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Capítulo único.

— ¡¿Cómo que no habrá servicio de niñeras para navidad?! —gritó al teléfono, sintiendo como la ansiedad la comenzaba a consumir.

Tenía un importante programa ese día, no había forma que pudiera cuidar a sus hijos, no podía tirar un contrato como ese por algo así...

Su carrera dependía de ese programa.

Miró al teléfono que había colgado bruscamente momentos antes y lo tomó de nuevo. Inhaló profundo, intentando tranquilizarse mientras marcaba un teléfono que sabía de memoria, un número que no había cambiado desde que ella era una niña.

— ¿Mamá? Yo... necesito pedirte un favor...

El viaje en el auto fue lento, y tortuoso. Las calles estaban cubiertas con una fina capa de hielo, impidiendo que pudiera acelerar aunque quisiera, debía ir con cuidado y concentrada en la calle, por eso es que Ágata Miller, una famosa estrella del mundo del espectáculo, tuvo que hacer a un lado el aparente mal humor de su pequeño hijo de once años ante la idea de ir a donde su abuela materna.

— Vamos, mi pequeño Romeo —dijo, intentando que su hijo de once años quitara esa expresión que decía que en cualquier momento comenzaría a llorar— Si te portas bien, te aseguro que... ¡No! Te prometo que mañana te llevare con tu prima —prometió con un tono lleno de angustia, si no se apresuraba, no llegaría a tiempo.

— ¿En serio? —ante estas palabras, el rostro de Romeo cambio de expresión y esos ojos verdes que había heredado de su madre brillaron de emoción.

— Mamá, no te preocupes por él —se quejó Rhys, jugando con su PSP, de quince años.

— Si mamá, él sólo es un niño llorón —apoyó Damián, de diecisiete, vigilando que su hermano menor no rompiera su PSP.

— No hablen así de su hermano —intentó regañarlos Ágata, pero fue inútil.

Desde que tenía memoria, Romeo podía recordar algo además de las cámaras apuntando hacia él, y eso era el desprecio de sus hermanos al ser un recordatorio constante del error de su madre.

— ¡Si tu no existieras, mamá y papá nunca se hubieran separado!

Ese grito resonó en los oídos de Romeo, fresco como el día en que Damián se lo había gritado.

Romeo tenía los ojos de su madre, era el único de los tres que los había heredado, pero ese era todo el parecido que compartía con su madre. Su cabello ondulado y rubio resaltaba entre sus hermanos y su madre, quienes tenían el cabello oscuro, su piel era mucho más blanca que la de sus hermanos, del mismo color que la porcelana.

Ninguno de estos rasgos era por parte de la familia de su madre ni la de su padre, él era el único que tenía el cabello rubio en toda su familia, un cabello que era sospechosamente similar al del antiguo guardaespaldas de su madre...

Desde el momento en que nació esto levanto sospechas. El matrimonio entre Ágata Miller y Rowan Lowe se destrozó ante la sospecha de infidelidad y su madre no pudo ocultar al niño del mundo, no pudo ocultar su error.

Mientras más cercana se hacía la finca de sus abuelos, el entusiasmo del niño menguo cada vez más, con cada metro el niño se hundía más y más en su asiento.

— ¡Abuela! —gritaron ambos hermanos, corriendo a los brazos de su abuela, quien los recibió con los brazos abiertos.

— ¡Mis niños!

‹Sólo será por hoy...› se repitió a sí mismo, viéndose a sí mismo aislado del ambiente familiar que se había formado entre los tres.

— Adiós, pórtense bien —dijo su madre antes de salir a toda prisa de la casa de sus padres, dejando a su hijo completamente solo.

Cuando la puerta principal se cerró, las miradas de la feliz familia se clavaron en él, al igual que dagas, como si estuvieran recriminándole su simple presencia.

Él no era bienvenido ahí...

El hogar de los Miller estaba bellamente adornado, dando un hermoso ambiente navideño, digno de estar en la portada de una revista de decoración, pero para él, todo se sentía tan frio y artificial que se aferró a su abrigo, intentando controlar el frio que recorría su cuerpo.

Su abuela, como si fuera parte de un comercial, sacó del horno un gran pavo perfectamente dorado, sirviéndole a sus queridos nietos una pierna del animal en su plato.

En el otro extremo de la mesa, apartado de todo esto, Romeo veía su cena: un plato de algo que quizás era puré de tienda, con algo que no sabía que era...

Cerró los ojos y se metió la primera cucharada de su cena a la boca.

Estaba fría.

Decir que esto era comida de tienda era ofender a la comida de tienda, esto era... "algo".

El favoritismo de su abuela por sus hermanos era descarado, siempre lo había sido y posiblemente permanecería así por el resto de su vida, y ellos lo sabían. Ella jamás los castigaría, sin importar que hicieran, podían salirse con la suya en cualquier cosa y todas las cosas malas fueron de alguna manera culpa suya, incluso si no tenía idea de lo que estaba pasando; les decía que los quería, los presumía, y les llenaba de regalos y besos cada vez que venían.

A él jamás, ni una sola vez, le habían dicho que lo querían...

Estaba muy seguro que los regalos que había bajo el árbol eran para sus hermanos, sólo para ellos...

No se sentía parte de la familia...

Incluso su madre, se sentía como si fuera el reemplazo de sus hermanos cuando ellos no estaban cerca. Ella casi nunca había hecho algo con él, sin embargo, llevó a Damián y a Rhys a ver películas en el cine, iban a comer a muchos restaurantes elegantes, o, en general, pasar tiempo con ellos...

Miró a su abuelo, junto a su abuela, en completo silencio, comiendo la cena, era tan silencioso que hasta era difícil notar su presencia. Él también mimaba mucho a sus hermanos y les compraba regalos caros, pero cuando él venía le ignoraba, tanto que ni siquiera recordaba que le hablara para algo que no fuera regañarlo por sus modales en la mesa...

Siempre había sido así, pero... ¿Por qué dolía tanto?

— ¡Ven Rhys, foto familiar! —dijo Damián, con una cámara en manos.

Romeo se encogió en su lugar del sofá, viendo como sus hermanos se sacaban fotos junto al árbol, listos para abrir los regalos que había en este.

Claramente, estaban haciéndolo a propósito...

— ¡Todos seríamos más felices si murieras!

— Nadie te ama, y jamás nadie te amara.

Robando sus cosas, metiéndolo en problemas, riéndose de él y maltratándolo...

‹Sólo es por hoy...›

Mañana vería a su prima, podría alejarse de esto, podría...

— Abuela, abuelo ¿No le van a dar nada a Romeo? —preguntó Damián, con malicia en los ojos.

— Yo no...—intentó protestar, pero nadie lo escuchó.

— Ah, cierto —habló, perdiendo toda la alegría que reflejaba hace un momento.

Su abuela fue a la cocina y trajo una caja de chicles llena, sacó uno y se lo entregó.

— Feliz navidad —lo felicitó, como si tuviera asco de decir esas palabras.

Escuchó las risas de sus hermanos, quienes ahora estaban llenando sus bolsillos con los chicles.

— ¡Oye, no te quedes con todos!

— Ahora son míos ¡Ríndete!

Sólo miró el chicle en sus manos, intentando contener las lágrimas.

— ¿Por qué? —preguntó, con la voz temblorosa.

Ya sabía la respuesta.

— Porque eres un bastardo.

‹Yo no pedí nacer› pensó, sintiendo como todas las miradas se dirigían a él. Apretó el chicle en sus manos, intentando contener su llanto, pero fue imposible.

— ¡Oh, se puso a llorar! —dijo Rhys, tomando la cámara de manos de Damián y fotografiando su rostro lleno de lágrimas.

Intentó tapar sus oídos, intentó no escuchar sus risas y burlas, pero...

Era como un peso sobre sus hombros, un peso desagradable que no podía soportar. No desaparecía.

¿Qué se supone que debía hacer?

— Idiota, no hagas nada.

Escuchó esa voz, regañándolo.

— Deja de pretender que todo está bien. Si no lo puedes soportar, habla más fuerte o simplemente huye.

Sus piernas comenzaron a moverse, con dirección a la puerta.

— Sal corriendo.

No pensó en nada.

Sus piernas sólo se movieron, ignorando los llamados de sus familiares. Abrió la puerta y sólo corrió lejos, lejos de todo, lejos de los gritos, en un intento desesperado de huir del dolor.

La nieve caía lentamente, cubriendo todo con una fina capa de nieve. Esta sería una blanca navidad.

En medio de todo ese paisaje invernal, corriendo entre las parejas y familias felices, un niño corría con dirección a ningún lugar.

El aire frio entraba por su nariz, pero aun así no se detuvo, siguió corriendo, aunque ya no tenía sentido.

Finalmente se detuvo, respirando agitadamente, intentando recuperar el aliento. No sabía dónde estaba, pero parecía un parque, pero no había absolutamente nadie en este, sólo él.

Sin saber qué hacer, viendo la nieve caer en completa soledad, tomó su celular y marcó el único número que se le ocurrió.

Escuchó el tono sonar, uno...dos...

Contestó.

— ¿Hola?

Se estremeció al escuchar la voz de la única persona que parecía feliz de escucharlo, algo adormilada.

— Hola, Aylin...

— ¡Romeo! —se alejó un poco del teléfono al escucharla gritar su nombre— ¡Feliz navidad! —exclamó con emoción.

— Feliz navidad —sonrió por primera vez en todo el día— Lo siento, es muy tarde allá, ¿No es así?

— No, es aun temprano...—la escuchó reír— No entiendo las diferencias de horario, ¿Tu sí?

Río— No, no las entiendo tampoco —subió el cierre de su abrigo, intentando mantener el calor— ¿Cómo están las cosas ahí?

— El señor Edmond se enojó conmigo —se quejó.

— ¿Qué hiciste ahora? —suspiró, ella siempre se metía en problemas.

— Ah... le dije al sastre que era niño y él me hizo un traje... Y ellos se enojaron... —su voz bajaba un poco con cada palabra, como si se sintiera avergonzada.

Romeo sabía que no era así, ella no se sentía avergonzada, sólo actuaba así porque la regañaron.

— Aylin...

— ¡Pero ellos son los que no revisaron antes! —Se quejó— No me gustan los vestidos, son pesados y feos... Y el traje se me ve genial.

‹Ella nunca cambia› no sabía si reírse o suspirar.

— Hey, Romeo —rompió el breve silencio que se formó— ¿Vas a venir mañana?

— Si...—o eso es lo que le habían dicho.

— ¡Genial! Trajeron un chocolate caliente muy bueno aquí, debes probarlo ¡Y tengo un juego nuevo! Es muy bueno, ¡Incluso a Rebeca le gusto!

Esta charla casual lo tranquilizo mucho, logrando distraerlo de lo sucedido.

Desde el otro lado pudo escuchar la voz de su prima y sus tíos.

— Ya tengo que ir a esa fiesta de ricos —se quejó— Adiós Romeo, ¡Nos vemos mañana!

— Si, adiós...

Miró un momento el teléfono, viendo como la llamada se cortaba y algunos copos caían en la pantalla y se deshacían en ella, dejando pequeñas manchitas de agua. A lo lejos podía escuchar algunos villancicos a todo volumen desde las casas de los más entusiastas de la navidad.

Dejándose llevar por el momento, estornudó.

— Hace frio —no era una queja. El aire frio se sentía bien, permitiéndole pensar más claramente.

Sus manos se sintieron frías, y en un intento de mantenerlas cálidas, exhaló dentro de ellas. Dentro de su mano imagino una nube

Su teléfono volvió a sonar, curioso, contestó sin mirar, quizás a Aylin se le había olvidado decirle algo...

— ¡Romeo Heinz Miller! ¡¿Dónde se supone que estas?! —el fuerte grito de su madre resonó en el celular, haciéndolo apartarse de inmediato del aparato— ¡¿Cómo es eso que le gritaste a tus hermanos y te fuiste de casa de tus abuelos?!

— Eso no es...

— ¡Pensé que eras lo suficiente maduro para comportarte mientras no estaba! —le reprochó, sin siquiera escuchar su versión.

Habían mentido, otra vez, y él debía pagar los platos rotos, otra vez...

— No es cierto, ellos incluso me sacaron una foto mientras lloraba...

— ¡¿Acaso no puedes soportar una pequeña broma?!

No le creía, eso era obvio.

— ¿Cuándo puedo ir con mis tíos? —preguntó, intentando sonar firme.

— ¿Ahora quieres huir? ¡No, niño, tú te-...!

— Un minuto —sonó otra voz.

— Envíame un mensaje con tu ubicación, tu abuelo te ira a buscar y mañana te puedes ir con tus tíos —sonaba muy molesta, casi hablando entre dientes.

— Gracias.

Buscó con la mirada algo que le dijera donde estaba, hizo lo que su madre le dijo, y su abuelo cumplió su parte, yendo a buscarlo en su camioneta. El ambiente fue muy silencioso y tensó en todo momento.

Una vez llegaron a casa, él no habló con nadie e ignoró los gritos de su abuela, reprochándole lo irrespetuoso que estaba siendo. Sólo fue al cuarto que le asignaron en el primer piso, ese frio y gris cuarto, pero a él no le importó.

Estaba tan impaciente que creyó que no podría dormir, pero aun así se durmió a penas su cabeza tocó la almohada.

Despertó en medio de la madrugada, y arregló todo, esperando que vinieran por él.

A penas amaneció, un hombre vestido de negro llegó a casa de sus abuelos y él, sin dudarlo, fue con él. Fue un viaje largo y silencioso, pero él estaba feliz.

— ¡Romeo!

— Ya llegué —sonrió, acomodando su mochila.

No importaba que sus hermanos fueran unos idiotas, o que su madre siempre creyera en ellos sin importar que, era por eso que podía apreciar momentos como estos. Era aquí era cuando se sentía verdaderamente en casa...

— ¡Ah, cierto! —dijo Aylin dejando el chocolate caliente a medio tomar, ante la mirada incrédula de Romeo y Rebeca.

Ambos niños miraron con curiosidad como la niña salía corriendo y volvía momentos después con una hoja de papel.

— Tu regalo —dijo la niña con mucha confianza, a pesar que dicha hoja ni siquiera estaba envuelta.

Romeo miró con curiosidad la hoja que le extendía, y, sin poder contener su curiosidad, la tomó y la observó.

En el dibujo había un niño de cabello rubio y unos ojos verdes sonriendo en un paisaje nevado, usando una bufanda y un abrigo.

— Ese eres tú —informó Aylin, mirando por sobre su hombro— Sé que... ¡¿Eh?! ¡¿Por qué estas llorando?! —cuestionó al verlo llorar— ¿Tan malo fue mi dibujo...? —preguntó, un tanto conmocionada.

— No es eso...—sollozó, limpiándose las lágrimas con las mangas, notando que su prima le estaba mirando mal por hacer sentir mal a Aylin.

Su primer regalo de navidad se lo entregó ella, un simple dibujo, que si bien estaba bien hecho, no dejaba de ser una hoja de papel.

Nunca pensó que podría apreciar tanto una simple hoja de papel.

— ¿Seguro que tu dejaste el libro aquí? —preguntó Aylin, revisando entre los estantes de Romeo.

— Sí, estoy seguro que lo hice —suspiró, frustrado al haberlo perdido.

¿Dónde podía estar ese libro? Juraba que lo había dejado ahí.

Entonces, en medio de su búsqueda, notó que todo estaba demasiado silencioso: Aylin había dejado de buscar. Levantó su mirada de unas cajas, viendo que Aylin tenía un portarretrato muy conocido para él en sus manos.

Su corazón casi se detiene.

— ¿Todavía tienes esto? —preguntó ella, viendo con cierta incredulidad el dibujo que había hecho hace cinco años aun entero.

Comenzó a sudar frio— Yo... si —sonrió, intentando ocultar su nerviosismo— Es un lindo dibujo —se excusó.

— Eres raro —sentenció Aylin, mirándolo como si estuviera viendo a una especie de alíen.

‹Realmente no entiendes nada...› pensó con cierta resignación, debatiéndose entre suspirar de alivio porque no lo notara o llorar de la frustración porque ella no lo entendía. Sólo tomó el marco de sus manos y lo volvió a colocar en su lugar— Si, quizás lo sea —sonrió, dándoles una palmaditas en la cabeza, ignorando sus quejas sobre tratarla "como a una niña" y actuar extraño.

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