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❈ 30

Mi mente se quedó en suspenso ante la última palabra: ejecución. Un temblor indeseado me sacudió de pies a cabeza mientras un molesto pitido ahogaba mis oídos; ni siquiera fui capaz de distinguir lo que fuera que le respondiera Darshan al chico antes de obligar a mis pies a dirigirse hacia un banco cualquiera.

Todo el mundo oscilaba entre la emoción y el temor tras la noticia de que el Emperador parecía haber dado vía libre a Fatou para llevar a cabo una ejecución allí, en la prisión.

Apoyé las manos sobre la madera y las presioné hasta que dejaron de sacudirse. Mis pensamientos no dejaban de entrelazarse los unos con los otros, convirtiéndose en una caótica maraña sin sentido. Me pregunté si Fatou habría sido tan atrevido de solicitar al propio Emperador mi propia muerte. Luego me convencí de que eso no era posible: el Usurpador tenía a mi madre y mi sangre era valiosa; no se arriesgaría a perder a dos nigromantes de una de las gens más poderosas en el pasado.

Aquella ejecución no sería la mía, pero entonces ¿de quién?

Aparté las manos como un resorte cuando Darshan colocó una de las suyas sobre las mías, arrancándome de mis ensoñaciones. Le vi fruncir el ceño ante mi reacción pero, de nuevo, no hizo ningún comentario al respecto.

—Respira.

—Vete a la mierda —le espeté.

La molestia se abrió paso en el rostro de Darshan y yo sentí la anticipación corriendo por mis venas, con una diminuta parte de mí deseosa de un posible enfrentamiento con el nigromante.

Sin embargo, una quietud casi antinatural se extendió por el interior del comedor, disipando cualquier sonido. Las conversaciones se apagaron de golpe y todo el mundo pareció contener la respiración; mi corazón dio un vuelco cuando descubrimos quién había causado tal efecto tanto en nigromantes como en Sables de Hierro.

Fatou se encontraba en el umbral de la puerta, fielmente respaldado por un nutrido grupo de nigromantes con máscaras de plata.

—Hace tiempo tuvimos que sofocar una revuelta en el ala de las celdas, obra de cierto sector... rebelde —su voz no encontró ningún obstáculo, resonando con claridad contra las paredes de piedra y llegando a cada esquina de la sala. Me quedé aterida en mi sitio, notando cómo mi pulso se ralentizaba al recordarlo; Sen había sido llamado con urgencia para atender a los heridos que habían intentado ponerle freno—. Ese acto no iba a quedar impune. Por eso mismo informé a Su Majestad Imperial y le pedí que me permitiera tomar las medidas oportunas. No ha sido hasta esta misma mañana en la que he obtenido respuesta por su parte, dándome vía libre para que decidiera sobre el futuro de los prisioneros que habían encabezado la revuelta.

El aire empezó a faltarme ante la expectativa. El Emperador, quizá intentando mantener a Fatou bajo control y con la correa bien puesta, había optado por brindarle esa pequeña concesión, un hecho que no había hecho más que afianzar el poder del nigromante sobre la prisión. Sospechaba que, de no haber recibido una respuesta que encajara con sus intereses, Fatou hubiera seguido adelante sin temor a las consecuencias.

Porque Vassar Bekhetaar era suyo.

—Esos hombres atentaron contra la vida de nuestro señor —prosiguió el hombre, sin que le fallara la voz—. El Emperador, haciendo uso de su magnanimidad, optó por perdonarles la vida y condenarlos a pagar sus pecados en el fondo de una celda... Más de lo que merecían esas ratas que buscaban derrocarlo para instaurar su tiranía y sumir a todo el Imperio en el caos, convirtiendo nuestro país en un blanco fácil para otros —la Resistencia había buscado la caída del Emperador, sí, pero para que el poder pasara a su primogénito, cuya educación había sido más amplia y flexible, al habérsele permitido viajar a los reinos vecinos, pudiendo empaparse de sus culturas y formas de gobierno. En ningún momento habíamos querido convertir al Imperio en un «blanco fácil»—. Sin embargo, así es cómo agradecen la segunda oportunidad que Su Majestad Imperial les dio: alentando a otros a unirse a su locura, dispuestos a derramar sangre con tal de conseguir sus propósitos.

»Por eso mismo, y para demostrar a nuestro Emperador que Vassar Bekhetaar siempre le será leal, he decidido que los rebeldes que organizaron el motín sean ejecutados en el patio, a la vista de todo el mundo. A modo de advertencia para cualquiera que tan siquiera considere seguir sus mismos pasos. La traición se paga con sangre —concluyó, alzando ambos brazos y haciendo que un coro de aullidos estallara a su alrededor.

Miré a la multitud, a los jóvenes que nos rodeaban. Muchos de ellos parecían como lobos hambrientos, deseosos de ver cómo los rebeldes eran ejecutados; algunos jaleaban a Fatou, poniéndose en pie sobre los bancos y las largas mesas mientras repetían sus últimas palabras. Otros muchos se limitaban a quedarse en silencio, intentando pasar desapercibidos por miedo a las posibles represalias de no participar activamente.

Observé a Fatou, cómo los gritos parecían enardecerlo, convenciéndole de quién era el señor de aquel infierno. El Emperador no era consciente del peligro que acechaba y que representaba el nigromante; no parecía ver en Vassar Bekhetaar un polvorín a punto de explotar... y que podía desestabilizar su absoluto control.

Porque, aunque ni siquiera lo sospechase, Fatou tenía entre sus manos a un poderoso ejército cuya lealtad estaría con él, por mucho que siempre repitiera la fidelidad para con el Emperador.


Cuando intentamos seguir al resto de la multitud de camino al patio, un par de nigromantes se interpusieron en nuestro camino, cortándonos el paso. Tanto Darshan como yo frenamos en seco. Nuestra anterior discusión parecía haber quedado en el olvido, ambos con la mente fija en la ejecución pública que Fatou había organizado.

Fue el propio nigromante quien apareció en un remolino de tela negra.

—Devmani. Mnemus —nos saludó, estudiándonos con sus ojos negros.

Me obligué a agachar la cabeza y Darshan tampoco dudó un segundo en imitar mi gesto.

—No os he visto muy emocionados antes —comentó en tono indiferente, pero yo podía sentir su mirada sobre nosotros, escrutándonos como una víbora antes de atacar—. Y eso podría considerarse casi... una traición.

—Somos fieles al Emperador —intervino Darshan, con voz inmutable y plana. Parecía estar leyendo sus palabras—. De igual modo que somos fieles a vos, mi señor. Habéis sido sabio al condenar a esos rebeldes, pues son como una plaga que no deja de extenderse y que debe ser erradicada de una vez por todas.

Mis dientes chirriaron al oír el modo en que Darshan se refirió a mis compañeros de la Resistencia pero ¿qué esperaba? El chico había colaborado estrechamente con Perseo para hundir a los rebeldes desde dentro, utilizándome en su camino hacia la victoria. Apreté los puños con fuerza, tragándome la bola de frustración que ascendía por mi garganta.

Mi odio hacia Darshan creció en ese instante.

—Si no me equivoco, tú fuiste un pilar fundamental en su caída —Fatou suavizó su voz y un escalofrío se deslizó por mi espalda—. No te he oído hablar, Devmani, y me interesa mucho tu opinión.

La bilis inundó mi boca. Fatou sabía que yo había sido miembro de la Resistencia, que mi padre también lo había sido; estaba poniéndome de nuevo a prueba, quizá con retorcido deleite después de que no hubiera muerto.

—El destino de esos rebeldes quedó sellado cuando decidieron escupir sobre la segunda oportunidad que se les brindó —me costó un mundo pronunciar aquellas palabras, me supieron a cenizas cuando lo hice.

—Así que respaldas mi decisión de que sean ejecutados —inquirió Fatou y no sonó a pregunta.

—Sí, mi señor.

Supe que había caído en su trampa tras responder.

—Vuestra lealtad debe ser recompensada —dijo el nigromante, dirigiéndose a ambos— y por eso mismo seréis sus verdugos. Seréis la última cara que vean antes de que Zosime reclame sus almas y se las lleve al infierno del que nunca deberían haber salido.


Me estaba asfixiando.

Después de que Fatou diera la orden, tanto Darshan como yo fuimos conducidos sin más ceremonia hacia el patio. El estómago me dio un vuelco al ver una tarima de madera alzándose en el centro del espacio; los Sables de Hierro vigilaban los bloques de prisioneros encadenados a los que habían arrastrado hasta allí. Los nigromantes se encargaban de acechar desde los parapetos que rodeaban el amplio espacio donde los más jóvenes e inexpertos entrenábamos cada mañana.

No parecía faltar ni un alma.

Al igual que mi azotamiento, Fatou deseaba que aquella ejecución tuviese el máximo de público posible.

Las piernas me temblaron cuando descubrí sobre la tarima algunos nigromantes con sus máscaras de plata reluciendo bajo la luz. Me sorprendió ver que no llevaban las pesadas túnicas con capucha que estaban obligados a vestir, sino que las habían sustituido por un ceñido traje de dos piezas de color negro.

El patio guardó silencio cuando Fatou nos hizo desfilar por uno de los pasillos que habían formado dos bloques de prisioneros. Pude palpar el odio y resentimiento por parte de alguno de ellos; luego saboreé la sorpresa y la envida entre la multitud de cadetes.

Darshan y yo éramos los únicos de los verdugos que no portábamos la máscara de plata.

Y eso había despertado algún que otro resquemor entre nuestros compañeros, en especial aquellos que estaban deseosos de alcanzar la cima y obtener una pizca de poder.

Fijé mi mirada en un punto cualquiera, sintiendo una dolorosa presión en mis pulmones. No era la primera vez que Fatou me arrastraba a sus oscuros juegos; había sido parte activa en multitud de interrogatorios, todos ellos contra miembros de la Resistencia. Aún se me encogía el estómago al pensar en la última mirada —y su último mensaje— de Thabit antes de que el nigromante le rompiera el cuello con una facilidad —y frialdad— insultante.

Sin embargo, nunca me había obligado a cruzar ese límite...

Hasta ahora.

Escondí las manos tras mi espalda para que Fatou no viera el temblor que las sacudía y traté de ralentizar mi respiración. Podía sentir miles de ojos clavándose en mí, juzgándome, odiándome; los prisioneros fuertemente cercados por Sables de Hierro y nigromantes me veían como una amenaza, como un monstruo más. Era posible que alguna vez hubiéramos coincidido y nuestros caminos se hubieran cruzado en las cuevas del desierto.

Pero eso no importaba porque, a sus ojos, las prendas que portaba me convertían en una enemiga.

En una de ellos.

Darshan permanecía inmóvil a mi izquierda. Su templanza hizo que le odiara un poco más; siempre había creído que mi antiguo aliado era el ejemplo perfecto de lo que significaba ser un nigromante. No me cabía ninguna duda de que obtendría esa maldita máscara de plata sin mayor esfuerzo.

«Jedham está empezando a convertirse en una carga.»

Me obligué a alejar el odioso eco de la voz de Darshan y espié por el rabillo del ojo a los otros nigromantes, cuyas posturas parecían idénticas a las del chico: miradas fijas y espaldas rectas. Ninguno de ellos dio muestras de ser consciente del odio que burbujeaba a nuestros pies, un odio que pareció incrementarse cuando Fatou ascendió para dirigirse a la multitud.

—Traed a los prisioneros.

La calma que había reinado en el patio empezó a fragmentarse cuando una hilera de nigromantes y Sables de Hierro salieron de una de las entradas de la prisión, protegiendo a seis hombres en condiciones deplorables: sus uniformes estaban llenos de manchas de suciedad y sangre, además de destrozados; su aspecto físico no dejaba lugar a dudas sobre qué había hecho Fatou con ellos. Golpes, contusiones... El nigromante no se había molestado siquiera en ordenar a sus secuaces que intentaran curarles.

Los rebeldes que estaban tras el motín habían sido cruelmente torturados.

Con paso lento, fueron conducidos hasta la tarima donde sus verdugos les esperábamos. Mis ojos se abrieron de par en par al reconocer a uno de ellos y sentí que el suelo se abría bajo mis pies, listo para tragarme.

Mhaar Asaash, el antiguo líder de la facción a la que había servido mientras fui parte de la Resistencia, alzó su cansada mirada y la clavó en mí, como si hubiera sentido la mía. Una miríada de emociones se sucedió tras sus ojos, siendo la decepción la que finalmente se quedó allí.

Traté de retroceder un paso, pero mi cuerpo no parecía querer cooperar. Uno de los Sables de Hierro que caminaba a su lado le empujó con violencia para que ocupara su hueco frente a mí; aquella elección no había sido casual y, cuando aparté la mirada para encontrarle, vi que los ojos negros de Fatou ya estaban esperándome. Confirmándome lo que ya sabía.

La presión del pecho se volvió insoportable, haciéndome imposible respirar. Jadeé en busca de oxígeno mientras los prisioneros abandonaban el silencio y sus gritos se alzaban con la misma fuerza que los nigromantes habían coreado a Fatou en el comedor; un molesto dolor se instaló en la base de mi nuca, punzándome como si un afilado cristal quisiera abrirse paso a través de mi carne.

Las lágrimas ardieron en mis ojos cuando mi mirada volvió a cruzarse con Mhaar Asaash mientras él permanecía arrodillado a unos metros de distancia. Quise unirme a las protestas de los prisioneros, quise chillar hasta desgarrarme la garganta y perder la voz.

Quise desaparecer.

Hacerme tan diminuta que pudiera colarme entre los espacios de los tablones de la tarima.

—¡La traición se paga con sangre! —la voz de Fatou resonó sobre la multitud; luego se giró hacia la hilera de prisioneros—. ¿Vuestras últimas palabras?

Vi moverse los labios de Mhaar Asaash. Ahogándome con mi propia respiración, al principio no pude distinguir lo que quería decirme. ¿Una despedida? ¿Un último mensaje lleno de odio como el de Thabit? Estudié el movimiento de sus labios y algo dentro de mí se rompió cuando le entendí:

«La Resistencia aún vive y tu padre también.»

—¡Acabad con estas malditas sanguijuelas!

El grito del nigromante fue el pistoletazo de salida. Mi vello se erizó cuando percibí la magia de los otros verdugos dirigiéndose hacia sus objetivos; boqueé como si alguien hubiera hundido mi cabeza en el agua, sintiendo que el dolor de la nuca empeoraba al ver cómo los nigromantes no les concedían a sus víctimas una muerte rápida, sino que estaban torturándolos hasta morir frente a la exaltada multitud.

—¿Qué haces, Jedham? —apenas pude oír la alterada pregunta de Darshan. Me horrorizó comprobar que él no parecía haber tenido ningún problema en seguir las órdenes: la sangre no dejaba de manar de los ojos del rebelde al que estaba castigando—. ¡Eres tú o ellos! ¡Reacciona, joder!

«Jedham está convirtiéndose en una carga.»

«... y tu padre también...»

La visión se me enturbió cuando una rabia primigenia hizo erupción en mi interior después de días acumulándose. Con un grito de liberación, mi magia salió disparada hacia mi objetivo: cerré los puños en un gesto reflejo, sintiendo cómo cada órgano de Mhaar Asaash estallaba ante un simple pensamiento por mi parte. El hombre apenas tuvo tiempo de separar los labios antes de que un aluvión de sangre brotara de ellos y cayera a plomo sobre la madera, machando de rojo su superficie.

Mis rodillas no tardaron en golpear la tarima con un ruido sordo. Entrecerré los ojos al sentir un hilo que parecía unirme al cadáver; era la primera vez que sentía algo así, esa conexión que perdía fuerza con cada segundo que transcurría. La incomprensión fue dejando paso a mi instinto, a mi propio poder.

Poco a poco, aquella sensación que parecía unirme al cadáver fue bifurcándose en cinco finos hilos. Dentro de mí sabía que pertenecían a los otros caídos pero ¿qué significaban? ¿Qué eran? Jadeé cuando una oleada de mi magia emanó de mi cuerpo, trayendo consigo un frío glaciar.

«Levantaos», aquel pensamiento me sacudió de pies a cabeza.

La frialdad hincó sus garras en mi poder y aquellos hilos empezaron a absorberla con fruición. Mi mirada pareció jugarme malas pasadas, haciéndome creer que el brazo del cuerpo que pertenecía a mi antiguo líder de fracción se agitaba, como una marioneta a la que están tirando de sus hilos.

Un grito colectivo pareció sacudir el patio cuando los seis cadáveres se pusieron en pie a la par. Sus ojos vacíos se desviaron hacia donde yo me encontraba arrodillada con una calma paciente, esperando... ¿Esperando qué?

El pánico empezó a extenderse ante aquel macabro espectáculo. Incluso Fatou parecía estar conmocionado.

Tardé unos segundos en comprender que era mi magia la responsable y que aguardaban a mi siguiente orden. Estudié a los seis cuerpos que tenía bajo mi control, alimentándolos con mi poder; pensé en las posibilidades que se abrían ante mí... De repente, mi huida no parecía tan lejana.

Podría usarlos a mi favor para despejarme el camino y escabullirme entre la multitud; podría emplear aquel caos que había causado su repentina resurrección para abrirme paso hasta la libertad. En aquel momento, mientras mi magia continuaba fluyendo hacia aquellos cadáveres, reanimándolos, me sentí poderosa.

Me sentí capaz de hacer cualquier cosa.

«Atacad», lancé mi siguiente orden.

Como resortes, los cadáveres animados se giraron hacia los nigromantes de la tarima, dispuestos a obedecer. Aquella dulce sensación de victoria que recorría mis venas hizo que una horrible sonrisa se formara en mi rostro. Si el poder de los nigromantes era capaz de hacer eso y ahora mismo podía controlar a seis cuerpos sin vida, ¿qué no podría hacer con más cadáveres uniéndose a mis huestes? ¿Qué tan lejos podría llegar...?

Me incorporé sobre mis inestables piernas e ignoré el ligero mareo que me sacudió. La imagen de aquellas víctimas enfrentándose a sus verdugos sin que éstos supieran cómo reaccionar hizo que soltara una carcajada.

Por unos segundos valoré la idea de liberar a Darshan y ordenarle a mi marioneta que se focalizara en otro objetivo... hasta que mi resentimiento tomó las riendas, recordándome lo que significaba para él.

Una risa casi histérica brotó de mis labios mientras contemplaba lo que sucedía a mi alrededor. Los Sables de Hierro y los nigromantes se apresuraban a alejar a todo el mundo del patio; los que quedaban empleaban todas sus fuerzas en intentar reducir a los seis muertos que se abrían paso con una retorcida sed de sangre.

Mi cuerpo se ladeó con otro mareo, pero me obligué a mantenerme en pie. A contemplar el alcance de mi propia magia. Un sabor metálico alcanzó la punta de mi lengua, pero lo ignoré.

Seguí entregándoles mi magia.

Les azucé contra mis enemigos.

Extasiada por el caos que había provocado, no fui consciente de la sombra sigilosa que se me acercó por la espalda.

—Demonio —escuché que mascullaba Fatou junto a mi oído.

Entonces noté el peso en mis muñecas y la asfixia volvió a ahogar mi magia como en el pasado, arrancándome un alarido.

* * *

HOLA HOLA HOLAAAAAAAA

No sabéis las ganitas que tenía de llegar a este capítulo en especial por varias razones

En primer lugar *deja escapar un suspirito* parece que Jem no está dispuesta a olvidar ciertas palabras de su aliado y ha decidido dejar a un lado su plan de "finjamos que no escuché que nada" y ha dicho "a la mierda con todo"

Ella ni olvida ni perdona

Continuamos con Fatou y su ligera obsesión con empujar a Jem y Darshan contra las cuerdas de un modo un tanto... perturbador, por decirlo de algún modo suave.

El nigromante no tuvo suficiente con prácticamente intentar ahogar a Jem, por lo que ha decidido ir un poquito más lejos y hacer que nuestros protegidos crucen la última línea... (aunque tampoco es que ninguno de los dos tenga las manos limpias de sangre, btw)

¿¿¿SOY LA ÚNICA A LA QUE LE HA VUELTO EL ALMA AL CUERPO AL ESCUCHAR ESAS PROFÉTICAS PALABRAS??? ¿¿¿NO??? BIEN.

Porque literalmente era esta mi reacción:

otra de las cosas a las que quería llegar es... A ESTE MOMENTO. A LO QUE HA HECHO JEM. Todos hemos visto a los nigromantes y lo que son capaces de hacer pero...... ¿es realmente eso lo que podían hacer? ¿El despliegue por parte de Jem es herencia de la gens Furia, una de las más poderosas del Imperio? Lo comprobaremos en próximas entregas, pero estoy muy emocionada por ese momento no me escondo

Y por último pero no menos importante: HEMOS CASI COMPLETADO EL PRIMER """ARCO""" DE LA HISTORIA y es posible que pronto veamos viejos rostros conocidos (y no, no estoy hablando de Perseo... que también volverá)

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