Las semanas posteriores a Navidad transcurrieron en una cálida sucesión de días llenos de juegos, caricias y la creciente sensación de pertenencia que Rocco sentía en su nuevo hogar. El miedo y la desconfianza que lo habían acompañado durante tanto tiempo en las calles, poco a poco, fueron dando paso a la confianza y al amor.

Su relación con Mateo floreció, convirtiéndose en una amistad incondicional. Juntos exploraban el jardín, jugaban a la pelota y compartían momentos de silencio cómplice. Mateo, con su inocencia y su cariño, había logrado derretir el hielo que cubría el corazón de Rocco.

Con los padres de Mateo, la relación también evolucionó. El papá, inicialmente distante, se fue acercando a Rocco con gestos de cariño cada vez más frecuentes. Le daba de comer, lo acariciaba y, a veces, incluso lo dejaba dormir a sus pies mientras veía la televisión. La mamá, por su parte, siempre estaba atenta a sus necesidades, asegurándose de que tuviera comida, agua y un lugar cálido donde dormir.

Rocco aprendió a reconocer las señales de su nueva familia, a entender sus rutinas y sus costumbres. Aprendió a esperar con impaciencia el regreso de Mateo del colegio, a disfrutar de las cenas familiares y a dormir plácidamente en su cama, sin el miedo constante que lo había perseguido en las calles.

Un día, mientras paseaba con Mateo, Rocco vio a un perro callejero, delgado y desnutrido, buscando comida entre la basura. El perro le recordó a su antiguo yo, a la soledad y al hambre que había experimentado antes de encontrar su hogar. Sintió una punzada de pena, pero también una profunda gratitud por su nueva vida.

Esa noche, Rocco se acurrucó junto a Mateo, sintiendo el calor de su cuerpo y la seguridad de su presencia. Miró a su alrededor, observando la cálida luz de la habitación, la comodidad de su cama y el amor que lo rodeaba. Había dejado atrás su pasado, su vida en las calles, y había comenzado un nuevo capítulo, un capítulo lleno de amor, de esperanza y de un futuro brillante.