguales pero, quizá por precaución, no había intentado emplear otro tipo de métodos.

Traté de rotar mis muñecas, sin éxito. No recordaba cuándo había sido la última vez que alguno de los secuaces de Fatou se había acercado hasta mi celda para traerme algo de sustento; casi exangüe, apenas era capaz de moverme. Cualquier esperanza que pudiera haber sentido en algún momento de mi cautiverio se había extinguido bajo el peso de la certeza de que no conseguiría salir con vida de aquel espacio.

Era posible que el nigromante no hubiera logrado su propósito al arrojarme a traición a aquel río subterráneo... pero todo apuntaba a que triunfaría en aquella segunda ocasión, con Darshan fuera de juego. Después de descubrir qué opinión guardaba de mí realmente.

Se me formó un nudo en la garganta al pensar en él. Durante la ejecución, tras recibir la orden de Fatou de acabar con la vida de los reos, había podido ver con mis propios ojos lo fácil que le había resultado cumplirla, el nulo arrepentimiento que había mostrado mientras empleaba su magia contra uno de los rebeldes.

De nuevo me sentí como una idiota. Idiota por haber bajado la guardia, por haber permitido que sus buenas acciones me hicieran crear una versión de Darshan que no existía en realidad. Idiota por no haber tenido en consideración todas sus advertencias, en las que hacía hincapié en que no debía entregar mi confianza a nadie.

Ni siquiera a él.

Mi cabeza cayó adelante, sin fuerza, y sentía la garganta rasposa. Aún me quedaba algo de agua en el odre que había reservado, pero el simple gesto de mover el brazo me resultó imposible; el tan temido momento había llegado, lo podía intuir en lo más profundo de mí.

La muerte estaba esperándome, pero no sería misericordiosa conmigo.

Sería lenta y agonizante.

Un molesto zumbido llenó mis oídos. No fue hasta instantes después que comprendí que era el sonido de varias voces entremezclándose, además del eco de las mismas contra la piedra de las celdas.

Las sombras se acercaron a la celda que ocupaba hasta que logré distinguir la tela negra de las largas túnicas que llevaban los nigromantes. Con resignación pensé en Fatou y en lo que sucedería... de nuevo.

—¿Qué significa esto?

Ni siquiera tuve fuerzas para fruncir el ceño al no reconocer la voz femenina que había sonado ligeramente horrorizada.

—Era por precaución —aquella voz sí que pude reconocerla. Era Fatou.

—¿Precaución? —repitió la primera voz que había hablado—. Abre de inmediato la puerta.

Un sonido metálica chirrió, seguido del retumbar de unos pasos.

Una silueta se cernió sobre mí antes de que unas manos sostuvieran mi rostro. Unos ojos grises me observaron con un brillo de preocupación, haciendo que el poco aliento que me quedaba se me escapara en un gemido ahogado.

—Por todos los dioses, ratoncito...

* * *

Madre mía, he dejado programado el capítulo y pueden suceder dos cosas:

o bien que lo estéis leyendo el propio sábado

o bien que no haya funcionado y tenga que subirlo manualmente el domingo porque este finde tenía cosas que hacer y en las que no podía llevarme el pc conmigo jeje

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