El niño, cuyo nombre Rocco luego supo que era Mateo, no se limitó a ofrecerle una simple galleta. Durante un rato, se sentó junto a él en el estrecho hueco entre los contenedores, compartiendo su silencio y el frío de la noche. Mateo le hablaba en susurros, contándole historias de su familia, de sus juguetes, de sus sueños. Rocco, aunque no entendía todas las palabras, sentía el calor de su compañía, la sinceridad de sus palabras, y una extraña sensación de paz que no había experimentado antes. Mientras escuchaba, Rocco recordaba las noches frías y solitarias, el hambre constante, y la falta de cualquier tipo de conexión humana. El contraste era abrumador.

El aroma a comida caliente, que antes le había producido una punzada de dolor, ahora le llegaba como una promesa. Mateo, al parecer, había salido a buscarlo. No solo le había ofrecido una galleta, sino que había regresado con un plato de comida, una porción de la cena navideña de su familia: un trozo de pavo jugoso y un poco de puré de papas que olía a mantequilla y especias.

Rocco comió con voracidad, saboreando cada bocado como si fuera el último. Mientras saboreaba cada bocado, Rocco no pudo evitar recordar cómo había sido su vida en las calles, pero también sintió que cada bocado era una promesa de algo mejor. El sabor de la comida caliente, la sensación de saciedad, le producían una extraña sensación de paz. Era una paz que no se parecía a ninguna otra que hubiera experimentado antes. La suavidad de la comida, la calidez que sentía en su estómago, se extendía a su corazón.

Mientras comía, Mateo le acarició la cabeza, con una suavidad que le sorprendió. No era una caricia brusca o agresiva, como las que había recibido de algunos humanos en el pasado. Era una caricia suave, llena de ternura, que le transmitía una sensación de seguridad y de pertenencia. Era un gesto tan simple, pero tan profundo en su significado.

Al terminar de comer, Mateo se levantó. - Ven, dijo, extendiendo su mano hacia Rocco. - Mi papá dice que puedes venir a casa con nosotros.

Rocco dudó. La idea de un hogar, de un lugar cálido y seguro, le resultaba extraña, casi irreal. Había pasado tanto tiempo solo, luchando por sobrevivir en las calles, que la idea de pertenencia le parecía un lujo inalcanzable. ¿Podría confiar en esta nueva sensación de calidez? ¿Era esto real, o solo un sueño fugaz?

Pero el frío seguía siendo implacable, y el calor que emanaba del cuerpo de Mateo, el olor a hogar que provenía de su ropa, le atraían irresistiblemente. Mientras caminaban, Rocco observó las luces de Navidad que decoraban las casas. Ya no le pinchaban los ojos; ahora parecían estrellas titilantes, llenas de calidez y promesa. Con un suspiro, Rocco se levantó y siguió a Mateo, dejando atrás el frío de la noche y la soledad de las calles. La mano de Mateo, pequeña pero firme, lo guiaba hacia un futuro incierto, pero lleno de una nueva y tenue esperanza. En ese momento, Rocco supo que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.