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La nigromante pareció encogerse sobre sí misma al escuchar aquel tono cortante que empleó el Emperador para reprenderla por su osadía; aunque pronto se irguió, recuperando la compostura, y alzó la barbilla en un gesto que había visto durante las breves visitas que había hecho a la villa de Ptolomeo, el abuelo de Perseo.
—Roma, serás la responsable de los prisioneros —apostilló el Emperador—. Acompáñales.
La aludida se limitó a asentir con la cabeza, escarmentada después de aquella suave amenaza que había proferido cuando ella se atrevió a contradecir sus órdenes. El agarre de mis brazos se afianzó al ser despachados con un despectivo aspaviento de mano por parte del Usurpador; mis pies trastabillaron mientras mi recién liberado poder presionaba contra mis costados, contra mis venas. Contra mi cuerpo.
El poder de nigromante exigía ser empleado después de haber escapado de los grilletes que mi madre había colocado sobre mí siendo niña para protegerme de la verdad; para protegerme de esto. Ella se había sacrificado para alejarnos, tanto a mi padre como a mí, de lo que nos aguardaría si alguien descubría nuestro secreto, los lazos que nos unían con una de las pocas herederas de una gens más poderosas conformadas por nigromantes que seguía con vida después de la purga que el Emperador llevó a cabo.
Giré el cuello en su dirección cuando empezaron a conducirnos hacia la salida de la sala del trono, ahora que aquel hombre había terminado con nosotros. Los ojos de mi madre buscaron los míos con un inconfundible brillo de añoranza en sus iris de color azul; los mismos que no había sido capaz de reconocer en aquellas pinturas de la vieja mansión.
Perseo dio un paso hacia nosotros, pero la voz autoritaria del Emperador hizo que frenara en seco:
—No, joven Perseo —dijo, al intuir sus intenciones—. Tú y Galene os quedaréis aquí: aún tengo asuntos pendientes que tratar con vosotros.
Por encima de los corpulentos hombros de los Sables de Hierro, que nos conducían tanto a Darshan como a mí hacia las puertas dobles, vi a Perseo con una expresión que alternaba entre la confusión y el desconcierto por esos «asuntos pendientes» que el Emperador había mencionado para retenerlos allí, junto a él. Sus ojos azules se desviaron hacia los míos unos segundos antes de verme arrastrada como un vulgar animal al que conducían al matadero.
Sin embargo, aquel hombre nos estaba enviando a las mazmorras... Lo que me hizo sentir una breve chispa de esperanza sobre mi funesto destino que, quizá, había quedado aplazado.
Salimos de la sala del trono en el más completo silencio. En algún momento de nuestra marcha, y moviéndose como una sombra, Roma se había colocado a la cabeza del grupo; recordé que su misión era escoltarnos hacia nuestras respectivas celdas.
Su capa negra oscilaba a cada paso que daba mientras atravesábamos los pasillos vacíos. Pasillos que me resultaban vagamente familiares, de mi primer viaje por ellos cuando el propio Emperador había ordenado a los nigromantes que vigilaban su puerta aquella noche —mientras él disfrutaba de un encuentro privado con las chicas que le había proporcionado aquella sanguijuela en cuyo burdel habíamos conseguido colarnos Enu y yo— que se deshicieran de la otra chica... y de mí.
En aquel entonces me confundió con otra de las prostitutas y decidió que lo sucedido, el haber presenciado el asesinato de la tercera que conformaba nuestro reducido grupo, y que resultó ser una mercenaria contratada —posiblemente por alguien de Assarion— cuya única misión era terminar con la vida del Usurpador. Ahora no sabía si sentir alivio por ese pequeño golpe de suerte, por el hecho de que el Emperador no me hubiera reconocido.
La temperatura fue decayendo paulatinamente al alejarnos de las zonas centrales del palacio. La opulencia que recubría las paredes que habíamos recorrido fue dejando paso a la decadencia de las zonas destinadas al servicio... y a los desgraciados que daban con sus pobres huesos en las celdas situadas en las entrañas del palacio; mis muñecas continuaban retenidas por la fuerza, con las palmas apuntando al suelo. Donde no podía emplear mi recién descubierta magia.
Darshan caminaba a poca distancia de mí, también escoltado por los que habían sido sus compañeros hasta que hice que su secreto saliera a la luz. Contemplé la línea rígida de sus hombros, el ligero tambaleo de sus pasos y sus propias palmas siguiendo la misma dirección que las mías; mi ataque sorpresa con la damarita le había afectado más de lo que quería demostrar, pues él no contaba con la preparación de otros nigromantes.
Como Perseo.
El joven nigromante había sostenido entre sus dedos aquella piedra de color sangre aquella mañana, sin apenas verse agitado por el poder del material frente a sus poderes. Después de que le asegurara de no tener idea de qué era, o qué podía significar, Perseo me explicó que ellos eran entrenados para aprender a soportar la damarita el máximo tiempo posible, como había demostrado.
Un entrenamiento que Darshan no había recibido.
Una bocanada de aire viciado me golpeó de lleno en el rostro cuando alcanzamos el acceso a los niveles inferiores. Jadeé mientras mis captores me obligaban a no perder el ritmo; las paredes de piedra amplificaron el sonido de nuestros pasos mientras avanzábamos por el pasillo hasta alcanzar el recodo que conducía a las escaleras que descendían hacia la oscuridad. La silueta de Roma se confundió entre las sombras antes de que la siguiéramos entre empellones.
Tras un par de tropezones en el descenso, llegamos al corredor flaqueado por celdas en ambos lados. Vi los rostros de algunos rebeldes pegándose a los barrotes, contemplando nuestra lenta procesión con expresiones perplejas, de ansiedad o simplemente llenas de cansancio tras la emboscada en las cuevas; oí el gruñido que dejó escapar Darshan cuando la oleada de susurros maliciosos dedicados a Roma nos llegó desde algunas celdas, llenos de veneno hacia la mujer. La nigromante mantuvo el paso y no les dedicó ni una sola mirada, haciendo oídos sordos a los insultos que le dedicaban.
—Ponedlos en celdas distintas —escuché nos llegaba su autoritaria voz de mando—. Separadas la una de la otra.
Mis labios se curvaron de manera inconsciente en una sonrisa desdeñosa al comprender los motivos que habían empujado aquella decisión de mantenernos a cada uno lo más lejos posible del otro: Roma quería proteger a Darshan de mí... Quería impedir que pudiera abalanzarme sobre él, ya que no era capaz de emplear mis poderes del modo en que me gustaría.
Un nuevo empujón entre mis hombros por parte de uno de mis captores hizo que la sonrisa se desvaneciera de mi rostro, haciéndome desear con fuerza devolverle aquel golpe... con creces. Posiblemente en su fea y tosca cara de Sable de Hierro.
Roma alzó el brazo, señalando una de las celdas que quedaban más alejadas del corredor donde estábamos detenidos. Darshan ahogó una exclamación cuando sus captores empezaron a guiarlo hacia el habitáculo que la nigromante había indicado; el chico, a pesar de arrastrar todavía parte de la debilidad que le había causado mi damarita, pareció sacar fuerzas de flaqueza para oponer resistencia, como si hubiera creído hasta ese preciso instante que tendría una oportunidad de escapar a su destino. El fondo de aquella celda.
Pronunció los nombres de los Sables de Hierro, sus antiguos compañeros, quizá con los que había tenido que entrenar codo con codo durante su instrucción en Vassar Bekhetaar, quienes habían dejado a un lado su compañerismo —sus recuerdos, incluso— para cumplir las órdenes del Emperador. En algún momento mis ojos se toparon con Roma, quien parecía haber decidido apartarse a un segundo plano; vi en su mirada gris —aquella misma mirada que me había encontrado en el rostro de Darshan una y otra vez— un leve brillo de angustia al ver cómo los Sables de Hierro optaban por pasar a la fuerza bruta, visto los problemas que tenían para cumplir con las órdenes que habían recibido por parte de la nigromante, para tratar de reducirlo.
Conmigo, una vez los cuerpos de los guardias y el de Darshan se hubieran confundido con la oscuridad del final del corredor, tampoco mostraron mucha sutileza a la hora de conducirme a mi propia celda. Me empujaron sin miramientos al cruzar el umbral, haciendo que me tambaleara como una niña dando sus primeros pasos y centrara todos mis esfuerzos en no caer al suelo; a mi espalda cerraron con tal brusquedad que el portazo resonó contra las cuatro paredes de piedra, además de hacer que mis dientes rechinaran.
Con mis muñecas libres y mi poder desbordando de entusiasmo, alcé mis brazos hacia los Sables de Hierro, quienes parecían haberse olvidado por completo de mi recién descubierta naturaleza; dispuesta a poner a prueba aquella magia que siempre había corrido por mis venas. Noté un burbujeo que nacía dentro de mi pecho y se dirigió hacia mis brazos, descendiendo hacia mis muñecas. Imaginé lo que podría hacer con mi magia, lo que había visto hacer a otros nigromantes con su propio poder.
No pude hacer nada.
Un ardiente dolor se extendió por mis palmas, rodeando mis muñecas, cuando Roma apareció en mi campo de visión como si de una sombra se tratara; empleando su magia de nigromante contra mí, con una agilidad de la que yo carecía, no encontró ningún problema para poder reducirme. Impidiendo que pudiera salirme con la mía.
Apreté los dientes para tragarme el grito de dolor que pugnaba por escapárseme mientras el fuego seguía expandiéndose por el resto de mis brazos, haciendo que la chispa que había sentido fuera extinguiéndose, retrocediendo ante el asfixiante poder de mi rival.
Caí contra la pared con un ruido sordo y Roma aprovechó esos instantes de ventaja sobre mí para acercarse, alejándose de la entrada de la celda. Su mirada y la mía colisionaron a través de los metros que nos separaban; sus labios se fruncieron imperceptiblemente mientras continuaba manteniéndome reducida gracias a su magia. Haciéndome sentir indefensa e inútil, a pesar de ser como ella.
De ser una maldita nigromante.
Sobreponiéndome al dolor que me producía su ardiente respuesta a mis planes de huida, esbocé una sonrisa torcida.
—Darshan es tu hijo —afirmé, lanzándome de cabeza a esa turbia sospecha que giraba dentro de mi cabeza; emplearía aquella información, si realmente resultaba ser cierta, en mi beneficio para encontrar una oportunidad de escapar.
Noté su magia titubear lo suficiente para que pudiera liberar mis muñecas y tratar de lanzar mi propia ofensiva. Rápida como una víbora, Roma dobló su cuerpo para hacer más complicado que lograra acertarle con mi magia; recuperada del impacto inicial sobre mi demoledor comentario, curvó sus dedos y mis brazos se movieron como los de una muñeca, abriéndose en cruz y haciéndome sentir como si mis propias articulaciones crujieran de una manera en absoluto agradable.
Otra oleada de agonía recorrió mis músculos, casi profundizando hasta el hueso.
—Deberías cuidar tu lengua, ratoncito —replicó entre dientes—: podría hacerla desaparecer con un chasquido de dedos.
Su amenaza no surtió efecto, sino que me espoleó a que continuara presionando hasta que consiguiera arrancarle la evidente verdad que había tenido frente a mí todo aquel tiempo... y pudiera encontrar un modo de utilizarla a mi favor.
Ladeé la cabeza, dedicándole una nueva sonrisa.
—Me tomaré eso como un sí —repuse con un tono de burla, buscando un punto débil. Un resquicio con el que poder seguir adelante con mi inestable y desesperado plan.
En un par de zancadas, y conmigo todavía aplastada contra la pared, Roma cruzó la poca distancia que nos separaba y clavó sus uñas en mi mandíbula, enviando otra llamarada de fuego a través de mis nervios; sus ojos grises resplandecían de molestia, aunque también vi en ellos una sombra de temor.
¿A qué temía exactamente...? ¿A verse al descubierto?
Una risa brotó de mis labios a pesar de la desventaja de la situación: Roma continuaba reteniéndome gracias a su magia y mi propio poder parecía haberse replegado de nuevo a ese pequeño rincón de mi pecho, haciéndome sentir vacía. Como si alguien hubiera colocado de nuevo el colgante de damarita sobre mi cuello, devolviéndome a esa ignorancia en la que había vivido todos aquellos años sin poder desarrollar mi potencial como nigromante.
—Ptolomeo tenía razón —agregué mientras sentía sus uñas hundiéndose un poco más en mi carne—: tuviste un segundo vástago. Un niño idéntico a ti, con tus mismos ojos... Con tu poder —hice una breve pausa—. Darshan.
No sabía cómo el abuelo de Perseo había llegado a obtener esa jugosa información, pero ahora no ponía en duda la veracidad de aquellas atrevidas palabras que había escuchado a escondidas en aquel pasillo de su villa: el parecido físico que compartían Roma y Darshan era innegable si los veías el uno junto a la otra. Detalle que no se le había pasado por alto a la nigromante y que, quizá, la había empujado a tomar la decisión de separarse de su retoño; que decidiera escoger a una mujer de las zonas humildes, donde todos compartíamos un tono de piel acaramelado, en contraste con la blancura que reinaba en los círculos de los perilustres, y cabellos de tonos oscuros había sido un movimiento inteligente para esconder la verdadera procedencia de Darshan. Pero...
—La cuestión es: ¿por qué lo dejaste con Ghaada? —los ojos de Roma se abrieron de par en par, delatando que reconocía ese nombre; que no le resultaba ajeno y que estaba yendo por el buen camino—. ¿Por qué dejarlo con una nigromante...?
El aspecto de la mujer a la que Darshan nos había enviado después de que fuera herida había jugado a favor de la mentira, incluso más que cuando escuché al chico llamarla por aquel apelativo cariñoso propio de los barrios donde habíamos crecido con el que nos referíamos a nuestras madres. Además, no podía negar que existía un auténtico vínculo afectivo entre Ghaada y Darshan.
Lo que añadía aún más preguntas a toda aquella enrevesada historia que había sacado a la luz después de tantos años por simple intuición y sospecha.
Roma apretó los dientes y rebajó un grado la intensidad de su magia, aunque se aseguró de que mis palmas siguieran apuntando inofensivamente al suelo de piedra. La molestia que antaño había alimentado sus ojos grises mientras nos enfrentábamos —o, más bien, mientras ella me reducía con una facilidad insultante— se desvaneció de un plumazo, dejando en su lugar una huella de cansancio, pero un cansancio que parecía ser demasiado antiguo; su cuerpo se apartó del mío unos centímetros, brindándome un pequeño respiro.
—No me cabe duda de que has heredado la perspicacia de Galene, ratoncito —escucharla pronunciar ese nombre, tras creer que ella la había asesinado, cuando no era así, fue como si me apuñalara en el corazón.
Me tomé aquello como una confirmación a mis sospechas sobre la conexión que existía entre Roma y Darshan.
—¿Por qué? —fue todo lo que pude decir.
Ella había dejado que Perseo permaneciera con su familia después de la muerte de su esposo, Panos. ¿Por qué no hacer lo mismo con Darshan...? ¿Por qué enviarlo lejos de ella, poniéndolo en manos de otra nigromante?
La mirada de Roma se enturbió y sentí fluctuar su magia, delatando lo mucho que le afectaba que yo hubiera descubierto aquel secreto que con tanto recelo había guardado durante los dioses sabían cuánto tiempo.
La oí tragar saliva, como si le costase encontrar las palabras.
O la voz.
—¿Por qué tu madre desapareció de tu vida, ratoncito, haciéndote creer que estaba muerta? —respondió a mi pregunta con otra—: Para protegerlo.
Aquella simple respuesta, que escondía tras ella una sensación de dolorosa devastación, hizo que abriera y cerrara la boca, boqueando como un pez al que hubieran arrancado del mar. Toda mi beligerancia se esfumó al mirar a Roma a los ojos y ver la sombra que los cubría... El sufrimiento que se escondía tras ella.
Mi cuerpo cayó sobre el suelo de la celda cuando la magia de la nigromante me liberó, a excepción de mis muñecas, que continuaron bajo su influjo, y yo no tuve suficiente fuerza para sostenerme a mí misma. La confirmación —sin juegos ni medias tintas— de Roma sobre el parentesco que la unía a Darshan me había dejado anonadada, a pesar de mis sospechas al respecto.
—Ptolomeo... —empecé a decir.
La mirada de Roma se despejó al escucharme pronunciar ese nombre, alimentada por la rabia que sentía hacia él.
—No.
Su tajante respuesta hizo que enmudeciera, conmocionada.
La nigromante dio un paso hacia atrás, dándonos aún más espacio. Seguí contemplándola con una expresión que delataba lo perdida que me encontraba ante ese cabo suelto que parecía sostener entre las manos. ¿Qué era lo que Roma temía de Ptolomeo para negarse de aquel modo tan definitivo a poner en sus manos la vida y protección de su segundo hijo?
La nigromante se acuclilló hasta que nuestras miradas quedaron a la misma altura. Las emociones que había visto reflejadas en sus ojos, que la habían delatado, habían quedado sepultadas tras aquella pared impenetrable con la que solía protegerse cuando se ponía la máscara de nigromante y agente del Emperador; la observé alzar un brazo y extenderlo hacia donde yo permanecía desmadejada, recuperándome poco a poco de su control.
Tomó un mechón de mi cabello.
—Ptolomeo es un jugador consumado —me explicó y su voz se tiñó de un fuerte resentimiento—. Le encanta utilizar a la gente para sus propios fines... y para hacerme daño —añadió tras un titubeo—. Ya viste en la villa cómo trataba de manipular a Perseo en mi contra. Jamás me arriesgaría a permitir que Ptolomeo pusiera sus ambiciosas manos encima de... de él —un ligero titubeo sacudió sus palabras y no se me pasó por alto el modo en que se refirió a Darshan.
El silencio se extendió por el interior de la celda mientras mi mente encajaba aquella nueva pieza: ¿Roma tenía miedo de que, al dejar a su hijo siendo tan niño, en manos de sus abuelos paternos Ptolomeo consiguiera lo que no consiguió con Perseo...? La nigromante no había mentido al afirmar que el cabeza de familia había tratado por todos los medios posibles atrapar a su nieto en la vorágine de odio y rencor que parecía sentir hacia su madre.
Yo misma había sido testigo de los intentos de Ptolomeo por convencer a Perseo sobre lo cruel y horrible que era Roma. Llegándole a insinuar que lo había abandonado... y que estaba estrechamente relacionada con la muerte de su padre, Panos.
Las dudas resurgieron en mi interior al pensar en él. Si Ptolomeo había acertado con sus insinuaciones con un segundo vástago... ¿No sabría lo que sucedió en realidad con su hijo? El anciano parecía atesorar una gran fuerte de información, ¿podría haber sabido la verdad? Su nieto me confesó que Ptolomeo tenía el férreo convencimiento de que fue una conspiración del Emperador y Roma, quien era su amante...
El corazón se me estremeció dentro del pecho al recordar el fervor con el que Perseo había defendido la inocencia de su madre, afirmando que ella no había estado involucrada. Que ellos —Panos y Roma— se habían amado y que su pérdida la dejó destrozada.
¿Acaso no había visto el dolor en los ojos de Roma en las pocas ocasiones que había mencionado a Panos? Había parecido estremecedoramente sincero, una herida que no había logrado sanar a pesar del tiempo que había transcurrido. Y Perseo había sonado tan convencido al defender que su madre no tuvo ningún tipo de vinculación con el supuesto asesinato de su padre...
—¿Panos sabía de la existencia de Darshan? —ni siquiera fui consciente de haber dado permiso a mis labios para formar esas palabras.
¿Habría muerto sabiendo que su esposa estaba embarazada, que la dejaba a solas con un hijo nonato para que se enfrentara al futuro? Parte de mis pensamientos se aferraban a ese hilo, al imaginar la situación en la que Roma tendría que haberse encontrado al ver que su marido había muerto... y ella estaba esperando otro vástago, a quien quería proteger a toda costa de cualquier peligro.
Como su propio abuelo.
El rostro de la nigromante mudó al escuchar mi pregunta... al escuchar cómo mencionaba el nombre de su difunto esposo con demasiada familiaridad para una persona que nunca había tenido la oportunidad de conocerlo. Sus ojos se abrieron de par en par y el labio inferior le tembló, al igual que la mano que continuaba sosteniendo mi mechón de pelo.
Una tensión cortante se generó entre ambas y la magia de Roma —o quizá la propia Roma— obligó a mis brazos a que se estiraran un poco más, haciendo que una descarga de dolor los recorriera.
—No hables de lo que no sabes, ratoncito —dijo y su voz se tiñó de una honda y desgarradora tristeza—. Porque no sabes nada...
Una oleada de compasión se abrió paso en mi interior cuando comprendí que Panos no había tenido la oportunidad de saber que Roma estaba embarazada porque el heredero de la gens Horatia murió antes.
El resentimiento y el odio que había ido acumulando en aquellos años perdieron fuerza cuando fui consciente de que apenas conocía nada sobre la nigromante, que todo lo que sabía —o creía saber— solamente eran rumores.
Tan concentradas estábamos la una en la otra que no percibimos la llegada de una tercera persona, cuya voz resonó con dureza contra las paredes de la celda cuando dijo:
—Suelta a mi hija, Roma.
* * *
¡Hola, hola! Este capítulo es cortesía del Día de Todos los Santos, sponsor oficial de esta actualización. Tal y como dije ayer, hoy tocaban otras tres más... ¡y aquí están!
Antes de que todos reaccionemos con un enorme "¿QUÉ DEMONIOS ACABA DE SUCEDER EN ESTE CAPÍTULO?" me gustaría avisar de un par de cositas:
- Que haya actualizado hoy no quiere decir que entre en la lista de obras que se están actualizando actualmente.
- Sigue sin tener fecha fija porque necesito INSPIRACIÓN
- Sin presiones, babies, por favor.
Ahora que he aclarado un par de puntos, DEJEMOS SALIR LO QUE NOS LLEVA CARCOMIENDO DESDE QUE RECIBIMOS LA INUSUAL NOTIFICACIÓN DE QUE NANA HABÍA ACTUALIZADO
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