❈ 19
—¿Todo va bien?
La repentina pregunta de Darshan al encontrarnos a la mañana siguiente hizo que tardara unos segundos en reaccionar. Mi mente continuaba atrapada en la noche anterior, en el encuentro entre Perseo y Sen... y la conversación que había escuchado a duras penas mientras espiaba desde la oscuridad de aquel pasillo.
Pestañeé, enfocando la expresión sombría de Darshan.
—Ayer no fue un buen día —reconocí a media voz.
Por el brillo que atisbé en los ojos plateados de mi aliado, supe que había entendido mi escueta respuesta. En aquellos dos meses los dos habíamos tener que hacer frente a multitud de obstáculos, empezando por Fatou; el nigromante nos había convertido en sus objetivos favoritos, empleando cada oportunidad que se le presentaba para usarnos a su antojo.
—Puedo entender por qué —fue lo único que dijo.
Nos encaminamos hacia el comedor comunitario en silencio. La conversación entre Perseo y su extraño aliado volvió a colarse entre mis pensamientos, entremezclándose con aquel breve encontronazo después de que abandonara con premura la sala de interrogatorios, intentando dejar atrás todo.
Me mentiría a mí misma si dijera que no había pensando en el nigromante en todo aquel tiempo. Las primeras noches, mientras intentaba conciliar el sueño, había rememorado su imagen y gesto impertérrito aquel último día, antes de que el Emperador nos condenara a la prisión; en ese momento mis sentimientos eran como un peligroso volcán a punto de entrar en erupción. Había sentido odio, sí, odio porque había usado su poder en las cuevas, haciéndome perder el conocimiento antes de que el filo de la daga que le había robado lograra alcanzar su propósito; pero también había habido resentimiento, rabia y furia contra él por haberme ocultado la verdad... y contra mí misma por no ser capaz de arrancarlo para siempre de mi pecho. Porque Perseo seguía estando ahí, aferrado a mi traicionero corazón.
Y aún continuaba, por mucho que quisiera negármelo.
Seguimos nuestro camino en silencio y no pude espiar a Darshan por el rabillo del ojo. No habíamos tenido oportunidad de hablar de la llegada de Perseo a Vassar Bekhetaar y si eso le había afectado, aunque fuera un poco. Había aprendido la lección de que el tema de su hermano era uno de los muchos que Darshan no estaba dispuesto a compartir conmigo. Conocía muy poco de la relación que mantenían y nunca había presenciado un encuentro entre ambos; el único comentario sobre su hermano que había escuchado por parte de mi aliado fue después de que Sen desvelara que había sido el nieto de Ptolomeo quien le había pedido que cuidara de mí. Cuando la conversación se centró en ese tema concreto, se limitó a dar vagas e imprecisas respuestas hasta quedarse en silencio, dando por zanjado el asunto.
Por eso opté por no mencionar a su hermano, sabiendo lo peligroso que podría resultar en aquel lugar. Las sospechas que podría levantar y que podrían conducirnos al desastre si alguien averiguaba que Darshan era el segundo hijo de Roma y su esposo fallecido, el que alguna vez fue el heredero de la gens Horatia.
Pensar en Panos me hizo preguntarme si Darshan habría sentido curiosidad en algún momento de su vida por saber más de él. Perseo había tenido la inmensa suerte de compartir algunos años con su padre... pero Darshan apenas fue concebido cuando el hijo de Ptolomeo murió en extrañas circunstancias y su familia decidió abandonar a Roma, acusándola de ser la puta del Emperador y el motivo por el que Panos había sido asesinado.
El sonido de Darshan aclarándose la garganta me sacó abruptamente de mis lúgubres pensamientos sobre mi aliado y su familia. Le dediqué una mirada curiosa mientras doblábamos una esquina y la puerta del comedor comunitario aparecía al fondo de nuestro camino. Aquella mañana no se escuchaba el habitual parloteo, sino un pesado silencio.
—Ahí está otra vez ese maldito nigromante —me dijo a media voz.
Entrecerré los ojos, distinguiendo a Sen caminando hacia nosotros. El pulso se me disparó al recordar su incisivo interés por convencer a Perseo de que su idea de que sacarme de Vassar Bekhetaar podría conducirnos al desastre; el nigromante había conseguido que el nieto de Ptolomeo pareciera cambiar de opinión tras asegurarle que era la única opción plausible... y que seguiría vigilándome de cerca el tiempo que estuviera en la prisión.
Los labios de Sen se curvaron en una media sonrisa cuando nos cruzamos, pero no dijo ni una sola palabra, pasando de largo y desapareciendo por el recodo del pasillo. Un escalofrío me bajó por la espalda como una silenciosa advertencia.
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Traté de que la tensión que sentía no se reflejara en mi postura. Estábamos reunidos de nuevo en el patio, en formación; aquella mañana el entrenamiento sería diferente... gracias a los espectadores que contemplaban todo desde la sombra, tomando nota de todo lo que sucedía allí. En un alarde de poder, Fatou había entremezclado a todos los nigromantes que aún no nos habíamos ganado la máscara plateada; sin importar nuestro nivel o el control que mantuviéramos nuestro poder, el nigromante nos había hecho llamar allí con el único propósito de demostrar a los emisarios de la capital que Vassar Bekhetaar continuaba estando al servicio de su Emperador y su fidelidad, intacta.
Abrí y cerré mis puños mientras permanecía en mi posición, sudando a causa del calor del desierto. Los nigromantes que actuaban como instructores de los más jóvenes e inexpertos también estaban allí, cerca del grupo emisario.
Pero de Fatou no había rastro.
No era difícil adivinar a qué se debía su ausencia... o su retraso. El nigromante era quien controlaba hasta el último hilo de Vassar Bekhetaar y estaba por encima de Perseo; era un modo de recordarle que, pese a que el nieto de Ptolomeo estaba allí en representación del Emperador, Fatou le consideraba inferior a él.
Pero, si con ello buscaba irritar a Perseo, la idea de Fatou no estaba dando los resultados que el nigromante esperaba.
—Disculpad la demora, emisario —la voz de Fatou resonó con claridad en el patio mientras su negra figura emergía de una de las salidas. No parecía en absoluto arrepentido, a juzgar por la leve sonrisa en sus labios—. Los prisioneros a los que hoy debíamos interrogar no se encontraban muy comunicativos.
Gracias a mi privilegiada posición en las filas más cercanas a donde aguardaban Perseo y sus acompañantes pude apreciar cómo el nigromante endurecía la mandíbula, consternado por la frialdad y calma con la que Fatou había expuesto el motivo de su retraso.
—Esto debe traeros buenos recuerdos, ¿no es cierto? —agregó Fatou con malicia.
La mirada de Perseo, de nuevo oculta bajo una gruesa capa de hielo, barrió el patio con un gesto indiferente, pero no respondió. La sonrisa de Fatou se hizo un poco más amplia mientras se paseaba frente a nosotros, evaluándonos con sus ojos oscuros.
—Empezaremos con algo sencillo.
Algo sencillo resultó ser un primer enfrentamiento entre dos nigromantes novatos... dos de los niños que habían estado en el grupo donde nos había destinado Fatou aquel día, cuando quiso ponerme a prueba y yo fallé. Los que no habíamos resultado elegidos nos hicimos a un lado, formando un amplio círculo que marcaría el ring de combate; por el rabillo del ojo descubrí la mueca de Darshan, a unos nigromantes de distancia.
Como tantas otras veces, bloqueé mis pensamientos. Ignoré el coro de gritos y exclamaciones que se alzaron entre la multitud cuando uno de los dos elegidos hizo el primer movimiento, obligando a su contrincante a esquivarlo; ignoré el nudo que se me formó en la garganta al ver las expresiones de gozo y deleite en algunos de los espectadores, el brillo de sed de sangre en sus miradas...
Nos decían que los sentimientos nos hacían débiles, pero alentaban y permitían que jalearan a aquellos dos críos combatiendo. Dejaban que el odio, el resentimiento, la rabia y la envidia nos corroyeran, haciéndonos creer que el otro era el enemigo.
Nos estaban convirtiendo en eso, en perros de presa que no dudaban en seguir las órdenes de su amo.
Un abucheo generalizado se expandió cuando uno de los combatientes cayó sobre la arena y no volvió a levantarse. El que quedaba en pie permaneció clavado en su sitio, contemplando al caído con una expresión vacía de sentimiento; no había arrepentimiento o rabia... No había nada.
Un par de Sables de Hierro irrumpieron en el ring de combate, tomando el cuerpo del niño. De manera inconsciente alargué mi magia hasta él, notando un leve hálito de vida. Un tímido golpeteo en su pecho. Observé cómo lo sacaban de allí con premura, seguramente para llevarlo a la enfermería.
Fatou se entretuvo deleitándose con un par de rondas más, alternando su atención entre los combatientes y el grupo emisario. Perseo mantuvo la compostura enfrentamiento tras enfrentamiento, recordándome al nigromante que conocí cuando nuestros caminos se cruzaron por primera vez en el palacio del Emperador; su rostro permanecía imperturbable mientras arrastraban al último caído fuera de la arena.
—¿Un último combate? —le tentó Fatou, dando un paso hacia el interior del círculo.
Perseo se cruzó de brazos, contemplando al nigromante con expresión de sospecha.
—Sería un gran gesto por vuestra parte participar como demostración final —agregó el hombre, uniendo las manos a su espalda—, he oído que estáis pensando adelantar vuestro regreso a la capital.
El corazón me dio un vuelco al descubrir que Perseo planeaba irse de Vassar Bekhetaar, haciéndome sospechar que tras esa decisión se ocultaba lo que Sen le había dicho sobre llamar la atención si continuaba cerca de mí.
El aludido frunció el ceño, pero no respondió a la invitación de Fatou sobre ocupar uno de los huecos libres para el último combate del día.
—No seáis tímido —le azuzó el nigromante, viperino como una serpiente—: hacedlo por los viejos tiempos...
—¿Vas a enfrentarte a mí, Fatou?
Una media sonrisa se formó en los labios del nigromante.
—Me temo que me mantendré en mi papel de juez.
El pulso se me aceleró cuando vi a Perseo dando un paso al frente, en el círculo de combate. Una sombra de satisfacción cruzó los ojos de Fatou al verle, pero se limitó a dedicarle un burlón asentimiento de cabeza antes de que su mirada recorriera la multitud, como si estuviera buscando un rival digno para el nieto de Ptolomeo... deteniéndose en mí.
—Devmani.
Cerré los puños con fuerza, sintiendo cómo mis ajadas uñas se hincaban en las palmas de mis manos. Por unos segundos saboreé la idea de negarme, de rechazar aquel combate autoimpuesto; no estaba a la altura de mi rival y... y no podía enfrentarme a Perseo. No podía entrar en aquel ring simplemente para entretener a Fatou y servir a sus retorcidos planes.
Al percibir mi renuencia a avanzar, el nigromante estrechó sus ojos con una clara amenaza en el fondo de ellos. Sabía las consecuencias de no seguir sus órdenes, sabía lo que ocurriría si no daba un paso adelante y aceptaba aquel último combate.
Mi mirada se vio atraída por Perseo. El nieto de Ptolomeo estaba dentro del círculo de nigromantes y algunos Sables de Hierro que se habían unido a lo largo de los enfrentamientos, interesados por el dolor gratuito; su rostro era una máscara de indiferencia bajo la que usaba de plata. La imagen idéntica del nigromante con el que me crucé en el palacio.
Su cabeza se movió con lentitud, en un discreto gesto de asentimiento.
—Devmani —repitió Fatou con un tono que no admitía réplica.
Di un paso adelante, internándome en el ring. Por la expresión del nigromante, supe que mis segundos de indecisión no serían olvidados... que Fatou buscaría el momento idóneo para castigarme por mi pequeña osadía.
El público pareció contener la respiración cuando crucé la arena, situándome frente a Perseo. Las manos de cosquillearon y mis pies parecieron convertirse en dos pesados bloques de piedra; Perseo, por el contrario, se recolocó la pesada túnica negra, apartándose la capucha y dejando al descubierto sus familiares bucles dorados.
«¿Soy capaz de hacerlo?», me pregunté interiormente. ¿Sería capaz de luchar contra Perseo...?
Un chispazo de dolor se extendió por mi tobillo, haciéndome soltar un quejido que arrancó una exclamación colectiva. A través de la distancia, vi la mano del nigromante apuntándome y sus ojos fijos en mí, completamente vacíos. Como si estuviera muy lejos de la arena y su cuerpo se moviera por inercia, impulsado por años de experiencia.
Cuando volví a percibir su magia, mis piernas se movieron por sí solas, dejando que mi instinto de supervivencia se activara y tomara las riendas de la situación. Alcé mis propias manos y apunté a sus muñecas, buscando el instante perfecto para dejar salir mi poder y lograr quebrar sus huesos para dejarlas inutilizadas.
Nuestros instructores habían sido muy incisivos al recordarnos una y otra vez que, además de la damarita, las muñecas podían ser un punto débil en los nigromantes. Nosotros, al igual que los otros elementales, podíamos manipular la magia que corría por nuestras venas gracias a las manos; con ellas dirigíamos nuestro poder...
Un jadeo de sorpresa abandonó mis labios cuando Perseo se movió con sibilina rapidez, esquivando mi ataque y cerrando la distancia que nos separaba, apareciendo frente a mí en apenas unos segundos. Abrí los ojos de par en par cuando su puño impactó de lleno en mi costado, mandándome de cabeza a la arena.
Con un golpe sordo caí al suelo, sintiendo cómo el aire escapaba de mis pulmones con un silbido. Sacudí la cabeza para despejarla del entumecimiento por la actitud de Perseo, por aquel aire implacable que parecía rodearle.
Rodé sobre mí misma para incorporarme, ignorando el vuelco que me dio el estómago y obligándome a centrarme en el combate. Bloqueé la cacofonía de voces que nos rodeaban, los gritos pidiendo más, y miré a Perseo... Lo miré como lo que realmente era: un enemigo a abatir.
Mi primer error fue dudar de mí misma.
Mi primer error fue creer en él.
Mi segundo error: verle como Perseo, como el chico por el que todavía sentía algo.
Aproveché la poca distancia entre nosotros para barrer el suelo con mi pierna, acertándole en los tobillos y haciendo que perdiera el equilibrio.
Durante unos minutos nos limitamos a intercambiar golpes el uno con el otro. Perseo consiguió acertarme en el costado herido y yo logré hacerlo en el esternón y pómulo; tras aquel primer movimiento, valiéndose de mi indecisión inicial, no había vuelto a intentarme atacar con su magia... y yo tampoco.
Una pequeña concesión mutua, me dije mientras esquivaba la patada de Perseo y lanzaba mi puño contra el flanco que había dejado desprotegido con aquel movimiento.
Solté un gruñido cuando fue el suyo el que logró impactar contra mi mandíbula con tal fuerza que mi cuello sufrió un doloroso latigazo.
Caí al suelo por segunda vez, paladeando el inconfundible sabor a sangre en la punta de mi lengua. Alcé la mirada cuando una imponente sombra cubrió el sol, topándome con el rostro enmascarado del nigromante; creí atisbar un brillo en sus ojos azules, que parecían haber perdido parte de su frialdad inicial. Creí ver su verdadera faceta, el chico que se ocultaba tras la máscara de plata...
Y sus labios moviéndose en silencio, formando una sencilla frase: «Lo siento...»
No tuve tiempo de reacción ante la familiar oleada de poder que chocó con virulencia contra mí, arrastrándome sin piedad hacia la más absoluta oscuridad.
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Desperté en la enfermería, en uno de los viejos camastros apilados contra las paredes de piedra. A unas camas de distancia pude escuchar los lamentos y gemidos ahogados de otros que habían corrido la misma suerte que yo, los nigromantes que habían participado en los combates anteriores; de manera inconsciente me llevé una mano a la cabeza, sintiendo una molesta punzada en las sienes y un sabor amargo llenando mi boca.
La última imagen que pude rescatar de mi memoria fue la de Perseo mirándome, de pie frente permanecía en el suelo, recuperándome de su golpe. Antes de que volviera a usar su magia contra mí, del mismo modo que lo había hecho durante la emboscada en las cuevas del desierto.
—Tienes la mala costumbre de terminar aquí, dhirim —dijo una conocida voz cerca de mí.
Tuve que hacer un esfuerzo para girar el cuello y descubrirlo observándome desde la pared, con los brazos cruzados y un gesto impasible tras su máscara plateada.
Dejé escapar una risa desganada.
—Y tú de aparecer siempre —respondí a media voz.
La comisura izquierda de su labio se alzó levemente, formando una media sonrisa.
—No te he visto en el patio —agregué.
A decir verdad, Sen no parecía ser uno de los instructores que se encargaban de los nigromantes inexperimentados. Las únicas veces que nuestros caminos se habían cruzado en todo aquel tiempo habían sido mayoritariamente en la enfermería... o en los pasillos de la prisión.
—Mi cometido está aquí, en la enfermería —contestó, encogiéndose de hombros con indiferencia—. Nunca he disfrutado de empujar a unos simples inocentes a destrozarse los unos a los otros con amenazas y castigos.
Aparté la mirada unos segundos de Sen para observar la enfermería. Reconocí a la mujer que me atendió en mi primera visita a unos camastros de distancia, inclinándose con expresión disgustada sobre uno de los heridos; me sorprendió descubrir a unas nigromantes echando una mano.
—Nuestra diosa nos brindó este poder para proteger vidas, no para quitarlas —las palabras amargas de Sen removieron algo dentro de mi cabeza y despertaron un cosquilleo de incomodidad en mi cuerpo—. Aunque el Emperador haya decidido olvidarlo.
Miré a Sen, asombrada por la audacia del nigromante al mencionar a la Diosa Prohibida en aquel lugar, como si no tuviera miedo de ser escuchado... como tampoco las nefastas consecuencias si llegaban a ciertos oídos. Sin embargo, las palabras de Sen me hicieron replantearme cómo sería la vida de todos los nigromantes sin que el Emperador nos obligara a emplear nuestra magia de aquel modo tan grotesco, arrebatando vidas de inocentes. Torturando a muchos otros solamente por el simple placer que les producía a algunos ver el dolor ajeno, el sufrimiento.
¿Podríamos hacer el bien, tal y como había afirmado Sen?
¿Podríamos usar nuestra magia para salvar vidas, en vez de arrebatarlas...?
—Deberías descansar —me recomendó Sen, apoyando una mano sobre mi hombro y dispersando mis pensamientos—. He oído lo que ha sucedido, el motivo por el que has terminado aquí, inconsciente de nuevo —agregó en voz baja.
El estómago se me encogió al pensar en Perseo, en cómo se había envuelto en aquella coraza que siempre le había acompañado para enfrentarse a mí. Sabía que se había contenido, que había mostrado un ápice de piedad al no atacarme de lleno con su magia, pero también había sido implacable.
—Perseo...
Sen me chistó con suavidad, lanzándome una mirada de advertencia. Supe que no quería que tuviéramos esa conversación en aquel momento, en aquel lugar; en su último encuentro, Sen le había prometido a Perseo seguir cuidando de mí, pidiéndole a cambio que no se acercara más de lo necesario. Que no se involucrara conmigo el tiempo que estuviera en Vassar Bekhetaar.
Pero el nieto de Ptolomeo había tenido la intención de llevarme consigo, de sacarme de la prisión y devolverme a la capital...
—Descansa, dhirim —insistió Sen, como si pudiera ver dentro de mi cabeza—. Necesitas recuperar energías.
Me hundí de nuevo en el duro camastro en el que había despertado tendida y no pude evitar mirar con absoluto agradecimiento al nigromante. Por la conversación que había espiado entre Perseo y él... supe que la historia que los unía era mucho más profunda de lo que Sen había intentado hacerme creer en un principio, después de confesar quién era la persona que le había encargado velar por mi seguridad.
Dejé que la magia de Sen me envolviera con más suavidad, devolviéndome por segunda vez a la oscuridad.
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El liviano contacto de una caricia me arrancó del plácido sueño en el que el nigromante me había sumido, haciendo que abriera los ojos de par en par. Por unos segundos me sentí desorientada, sin saber cuánto tiempo había transcurrido desde que había hablado con Sen; toda la enfermería estaba a oscuras, lo que me dio una ligera pista de las horas que habían pasado...
Pero fue la silueta que estaba al lado de mi camastro quien me hizo despabilar de golpe, dejando a un lado el misterio del tiempo que llevaba dormida.
—Jedham...
El estómago me dio un vuelco mientras me incorporaba con violencia, agitando la fina manta que cubría mi cuerpo. La enfermería parecía encontrarse completamente vacía; no había ni rastro de los sanadores o nigromantes, a excepción de la persona que estaba junto a mí.
Observándome con una disculpa en sus ojos azules.
Perseo se había retirado la máscara de plata, incluso la pesada capa que portaba. A través de la penumbra que reinaba en la habitación pude ver sus bucles rubios despeinados, como si se hubiera pasado las manos por el cabello continuamente... Un gesto que sólo hacía cuando estaba nervioso.
¿Por qué estaba allí? ¿Cuándo había llegado? Las sienes me punzaron ante el aluvión de preguntas que la sorpresiva presencia de Perseo había despertado dentro de mi cabeza, agitando la poca paz que reinaba en la maltrecha enfermería de la prisión.
Por el rabillo del ojo vi cómo movía su brazo en mi dirección cuando me incorporé sobre el camastro, apoyando la espalda contra la pared de piedra, marcando las distancias. Un pesado silencio se instaló entre nosotros mientras nos contemplábamos el uno al otro, sin que ninguno fuera capaz de dar el primer paso en hablar.
¿Habría sido Sen quien le había permitido colarse en la enfermería...?
—Dioses... no sabes cuánto lo lamento.
Sus atropelladas palabras me pillaron desprevenida, haciendo que mi corazón acelerara su ritmo. Algo que, para mi propia vergüenza, no habría pasado desapercibido a Perseo.
—Era el único modo, Jedham —continuó el nigromante y su mirada se mostró torturada cuando buscó la mía—. Cuando dijo tu nombre, después de aceptar su desafío... En ese momento pensé que no podía negarme. En cambio, ahora...
Recordé la frialdad que había mostrado en la arena, la ausencia de cualquier tipo de sentimiento. Durante los minutos que había durado nuestro enfrentamiento, Perseo se había mostrado como el nigromante en el que le habían forzado a convertirse; el monstruo que protagonizaba gran parte de las historias de terror que se le contaban a los niños por las noches.
El tipo de criatura en la que yo misma me estaba transformando.
—Lo siento —repitió Perseo.
¿Acaso habíamos tenido alguno de los dos alternativa? Fatou nos había escogido a propósito, dejándonos como espectáculo final. Nos había intentado poner a prueba a ambos por distintos motivos: a Perseo porque lo veía como un enemigo, un enviado por el Emperador que podía amenazar su liderazgo en Vassar Bekhetaar; conmigo lo único que había buscado era reafirmarse en saber que me tenía bajo control, que continuaba siendo la chica que seguía sus órdenes.
—Ninguno teníamos opción —fueron mis primeras palabras cargadas de triste resignación.
—No, Jedham —me contradijo Perseo—: yo podría haberme negado. Podría haberme retirado cuando te escogió...
—Pero te habrías puesto en evidencia —señalé, recordando su conversación con Sen—. Nos habrías puesto a los dos en evidencia.
Y eso habría levantado las sospechas de Fatou, que no pararía hasta descubrir qué tipo de relación nos había unido.
Mi corazón dio un nuevo vuelco cuando noté los dedos de Perseo sobre mi muñeca. Era consciente de la conversación que aún estaba pendiente entre ambos y cómo había conseguido rehuirla la última vez, después de que el nigromante diera conmigo tras marcharme de aquella sala de interrogatorios; pero seguía sin estar segura de ello, de ser capaz de enfrentarme a Perseo.
De abandonar la rabia y el resentimiento con el que había estado alimentándome, intentando con todas mis fuerzas ahogar cualquier chispa de esperanza en relación al nigromante.
Bajé la mirada hacia mi muñeca, centrándome en el contacto de la yema de sus dedos sobre mi piel. La voz de Sen se repitió en mis oídos, apuntando el poco tiempo que el nieto de Ptolomeo permanecería en la prisión debido a su nueva posición.
El premio que había obtenido por entregarle la ubicación exacta de la Resistencia al Emperador.
Me mordí el interior de la mejilla hasta hacerme daño, dejando que esa espina infectada en mi corazón supurara un poco más del veneno que me había acompañado desde que Perseo me detuvo en las cuevas, conduciéndome hasta las mazmorras del palacio del Emperador. Me envolví en él y dejé que se extendiera un poco más en mi interior.
—Supongo que tu nueva posición también tiene mucho que ver en todo esto, no en vano te has convertido en un héroe a ojos del Emperador y no puedes permitirte perder su favor.
Alcé la mirada, topándome con el rostro lívido de Perseo a causa de mi golpe bajo.
—Jedham...
Algo parecido a la culpa relució en sus ojos azules.
—Ptolomeo debe estar orgulloso de ti —escupí, sintiendo un nudo en la garganta—: su heredero haciendo que la gens Horatia recupere un poco de su vieja gloria pero... ¿a qué precio, Perseo? ¿Cuántas personas no lograron salir de las cuevas con vida? ¿Cuántas otras están aquí, siendo torturados mientras el auténtico tirano está sentado en el trono, viendo cómo se derrama sangre en su nombre?
—¿Crees que no soy consciente de ello? —me preguntó el nigromante, con la voz tensa—. ¿Crees que he podido olvidar en estos meses lo que sucedió? Tengo las mismas pesadillas cada noche... Cada noche, Jedham, rememorando lo que ocurrió en esas cuevas. Viendo cómo estabas dispuesta a...
La voz le falló, impidiéndole continuar. El dolor en su voz era desgarrador, delatando que no mentía... que aquellos meses que habían transcurrido desde la emboscada tampoco habían sido sencillos para él. ¿A qué precio?, le había echado en cara hacía apenas unos segundos y ahí tenía mi respuesta.
—Quería protegerte, Jedham —sus palabras fueron como pequeñas laceraciones en mi interior, contrarrestando la rabia en la que me había refugiado para enfrentarme a él de una vez por todas—. Lo único que buscaba era protegerte, pero nada salió como esperaba.
—Por eso le pediste a Sen que cuidara de mí mientras estuviera lejos de la capital —le dije, sorprendiéndole al desvelar que estaba al corriente de ese pequeño detalle.
Perseo apartó la mirada con aire culpable, poniéndose en evidencia.
—Apenas tuve tiempo de planear cuando el Emperador decidió enviarte aquí —me confesó a media voz—. Cuando desvelé quién eras en realidad, lo hice porque creí que él querría mantenerte en palacio, junto a tu madre.
—¿Desde cuándo lo sabías?
Aquella era una de las incógnitas que habían rondado en mi cabeza en la oscuridad de mi celda. ¿Cómo era posible que lo hubiera sabido cuando ni siquiera yo había tenido idea de ello?
—Mi madre... Ella creyó reconocerte cuando te vio en la mansión. Sabía que tu madre había formado una familia en los años que estuvo escondida porque la propia Galene se lo contó, le habló de la hija a la que había tenido que dejar atrás cuando la atraparon. Las descripciones coincidían —el corazón se me encogió al pensar en los horrores que había tenido que vivir mi madre, las cicatrices de su piel... y de su alma; en cómo hablar de mí a su aliada la debía haber ayudado a sobrellevar la decisión de desaparecer para siempre de nuestras vidas, tanto de la de mi padre como de la mía—. Creyó que era algún tipo de señal que hubieras terminado trabajando en la propiedad de mi abuelo y yo no la saqué de su error por temor a las consecuencias de que pudiera averiguar que pertenecías a la Resistencia. Al ver que mostraba tanto interés por ti tuve miedo, por lo que la presioné hasta que me confesó la verdad sobre tus orígenes y me hizo prometer que guardaría el secreto. Así que lo hice: le juré que no diría una sola palabra, sabiendo que ella también te protegería por lo que significabas para Galene.
—Aquel día no me llevaste a esa vieja mansión por casualidad —comprendí entonces, recordando el interior deteriorado del edificio; las pinturas destrozadas de las paredes... y ese extraño sentimiento de familiaridad al contemplar los rasgos que se adivinaban de lo que quedaban de los retratos de la antigua familia que había vivido allí.
—No, no lo hice —reconoció Perseo con un ápice de vergüenza asomando en su tono de voz—. No entraba en mis planes cuando te seguí, pero decidí aprovechar esa oportunidad: quería comprobar si lo sabías, si eras consciente del poder que corría en tus venas.
—Pero yo no sabía nada.
El nigromante negó con la cabeza.
—A pesar de saber lo poco que confiabas en mí, supe que tu ingenuidad al poner un pie en aquel lugar no era fingida así que decidí guardar silencio y dejar el tema.
La pesada quietud que nos había envuelto en el pasado volvió a hacerse un hueco entre nosotros mientras intentaba asimilar que Perseo lo había sabido todo, tanto el secreto de mi sangre como el hecho de que era una rebelde, y aun así había guardado silencio con el único propósito de protegerme. Sentí una punzada en el pecho, una pesadez cuyo significado no me era desconocido porque había estado negándolo una y otra vez.
—A veces me pregunto si el haber hecho las cosas de otra manera te habría mantenido a mi lado —la voz de Perseo sonó cansada, terriblemente cansada— o si lo nuestro estaba condenado desde el principio.
Sus palabras, la pena que se adivinaba en ellas, tan profunda como el dolor que reflejaban sus ojos azules, provocaron que mi corazón se constriñera. Perseo se culpaba a sí mismo, pero él no era el único responsable: yo también tenía parte de la culpa.
Ambos habíamos mentido.
Ambos habíamos engañado al otro.
Ambos nos habíamos hecho daño con nuestras acciones, con nuestros silencios y medias verdades.
Con nuestros secretos.
Escuché a Perseo tomar una bocanada de aire antes de que sus dedos soltaran con suavidad mi muñeca.
Liberándome.
—Adelantaré mi regreso a la capital —compartió conmigo, enderezándose y tomando distancia de la cama—. Entiendo que no puedas perdonarme y que ahora mismo me odies por todo lo que he provocado pero... pero necesitaba una última vez para intentar explicarme y poder disculparme. Siento... siento todo el daño te causé, Jedham. Siento que mis decisiones, que mi necesidad de protegerte, te hicieran sufrir.
»Lo único que quería era verte a salvo y te he fallado.
No fui capaz de reaccionar cuando vi a Perseo apartándose de mi lado y poniéndose en pie. Mi mente se encontraba atrapada en sus últimas palabras, en el mensaje que se adivinaba en ellas. «Es un adiós. Un adiós definitivo», comprendí con una dolorosa punzada en el corazón.
—Es inevitable que nuestros caminos se vuelvan a cruzar cuando termine tu instrucción aquí —continuó, retrocediendo un paso y haciendo que la distancia creciera entre los dos—, pero tienes mi palabra de que no volveré a acercarme a ti. Seremos completos desconocidos.
Me quedé paralizada, observando cómo Perseo apartaba la mirada y daba media vuelta para marcharse. Seguí con la mirada la espalda del nigromante perdiéndose entre la oscuridad de la enfermería, desapareciendo en la negrura del pasillo, mientras yo permanecía sobre el camastro, incapaz de moverme.
Sus palabras resonaron en bucle dentro de mi cabeza, haciendo que la culpabilidad que había estado ahogando con la rabia y el resentimiento saliera a la superficie, asfixiándome por lo injusta y egoísta que había sido con el nigromante.
Con los ojos clavados en el mismo punto donde había desaparecido Perseo fui consciente de que él no era el único que debía disculparse. Perseo no era el único que debía pedir perdón.
Y quizá todavía quedara una última oportunidad para nosotros.
Quizá aún no fuera tarde.
Aparté la manta que me cubría y bajé apresuradamente del camastro, sabiendo que cada segundo que transcurría me alejaba lentamente de Perseo, de hacer las cosas por primera vez bien. Eché a correr hacia la salida, ignorando el frío mordisco de la piedra en la planta de mis pies.
Atravesé la oscuridad a tientas, recorriendo el pasillo con la esperanza de atisbar su silueta.
—¡Perseo!
Mi grito resonó contra las paredes mientras seguía corriendo. Mi magia percibió el lejano eco de un corazón a unos metros de distancia, espoleándome a acelerar; repetí mi desesperada llamada al creer distinguir la figura de alguien al fondo del pasillo, alejándose de mí.
—¡Perseo...!
El aludido detuvo sus pasos en seco al escucharme.
Eliminé la poca distancia que quedaba entre nosotros y busqué su mirada a través de la penumbra del pasillo donde nos encontrábamos.
Las cosas habían estallado entre nosotros durante la noche en que los rebeldes asaltaron la propiedad del abuelo de Perseo, sabiendo que el Emperador se encontraba allí para llevar a cabo la formalización del compromiso entre su hija y el propio Perseo frente a la nobleza. Desde esa noche todo había caído en picado respecto a nuestra relación, alejándonos al uno del otro y arrastrándonos hasta ese mismo momento.
—Yo también te debo no una, sino muchas más disculpas —me atropellé a mí misma en un intento de hacerle ver que era consciente de mis propios errores, de que yo tampoco era inocente—. Por no haber confiado en ti... Por haberme aferrado a mi propia venganza... Por haber permitido que la rabia y el dolor me cegaran por completo, sin que fuera capaz de ver que yo no era la única que estaba sufriendo.
Di un tímido paso hacia delante, titubeando unos segundos antes de reunir el valor suficiente y apoyar mi palma sobre su pecho, sintiendo el latido de su corazón. ¿Habría cambiado algo si la noche del ataque rebelde, en su balcón, me hubiera sincerado con él... si nos hubiera dado una oportunidad de explicarnos? ¿Habría cambiado algo si hubiera aceptado aquel día su propuesta de huir lejos del Imperio?
—Te... te quiero —añadí, sintiendo cómo esas dos palabras parecían sacudir nuestro alrededor.
Aún recordaba las ocasiones en las que había escuchado a Perseo pronunciándolas, pero aquella era la primera vez que salían de mis labios. El aire se quedó atrapado en mitad de mi garganta, aguardando a una reacción por su parte.
—Te quiero —repetí y sonó demasiado débil.
Las manos de Perseo tomaron mi rostro con cuidado y sus pulgares se deslizaron por debajo de mis ojos, secando la humedad de mis lágrimas.
—Debí decírtelo aquella noche en tu balcón —la voz se me rompió mientras seguía llorando, dejando salir parte de mi dolor—, pero el orgullo me hizo guardar silencio y pensar que era lo mejor para los dos... para mí y... —un sollozo atravesó mi garganta—. No pude, Perseo. Por mucho que quisiera arrancarte de ahí —presioné mi palma contra su corazón— no pude. No puedo —susurré.
Perseo cerró los ojos e inclinó la cabeza hasta reposar su frente contra la mía. Los sollozos seguían sacudiendo mi cuerpo y las lágrimas deslizándose por mis mejillas mientras pensaba en todo el tiempo que había perdido, el daño innecesario que nos habíamos causado por mi maldita cabezonería y orgullo.
Y lo mucho que le seguía amando, a pesar de las ocasiones en las que había querido borrar todo aquello que sentía por él. Odiándome por ello.
Aferré la tela de su camisa al mismo tiempo que buscaba sus labios, sintiendo la sal de las lágrimas en los míos. Aquel simple contacto hizo que por todo mi interior saltaran chispas, ansiando más; un sonido ahogado brotó de Perseo, antes de que sus manos perdieran la delicadeza con la que habían sostenido mi rostro y tratara de profundizar nuestro beso.
Jadeé al sentir avivándose aquel familiar fuego que el nigromante aún continuaba despertando en mí. Separé mis labios para él, permitiéndole que lo tomara todo mí; dejé que me guiara hasta que mi espalda quedó contra una de las paredes del pasillo y me permití la libertad de que mis manos vagaran por su pecho, dejando que la urgencia y la necesidad volvieran mis caricias un poco más osadas.
Dejé escapar un gemido cuando Perseo abandonó mis labios, descendiendo por la línea de mi mandíbula hasta alcanzar aquel punto tan sensible debajo de mi lóbulo. Un escalofrío de anticipación bajó por mi espalda al notar sus manos deslizándose por mis costados, acariciando mi cintura por encima de la tela de mi vieja túnica del uniforme; empujé con suavidad su barbilla para que alzara la cabeza y mordí su labio inferior, acercando mis dedos peligrosamente a la cinturilla de sus pantalones.
El apresurado sonido de unos pasos acercándose hicieron que ambos nos detuviéramos en el momento, pero que nos apartáramos el uno del otro con demasiada lentitud. Mis mejillas empezaron a arder cuando creí reconocer a la persona que había sido escupida de la oscuridad.
—Sen —dijo Perseo, rodeando mi cintura con un brazo y pegándome a su costado en actitud protectora.
Al nigromante recién llegado no se le pasó por alto aquel detalle, aunque no hizo comentario alguno: sus ojos azules estaban clavados en Perseo con una urgencia que no había visto hasta ese momento.
—Tienes que desaparecer —le ordenó.
Perseo no pudo ocultar su perplejidad como yo tampoco el recelo.
—¿Qué...?
Mi voz quedó ahogada por otra mucho más grave y cargada de un retorcido deleite:
—Esto es de lo más interesante.
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