❈ 21
Lamentaba lo rápido que mi mente había olvidado lo odiosas que resultaban las guardias nocturnas. Como Sable de Hierro, había tenido que pasar largas noches en vela, junto con otros cadetes que vigilaban distintos puntos de la prisión con el único propósito de atemperarnos y servir de recambio para los que llevaban más tiempo en Vassar Bekhetaar, ocupando su lugar mientras ellos disfrutaban de unas horas más de sueño.
Algo similar sucedía con los nigromantes.
Los más jóvenes, casi los recién llegados, tenían que compartir junto a los Sables de Hierro interminables guardias. Y Neshym, uno de los instructores que parecían apoyar fervorosamente a Fatou, había encontrado divertido —y quizá una muestra más que delataba de qué bando se encontraba— introducirme en las rondas.
Roté mi cuello, intentando desentumecer los músculos de mi espalda y nuca, sintiendo un cosquilleo de preocupación por todo mi cuerpo. No había podido hacer nada más que observar cómo aquel hijo de puta retorcido arrastraba a Jedham al terreno del patio, reservándose aquella baza para su jugada final, empujándola a enfrentarse a Perseo. Cuando vi cómo pronunciaba su nombre, durante unos segundos, pensé que el nigromante estaba al corriente de la relación entre ambos, del pasado que los dos compartían; pero aquello no era posible. Nadie estaba al corriente de ese pequeño detalle... y, rezaba a los malditos dioses, para que ninguno de aquellos estúpidos hubiera intentado algo tan arriesgado en aquel lugar, sabiendo que cada piedra parecía ser capaz de ver y escuchar todo lo que sucedía en la prisión.
Habían pasado horas desde que había visto cómo trasladaban a una inconsciente Jedham a la enfermería, junto al resto de heridos. Y, aunque había planeado cómo colarme allí, el destino —u otra persona con nombre propio— parecía haber dispuesto algo distinto para mí.
Como enviarme de cabeza a una ronda de guardia de varias horas.
Escuché a mi compañero retorcerse a mi lado, delatando que la guardia ya estaba pasándole factura, pese al largo tiempo que aún nos quedaba por delante. Larguirucho y con aspecto de necesitar una buena noche reparadora; le conocía de vista, de los grupos de nigromantes más adelantados. Quizá estaba cerca de alcanzar el último año de instrucción.
La luna iluminaba las murallas en las que habíamos sido destinados, cerca de la entrada principal. Más allá de las almenaras podía adivinarse la estéril tierra del desierto que rodeaba a la capital y que se extendía hasta las fronteras con Assarion; contemplé las dunas bajo la luz plateada, pensando en los kilómetros que me separaban de mi verdadero objetivo.
Dos meses.
Habían pasado dos meses y Vassar Bekhetaar parecía haberlos transformado en años. El alivio de suponer que no volvería a poner un pie allí nunca más se había transformado en resignación tras escuchar la sentencia del Emperador después de que Roma intercediera para salvar mi vida. Cerré los puños de manera inconsciente al pensar en mi madre, al tratar de imaginar el infierno que habría sido para ella el haber mostrado ese pequeño ápice de interés en mí, pudiendo haber levantado las sospechas del Usurpador.
Roma había arriesgado mucho en aquellos veintiún años para echarlo todo a perder.
Se había separado de mí siendo un bebé, dejándome a manos de Ghaada, una familiar también nigromante que se había visto obligada a ocultar su don como tantos otros. Ella había querido alejarme de aquel mundo, de todos ellos para protegerme, para impedir que pudieran convertirme en una marioneta... o me hicieran desaparecer del mapa.
Aún recordaba su expresión preocupada cuando le informé de mis intenciones de unirme a los Sables de Hierro, el primer paso de mi ambicioso plan para obtener mi propia venganza.
Porque Jedham no era la única que se había movido con un objetivo tan oscuro como la venganza. Quizá por ello no había podido evitar sentir cierta conexión con ella... hasta que adiviné quién era su víctima. Y tuve que arriesgarme a exponerme aquella noche, intentando de impedir que Jedham consiguiera salirse con la suya, antes de descubrir que ella había terminado por cambiar de opinión en el último momento.
Mi compañero volvió a removerse a unos metros, haciendo que perdiera el hilo de mis turbulentos pensamientos y desviara mi atención de nuevo hacia él.
—Parece que hay... movimiento —comentó a media voz.
Afiné el oído, descubriendo que el chico tenía razón: el inconfundible sonido de varios pares de pasos resonaban contra la piedra del pasillo que conducía hasta allí arriba. Me tensé de manera inconsciente, dejando que mi mente empezara a elucubrar qué podía estar sucediendo. ¿Un intento de fuga por parte de algún prisionero? ¿Una emboscada...?
La luz de la luna arrancó un reflejo plateado a la máscara del nigromante que apareció en la torre, bajo su capucha negra. Tras dar un par de pasos en nuestra dirección me fijé en su complexión, teniendo que corregir mi primera impresión: mujer... La misma nigromante que había acompañado a Jedham al interior de aquella inhóspita habitación a nuestra llegada para comprobar que estuviera limpia.
Aún era capaz de visualizar con claridad la palidez que había mostrado la piel dorada de Jedham al salir de allí con un viejo uniforme y cómo esquivaba la mirada de ella.
—Vosotros dos —nos ladró.
Mi compañero se puso tenso de la impresión, pero yo estudié en silencio a la nigromante.
—Al patio.
Nuestro reemplazo no tardó en adelantar a la nigromante para ocupar nuestras respectivas posiciones, empujándonos a seguir a la mujer de regreso al interior de la prisión. Mi mente continuaba evaluando opciones, tratando de unir las pocas piezas con las que contaba.
«El patio». Era el punto central de la prisión, el mismo punto donde hacía unas horas Jedham había terminado inconsciente a manos de Perseo, para satisfacción de Fatou, quien no había dudado en acercarse al heredero de Ptolomeo para darle la enhorabuena y tratar de agasajarlo con cumplidos sobre sus habilidades.
No me gustaba creer en las casualidades, como tampoco me gustaba en absoluto el extraño cosquilleo que recorrió mi cuerpo mientras mi larguirucho compañero de guardia y yo éramos conducidos por la nigromante hacia aquel lugar a través de los laberínticos pasillos de piedra.
El estómago me dio un vuelco al poner un pie en el patio. Procuré que mi expresión continuara estando en blanco cuando descubrí a un Fatou sonriente frente a Perseo y dos nigromantes que le flaqueaban; las alarmas saltaron dentro de mi mente al contemplar el aspecto del nieto de Ptolomeo: parecía como si alguien lo hubiera arrancado de la relativa comodidad de sus aposentos, pues ni siquiera cubría su rostro con la máscara de plata que todos los nigromantes debían llevar.
Entrecerré los ojos con sospecha al estudiar desde mi lejana posición tanto a Fatou como a Perseo. El bastardo de Fatou tenía las riendas de la situación, a juzgar por el gesto casi de victoria que lucía bajo su máscara; mi hermano, por el contrario...
—... limpio y reluciente mientras el resto se une a vosotros.
La chirriante voz de la nigromante me distrajo unos segundos, los suficientes para que registrara un enorme objeto que parecía haber pasado por alto, interesado por la presencia de Fatou y Perseo, y que señalaba la mujer. Tuve que forzar mi vista para distinguir a través de la luz de la luna qué era lo que habían colocado en mitad del patio y cuál era su propósito.
Mi compañero dejó escapar un sonido ahogado cuando descubrimos que se trataba de un gran bloque de madera... cuya superficie estaba manchada de una sustancia que parecía sangre.
—Es sangre —dijo el chaval a mi lado, con voz chirriante, verbalizando mis propias sospechas.
Estudié el patio, intentando encajar todas las piezas.
Tratando de encontrar al pobre desgraciado que había servido de juguete para calmar la sed de sangre de Fatou, barrí toda la extensión de arena, sin éxito. Fruncí el ceño, extrañado. Había algo en aquella escena que no terminaba de cuadrarme, empezando por las intempestivas horas que había elegido aquel hijo de puta para hacer otra demostración sobre el absoluto control que mantenía sobre la prisión.
Y el hecho de que hubiera escogido como público únicamente a Perseo.
Volví a desviar mi atención hacia el nigromante. Tenía la mirada baja y una actitud casi derrotada; el Perseo que había aparecido días atrás en Vassar Bekhetaar como emisario del Emperador parecía haberse desvanecido, al igual que la seguridad con la que había confrontado a Fatou.
—No querría estar en la piel de la persona que hubiera estado ahí —escuché que comentaba mi compañero, haciendo alusión a la cantidad de sangre que llenaba el bloque y caía sobre la arena.
Yo tampoco.
La imagen de Perseo —y más aún: su aspecto—, seguía siendo demasiado llamativo en aquel lugar, no parecía encajar allí. Era como una nota discordante, una pieza que no lograba encontrar su hueco. Una sensación desagradable empezó a extenderse por todo mi cuerpo mientras continuaba estudiando el entorno.
La sangre parecía fresca, lo suficiente para que hubieran conseguido arrastrar a la pobre víctima por una de las entradas que rodeaban el patio para llevarla de regreso a su celda... o a la enfermería. Estudié a mi hermano, con una idea tomando forma dentro de mi mente. Una idea absurda, porque Jedham debía estar en la enfermería, recuperándose de su derrota ante Perseo.
Porque era una completa locura pensar que, de algún modo que se escapaba a mi control, había sido Jedham la persona que había sangrado sobre la madera, para retorcido deleite del nigromante.
Porque era imposible que Jedham y Perseo hubieran retomado su relación.
Porque no creía que ninguno de ellos fuera lo suficientemente estúpido para arriesgarse a verse a escondidas, sabiendo que nada de lo que ocurría entre los muros de Vassar Bekhetaar se escapaba de los oídos de Fatou.
Pero ahora todo parecía cobrar sentido: el aspecto derrotado de Perseo, la expresión de victoria de Fatou mientras debía estar regodeándose frente a mi hermano... El estómago me dio un vuelco al mirar de nuevo las manchas de sangre y tratar de imaginar qué atrocidades había tenido que sufrir a manos de ese hijo de puta.
Un contundente golpe en el vientre me obligó a desviar la vista, descubriendo la expresión desdeñosa de un Sable de Hierro. Sostenía un cubo de agua que cogí antes de que cayera a mis pies.
—A limpiar —me gruñó.
No dije una sola palabra. Me fijé en que mi compañero de guardia ya estaba de camino al bloque de madera, además de la llegada de nuevos incautos que habían sido obligados a ir hasta allí para echar una mano. Mientras me apresuraba a alcanzar al chico, no pude evitar mirar de reojo a la extraña pareja que conformaban Perseo y Fatou, sintiendo un nudo en la garganta al creer haber adivinado lo que realmente había pasado en el patio.
—Te quiero fuera de Vassar Bekhetaar lo antes posible, muchacho —escuché que le decía Fatou al otro—. Y no lo olvides: estás en deuda conmigo. Al Emperador no le gustaría lo más mínimo averiguar que su chico de oro estaba buscando entretenimiento en los brazos de otra joven que no era su hija.
Fruncí el ceño, asimilando aquel pellizco de información. Maldije en silencio tanto a mi hermano como a Jedham por lo inconscientes que habían sido al bajar la guardia de ese modo, siendo descubiertos por Fatou. Ahora el nigromante jugaba con esa ventaja frente a Perseo, un jugoso objetivo gracias... gracias a su compromiso con la princesa.
Había estado en la enorme y lujosa propiedad de Ptolomeo la noche en la que iba a hacerse el tan esperado anuncio. La Resistencia había conseguido infiltrarse entre los esclavos, haciéndose pasar por parte del servicio, con el único propósito de acercarse al Emperador para acabar con él.
La sospecha de que Jedham había envenenado la bebida de Roma me empujó a actuar de aquel modo tan temerario, casi exponiéndome. Gracias a los dioses que poco después estalló la emboscada y nadie pareció percatarse de mi arriesgado movimiento.
Creí que el asunto había quedado en suspenso, si no cancelado, después de lo ocurrido. En uno de los escasos momentos en los que me reuní con Perseo... no parecía demasiado afectado por ello. Al contrario que su abuelo.
Pero algo había pasado en aquellos dos meses para que el Emperador se replanteara su decisión, formalizando de una vez por todas la futura unión entre su única hija y el heredero de una de las gens con mayor poder dentro del Imperio.
Observé con interés la marcha de Perseo y Fatou antes de que la visión de la sangre hiciera burbujear a la preocupación por Jedham en el fondo de mi estómago, con un ramalazo de rabia contenida. ¿En qué demonios estaban pensando...? Era evidente que ninguno de los dos lo había hecho.
Y la única que había salido perjudicada de aquel asunto había sido esa maldita cabezota pelirroja.
Pensé, realmente pensé, que todas las advertencias que le había hecho sobre Vassar Bekhetaar, sumado a todo aquel tiempo que llevábamos allí, le había enseñado a Jedham la verdadera cara de aquel infierno... y del monstruo que controlaba todo lo que sucedía en la prisión. Aunque jamás lo admitiría en voz alta, había empezado a dejar de ver a Jedham como un medio, como un instrumento del que valerme y al que me había resignado tras verme abocado a aquel desastre de proporciones épicas; la pelirroja había comenzado a ser una aliada. O algo cercano a ello.
No me resultaba tan indiferente y molesta como al inicio, cuando había optado por desoír mis consejos y había actuado de aquel modo tan irreflexivo, sin entender las consecuencias que traerían consigo sus acciones. Fatou parecía haberla seguido de cerca en aquellos dos meses; había estado a su lado cuando uno de los subalternos del nigromante había venido por ella por órdenes del propio Fatou.
Pese a no haberle preguntado nunca de manera directa por lo que sucedía en aquellos encuentros, guardaba mis sospechas. Sabía el papel que jugaban los nigromantes en Vassar Bekhetaar, en especial los que todavía no se habían ganado la máscara de plata; yo también había estado allí, en esas salas de piedra donde reunían a los prisioneros para llevar a cabo los interrogatorios a manos de los más inexpertos. Empujando a esos jóvenes nigromantes a matar una parte de sí mismos, fragmentándose hasta que no quedaban más que cáscaras vacías.
Eso mismo era lo que había visto en los ojos verdes de Jedham cuando nos reencontrábamos.
Un vacío que iba extendiéndose cada vez que Fatou la llamaba.
Y, a pesar de todo ello, no había dudado un segundo en caer por Perseo. ¿Cuándo habrían tenido tiempo de reparar su relación? ¿Habría sido el nigromante quien la habría buscado a ella, usando su papel de emisario para moverse por la prisión con mayor libertad? ¿Toda aquella visita habría sido un calculado movimiento por Perseo para volver a verla...?
Malditos fueran los dos.
—¡No tenemos toda la noche, malditos perezosos! —exclamó un Sable de Hierro, azuzándonos para que nos diéramos más prisa.
Alejé esos pensamientos sobre Perseo y Jedham de mi cabeza y me afané por vaciar el agua de mi cubo sobre el bloque de madera. Nuevos desafortunados desfilaron desde el interior de la prisión, siempre acompañados por nigromantes vestidos con las familiares túnicas negras y máscaras plateadas, sumándose a los pocos que ya estábamos allí para ayudar con la limpieza y, después, para trasladar aquel instrumento de tortura.
Encontré en ellos la excusa perfecta para la idea que había empezado a tomar forma dentro de mi mente. Aferrándome al cubo vacío, adopté una postura casi derrotada: hundí los hombros y bajé la mirada al suelo; tras mi pelea la primera noche que llegamos a Vassar Bekhetaar había intentado mantener un perfil bajo y con esa actitud sabía que no llamaría la atención.
Me dirigí hacia la entrada por la que la nigromante nos había hecho llegar al patio, elevando una silenciosa plegaria a unos dioses que parecían habernos abandonado hacía mucho tiempo. Un brusco golpe en el hombro me hizo trastabillar, haciendo que casi resbalara el cubo de mi mano.
Mantuve aquella fachada cuando alcé la vista, topándome con otro Sable de Hierro mucho más fornido y alto que el tipo que había estado azuzándonos apenas unos segundos. El visible odio que existía entre las dos facciones se adivinaba en sus ojos castaños, encontrando en aquel momento la oportunidad idónea para seguir perpetuando la silenciosa guerra que existía entre Sables de Hierro y nigromantes.
—¿Acaso eres ciego, muchacho? —me preguntó con desdén.
No le seguí el juego, como tampoco caí en su trampa. Muchos Sables de Hierro buscaban confrontaciones con los más jóvenes dentro de la facción de los nigromantes, sabiendo que contaban con la ventaja de que no podían manejar su poder de un modo letal; sin embargo, nos temían y elegían presas débiles con las que intentar aparentar el pánico a nuestra magia.
Levanté el cubo vacío.
—Lo siento —aunque no lo sentía lo más mínimo: aquella disculpa solamente era para inflar el ego de aquel gilipollas que había encontrado divertido entorpecerme—. Necesitamos más agua para limpiar la sangre.
Una sonrisa grotesca apareció en el Sable del Hierro al desviar su mirada hacia el bloque de madera.
—Aún puedo escuchar los gritos de esa zorra —agregó con un punto de deleite, haciendo que una ardiente rabia empezara a quemar mi interior al imaginar la tortura a la que Jedham había sido sometida. El salvajismo, a juzgar por la cantidad de sangre que había sobre la madera—. Su poder no le sirvió de mucho mientras era azotada una y otra vez... sacándola de la inconsciencia cuando el dolor la superaba...
Mi rabia fue a más al escuchar el modo en que se burlaba del sufrimiento de Jedham, pero seguí manteniendo el control. Enzarzarme en una pelea con él no me beneficiaría y necesitaba encontrar a Perseo para conseguir una puñetera explicación de cómo lo había echado todo a perder.
Reanudé mi marcha, dejando a ese hijo de puta disfrutando de sus propios pensamientos, y me interné en la oscuridad de la prisión. Mi hermano no había tratado de acercarse a mí, al igual que yo; los lazos que nos unían eran un tema que muy pocas personas sabían y no quería levantar las sospechas de nadie buscando a Perseo.
Y ahora iba a saltarme mi propia norma.
El sonido de mis pasos contra la piedra era el único sonido que me acompañaba, con el eco de la advertencia de Fatou hacia mi hermano. Intuía que habría sido acomodado en la zona reservada a los nigromantes de más alto rango; un lugar en Vassar Bekhetaar casi imposible de alcanzar sin ser descubierto.
Aceleré el ritmo, consciente de las guardias que se realizaban en los distintos sectores. Aún me quedaba un largo trecho hasta llegar a mi objetivo y tendría suerte si no aparecía algún inesperado obstáculo.
Para mi fortuna, Fatou había dejado vigilando a dos nigromantes la puerta que parecía conducir a los aposentos de Perseo. Para mi desgracia, ambos portaban máscaras de plata y no serían tan fáciles de abatir como dos novatos.
Me quedé a una distancia segura, valorando mis opciones. No quería exponerme ante ellos y que luego pudieran dar una descripción detallada de mí a Fatou, haciéndome fácilmente identificable; tendría que actuar desde las sombras... y con rapidez, tomándolos a ambos por sorpresa.
Una idea que, al parecer, no se me había ocurrido solamente a mí.
Apenas fui capaz de registrar la puerta abriéndose antes de que una sombra se moviera a toda velocidad, abalanzándose sobre uno de los centinelas. El reflejo rubio de los bucles de Perseo fue como un relámpago mientras intentaba dejar fuera de combate a su rival; un ataque desesperado y del que no había medido todas las variables.
Lanzando una maldición en voz baja, no tuve más remedio que intervenir antes de que la desventaja se convirtiera en la condena de mi hermano: sin tan siquiera recurrir a mi magia, eché a correr hacia donde el segundo nigromante estaba a punto de atacar a Perseo y utilicé el cubo para golpearlo con la suficiente fuerza para aturdirlo.
Después, cuando quedó inservible, pasé a usar los puños.
No me costó mucho reducirlo, haciendo que cayera a mis pies como un fardo. Perseo, por el contrario, fue mucho más sutil y limpio, haciendo uso de su poder para noquear al nigromante que quedaba.
Sentí su magia cuando se giró hacia mí, creyéndome otro enemigo a abatir. Sus ojos azules se abrieron de par en par por la sorpresa y bajó los brazos, haciendo que la leve tensión que había llenado el ambiente unos segundos se disipara.
—¿En qué demonios estabas pensando? —le espeté a modo de saludo.
Aquellas eran las primeras palabras que le dirigía después de esos dos largos meses sin vernos. Nuestra relación nunca había sido tan cercana y familiar debido al tiempo que habíamos vivido el uno sin saber del otro; nuestra madre había creído conveniente mantenernos en la ignorancia hasta que estuviéramos listos y fuéramos conscientes del peso de aquel secreto que compartíamos.
Creo que a ninguno de los dos nos gustó descubrir la existencia de un hermano y todo lo que conllevaba.
Roma nos preparó por separado antes de organizar un encuentro y aún podía recordar a la perfección el gesto de escepticismo en el rostro de Perseo cuando nos vimos por primera vez, el hecho de que pudiera considerarme una amenaza. Fue una decepción para él descubrir que mis planes eran muy distintos a los que Perseo creía que tenía en mente.
No obstante, fue una auténtica bendición que apenas guardáramos parecido el uno con el otro, más que en algunos rasgos: mientras que mi madre siempre halagaba a Perseo sobre su inconfundible parecido a Panos, conmigo siempre había dicho que era una suerte que me pareciera a ella. Un hecho que, con el tiempo, tuve que darle la razón y casi mostrar mi agradecimiento.
Alcé una mano cuando vi a mi hermano preparándose para responder.
—No, no digas nada —le interrumpí antes de que una sola palabra brotara de sus labios—: es evidente que no estabas pensando... al menos con el cerebro.
La sombra de una amarga sonrisa planeó sobre sus labios antes de que diera un paso en mi dirección, extendiendo un brazo que no dudé en estrechar.
Pese a los recelos iniciales que pudiéramos haber sentido al principio, con el paso del tiempo nos dimos cuenta de lo bien que funcionábamos como equipo. Quizá fue esa compenetración entre ambos lo que nos aseguró aquella victoria frente a la Resistencia y que, por lo que había conseguido escuchar en Vassar Bekhetaar, no había sentado del todo bien a ciertos sectores de los nigromantes y Sables de Hierro con mayor experiencia.
—Yo también me alegro de verte, Darshan —dijo Perseo, estrechando mi antebrazo con firmeza—. Y agradezco tu ayuda.
Aún me chirriaban sus perfectos modales de perilustre, pero me limité a esbozar una mueca y a ir directo al grano:
—¿Debo suponer que todo este alarde es para ver a Jedham?
Supe que había dado en el clavo cuando Perseo apartó la mirada y todo su gesto se ensombreció ante la mención de cierta pelirroja. Realmente no había aprendido nada en absoluto si estaba dispuesto a enfrentarse a sus guardianes para un segundo encuentro...
—Lo que ha pasado... Yo... Necesito verla...
En cualquier otra circunstancia su tartamudeo me habría parecido enternecedor, pero había sido gracias a la inconsciencia de ambos —pues la responsabilidad de lo sucedido recaía tanto en Jedham como en el nigromante— lo que había terminado con aquel bloque de madera lleno de sangre y con la pelirroja en un estado del que solamente era capaz de imaginar.
—¿Acaso no has aprendido nada de lo que ha sucedido? —le pregunté—. ¿De lo que habéis provocado...? Perseo, por todos los dioses, pensé que eras mucho más sensato.
—Tú no lo entiendes —me espetó.
Quizá me hacía una idea y, aunque trataba de ponerme en el lugar de mi hermano, seguía sin ser capaz de entender que hubiera decidido echarlo todo por la borda de aquel modo, sabiendo que la prisión no era como la capital. Como la propiedad de su abuelo, donde había podido moverse con mayor libertad y sus encuentros clandestinos con Jedham habían podido pasar desapercibidos para el resto del mundo.
Negué con la cabeza.
—No puedo permitir que la arrastres de nuevo, Perseo. He visto el bloque de madera en el patio... La sangre que había sobre su superficie. Su sangre.
El nigromante pareció encogerse ante mis palabras, posiblemente recordando aquellos angustiosos momentos en los que Fatou le habría obligado a contemplar cómo uno de sus hombres castigaba a Jedham.
—Yo no quería que sucediera nada de esto —la voz de Perseo perdió fuerza y sonó como un niño perdido—. Estaba dispuesto a dejarla ir, a eso mismo había ido a la enfermería: a disculparme por el daño que le había causado, por las mentiras... Y para asegurarle que no volvería a buscarla, que no trataría de acercarme a ella...
Dejó el resto de la historia en el aire y tuve la sospecha que las intenciones de Perseo habían cambiado ligeramente. O quizá las de la propia Jedham, quien podría haber dejado que los sentimientos que todavía guardaba hacia el nigromante volvieran a aflorar a la superficie.
—Pero supongo que Fatou os descubrió —completé a media voz.
Una expresión desgarradora cruzó el rostro de Perseo.
—Tenía a alguien vigilándome y no me di cuenta —hizo una breve pausa—. Debió de advertirle cuando me vio dirigirme a la enfermería, donde Sen me había pedido que fuera.
Recordé las dudas que había guardado respecto a ese nigromante. No creía que tuviera buenas intenciones al acercarse a Jedham, convirtiéndose en algo parecido a un protector allí, en Vassar Bekhetaar; la pelirroja no había tardado ni un segundo en depositar su confianza en él, pero yo no lo había hecho, creyendo que su ficticia historia sobre que había sido Perseo quien le había encargado vigilar a Jedham no era más que una cuidada excusa que enmascaraba unas intenciones no tan nobles.
Pero parecía haber estado equivocado, a juzgar la familiaridad con la que Perseo había pronunciado ese nombre.
—No deberías correr más riesgos, Perseo —le advertí, lanzándole una mirada seria—. No cuando puedes echar tu compromiso a perder... —dejé que transcurrieran unos segundos antes de añadir—: ¿Debería darte la enhorabuena?
La vergüenza empezó a trepar por el rostro del nigromante cuando desvelé que estaba al corriente de su pequeño secreto.
—¿Jedham lo sabe?
La respuesta de Perseo tardó unos instantes en llegarme:
—Fatou se lo dijo mientras era azotada.
Observé al nigromante y supe que estaba arrepentido por cómo había llegado la pelirroja a descubrir el asunto de su compromiso con la princesa. Una sombra de infelicidad parecía empañar sus ojos azules, delatando que su futura unión y ascenso social no habían sido más que otro movimiento de Ptolomeo al que había tenido que resignarse.
—La quiero, Darshan —sus palabras, el peso de aquella confesión, hizo que mirara a mi hermano con lástima—. Y ahora la he perdido para siempre.
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Una pequeña lámpara de aceite iluminaba la vacía enfermería, a excepción de una única cama situada al fondo. Había convencido a Perseo para que regresara a su dormitorio y cumpliera con los deseos de Fatou, evitando que pudiera empeorar más las cosas; no obstante, antes de regresar, me había visto arrastrado hasta allí. Quizá movido por la voz del nigromante repitiéndose en mi cabeza.
Fruncí el ceño al descubrir la espalda envuelta en negro, aunque no traté de cubrir mis pasos... a pesar de que él debía haber percibido mi presencia nada más poner un pie en el interior de aquella habitación.
—No deberías estar aquí, leesh —me dijo tan siquiera girarse.
Aquel estúpido apodo me irritó.
—Aún no tenemos tanta confianza para que me pongas motes cariñosos, nigromante —le respondí.
Sen dejó escapar un bufido que casi sonó a una risa.
Dejé que mis pies me condujeran hacia donde se encontraba el chico inclinado y mi estómago se agitó de una forma desagradable al contemplar a la persona que yacía sobre la cama, acostada de lado y sin conocimiento.
La espalda de Jedham se había convertido en un amasijo de carne destrozada, mostrándome la crueldad y la violencia que habían empleado al golpearla con el látigo. Sen parecía haberse encargado de una pequeña porción de aquel horror, dejando unas gruesas cicatrices que destacaban más que las que la pelirroja había ganado después de que Eudora la castigara en la propiedad de Ptolomeo.
—Fatou me dio la orden de que no la curara del todo —me explicó el nigromante, como si hubiera adivinado mis pensamientos y pude atisbar un brillo de culpa en sus ojos mientras continuaba con aquel minucioso trabajo— y yo tampoco soy tan hábil en este campo...
Su comentario me hizo reflexionar sobre Sen. No lo había visto poner un pie en el patio, ayudando a entrenar a los novatos y los breves encuentros que habíamos tenido, mientras acompañaba a Jedham, habían sido por los pasillos o allí... en la enfermería.
—Usas tu poder para sanar.
Sen hizo una mueca.
—Eso intento —me corrigió al mismo tiempo que sus manos se movían sobre la espalda destrozada de la pelirroja, a quien supuse había inducido a un profundo sueño que la protegiera de aquel indescriptible dolor de sentir cómo unían la carne.
—Sigo creyendo que haces todo esto por algo más que un favor de Perseo —dije de repente.
Sen me echó una mirada de reojo, con una media sonrisa asomando en sus labios.
—¿Y por qué crees que hago todo esto, leesh? —me incitó.
Me crucé de brazos y desvié mi vista hacia su rostro.
—Porque Perseo significa más para ti de lo que quieres aparentar —no sabía el tipo de relación que los había unido en aquellos años de instrucción que habían compartido, pero no aceptabas ese tipo de encargo por cualquiera.
—Eres demasiado perspicaz, chico —me pilló con la guardia baja que fuera tan directo conmigo, sin poner excusas de por medio—. Y, si no tienes cuidado, te traerá problemas.
* * *
Hola, hola. Tal y como avisé este capi era desde el punto de vista de Darshan, una oportunidad de oro para intentar meternos en esa cabecita suya e intentar encontrar alguna que otra respuesta a nuestras preguntas
Lo primero: menudo sabueso para olerse lo que ha pasado en el patio...
Y, para qué mentir, su consternación al descubrir que Perseo y Jedham han vuelto a las andadas me ha hecho reír.
Pero creo que lo mejor del capi ha sido conocer un poco más la dinámica Perseo-Darshan porque creo que nunca hemos abordado esos lazos de sangre que comparten (y ojito porque hay detalles muy jugosos para los que leéis entre líneas ejeje)
"La quiero, Darshan. Y ahora la he perdido para siempre." Perseo tiene complejo de Maeve: intenta hacer las cosas acorde a su plan y, pista, nunca sale bien
Por cierto: ¿alguien esperaba ese giro al final del capitulo con Darshan Holmes haciendo de las suyas? Al final sí que había triangulito, pero el vértice apuntaba hacia otro lado... no hacia cierta pelirroja jeje
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