❈ 25
Tal y como habíamos augurado, Fatou decidió que me reincorporara de nuevo tras comprender que mi espalda se encontraba lo suficientemente curada conforme sus instrucciones. Un simple mensaje del puño y letra que trajo consigo uno de sus hombres fue lo único que obtuve por parte del nigromante una mañana; Sen se encontraba ausente de la enfermería en aquel instante, dejándome unos instantes para que pudiera digerir aquellas breves palabras garabateadas en aquel trozo de papel. Después de aquella reveladora conversación con él, me reafirmé en la decisión que tomé en su momento: Sen no era ningún tipo de amenaza para mí. Podía confiar en el nigromante. Pese a los infructuosos intentos de Darshan por convencerme de lo contrario, estaba segura que Sen no me traicionaría.
Descubrir el tipo de relación que le había unido a Perseo no cambió en absoluto la imagen que guardaba de Sen, pues había percibido levemente el miedo que había sentido el nigromante al compartir su pasado conmigo. No tenía ningún derecho a sentirme de ningún modo en especial; aquello era un asunto privado entre el propio Perseo y Sen. Por eso mismo mi actitud hacia el nigromante no varió ni un ápice en aquellos días que habían transcurrido; es más, en cierto modo nuestra relación, esa creciente amistad que parecía estar fraguándose entre los dos, pareció consolidarse.
Y eso me hizo sentir un poco menos sola en aquel infierno.
—Me he cruzado con Bishnem mientras me dirigía hacia aquí —la familiar voz de Sen resonó a mi espalda, con un pequeño timbre de preocupación—. ¿Está todo bien?
Me giré un poco por la cintura, descubriendo al nigromante a unos metros de distancia, zigzagueando entre los camastros vacíos hacia el que yo ocupaba. La máscara plateada cubría la mitad de su rostro y parte de su expresión, pero no así con su mirada: su preocupación era real. Temía lo que ese hombre enviado por Fatou podía haberme hecho en su ausencia.
Alcé el trozo de papel arrugado que había mantenido en mi puño.
—Debo volver —fue lo único que dije.
Sen frunció el ceño y, una vez llegó a mi lado, tomó el mensaje que me había enviado el nigromante. Sus ojos no tardaron mucho en leer las escuetas palabras de Fatou, buscando los míos un instante después.
—¿Temes que haya más represalias? —me preguntó con tiento.
El sangriento espectáculo en el que había convertido mi castigo había sido un buen recordatorio de quién mandaba en Vassar Bekhetaar y cómo era capaz de saber todo lo que ocurría entre las paredes de la prisión. Sus hombres habían seguido a Perseo durante todo el tiempo que había estado allí, sin que el nieto de Ptolomeo pareciera ser consciente de ello; el maldito nigromante había bajado la guardia y había permitido que los espías de Fatou sospecharan, advirtiendo a su señor.
Perseo había pecado de ingenuo, creyendo tener el control gracias a su posición de emisario. Gracias a la cercanía que tenía con el Emperador. Pero había perdido en aquel silencioso enfrentamiento con Fatou y yo... yo había sido arrastrada, también porque el nigromante quería asegurarse de hacerme llegar un mensaje: aquellos meses de fingida sumisión no habían colado. Las sospechas de Fatou hacia mí nunca se habían desvanecido y había aprovechado aquel desliz por mi parte para recordarme qué era lo que sucedía si no seguía sus reglas. Había disfrutado con ello, viendo cómo Perseo se rebajaba a suplicar por mí y cómo yo no era capaz de resistir el castigo impuesto.
—No —respondí a Sen, pese a no estar tan segura como quise hacerle creer—. No las habrá.
Pude sentir la intensa mirada de Sen clavada en mi rostro, pero desvié la vista hacia la pared de piedra a propósito. El silencio se hizo entre los dos hasta que el nigromante se disculpó, dándome unos momentos a solas para que pudiera ponerme mis viejas y destrozadas prendas para abandonar definitivamente la enfermería y regresar a mi habitáculo.
Observé lo poco que quedaba de la túnica: uno de los esbirros de Fatou se había encargado de destrozarla para dejar mi espalda al descubierto, sin ningún tipo de obstáculo para el látigo. Traté de ponerme la parte trasera, anudándome los extremos de la tela como bien pude.
Ignoré el ligero temblor que sacudió mis dedos al rozar las zonas endurecidas del tejido, sabiendo que el color negro permitía ocultar las manchas de sangre. Luego, tomé una leve bocanada de aire y me incorporé, lista para dejar atrás la enfermería y volver a la que se había convertido mi vida.
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Dirigí mis pasos hacia mi habitáculo. Necesitaba con urgencia un baño y una muda limpia y en mejores condiciones; a nuestra llegada de Vassar Bekhetaar nos habían proporcionado un único juego de ropa, teniéndonos que ganar en aquellos meses de estancia un recambio. Un cosquilleó recorrió mi cuerpo al reconocer el sombrío pasillo en el que había terminado sin apenas prestar atención, demostrando hasta qué punto aquel camino se encontraba grabado en mi subconsciente mientras continuaba atrapada en mis propios pensamientos.
Como el hecho de que Darshan no hubiera aparecido todavía.
Supuse que aún no estaría al corriente de las últimas novedades o quizá hubiera sido destinado a algún turno de guardia nocturna.
Al detenerme frente a mi desvencijada puerta, tomé una rápida bocanada de aire. Aún recordaba el peso del poder de la damarita que cubría las paredes; en aquel momento, con mi magia recién liberada, sentí que el interior de mi habitáculo me asfixiaba. Que las vetas rojizas que cruzaban la piedra lo hacían.
Sin embargo, y como sospeché en un principio, la damarita de las paredes era una prueba. Una forma de obligarnos a generar cierta resistencia a sus efectos; día tras día, se nos entrenaba para fortalecer nuestro poder, dejándonos las noches para que nos enfrentáramos en silencio a ese pequeño obstáculo.
Crucé el umbral hacia el oscuro interior de mi habitación. Mis pocas pertenencias continuaban estando tal y como las había dejado, como si me hubiera marchado aquella misma mañana y no las casi dos semanas que había estado en la enfermería, dejando que Sen usara su magia para intentar recomponer mi espalda destrozada; me dirigí hacia el austero mueble donde guardaba las pocas prendas que poseía —un simple recambio del uniforme— y las saqué.
No había salido al patio, pero intuía que prácticamente todo el mundo estaría reunido en el comedor que compartían tanto nigromantes como Sables de Hierro, apurando el momento de la cena antes de que los afortunados que no habían sido elegidos para la guardia pudieran retirarse a sus habitáculos y los menos afortunados se dirigieran a sus puestos.
Tras lo sucedido aquella noche, era consciente de que los rumores habrían corrido como la espuma y que sería fácilmente identificable. No sabía en qué posición me encontraba, aunque me hacía una ligera idea de la opinión que guardarían mis compañeros; quizá por ello me resultaba tan atractivo aprovechar esa ausencia para moverme como un espectro y acaparar los baños vacíos para evitar encuentros incómodos.
Aferré el uniforme y me encaminé de regreso al pasillo. El eco de mis propios pasos fue la única compañía que encontré mientras me dirigía hacia los baños compartidos; una vez allí, comprobé que no había nadie por los alrededores y deposité en uno de los desvencijados bancos mi muda.
Noté un leve temblor recorriéndome el cuerpo cuando me acerqué hacia un ajado espejo que había en uno de los extremos. Ignoré la expresión de mi rostro... o las ojeras que destacaban sobre mi tez, que tenía un apagado tono oliváceo; Sen no me había preguntado al respecto, y yo tampoco le había pedido que me ayudara a comprobar el estado de mis heridas.
Ahora, en la soledad de aquellos baños, me quité la destrozada túnica y giré hasta que mi espalda quedó apuntando al viejo y ahumado espejo. El aire se me quedó atascado al contemplar la masacre a la que Fatou me había sentenciado en aquel trozo de madera; las viejas cicatrices que me había causado Eudora con su látigo no tenían nada que ver con aquellas marcas que se entrecruzaban sobre mi piel. Conté tres grandes surcos que parecían llenar todo el espacio, impidiendo que mis ojos pudieran apartarse de ellos.
Sen había intentado minimizar los daños, pero era evidente que su habilidad todavía era muy tosca y poco desarrollada.
Mentiría si dijera que no me causó impresión contemplar por primera vez, en soledad, el destrozo que había causado en mí el verdugo de Fatou. En cierto modo, ver mi espalda remendada por el nigromante se me asemejó dolorosamente al estado en el que se encontraba mi maltrecho corazón.
«No —me dije a mí misma, como siempre que empezaban a formarse esos pensamientos intrusivos—. No, Jem.»
Me aparté del reflejo de mi espalda desnuda y me dirigí de nuevo hacia el banco donde había dejado mis pertenencias. Había perdido por completo el sentido del tiempo, pero algo me decía que no me quedaba mucho a solas; si quería evitar cualquier encontronazo, debía de ponerme en marcha ya.
Me desvestí a toda prisa y me apresuré a colarme en uno de los cubículos que ocupaban el largo de la pared. Nunca había estado en el ala de prisioneros, aunque me imaginaba que tendrían el mismo aspecto: dispuestos en filas, con una fina separación entre los cubículos que apenas prestaban un mínimo de privacidad, ya que estaban conformados por dos débiles paredes y la propia pared de piedra. Una intrínseca y oxidada red de tuberías se extendía sobre los cubiles, desde donde caía el agua fría cuando activabas el mecanismo por una sencilla llave.
El metal estaba frío cuando la giré, arrancándole a la vieja instalación un crujido mientras escuchaba el sonido del agua recorriendo las cañerías hasta que una lluvia helada cayó sobre mi cabeza, haciéndome soltar un respingo de la impresión. Mi cuerpo tardó unos segundos en acostumbrarse a la frialdad que caía desde las tuberías; alargué la mano hacia la usada pastilla de jabón que se encontraba en un rincón y que había pasado de manos a manos.
Me froté a fruición la piel, intentando sentir cierto agradecimiento por aquel pequeño placer después de las semanas en la enfermería, donde no había tenido más que un trapo húmedo con el que acicalarme. Una vez la suciedad que aún se había quedado aferrada a mí hubo desaparecido por el desagüe que había a mis pies, cerré de nuevo la llave y di media vuelta para recoger la ajada toalla que usaba para secarme.
Apenas fui capaz de llegar hasta el banco y cubrir mi desnudez cuando les oí. Pasos. De varias personas. Por unos segundos, mi cuerpo se quedó paralizado; mi mente no reaccionó a tiempo, haciendo que dirigiera mis ojos hacia la puerta para ver cómo tres nigromantes la atravesaban y frenaban en seco, devolviéndome la mirada.
Les conocía, de igual modo que ellos me conocían a mí.
Una sonrisa despectiva fue abriéndose paso en los labios de Gazan. Él había sido el bocazas al que había atacado la primera noche que pasé en Vassar Bekhetaar, uno de los muchos que se daba aires de grandeza en la prisión por tener unos tenues lazos sanguíneos con la gens Apustia. El mismo nigromante que me envidiaba en secreto por ser la única que tenía sangre pura, que descendía de la rama principal de la desaparecida gens Furia.
Observé, todavía inmóvil, cómo Gazan se adelantaba un paso, arrastrando sus ojos castaños por mi cuerpo de un modo tan sucio que hizo que mi sangre empezara a burbujear a fuego lento. Desde nuestro primer —y único— encontronazo en el comedor, ambos habíamos mantenido las distancias, haciéndome empujar aquel recuerdo al fondo de mi mente... y olvidando por completo a Gazan.
Pensaba que él habría hecho lo mismo, pero estaba equivocada.
Alguien como Gazan no permitiría que una humillación como la que había sufrido quedara condenada al olvido. No, Gazan no se había permitido pasar página al respecto, aguardando el momento idóneo para tomar represalias.
Y aquella era la oportunidad perfecta.
Por el brillo de sus ojos, supe que Gazan había llegado a la misma conclusión. Me aferré a la toalla mientras contemplaba al nigromante dar otro paso en mi dirección, respaldado por sus dos secuaces.
—Fijaos —habló Gazan, jocoso. Un escalofrío descendió por mi espalda al recordar una situación similar, con otros tres hombres que creían que su poder conseguiría doblegarme—. Parece que la zorra ha abandonado la madriguera por fin.
Apreté el puño contra la áspera tela que cubría mi desnudez. Sabía que Gazan buscaba provocarme con aquel comentario; leí entre líneas y no me costó adivinar que lo sucedido en el patio y qué lo había provocado era de dominio público. El familiar calor de la vergüenza empezó a ascender por mi cuello.
—Supongo que no puedes ir contra tu propia naturaleza —continuó Gazan, dando otro paso y reduciendo la distancia que nos separaba—. ¿Así era como sobrevivías en la capital, pequeña zorra? ¿Ofreciéndote como un pedazo de carne por un par de dracmas?
Mi ira hacía que me pitaran los oídos. Quería abalanzarme sobre ese hijo de puta y volver a humillarlo como lo hice en el comedor, delante de todo el mundo; quería recordarle que esta «pequeña zorra», como se había referido a mí, podía hacerle morder el polvo.
—¿Es lo único que se te ocurre? —le espeté mientras mi mente por fin se ponía en funcionamiento, buscando un plan de huida—. ¿Intentar atacarme de ese modo por tu orgullo masculino herido? Deberías ser un poco más creativo.
La sonrisa de Gazan se retorció hasta formar una mueca despectiva.
—¿No has aprendido nada atada a ese bloque de madera, sangrando? —replicó con desdén. Tuve que hacer un esfuerzo para bloquear esos recuerdos, la sensación de un fantasmal látigo golpeándome en la espalda con saña—. Quizá deberías aprender a mantener esa boca cerrada.
Enarqué una ceja, sabiendo que estaba pisando terreno peligroso. Más aún cuando capté por los rabillos de los ojos las siluetas de los dos acompañantes de Gazan moviéndose con sigilo, cercándome como a una presa.
—¿Y quién va a encargarse de enseñarme? —desafié al nigromante—. ¿Tú?
Gazan se encogió de hombros con aire indolente.
—Me tomaré este encuentro como una señal de los dioses para intentar corregir esa lengua tan afilada.
El tiempo se había agotado; lo supe en mis huesos mientras anticipaba el ataque de aquellos tres nigromantes. Con una toalla alrededor de mi cuerpo y mi piel todavía húmeda tras la ducha, no estaba en condiciones para ese enfrentamiento. Por no mencionar las semanas de absoluto reposo en la enfermería.
Necesitaba un milagro para salir de aquella situación airosa.
Me moví por puro instinto cuando vi una sombra abalanzándose desde uno de mis flancos. Empujé con el pie uno de los bancos, haciendo que se deslizara sobre el suelo y chocara contra las piernas de uno de los secuaces de Gazan, haciéndole tropezar; luego dirigí mis palmas de manera inconsciente hacia el otro, empleando mi magia para frenarle en seco.
Con mi atención dividida en ellos dos, no pude defenderme del viperino ataque de Gazan. Como si unas manos invisibles se cerraran sobre mi garganta, sentí que el aire se me quedaba atascado; que el oxígeno no era capaz de llegar a mis pulmones. Boqueé como un pez fuera del agua, ignorando cómo la toalla se deslizaba por mi cuerpo mientras me llevaba las manos al cuello, hundiendo las uñas en la piel.
Puntitos negros empezaron a extenderse por mi campo de visión conforme las garras de Gazan continuaban aferrándose alrededor del cuello. Los baños comunitarios comenzaron a dar vueltas en mi cabeza mientras el nigromante se acercaba con la lentitud de un depredador; las piernas me fallaron, mandándome al suelo.
Durante unos segundos sentí que retrocedía en el tiempo, que la prisión se desvanecía y me encontraba de nuevo en la cocina de la enorme propiedad de Ptolomeo, con Rómulo empleando a sus propios secuaces para hacerle el trabajo sucio; volví a sentir la misma indefensión que en ese instante. El mismo pánico de verme sin salida.
Condenada.
A través de mi nublada mirada pude ver a Gazan inclinándose hacia mí, con un gesto de victoria en el rostro.
—¿Has aprendido la lección, pequeña zorra?
No, no lo había hecho. Haciendo acopio de mis últimas fuerzas, intenté utilizar a mi favor lo cerca que se encontraba Gazan para alzar mis piernas y golpearle con energía. Mi inesperado ataque le hizo trastabillar, haciendo que el control que mantenía sobre mi garganta se debilitara lo suficiente para que pudiera recuperar el aliento y aspirar una gran bocanada de aire para aliviar el ardor de mis pulmones.
—¡Serás...! —el grito de rabia de Gazan se transformó en un sonido ahogado.
—Tres contra una sola persona... No parecías muy seguro de tus posibilidades si has tenido que recurrir a ese truco tan sucio —dijo una voz tras el nigromante. Todo mi cuerpo se tensó al reconocerla, antes de sentir un breve acceso de alivio—. Gazan, Gazan, Gazan... Es de muy mala educación asaltar de ese modo a una señorita. Al menos deberías haber tenido la deferencia de permitir que se vistiera para que pudiera volver a darte una paliza, maldito hijo de puta.
Darshan apareció tras Gazan, cuyo rostro cada vez iba amoratándose más y más. De igual modo que había hecho conmigo, mi aliado estaba intentando asfixiarlo, empleando su magia con mucha más rabia que mi enemigo; pude ver cómo los ojos del nigromante se abrían de par en par mientras trataba de hacer llegar un poco de oxígeno a sus pulmones. Los dos secuaces que habían respaldado a Gazan permanecían apartados, como si la llegada de Darshan los hubiera disuadido de actuar de nuevo.
El pesado silencio que había traído la repentina aparición de mi compañero solamente se veía interrumpido por los horribles sonidos de asfixia que emitía Gazan, cuya tez iba oscureciéndose hasta adoptar un tono casi purpúreo.
No era la primera vez que veía a Darshan utilizando su poder libremente. Habíamos entrenado juntos, siendo su diana mientras los instructores nos lanzaban órdenes para que atacáramos un punto u otro; no obstante, me causó impresión verle emplear su magia de aquel modo, con aquel gesto tan sereno a pesar de la brutalidad que estaba aplicando.
El corazón se me detuvo cuando vi a Gazan poniendo los ojos en blanco, desplomándose como un peso muerto a apenas unos metros de donde estaba todavía tendida, completamente desnuda. Apenas fui capaz de registrar los gritos de horror que dejaron escapar los secuaces del nigromante antes de salir huyendo como los cobardes que eran: toda mi atención seguía clavada en la expresión de Darshan. En la falta de remordimientos que se adivinaba en su mirada.
—¿Está... está muerto? —la voz me salió ronca.
Darshan ladeó la cabeza y sus ojos grises se clavaron en los míos, provocándome un escalofrío.
—¿Tendría alguna importancia, si así fuera? —al contemplar mi expresión de horror ante la idea de que hubiera llegado tan lejos, añadió con fastidio—: No. No lo está.
Algo parecido al alivio se abrió paso en mi pecho, permitiéndome tomar una bocanada de aire. Aquel gesto no pasó inadvertido a mi compañero, que frunció el ceño antes de hacerme un rápido barrido con la mirada. Puso los ojos en blanco ante mi visible desnudez, haciendo que un molesto calor empezara a ascender por todo mi cuerpo; al contrario que Perseo, quien se había mostrado imperturbable la primera vez que me vio sin ropa, Darshan esbozó una sonrisa pícara sin perderse detalle.
Alargué la mano a toda prisa hacia la toalla, repentinamente azorada por su escrutinio. Nunca había sentido vergüenza por mostrar mi cuerpo, pero sabía que Darshan no dudaría un segundo en utilizar aquel detalle para burlarse de mí.
—¿A qué viene tanto apuro, pelirroja? —tal y como había sospechado, mi compañero hizo aquel irritante comentario—. Si buscas proteger mi inocencia, déjame que te cuente un pequeño secreto: no eres la primera mujer desnuda que veo.
El calor que había sentido deslizándose por mi cuerpo empeoró, volviéndose asfixiante.
—Vete a la mierda —le espeté.
Movida por un extraño impulso, quizá para demostrarle —demostrarme— que no me afectaba de ningún modo, me incorporé y dejé caer de nuevo la toalla. Un brillo divertido apareció en los ojos grises de Darshan, quien no se perdía detalle, mientras me acercaba al montón de ropa que me esperaba. Tomé la primera prenda y comprobé que el nigromante no había apartado la mirada; parecía haber entendido aquello como un desafío, una silenciosa lucha para ver si Darshan apartaba la vista... o si yo cedía a la vergüenza de pedirle que se diera la vuelta, concediéndome un poco de intimidad para vestirme.
Pero no iba a darle esa satisfacción.
Por eso mismo empecé a vestirme sin decir nada, sosteniéndole la mirada en todo momento. La sonrisa que había esbozado Darshan se estiró apenas unos centímetros cuando terminé de ponerme la última prenda.
Me aparté mi cabello húmedo y crucé en un par de zancadas el baño hasta detenerme junto a él. La expresión socarrona de Darshan continuaba plasmada en su rostro, aunque había un punto de seriedad en sus ojos grises.
—Si no hubiera llegado a tiempo... ¿Habrías sido capaz de hacerlo?
Dudé, intuyendo a qué estaba refiriéndose.
Vassar Bekhetaar estaba empezando a deshumanizarnos, a transformarnos en la versión de nigromantes a los que había temido desde niña. Fatou me había obligado a torturar a multitud de prisioneros pero, hasta el momento, nunca me había forzado a ir un paso más allá. Poco a poco comencé a bloquear los remordimientos, intentando convertirme en un trozo de hielo; pero, en ocasiones, todavía las dudas me atenazaban. Me paralizaban.
Pero con Darshan no parecía suceder lo mismo. Y lo había demostrado hacia unos momentos, cuando había usado su poder para asfixiar a Gazan hasta llevar al nigromante a la inconsciencia. Darshan me había preguntado si podría haber cruzado esa línea con Gazan si él no hubiera aparecido.
—Yo...
No fui capaz de terminar mi respuesta.
Una parte de mí sabía que habría dudado, que no habría sido capaz de hacerlo. Que no hubiera tenido las agallas suficientes para acabar con la vida de Gazan, por muchas ganas que hubiera guardado respecto a ese hijo de puta.
Al contrario que Darshan, quien sí lo habría hecho sin pestañear.
—Te lo dije, pelirroja —me advirtió—: aquí eres tú o el resto. Tus dudas pueden ser un error mortal.
Sabía que estaba en lo cierto y que, de no haber sido por su proverbial aparición, aquel encuentro con Gazan podría haber terminado de otro modo completamente distinto, pero eso era algo que jamás admitiría en voz alta.
El silencio se hizo entonces entre nosotros, mientras yo intentaba eliminar de mi cabeza las imágenes del rostro amoratado de Gazan y la frialdad que había transmitido la mirada de Darshan.
—Ahora es cuando me das las gracias, Jedham —la irritante voz de Darshan sonó demasiado cerca de mi oído.
Di un respingo. Había estado tan distraída en mis propios pensamientos que no había notado cómo el nigromante se había acercado a mí; le dirigí una mirada que no ocultaba mi molestia por el atrevimiento de su comentario.
Tragándome mi propio orgullo, ladeé la cabeza en su dirección.
—Gracias por tu ayuda, Darshan —dije.
—Un poco más de entusiasmo siempre es bienvenido, pelirroja —se quejó el nigromante antes de ponerse serio de nuevo—. Fui a la enfermería y allí Sen me dijo que Fatou había ordenado que regresaras. Traté de dar contigo... y te encontré aquí, siendo rodeada por este zoquete —para subrayar sus palabras, le dio una patada a un inconsciente Gazan— y esas dos ratas huidizas.
La mención de Sen hizo que algo se removiera en mi mente. Recordé las insinuaciones que había hecho sobre el nigromante, sobre la historia que casi le había arrancado con mis insistentes preguntas; Darshan parecía haber sospechado desde el principio el tipo de relación que parecía haber unido a Perseo y Sen, empujándome a mí a que intentara llegar a la misma conclusión.
—¿Desconfiabas de Sen porque creías que se estaba moviendo por celos? —le pregunté a Darshan, cambiando diametralmente de tema.
El nigromante pestañeó por mi repentina pregunta, pillado con la guardia baja. Un segundo después, sus ojos grises me observaron con un brillo de haberse visto al descubierto.
—Veo que Sen se ha sincerado contigo —comentó, esquivando con habilidad el responder a mi pregunta. Lo que, en sí mismo, pareció confirmarlo: Darshan había temido que el acercamiento de Perseo a Sen, con aquella desesperada petición de ayuda, hubiera sido la oportunidad perfecta para que el nigromante, que a ojos de Darshan aún continuaba enamorado de su hermano, pudiera tomar represalias contra mí por lo que significaba para Perseo; porque eso significaba que él había pasado página, mientras que Sen todavía no lo había hecho.
Un instante después caí en la cuenta, haciendo que contemplara a Darshan desde otra perspectiva: mi aliado se preocupaba por mí. Dejando a un lado los posibles motivos —con Darshan nunca estaban claros—, las molestias que se había tomado para advertirme y alejarme de Sen demostraban que no le eran tan indiferente al principio. Que le importaba, aunque sólo fuera para sobrevivir en Vassar Bekhetaar.
No obstante, no compartía los métodos que había empleado conmigo. En vez de hablar claro sobre sus sospechas con Sen, me había empujado por medio de sus insinuaciones, en muchas ocasiones haciéndome sentir una punzante molestia, para que averiguara si sus sospechas iban en la buena dirección o no.
Giré sobre la punta de mis botas hasta que Darshan y yo quedamos cara a cara. El nigromante enarcó una ceja con curiosidad, seguramente preguntándose qué estaba pasando por mi mente.
—Lo hizo —le confirmé—. Y todo gracias a ti —la ceja enarcada de Darshan dio paso a un ceño fruncido, confundido. Aproveché la oportunidad para aferrar el cuello de su túnica y tiré de la tela, obligándole a que se inclinara su cuello en mi dirección—. No vuelvas a manipularme otra vez.
* * *
Bienvenides un sábado más, simpatizantes del Imperio. Por favor tomad asiento y un bol de palomitas porque, como habéis podido comprobar, este capítulo ha estado un tanto movidito...
¿Realmente creéis que después de lo sucedido en el patio Fatou se habrá contentado? ¿Creerá que el castigo de Jem ha sido suficiente o no habrá visto saciada su sed de sangre...? Os leo con interés y un poco así:
Ya hemos visto que, pese a ser poderosos nigromantes y adultos funcionales, más de uno tiene el ego muy muy finito y no puede soportar la idea de verse superado (y, oh, horror, más si es superado por una mujer). Debo decir que yo le habría arrimado bien fuerte a Gazan por ser un trozo de basura incapaz de gestionar su frágil orgullo masculino herido...
Darshan demostrando estar más metido en #TeamJem que nosotres, amics, y apareciendo proverbialmente para echar una mano a nuestra pelirroja favorita (o una de ellas, vaya. Aeron, te quiero reina)
Darshan be like:
¿A alguien más le genera ternura el combo que hacen Jedham-Darshan? Me encanta cuando se enzarzan con ese toque de ironía o sarcasmo que me pone en estos dos moods:
Si El Traidor fue Perseo era (a lo Taylor Swift), yo creo que La Nigromante está siendo Darshan era y de este carro no vais a bajarme ni muerta
Nos leemos pequeñas flores de mi jardín con un pequeño hilo de gifs de despedida de lo que se viene porque quiero sembrar un poco el caos
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