❈ 26
Me tensé de pies a cabeza cuando salí al pasillo. Aquella noche de regreso a mi habitáculo no había sido tan sencilla como creí; tras despedirme de Darshan, quien había mostrado una expresión burlona después de recibir mi última advertencia, me había ido directamente al maltrecho camastro y, pese a mis esfuerzos por intentar conciliar el sueño, lo único que conseguí fue dormir a breves intervalos... Intentando rehuir de las pesadillas que me asolaban, donde volvía a encontrarme inmovilizada contra ese bloque de madera y Fatou ejecutaba frente a mí a mis seres queridos, sin que yo pudiera hacer nada
Darshan ya se encontraba allí, apoyado contra la pared y con su habitual expresión cargada de fanfarronería. Sus ojos plateados recorrieron mi rostro y una sombra pareció instalarse en su gesto, dándole un aspecto casi preocupado.
—¿Una mala noche? —me preguntó cuando me uní a él y ambos nos encaminamos hacia el comedor comunitario—. ¿Tan cómodo resultaba ese camastro de la enfermería en comparación al tuyo...?
Apreté los labios en una fina línea, sin reunir las fuerzas suficientes para replicarle. Los nervios se arremolinaban en la boca de mi estómago vacío; alternando entre las pesadillas y los pocos instantes de sueño que había podido rascar la noche anterior, mi mente se había entretenido recordándome que todo Vassar Bekhetaar seguramente estaría al tanto de lo que había sucedido en el patio, la noche en que Fatou consiguió derrotar a Perseo y arrastrarlo a su terreno de juego. Mi encontronazo con Gazan y sus dos cómplices en los baños habían sido una prueba más que esclarecedora de cómo habían corrido los rumores por la prisión.
Un escalofrío se deslizó por mi espalda, sobre mis cicatrices.
—Jedham —la voz de Darshan, el tono serio que pocas veces le había escuchado emplear, me sacó de mi ensimismamiento. Giré el cuello en su dirección—. No dejes que te afecte.
Para él seguramente le resultara sencillo. En ocasiones envidiaba el control que Darshan poseía sobre sus propios sentimientos; había sido testigo de ese proverbial control cada vez que Fatou lo elegía como diana para sus comentarios insidiosos, para sus viperinos subterfugios: nunca lograba su objetivo, Darshan nunca respondía a ello y se limitaba a ceñirse a su papel, cumpliendo las órdenes.
—Lo dices como si fuera fácil —mascullé.
Darshan se detuvo en seco en mitad del pasillo, obligándome a hacer lo mismo. En su expresión ya no quedaba ni un ápice de la fanfarronería que había visto cuando salí de mi habitáculo.
—Eres demasiado visceral, pelirroja —me dijo, cruzándose de brazos—. En el pasado yo también era... así.
Enarqué una ceja con escepticismo. Mi mente no lograba casar la imagen del Darshan que tenía frente a mí con una versión mucho más joven que golpeaba antes siquiera de preguntar.
—¿Y qué te hizo cambiar? —le pregunté.
Una sombra atravesó sus ojos grises.
—La certeza de saber que podía condenar con ello a mi familia —respondió, luego señaló con un gesto de barbilla nuestro entorno—. Y este puto infierno también influyó, al final.
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Las palabras de Darshan me acompañaron el resto del trayecto, ya que ambos dejamos en ese punto la conversación. El nigromante era demasiado hermético y no solía compartir con nadie sus más profundos pensamientos; aquel fragmento de información que me había ofrecido para ayudarme siguió dando vueltas dentro de mi cabeza. ¿Había estado refiriéndose a... Roma? Su madre parecía haber corrido demasiados riesgos al intentar llevar su segundo embarazo en secreto, aunque luego las cosas no hubieran salido del modo que ella hubiera deseado. Ptolomeo conocía la existencia de su segundo vástago, pero no tenía más datos del mismo. En ese aspecto, Darshan estaba a salvo. No obstante, ¿no habría sido más beneficioso para él que el abuelo de Perseo lo reconociera e integrara a la familia? Con Darshan perteneciendo a la gens Horatia, tendría doblemente asegurado su linaje.
Quizá Roma había temido que Ptolomeo, de ponerle las garras encima a Darshan, pudiera tratar de ponerlo en su contra, tal y como había estado haciendo con Perseo desde que lo dejó a su cargo.
Quizá buscaba protegerlo de la codicia de su abuelo, quien no dudaría un segundo en convertirlo en un instrumento más como lo habían sido Aella o el propio Perseo.
—Coge aire, pelirroja —me recomendó Darshan y yo le espié por el rabillo del ojo—, y no dejes que sus palabras te afecten... O, al menos, si tienes que enzarzarte en alguna pelea para defender tu propio honor, dame tiempo para prepararme —bromeó al final.
En aquella ocasión, una sonrisa tironeó de las comisuras de mis labios. En los dos meses que estábamos atrapados en Vassar Bekhetaar nuestra relación había ido transformándose de un simple salvoconducto para sobrevivir a algo parecido a una amistad; habíamos tenido algunos altibajos, pero el fino y endeble hilo que nos había unido de manera forzosa en aquella celda bajo el palacio del Emperador había estado fortaleciéndose lentamente.
Y, aunque Darshan lo negara, sabía que ya no le era tan indiferente como al principio.
Mi odio por él, por lo que había hecho y causado con sus acciones, también había disminuido; ya no podía sentirlo ahí, latiendo furiosamente en mi pecho cuando le miraba cara a cara. El nigromante había sido lo único a lo que había podido aferrarme en aquellos dos meses... en especial en los momentos más oscuros; puede que no compartiera del todo sus métodos —como el hecho de que me hubiera manipulado sutilmente con el propósito de que descubriera la historia que parecía unir a Sen y Perseo—, pero Darshan había impedido que me rindiera. Me había empujado a salir adelante, pero siempre con mis propios medios.
Inspiré hondo. El familiar bullicio del comedor nos rodeó, a unos metros de distancia; las palmas de mis manos me cosquillearon con nerviosismo mientras Darshan me estudiaba de soslayo, comprobando mi estado de ánimo. Asegurándose de que no iba a dar media vuelta para escabullirme de regreso a mi cubículo.
—Me aseguraré de hacerte alguna señal para que no te pille desprevenido, como la última vez —le respondí, empleando el mismo tono jocoso que había empleado.
Lo único que conseguí arrancarle a mi aliado fue una media sonrisa antes de internarnos en la gran sala llena de nigromantes y Sables de Hierro.
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Una oleada de silencio precedió nuestra entrada. Me obligué a mí misma a mantener la cabeza bien alta, con la mirada clavada en la pared de piedra del fondo de la sala; el peso de los ojos de nuestros compañeros parecía aposentarse sobre mis hombros... hasta que llegaron los cuchicheos.
Un molesto pitido se instaló en mis oídos, salvándome de distinguir los susurros. Darshan permaneció a mi lado, igual de imperturbable que de costumbre; dejé que me guiara hacia una mesa cualquiera y reclamamos dos asientos vacíos. Un par de nigromantes se apartaron, creando distancia como si Darshan y yo tuviéramos la peste; mi vista creyó distinguir a Gazan unos puestos más allá, respaldado por sus dos compinches. El tipo no tardó mucho en romper el contacto visual como un animal apaleado, con la lección bien aprendida.
Me acerqué un plato vacío al mismo tiempo que Darshan. Nuestros compañeros de mesa fingían estar inmersos en una banal conversación sobre cómo les había ido en sus entrenamientos, pero no eran muy discretos a la hora de lanzarnos alguna que otra mal disimulada mirada llena de curiosidad.
Intenté seguir el consejo de Darshan, de no permitir que la situación me sobrepasase. Lo sucedido con Perseo pronto quedaría relegado al olvido cuando Vassar Bekhetaar tuviera una nueva historia que eclipsara la nuestra; con ese pensamiento, empecé a llenar el plato con la comida que aún quedaba. El silencio y los cuchicheos que nos habían recibido quedaron ahogados por el habitual jaleo que producían las conversaciones y el trasiego de los recipientes sobre las mesas de madera.
Ni Darshan ni yo dijimos una sola palabra, disfrutando de esa cómoda ausencia entre nosotros. Sabía que mi aliado estaba respetando mi espacio, permitiéndome decidir si quería iniciar una conversación con la que llenar el vacío o simplemente tratar de sobrellevar el momento.
—Devmani.
Mi cuerpo se quedó congelado al escuchar esa voz femenina pronunciando mi apellido de ese modo. Pertenecía a la misma nigromante que se había encargado de comprobar cada centímetro de mi cuerpo a mi llegada a la prisión; nuestros caminos habían vuelto a encontrarse un par de ocasiones después de aquel humillante momento que me había perseguido las noches posteriores, permitiéndome descubrir lo cercanía que parecía a Fatou y lo deseosa que se mostraba para intentar complacer al nigromante.
Por el rabillo del ojo vi a Darshan tensarse al intuir la presencia de Rashiba a nuestra espalda. Bajó lentamente el brazo mientras yo me giraba por la cintura para encararme con la nigromante. Una sonrisa cruel adornaba sus carnosos labios; sus ojos verdes, de un tono más oscuros que los míos, me observaban con siniestro deleite.
—Nuestro señor quiere verte —anunció, sin andarse con ambages—. Ahora.
Fatou la había enviado a por mí... ¿Por qué? El nigromante había tenido multitud de oportunidades durante el tiempo que estuve en la enfermería, pero siempre se había comunicado conmigo por medio de intermediarios o simples notas. Sen había sido uno de ellos, además de mantener al hombre al tanto sobre sus progresos con mi espalda herida. ¿Por qué ahora requería de mi presencia?
Rashiba ladeó la cabeza, evaluándome. Su llegada no había pasado desapercibida para los cadetes que estaban más cerca de nosotros; podía intuir sus miradas dirigiéndose hacia la zona de la mesa que ocupábamos, preguntándose qué podría significar la presencia de una de las nigromantes allí, entremezclándose con todos aquellos que todavía no se habían ganado su máscara de plata.
Con cada segundo que pasaba, Rashiba iba llamando más y más la atención.
Apoyé las palmas sobre la madera de la mesa y me impulsé para ponerme en pie. La sonrisa de la nigromante se retorció con placer al comprobar que no iba a resistirme a cumplir con sus órdenes.
Crucé una última mirada con Darshan, quien permanecía inmóvil en su asiento, con sus ojos grises atentos a cada uno de nuestros movimientos, antes de seguir a Rashiba fuera del comedor. Nos internamos en los oscuros y laberínticos corredores de la prisión, alejándonos del bullicio.
La inquietud que me había acompañado desde que su voz resonó a mi espalda, pronunciando mi apellido, se acrecentó conforme los laberintos se confundían los unos con los otros, haciéndome sospechar que estaba conduciéndome hacia una de las zonas vetadas de Vassar Bekhetaar. Fatou y los suyos, además de los altos cargos de los Sables de Hierro, tenían sus aposentos en un ala de difícil acceso y casi igual de vigilada que la zona que albergaba a los presos; allí era donde habían instalado al séquito que el Emperador había enviado desde la capital.
Mis sospechas fueron ganando fuerza cuando Rashiba torció por un pasillo custodiado por dos Sables de Hierro que bajaron forzosamente la cabeza a nuestro paso. La nigromante continuó hasta detenerse frente a una puerta de doble hoja; con el corazón bombeándome a toda velocidad, observé cómo alzaba el brazo para golpear la madera un par de veces.
La familiar voz de Fatou invitándonos a entrar hizo que mi estómago diera un vuelco y el pulso se me disparara. Rashiba me dedicó una mezquina sonrisa antes de empujar una de las hojas de madera, cediéndome el paso; con unas piernas cada vez más inestables, fui la primera en cruzar el umbral, internándome en lo que resultó ser los aposentos privados del nigromante.
Fatou se encontraba detenido en mitad de la gran habitación. Tragué saliva al descubrir que no llevaba la máscara plateada; Perseo me había explicado que estaban dispensados de usarlas en privado. Contemplé su rostro desnudo, estudiando sus facciones: tal y como podía intuirse cuando se cubría la mitad superior con la máscara de plata, sus pómulos y nariz eran afilados; una de sus gruesas cejas se encontraba enarcada mientras su mirada no se apartaba de mí.
Rashiba se dobló en una profunda reverencia, en absoluto sorprendida por ver su rostro desnudo.
—Gracias, Rashiba —le dijo Fatou, sin apartar los ojos de mí. Me resultaba extraño verle sin la máscara plateada—. Puedes esperar fuera. No me llevará mucho tiempo.
La nigromante volvió a inclinarse antes de dar media vuelta y deslizarse de regreso al pasillo como una sombra, sin apenas hacer ruido al cerrar la puerta para dejarnos a solas.
Erguí la columna de manera inconsciente cuando una sonrisa cruel, similar a la que había visto lucir a Rashiba, apareció en los labios de Fatou. Que hubiera enviado a su subalterna fuera de sus aposentos no era buena señal... porque parecía que no buscaba tener testigos de lo que hubiera planeado.
—Devmani, Devmani, Devmani —canturreó Fatou, chasqueando la lengua con desaprobación—. Mentiría si dijera que me siento sorprendido de tu... escarceo con el emisario.
No supe qué decir. Lo sucedido con Perseo, el haberme permitido entregarme de ese modo, bajando por completo la guardia, había sido un error que había pagado muy caro; prueba de ello eran las nuevas cicatrices que cruzaban la carne de mi espalda. Fatou parecía guardarle una inquina especial a Perseo, quizá por ser el hijo de Roma; pese a que había intentado agasajarlo a su llegada a Vassar Bekhetaar, el nigromante no había dejado de maquinar en la oscuridad. Sen me había confiado, en uno de esos raros momentos que habíamos compartido en la enfermería en los que el chico se había permitido mencionar lo sucedido aquella noche, que Fatou había puesto a varios de sus hombres a vigilar a Perseo con el propósito de conocer cada uno de sus movimientos dentro de la prisión.
Fueron ellos, esas sombras que habían seguido al nieto de Ptolomeo, quienes habían dado la voz de alarma a su señor cuando vieron que se dirigía hacia la enfermería. Un comportamiento que había llamado la atención de Fatou y que había terminado por conducirnos al desastre.
—Lo intentó, ¿sabes? —la voz del nigromante me obligó a que me centrara en la amenaza que suponía—. Intentó disimular el interés que sentía hacia ti cuando llegó aquí y debo reconocer que hizo un buen trabajo... al principio, claro. Puede que Perseo Horatius fuera forjado en Vassar Bekhetaar como nigromante, que se le enseñara a controlar sus emociones y a aplastar ciertos sentimientos... Puede que lleve una máscara de plata, pero se ha vuelto débil. Blando. Vivir en esa bonita hacienda con su familia, jugando a ser el perfecto heredero de la gens Horatia le ha pasado factura, le ha hecho olvidar lo que supone ser un auténtico nigromante —dio un tentativo paso en mi dirección, provocándome un ligero estremecimiento—. Y no me fue complicado confirmar mis sospechas.
El aire escapó de mis labios en un sonido estrangulado al empezar a comprender cómo lo había conseguido.
—Veo que vas entendiéndolo, Devmani... Eres una chica lista —me felicitó Fatou, dando otro paso más—. ¿De verdad creías que te elegí aquel día para enfrentarte a Perseo por pura casualidad?
Me tragué mi respuesta a duras penas. Sabía que su elección no había sido casual, pero había creído que se trataba de una nueva prueba de obediencia; jamás sospeché que hubiera otro motivo completamente distinto a demostrarme quién tenía el extremo de la correa que llevaba al cuello.
—Pobre Perseo... intentó seguirme el juego y fingir que le resultabas indiferente como rival —continuó el nigromante, deleitándose con mi estupefacción—. Lástima que sintiera cómo se le aceleró el pulso al pronunciar tu apellido, echando a perder su magnífica actuación. Un pequeño error que terminó por condenarle y darme la prueba que necesitaba.
Apreté los puños, hundiendo las uñas en las palmas para que ese pellizco de dolor me ayudara a sobrellevar la oleada que Fatou había despertado en mí al hurgar en aquella herida pendiente de cicatrizar. Perseo había intentado protegerme, pero le había dado a aquel monstruo lo que buscaba. Gracias a esa involuntaria reacción por parte de su cuerpo, Fatou nos había descubierto.
—Escuché que fue el propio Perseo quien, tras la emboscada a la Resistencia en las cuevas, apareció una de las rebeldes inconsciente entre los brazos. Una de las supervivientes de la masacre —intenté no alterarme ante sus palabras, pero mi traicionero corazón pareció dar un vuelco. El nigromante me había arrinconado en las cuevas y yo había intentado acabar con todo porque sabía lo que sucedería si permitía que me atrapara viva; gracias a su magia, consiguió dejarme inconsciente y con un enorme vacío que cubría ese período de la historia entre mi desvanecimiento y posterior despertar en una de las celdas del palacio del Emperador—. Interesante, sin lugar a dudas... No me resultó complicado conocer más sobre ti, Devmani. Hay personas que, con el empujoncito apropiado, se vuelven de lo más útiles. Te infiltraste en el servicio de Ptolomeo Horatius, ¿no es cierto? Fuiste la doncella de su nieta.
Me hundí con más fuerza las uñas, pero la cercanía de Fatou y el peso de sus palabras estaban socavando el poco control que había logrado mantener en su presencia. El nigromante había resultado ser igual de taimado que Darshan y, gracias a su posición, solamente había tenido que mover los hilos adecuados para obtener la información que necesitaba.
—¿Fue en la hacienda de la gens Horatia donde empezó vuestra clandestina relación? —prosiguió hostigándome Fatou, estudiándome con sus ojos oscuros—. No tiene nada de especial, Devmani: los nobles suelen tener la mala costumbre de entremezclarse demasiado con el servicio... Algo que, en tu caso, era demasiado beneficioso, ¿no es así? Podías emplear tu tapadera para obtener información que pasarle a los rebeldes pero se te fue de las manos. Perdiste el control de la situación cuando, lamentablemente, te enamoraste de tu objetivo —Fatou chasqueó de nuevo la lengua—. Decepcionante...
Rápido como la víbora que era, el nigromante se abalanzó sobre mí. Ahogué un gruñido de horror al sentir sus dedos aferrándome por el cabello; su mano libre apresó mis muñecas, impidiendo que pudiera hacer uso de mi poder. Su cálido aliento impactó contra mi mejilla, haciendo que intentara encogerme sobre mí misma.
—Pensé que habías aprendido la lección aquella primera vez en el patio, Devmani —me siseó y una oleada de imágenes inundó mi mente. Fue cuando me negué a seguir sus órdenes, a romperle a ese niño inocente cada uno de sus dedos—. Pero ya veo que no. Aún no pareces haber aprendido que los sentimientos te hacen débil... te hacen cometer errores.
La puerta se abrió de nuevo y Rashiba atravesó el umbral en silencio. Fatou me tenía todavía inmovilizada y el miedo por la amenaza que había atisbado en las palabras del nigromante me había dejado paralizada.
—Encárgate de que no pueda usar su magia y de que no se resiste —le ordenó a la recién llegada.
Pasé de unas manos a otras como si fuera una simple muñeca de trapo, aún atenazada por el horror. ¿Qué había planeado Fatou para mí? ¿Acaso no había sido suficiente atarme a ese bloque de madera y permitir que su verdugo me azotara hasta caer en la inconsciencia, usando su magia para que recuperara el sentido y no pudiera huir de la agonía de notar mi carne abriéndose bajo el látigo?
Abandonamos los aposentos privados de Fatou sin que opusiera resistencia, caminando junto a Rashiba como si me hubiera convertido en una mera marioneta. El temor al desconocimiento... el pánico a que Fatou volviera a arrastrarme de regreso al patio, a otro bloque de madera, hizo que el entumecimiento que parecía aferrarse a mis huesos fuera desvaneciéndose. Rashiba hundió con saña sus uñas en la carne de mis muñecas cuando advirtió mis primeros signos de resistencia.
—Muévete —me gruñó, tirando con impaciencia de mí.
—¡Ya fui castigada! —el pánico arañaba mi garganta cuando grité a Fatou, que caminaba un paso por delante de nosotras—. ¡He aprendido la lección! ¡Os juro que no volverá a repetirse! ¡Por favor...!
La expresión del nigromante hizo que enmudeciera de golpe.
—¿Creías que el espectáculo del patio sería suficiente castigo? —me preguntó, divirtiéndose a mi costa—. Devmani, Devmani... Tu azotamiento estaba dirigido a Perseo. Era su castigo personal: ver a la mujer que amaba sufrir por culpa de sus propios errores y no ser capaz de salvarla. Estaba permitiéndote recuperarte de tus heridas para poder aplicarte el tuyo por no seguir las reglas...
Un gruñido casi animal brotó de mi garganta mientras era conducida hacia las zonas más profundas de Vassar Bekhetaar. Rashiba tuvo que emplearse a fondo conmigo cuando un fuerte olor a azufre alcanzó mis fosas nasales; el frío de la prisión fue dejando paso a una sensación cálida que apenas duró unos segundos.
—El Emperador parece obcecado con nosotros, los nigromantes —la voz de Fatou resonó contra la piedra—, sin ser consciente de los beneficios que podrían aportarle otros elementales... Pero yo sí sé lo útiles que son. Es gracias a ellos por lo que Vassar Bekhetaar puede seguir subsistiendo en mitad de este árido desierto.
Mi estómago dio un violento vuelco cuando distinguí a través de una grieta en la pared a un grupo de Sables de Hierro y nigromantes afanándose sobre unos elementales de fuego que estaban dirigiendo sus llamas hacia unos enormes calderos burbujeantes de los que brotaban varias tuberías. Otros elementales del aire, igualmente vigilados, se encargaban de dirigir la corriente.
En aquel instante, con aquella estremecedora visión, entendí las palabras de Fatou: eran esclavos de la prisión, del mismo modo que los nigromantes lo eran del Emperador, y entregaban su poder a mantener en pie Vassar Bekhetaar.
Mis pensamientos quedaron en suspenso cuando el pasillo que estábamos recorriendo desembocó en una gran sala subterránea repleta de agua. Me recordó a las termas de la hacienda de Perseo, uno de los lugares preferidos del nigromante para nuestros encuentros clandestinos; sin embargo, aquellas enormes balsas de agua no desprendían el vapor y los mismos olores que las piscinas de Ptolomeo, siendo mucho más estrechos y asemejándose a...
—Un río subterráneo —me aclaró Fatou, contemplando la masa de agua que culebreaba y formaba pequeños lagos—. Aquí suelen traer a los desgraciados que quieren convertirse en Sables de Hierro para ponerlos a prueba.
Darshan había mencionado eso en una ocasión. La crueldad a la que sometían a los cadetes para hacer una criba y quedarse con aquellos que conseguían pasar la prueba; los más resistentes. O los más desesperados por sobrevivir a cualquier precio.
Un gemido de horror se me escapó cuando Rashiba me condujo hacia la orilla. El agua rozó mis desastradas botas y yo intenté retroceder por puro instinto; era evidente que Fatou sabía que no podía nadar. Que nunca había aprendido a hacerlo. En la capital no estábamos acostumbrados a ver tanta agua... menos aún en los barrios que me habían visto crecer. Aquella habilidad no era necesaria, no más que otras que me asegurarían la supervivencia.
—Por favor... —lo intenté de nuevo, con voz quebrada.
Había roto mi promesa de no volver a suplicarle, pero el pánico del río subterráneo y lo que debía estar pasándosele por la mente al nigromante eran un poderoso incentivo para haberlo hecho.
—Es sencillo, Devmani —Fatou ignoró mis súplicas y se sumergió de lleno en su explicación—: sólo tienes que cruzar a la otra orilla.
Miré mi destino. Para cualquier otro podría parecerle una nimiedad, pero a mí me parecía que estuviera a kilómetros de distancia; los ojos se me llenaron de lágrimas involuntarias cuando Rashiba me empujó para que me acercara un paso más hacia la enorme masa de agua que iba a tragarme entera.
—Esto no es un castigo —conseguí decir con la voz estrangulada—. Es una condena a muerte.
Una media sonrisa apareció fugazmente en los labios del nigromante, como si hubiera adivinado sus intenciones.
—No te preocupes, Devmani —respondió—: los accidentes en Vassar Bekhetaar son más habituales de lo que crees.
Sin tan siquiera una advertencia, las manos de Rashiba me empujaron con violencia por la espalda, provocando que mi cuerpo saliera despedido hacia delante. Instintivamente me llevé los brazos al rostro, protegiéndolo del impacto contra la superficie del agua; el golpe apenas fue doloroso, no así la sensación de pánico absoluto que me atenazó cuando me vi rodeada por la casi inexistente corriente.
De algún modo logré sacar la cabeza, aspirando una bocanada de aire que pronto se agotó cuando el peso de mis prendas mojadas me hundió de nuevo. Pataleé y manoteé en el agua, sintiendo cómo el pánico burbujeaba en mis venas e incrementaba ese peso que parecía haberse aposentado en mi pecho.
La última imagen que registré antes de que el agua volviera a reclamarme fue a Fatou y Rashiba observándome antes de dar media vuelta, abandonándome allí mientras mis súplicas resonaban contra las paredes de piedra, amplificándose.
Traté de mantenerme a flote, sin éxito. Estaba sola en aquella enorme sala, hundida en aquel río y con mi única salvación fuera de mi alcance. Todo mi valor se había esfumado, dejando en su lugar a un miedo atroz: Fatou había admitido que estaba buscando deshacerse de mí. Tanto él como su cómplice se habían marchado, sabiendo que tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir.
La energía que había empleado para intentar no hundirme empezó a pasarme factura. Jadeé al notar el cansancio aferrándose a mis extremidades; seguramente apenas habían transcurrido unos minutos desde que me dejaron sola, pero en mi mente esos momentos se habían alargado hasta parecer horas. Mi cabeza volvió a deslizarse bajo el agua, sin que en aquella ocasión consiguiera regresar a la superficie; en un acto reflejo separé los labios, un error que me costó caro: el líquido inundó mi boca, siguiendo después por mi garganta. El oxígeno fue agotándose lentamente y mis pulmones se llenaron de fuego por la necesidad.
Un velo negro se extendió por mi campo de visión cuando no fui capaz de dar una brazada más. Todo mi cuerpo pareció transformarse en piedra, conduciéndome poco a poco hacia el fondo. En aquellos breves segundos de lucidez que me quedaban, entendí que estaba condenada: estaba sola y moriría del mismo modo. No sabía si Fatou se molestaría en recuperar mi cadáver del agua o si inventaría cualquier excusa para justificar mi desaparición...
Tampoco me importó mucho cuando la oscuridad me tragó por completo.
* * *
Hay tanto que decir que no sé por dónde empezar...
(Pero como pequeño spoiler os dejo un adelanto: se viene capi desde el punto de vista de Darshan y...
«Zosime aún no ha reclamado tu alma, maldita sea —aquel pensamiento se repitió una y otra vez en mi cabeza mientras proseguía con mi masaje cardíaco y Sen se apartaba unos centímetros para recorrer con sus dedos el esternón de la pelirroja—. No voy a permitir que mueras aquí...»
como podéis ver estamos en unos capis un tanto moviditos...)
Os leo jejeje
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