Primer y único capítulo:
Se encontraba Fabrice en la penumbrosa selva con el corazón latiendo a mil por horas. El sonido de la hermosa jungla en la noche era tan suave y aterrador, que el mínimo murmullo que escuchaba lo mantenía en un estado de alerta. Apartó él varias hojas de su camino, teniendo mucho cuidado de no hacer ruido, para poder acercarse a la única fuente de luz que a lo lejos podía ver, gracias a los pequeños destellos de luz reflejados en los árboles.
El graznido de un búho le sobresalta, emitiendo así, un pequeño grito que logra tapar con sus manos al observar al animal. Por lo que, controlando un poco sus nervios tomó nuevamente el rumbo de su objetivo; socorrer el fragoroso lamento de una mujer, a la que logró vislumbrar escondido tras varios frondosos arbustos, que ocultaron su presencia al resto de los marinos que habían obtenido una patente de corso del gobierno Francés, que se encontraban alrededor de la dama de cabellos dorados, y de quienes Fabrice huía, ya que la única misión de aquellos corsarios era arrestar tanto a Fabrice, como al resto de los presuntos criminales que habían conseguido escapar del buque varias horas atrás, cuando éste tuvo la desgracia de encallar cerca de la isla de Otaheite*, antes de poder llegar a la capital, rompiéndose así su casco, y de esa manera, quedando los presos que viajaban arrestados en sus camarotes, para enfrentarse a los juicios impuestos por su majestad Carlos I, liberados, quienes no dudaron en nadar apabullados buscando la libertad que creían ellos se hallaba escondida en la ya mencionada isla.
Fabrice observaba con pavor cómo aquellos bucaneros acorralaban a la joven y herida mujer que gritaba desconsolada, tendida sobre los sucios yerbajos de la selva.
Mantenía la rubia con fervor una de sus manos en el gran pedazo de mástil de madera que le sobresalía del vientre y que Fabrice supuso se clavó en el momento del varamiento del barco.
Uno de los filibusteros agarró del pelo a la mujer, ocasionando que emitiese un grito aún más angustioso.
Fabrice se revolvía desde su lugar; temeroso, sin saber qué hacer; preguntándose si tendría alguna posibilidad contra cinco entrenados bucaneros bien nutridos, descansados y, lo más importante; armados. Casi iba él a retirarse, dándose finalmente por vencido, cuando un chasquido caracterizado por la bulla del momento llamó su atención. Aunque Fabrice no fue el único que se quedó observando la eminente y elevada figura de aquel hombre nervado y fornido que había penetrado en el claro, y se había quedado estático y pálido al observar la escena que protagonizaba la joven dama rubia.
Obviamente no esperaba encontrarse en aquella situación al atravesar esos arbustos.
Los marinos guardaron silencio varios segundos y se mantuvieron inmóviles mientras analizaban al varón.
– L'assassin...? –llamó uno de ellos al individuo, y éste le devolvió la mirada, admitiendo así que reconocía su mote.
–Ne me dites pas ce que...! –masculló otro bucanero, elevando la voz por encima de la de su compañero, soltando el pelo de la rubia y agarrando su estoque.
–Vampire! – balbuceó Fabrice desde detrás de las hojas que le servían escudo, temiendo si por culpa del temblor de sus piernas iba a descubrirse a sí mismo, pero no podía evitarlo, sentía mucho más miedo del que nunca antes había experimentado.
Recordó entonces que los presos del navío habían cuchicheado acerca de que a bordo viajaba también el galardonado como: "El más temido y cruel asesino del siglo", quien atormentaba las calles de París, degollando a mujeres inocentes, mancebas, hermosas, para después, alimentarse así de su sangre, pues creía el asesino que así mantenía su lozanía, aunque esa información no la propiciaban los periódicos.
El asesino obtuvo el sobrenombre de "El Vampiro" porque drenaba la sangre de sus víctimas, dejando a los cuerpos sin ninguna gota de la misma.
Decían los prisioneros que mantenían al monstruo en una celda bien apartado del resto, sin ventanas, sólo con una pequeña trampilla que servía a su vez de respiradero y de portezuela para proveerlo de comida– aunque eso no sucedía muy a menudo. Preferían tener los marineros al asesino bajo mínimos, por lo que pudiera pasar. –. Fabrice pensó que era sólo un cuento para mantenerlos asustados, dado que los asesinatos en el país habían parado. Concedió que quizás "El Vampiro" había muerto víctima de un puñado de personas que se habían tomado la justicia por su propia mano, o que pudiera haber abandonado Francia para comenzar otro nuevo capítulo en su libro de homicidios sin que nadie le pisara los talones. Sin embargo, allí estaba, frente a ellos, tranquilo, imponente e inexpresivo. Fabrice sólo pudo ver una mueca parecida a una sonrisa cuando los corsarios empuñaron sus espadas y salieron corriendo tras él, dejando sola a la mujer, sin importarles lo que le pudiera suceder y que La Muerte pudiera estar esperándola escondida tras algunos arbustos, tal y como lo estaba Fabrice.
Aunque a Fabrice le doliesen los gemidos de la joven como si fuera él mismo quien tuviera una gigantesca astilla atravesándole el estómago, esperó tras los matorrales algunos minutos más antes de salir en su rescate, para asegurarse de que no había nadie más por allí, y que ninguno de los dos corrían peligro. Aprovechó entonces para admirar a aquella dama de forma más detenida; su raquítico cuerpo estaba cubierto con harapos sucios y rotos, y se encontraba descalza. Fabrice pensó que quizás fuera una de las primeras presas del buque, que había estado de maniobra seis meses, buscando a cada uno de los acusados que habían huido de Francia para tratar de aferrarse a ese último resquicio de libertad que querían mantener a pesar de los delitos cometidos, y que por eso su aspecto estaba ya demacrado y su complexión era tan enfermiza.
>>Si Fabrice hacía un esfuerzo y fruncía el gesto, entrecerrando un poco así sus ojos, podía divisar desde la lejanía sus marcados pómulos. Se preguntó entonces si la mujer podría caminar...
¿Debería irse? No podía permitirse que lo volvieran a capturar por cargar con un lastre, de todas formas, él era inocente, sólo estuvo en el lugar equivocado en el momento equivocado, sólo que cuando explicaba que se encontraba recolectando plantas medicinales para la botica que mantenía con su afable y anciana madre en el momento en el que encontró el cadáver de aquella niña de apenas diez años, nadie lo creía; ¿acaso ninguna persona era lo suficientemente avezada de ver que con su forma física sería incapaz de tumbar a una simple mariposa?
Los cabellos rubios de la chica caían en una maraña mal hecha y sin brillo hasta sus caderas y sus enjutas manos sujetaban el trozo de madera que la mataba un poco más a cada minuto que pasaba.
"Quizás ya es demasiado tarde"– pensó Fabrice.
Pero fue entonces, cuando la mujer abrió sus garzos ojos, y como si hubiera sabido de la presencia de Fabrice desde que se agazapó entre los matojos, lo miró directamente a los ojos; la suplicante mirada de la dama contra la timorata y aprensiva de Fabrice.
Ella movió sus labios sin dejar salir su voz, pero Fabrice la entendió:
–Aidez-moi, s'il vous plaît...
Fabrice ya no pudo encontrar ni un ápice más de duda en su organismo, alguien le estaba pidiendo ayuda, y cuando eso pasaba, era imposible para él no recordar los días atendiendo enfermos con su madre, sanándolos, acompañándolos en sus últimos momentos, dándoles consuelo cuando ya no les quedaba nada; ¿qué pensaría Madeleine, su madre, si él abandonaba a una víctima de las circunstancias sin intentar siquiera ayudarla?
"No es altruismo, se trata de nuestra profesión."–Le explicaba Madeleine a Fabrice, con la intención de hacerle comprender por qué, incluso cuando ella estaba enferma, salía de su cama para curar las heridas de los dolientes. Y Fabrice ya tenía quince años, no era más un niño. Aquel también era su trabajo ahora, así que esa chica acababa de convertirse en su responsabilidad.
Cogió aire antes de salir al claro, presenciando aún mejor la tremebunda lesión de la joven. Se preguntó Fabrice cómo podía ella seguir respirando. Se acercó con cautela, y se arrodilló justo en frente a la chica, acto seguido le preguntó su nombre, sin embargo, se dio cuenta de que la rubia podía mantener sus párpados abiertos a duras penas, por lo que, cuando Fabrice cambió su táctica y se dirigió a levantarla, se le presentó otro interrogante: ¿cómo lo hacía?, ¿cómo levantaba a la mujer sin ocasionarle más daño del que ya estaba sufriendo?
Si bien Fabrice no tenía apenas idea de dónde debía de ir para resguardarse de todo el peligro que acechaba en aquella selvática isla, lo que sí entendía era que, si no quería ser apresado por los corsarios y ser juzgado por un crimen que no había cometido, mucho menos tropezarse con ningún asesino, y por alguna razón que no llegaba a entender; Fabrice tenía el presentimiento de que, si no salía de allí pronto, – con, o sin la chica. – acabaría por ser descubierto.
–Sácalo...–. Escuchó Fabrice que murmuraba la mujer en su mismo idioma.
–Está delirando...– masculló él entonces y aproximó su brazo a la frente de la chica para medir su temperatura, pero al ver lo mugrientas y embarradas que tenía las manos, se retractó, pensando el imberbe Fabrice que así sólo conseguiría mancillar la belleza de la mujer que se hallaba tendida frente a él. Magra y consumida, pero hermosa de todas formas.
¿Desde cuándo le importaban a Fabrice aquellas cosas?, Lo primordial, al fin y al cabo, era salvar vidas; no todos esos disparates de belleza y finura que caracterizaban los rasgos de una mujer.
La mano de la joven se sacudió en un intento de ascenso, que finalmente consiguió, pero Fabrice corrió al encuentro de la rubia y apretó su palma contra la suya para evitar que siguiera temblando por el esfuerzo.
La mujer llevó de nuevo su mano, ahora junta a la de Fabrice, al trozo seco de mástil que le sobresalía del vientre, y se esforzó por mantener abiertos los ojos y mirar imperturbable a Fabrice.
–Sá-ca-lo. –Enfatizó con furia, vocalizando torpemente.
–No puedo. –Farfulló temeroso, pues él jamás había tratado a nadie con una herida semejante. De esos casos (tan graves); se encargaba su madre.
–¿Por... qué... no...? – preguntó con voz ronca la rubia.
–¡Vas...!, ¡vas a morir! – sentenció Fabrice.
–Vamos... puedes...ha...hacer un torniquete con tu camisa...– Consiguió decir ella.
Fabrice miró a la mujer, luego dirigió la vista bajo su cuello, mirando su hedionda prenda. Repitió el proceso varias veces. Se dio cuenta entonces de que la mujer lo ganaba en madurez. ¿Significaba eso que debía obedecerla? Al menos eso era lo que le decía su madre, o su párroco, no lo recordaba con seguridad; que tenía que respetar y obedecer a sus mayores, ¿pero y si aquella rubia sólo estaba actuando así a causa de la fiebre?, ¿tenía acaso fiebre?, Fabrice no lo sabía, ni si quiera se había atrevido a tocarla, ¿cómo demonios iba a hacer entonces aquello que le pedía?
–Mi camisola está muy sucia... se te podría infectar la herida, y créeme, eso es lo último que necesitas.
La joven intentó reírse de mala gana, pero falló. La sangre le cayó a borbotones por la boca, dándole un aspecto muy poco femenino cuando la escupió.
–¿Lo...último...que necesito...?, vamos, lo último que necesito es... seguir teniendo esta cosa atravesándome el hígado. Moriré también si no me lo quitas.
En ese punto de la discusión, Fabrice fue consciente de cómo el sudor frío comenzaba a caerle por la frente. No sabía qué hacer. No se veía capaz si quiera de moverse.
La chica frunció el ceño tanto como pudo.
–Gracias a Dios que al menos uno de los dos en un auténtico hombre. – Le escupió las palabras a Fabrice. –No... seas cobarde...vamos..., ¡sácalo! Sólo entonces podremos salir de aquí...
–¿¡Qué!?– preguntó Fabrice, pues en ese momento sólo era capaz de escuchar el latido de su desbocado corazón palpitándole con fuerza en la garganta.
Apretó la rubia la mano de Fabrice sobre la irregular y puntiaguda superficie de la enorme astilla, y cuando lo hizo, apartó ella la suya, llevándosela con dificultad a la boca, donde no dudó en morderse el dorso, a pesar de la suciedad y el barro que había en ella. Fabrice pensó que si seguía así iba a hacerse otra herida.
La mujer asintió levemente en dirección a Fabrice, asegurándole de aquella manera que estaba lista.
Fabrice la oyó respirar fuerte por la inquietud.
–Está bien... está bien...– dijo para sí. –Eres un hombre, puedes hacerlo.
Fabrice inspiró varias veces, y se aseguró de tener el trozo de madera del mástil lo suficientemente apretado para poder sacarlo del vientre de la mujer de una sola vez. Miró a los ojos a la rubia y notó que ésta había cerrado los suyos; anticipándose al dolor, y tras ello, jaló todo lo fuerte que pudo.
Cayó de espaldas Fabrice y aguardó varios segundos en esa posición al no escuchar ningún clamor por parte de la joven, pero entonces se dio cuenta que sus manos sostenían el gigantesco y puntiagudo madero. Trató de recomponerse lo más pronto que pudo, orgulloso por su hazaña, queriendo mostrársela al mundo, aunque en aquel claro sólo estaban él y la mujer.
Colocándose Fabrice de nuevo de puntillas frente a la joven, notó su determinación vacilar; primero al oler el horrible hedor de la sangre fresca, y después; al observar el gigantesco charco de flujo que ahora crecía bajo el cuerpo de la rubia, y cuya fuente emanaba de su abdomen.
–Bien hecho, madeimoselle. –Alcanzó ella a decirle, mostrándole la mejor sonrisa que podía. –Casi me has parecido un auténtico hombre...–Ronroneó ella.
Fabrice dejó escapar todo el aire de sus pulmones. Estaba muy nervioso, pero reconoció el buen humor de la mujer y su espectacular uso de la ironía a pesar de las circunstancias.
–Por cierto... mi...– no dejaba de hacer aspavientos con la cara. –nombre...me llamo... Louise...– Se desmayó.
Fabrice se apresuró a hacer algo que nunca hubiera ejecutado si Louise siguiera consciente, y fue el orinar sobre la herida abierta, ya que, gracias a los ácidos y la creatinina que ésta contenía, ayudaba en el proceso de cicatrización. Después, se azuzó en quitarse la mugrienta camisa, tropezándose varias veces consigo mismo por el nerviosismo.
>>Cuando al fin había expuesto su raquítico cuerpo al resto de la selva, se encargó de anudar la prenda que con anterioridad cubría su torso alrededor de la lesión que presentaba Louise, de forma torpe, sin rozarla demasiado, para luego, agarrarla por las axilas y girarla hasta engarzarla a su espalda, donde la acomodó.
>>La sujetó por los muslos una vez que consiguió que sus brazos cayeran por sus hombros, finalmente; echó a correr, o al menos eso fue lo que Fabrice intentó, pero si caminar le resultaba difícil debido a la depauperación, el hacerlo con Louise sobre la espalda, lo complicaba un poco más.
Parecía llevar Fabrice varias horas caminando por la inmensidad del boscaje cuando tropezó con una raíz debido a que, por el cansancio, no podía levantar los pies del suelo tanto como a él le hubiera gustado.
Estaba empapado en sudor y la sangre de la joven hacía rato que había dejado de caerle, caliente y pegajosa, por la espalda, aunque seguía notando cuán tórrida seguía la herida, y sabía él que tenía que hacer algo en cuanto a ella, ya que no iba a cerrarse por sí sola.
Louise no había despertado desde el momento en el que se desmayó en el claro. Si no hubiera sido porque notaba las débiles palpitaciones de su cansado corazón, Fabrice hubiera pensado que Louise había muerto durante la caminata, pero, aunque así fuese, no encontraba él una explicación por la cual no podía simplemente soltarla y abandonarla. Con un poco de suerte; le serviría de distracción al asesino, y eso le daría a Fabrice una oportunidad para escapar.
Al levantar la cabeza, se dio cuenta de que el agua ahondaba la tierra y pululaba a sus anchas por allí, haciéndose hueco entre ella por un minúsculo camino que había creado, sólo visible desde la posición en la que Fabrice se encontraba.
Arrodillándose como si fuera un esclavo suplicando perdón, y cargando aún con Louise, siguió la senda que el agua fue dejando, hasta que encontró la entrada a una gruta, y sin preocuparse de quién pudiera haber adentro; animal, persona, o cruel y despiadado asesino, se adentró en ella, concentrado sólo en hallar la fuente de aquel ínfimo río que había estado siguiendo lo que a él le había parecido una eternidad; y ocultarse de los peligros de la noche y de quienes acechasen en ella.
>>Para su suerte, no sólo no había nadie en la profundidad de la caverna, sino que tuvo el privilegio de encontrar una terma, creada gracias a la no impermeabilización de las rocas y la fuerza con la que las gotas de lluvia, que se filtraban por éstas, golpeaban la tierra.
Fabrice dio la gracias a su Dios por tan maravilloso regalo; una enorme bañera con agua potable.
>>Posó el cuerpo de Louise en el borde de la terma, postrándolo con cuidado a su lado, su piel estaba tan pálida, su tacto era tan frío, y su respiración tan superficial y ligera, que pareciera Fabrice acabar de recostar un cadáver.
Suspirando varias veces para recobrar el aliento; Fabrice metió el gaznate en el interior de la terma y aspiró el líquido con avidez. No se había dado cuenta de cuán sediento estaba hasta que comenzó a beber. Se deleitó con la pureza del agua, y de cómo ésta parecía limpiar y arrastrar con ella todos sus malos pensamientos y los últimos meses de su vida a bordo del navío. Siguió sorbiendo por un buen rato.
Cuando Fabrice estuvo más o menos satisfecho, se apresuró a limpiarse las manos en lo más profundo del estanque que alcanzara, para luego recoger agua de la superficie y mantenerla entre sus palmas juntas hasta colocarlas en los labios de Louise, obligándola a beber. Repitió el proceso varias veces.
>>Tras eso, transportó el cuerpo de la joven dentro de la terma, para luego imitar él mismo el gesto, no sólo para poder ayudar a Louise a lavarse, sino para procurar que el fluido desinfectara la abertura que le atravesaba el estómago.
Fabrice observó cómo una de las veces que limpiaba la herida, Louise contraía el gesto.
"Sigue viva." – se instó Fabrice.
Había hecho bien en no abandonarla. Podría salvar su vida. Demostraría al fin su valía. Volvió a sentirse animado debido a la tan positiva estimulación que le producía la situación, y Louise sería la prueba de su talento y competencia.
Y así; Fabrice hizo de Louise su reto personal.
Pareciera que el agua pura se había llevado el cansancio de Fabrice; tal y como lo hizo con el sudor y la suciedad, por lo que éste decidió no perder más el tiempo y se puso en marcha con el plan de demostrar su capacidad;
A pesar de que el miedo recorría cada una de las escuálidas articulaciones de Fabrice, éste volvió a salir de la sima para conseguir todos los tarugos y leños que cupieran en sus escuchimizadas manos, y aunque el bosque era lo suficientemente oscuro en la madrugada, consiguió también recolectar algunas brácteas frescas, que arrancó directamente de las ramas de los árboles; las más grandes que encontró, y varias bayas que sabía él no eran venenosas. Cuando Fabrice no podía cargar con nada más, volvió a la gruta en la que había dejado a Louise reposando, y la aprovisionó con alimentos, una lumbre para que se calentara, y por último, le facilitó una almohada, enrollando cada una de las grandes hojas que había recogido sobre las otras, y más tarde, y quedando bastante satisfecho con su hazaña, Fabrice se tumbó al lado de Louise, dándole las buenas noches y por fin, después de varios meses en aquel sucio e incómodo buque, no sólo durmió, sino que descansó.
Las horas trajeron consigo el amanecer, y la noche otra vez, y así, los días en los que Fabrice y la joven rubia se mantenían a salvo en la gruta, libres de astutos corsarios y viles asesinos, pasaron, aunque Fabrice y su voluntad eran los únicos que no cambiaban; seguía cuidando lo mejor que podía de Louise, lo que prolongaba su "horario de trabajo", y hacía persistente su cansancio, sin embargo, el muchacho no paraba de repetirse a sí mismo que le gustaba que Louise lo mantuviese ocupado. No sabía qué podría haber hecho si jamás se hubiera topado con la joven rubia, si en todo momento hubiera estado sólo y su único aliciente hubiera sido su libertad.
>>De nada le servía la libertad si estaba muerto. Por lo que, gracias a la constante soledad y siendo consciente de que había un monstruo correteando a sus anchas por la isla, era casi seguro que Fabrice se hubiera acabado entregando, apelando a la buena fe de los corsarios, y después de los jueces, quienes reconocerían su inocencia y lo dejarían regresar a casa con Madeleine. Pero con Louise; Fabrice tenía un motivo por el que prevalecer.
Tras varios días más, y gracias a los conocimientos que Fabrice tenía de botica y de plantas medicinales, su compañera había mejorado notablemente a base de mantener su herida cubierta con la propia camisa de Fabrice, que se encontraba cubierta con un ungüento de pulpa de aloe vera, que ayudaba a cicatrizar las heridas, brebajes de poleo, y comidas a base de triturar raíces beneficiosas para la salud.
Aquello no se le daba a Fabrice tan mal como su madre le había hecho pensar. Se empezaba a sentir confiado.
Pasaron un par de semanas en las que Louise y Fabrice disfrutaban del placer que era resguardarse en las entrañas de la gruta. El ambiente en el exterior parecía haberse relajado, por lo que el muchacho llevaba varias tardes alejándose más de su tan preciada sima para ir al encuentro de víveres y conseguir más plantas que pudiera usar para aliviar el dolor de Louise, pero aquel día, Fabrice encontró algo que no pensó jamás que hallaría:
Un lamento ultrajó los oídos de Fabrice, y sintiendo una especie de deja-vu, corrió a atender a la persona que tan abatida parecía, aunque para su sorpresa, cuando se acercó más a la zona de la que provenía el grito, lo que encontró fue a un corsario muy malherido y tendido en el suelo, implorando ayuda, sollozando con amargura, con un tajo horripilante y profundo que iba desde la zona alta del muslo hasta el hombro contrario.
Vomitó Fabrice lo poco que había comido aquel día.
El marino no paraba de emitir quejidos, dolorido, hasta que finalmente exhaló su último suspiro.
Como buen cristiano, Fabrice no podía dejar a aquel filibustero morir así. Su madre tampoco lo aprobaría. Y mucho menos su párroco.
>>Se acercó a él muy lentamente, y cuando estuvo a su lado; se agachó, y con dos dedos de la misma mano; le cerró los ojos al cadáver de la persona de la que días antes había estado huyendo.
Estaba Fabrice rezando una oración por el alma del corsario cuando escuchó un crujido en uno de sus costados, y al girar la cabeza para advertir de dónde procedía el ruido, sintió como se le helaba la sangre y su corazón dejaba de latir. El miedo no le dejaba moverse. Tampoco podía dejar de mirar la eminente figura, alta y nervuda, y ahora recubierta de sangre. Llevaba en su mano derecha un fino y letal estoque.
Rápidamente, Fabrice buscó por los al rededor del recién fallecido bucanero hasta que dio con lo que estaba buscando. De una de las manos del marino, retiró su espada, y la mantuvo en alto a la vez que se enderezaba, enfrentando con valentía al asesino, aunque el tembleque de sus piernas le quitaba cierta credibilidad.
Ambos se miraron por algunos segundos sin decir ni hacer nada.
Consideró Fabrice que no era bueno que aquel hombre apreciara cómo a él se le descomponía el rostro cada vez más. Por lo que, empezó a dar varios pasos hacia detrás. El asesino negó con la cabeza varias veces, y elevó la mano con la que no portaba la espada para indicarle a Fabrice que se detuviera.
–Tú, oye, ¡espera! – Fabrice se paró en el acto, paralizado por la congoja; ¿le estaba "El Vampiro" hablando directamente? –Me llamo Morgan, ¿y tú, chico?, ¿cuál es tu nombre?, ¿sabes dónde hay comida? – no paraba de interrogar.
Pero Fabrice no era tan tonto. No iba a confiar en él. No cuando en la espada que portaba reposaba todavía la sangre del bucanero al que había dado muerte.
Agarró bien el acero por el mango, con cuidado de no clavárselo cuando comenzase su carrera, y echó Fabrice a correr por el ancho bosque, y Morgan no tardó en perseguir al muchacho en cuanto comprendió sus verdaderas intenciones.
Fabrice dio las gracias a que la adrenalina había tomado el control de su cuerpo y había echado a un lado la turbación, el desasosiego y la cobardía que le impedían moverse.
>>Sabía él que la complexión de aquel malvado hombre era mucho mejor que la suya, pero Fabrice contaba con una ventaja que el asesino no discernía; que conocía aquella parte de la frondosa foresta mucho mejor que él. Por lo que, mientras Morgan lo llamaba una y otra vez a sus espaldas, él trataba de confundirlo correteando en zigzag por la arboleda, sin embargo, Fabrice era consciente de que eso no detendría al asesino, ¡ni siquiera los corsarios pudieron!, ¿cómo podría él?; Morgan no se daría por vencido hasta que se sintiera totalmente fuera de peligro, y aunque lo que Fabrice estaba a punto de hacer iba en contras de todos sus principios, no le quedaba más remedio si quería conservar su vida, la de Louise, y la de todos los náufragos que pululaban por la isla.
–¡Muchacho, no es lo que crees! – gritó una vez más. –¡Puedo explicarlo!
La táctica de Fabrice estaba dado resultado, había conseguido despistar a Morgan, eso le daba varios minutos de ventaja para comenzar a urdir el plan cuyas consecuencias amenazaban con no volver a dejar dormir a Fabrice nunca más.
–Créeme... yo... no...– Hubo una pausa. La voz de aquel hombre cada vez se escuchaba más y más lejos. –Es... la... verdad...
Se escondió Fabrice tras un árbol con la corteza lo suficientemente grande para ocultar su figura, blandió el estoque, llevándolo por encima de su cabeza y lo sacó a la selva, colocándolo de perfil, y confiando en que, por los múltiples reflejos del sol, que rebotaban en las hojas de los árboles; Morgan no diferenciaría lo que se interpondría entre su cuello y el resto del bosque.
Fabrice gritó hasta quedarse sin aire, para avisar al asesino de su posición, y poco después volvió a sentir crujir los yerbajos secos bajos pies, que se resentían a las pisadas del corpulento Morgan.
El corazón de Fabrice empezó a latir mucho más rápido que cuando corría. El asesino no detuvo su carrera, y movía éste su cabeza en todas las direcciones buscando a Fabrice y lo que había causado su grito. Lo que no se esperaba Morgan, es que tras un breve parpadeo, la oscuridad inundara su mundo y la luz jamás volviera a alumbrar sus días.
Fabrice oyó primero un clamor, y después sintió el suelo vibrar levemente, y tras ello, un sonido penetrante que se apoderó de sus pensamientos: ese debía de ser el cuerpo de la enorme bestia cayendo.
Sin mirar lo que él mismo había desencadenado, dio un rodeo, cargando aún con el estoque, y tratando de no soltar las tripas por la boca, para regresar a la gruta ahora a ritmo tranquilo, aunque se encontraba Fabrice horriblemente exhausto y fatigado. Observaba con pesar la sangre en la espada que revelaba su pecado.
Fabrice se repitió varias veces que lo que había hecho le aseguraba en el futuro la vida a muchísimas otras personas. Un alma para salvar cientos, sin embargo, eso no conseguía calmar la consciencia del chico.
Mientras el muchacho transitaba por la lúgubre caverna, advirtió los pequeños retazos de la fogata que dejó encendida, y el cuerpo de Louise reposando en el lugar en el que lo dejó. Suspiró aliviado; al menos Louise estaba bien.
Fabrice se volvió, quedando frente a la entrada de la gruta, y se preparó mentalmente para enfrentar una dura eternidad de lamentos por haber actuado como sólo Dios podía; decidiendo la existencia de un ser humano. Intentaba concentrarse en mantener la calma cuando una voz le sobresaltó:
–¿Estás bien?
Al mirar la fuente desde la que provenía aquella voz, no pudo expresar en su rostro la marea de emociones que comenzaron a inundarlo en aquel momento;
La joven se encontraba apoyada sobre uno de sus antebrazos y lo observaba con atención, admirando cómo Fabrice le devolvía la mirada: con mucha alegría, entusiasmo y cierto frenesí.
–Estás... vaya... no puedo creerme que...–tartamudeó.
–¿Siempre eres tan elocuente? –Bromeó Louise con voz ronca. Tosió varias veces al hablar. Al intentar erguirse un poco más, para mantener el esófago recto, exhibió una mueca de dolor.
Fabrice se levantó y corrió en su ayuda, posando la espada en el suelo, junto a ambos. No la necesitaba por el momento, ya la recogería luego para recordarse todo el daño que había causado.
Se apresuró a hacerle un cucharón con las manos, hundirlas en la terma y luego darle de beber a su recién recuperada paciente para que se aclarase la garganta. Tras varias semanas sin hablar. Tendría que tenerla muy seca.
–Oh, Dios mío, ¿estás bien?, será mejor que no hagas movimientos bruscos. –Le dijo Fabrice mientras incorporaba a Louise del todo y le daba de beber.
Louise rió ante la exagerada preocupación de Fabrice, y este último frunció el ceño; ¿de qué se reía?, ¿no comprendía que él era el que la había estado cuidando todo ese tiempo?, Ella era su gran logro personal y sin embargo se lo tomaba a broma.
–Créeme chico, tú pareces estar mucho peor que yo...– Le limpió la chica con mimo a Fabrice el sudor de la frente.
–Soy... me llamo Fabrice. –Se dio cuenta de que la mujer no conocía aún su nombre.
–Pues... estoy encantada de saber al fin el nombre de mi héroe. Fabrice. –Sonrió entonces la joven, provocándole al muchacho que su corazón diera un vuelco.
–Yo... eh... no es nada... yo solo... te he estado poniendo un ungüento... sé...sé hacerlo porque... soy boticario... y...y...
–Vaya, joven, gallardo, y con empleo, ¿algo más?
Fabrice mostró la encía al sonreírle a Louise, y al hacerlo, la luz que entraba desde la apertura de la gruta, se reflejó en el metal del estoque, y tras ello, en los dientes de Fabrice; y fue entonces cuando Louise se percató de la espada que yacía en sus costados.
–Fabrice... ¿de dónde has sacado esto?
Fabrice dio un respingo ante la mirada preocupada de la joven. Louise lo notó y eso hizo que aumentase su curiosidad.
–Encontré a uno moribundo en la selva mientras buscaba algo de comer, pero... –Fabrice se llevó las manos a la cara, ocultándosela a Louise. Quería mostrarse audaz e intrépido ante ella. No quería que lo viera titubear.
–Pero no traes comida...– acertó.
Fabrice se revolvió incómodo desde su sitio y miró entonces a los ojos garzos de Louise.
–No, lo siento, yo...
–¿Qué te ha pasado?, es obvio que me ocultas algo... puedes confiar en mí. –Sonrió la joven.
Fabrice negó varias veces con la cabeza.
–¿Reconoces de quién te hablo si te digo "El Vampiro"?
El color de la piel de Louise se tornó tan blanca y clara que Fabrice pensó que en algún momento podría ver a través de ella.
–Bueno...siendo mujer, y viviendo en París...–Louise sonrió de mala gana y desvió su vista al suelo. –No hay manera de no reconocer ese nombre... –Volvió a mirar la espada, en especial la sangre que se hallaba en ella. –¿Has acabado con él?, ¿lo has matado? –. Casi parecía entusiasmada.
La cara de Fabrice empalideció y sus labios se transformaron en una fina línea.
El silencio reinó durante varios minutos, pero al comprender Fabrice que Louise no aceptaría que no le diera una respuesta, decidió decir:
–Era... era o él o yo... ¡si yo no...!, ¡me hubiera matado!, ¡era más rápido que yo!
Louise mordió su labio inferior para aguantarse una risilla, pero falló en su intento, y acabó carcajeándose.
Fabrice no pudo ocultar su desconcierto.
–Fabrice, tonto, "El Vampiro" no mata a hombres. – añadió esta vez la joven intentando peinar el descuidado alboroto que era el cabello de "su héroe".
Volvió a negar el muchacho con la cabeza después de atrapar la mano de Louise con la suya y apretarla con fuerza, intentando que, de esa manera, pudiese ella sentir su pánico.
–¿Cuándo dejan los monstruos de ser monstruos?
–¿Éh? – Louise entrecerró los ojos y ladeó la cabeza, acercando más uno de sus oídos a la mandíbula del muchacho, como si su duda procediera de no haberse enterado bien de la pregunta que Fabrice le había formulado.
–Louise... – El muchacho le sonrió a la joven con cierta añoranza. Pudo descubrir la joven rubia un pasado triste en los ojos del muchacho. – Los monstruos nunca dejan de ser monstruos; es su naturaleza. Cada quien tiene la suya, y los asesinos son seres egocéntricos e imparciales que sólo miran por ellos mismos, así que, aunque ese tipo prefiera acabar con la vida mujeres, estoy completamente seguro de que, si la situación lo requiriese, si su vida dependiera de ello, siempre se elegiría a sí mismo por encima del resto. Así que sí, estoy seguro de que "El Vampiro" me hubiera matado, igual que lo hizo con aquel bucanero, y de la misma forma que lo haría con niños o soldados si fuera necesario.
–Y... ¿qué sabes tú sobre todo eso?
–Sé cómo piensan ese tipo de bestias. Es todo. –En la mirada de Fabrice distinguió Louise el brillo de la nostalgia. Su tono era cortante, sin embargo, ella siguió insistiendo:
–¿Has... hablado con él?
–No.
–¿Entonces nadie sabe que estamos aquí? – interrogó la rubia sin ofrecerle a Fabrice un respiro.
Fabrice volvió a negar con la cabeza.
–No. Estamos a salvo.
Louise suspiró aliviada por las palabras del chico, pero cuando advirtió su angustia, no tardó en posar una de sus manos sobre su hombro, el cual apretó varias veces con suavidad.
–Si era un monstruo... ¿por qué te preocupas?
Fabrice cambió de postura, y se acomodó para abrazar sus rodillas. Acto seguido metió la cabeza entre sus piernas y rió con reticencia.
–¿Sabes...?, huimos de un juicio, pero tras la muerte todos nos enfrentaremos a uno. El más importante de todos. – espetó.
–¿Te preocupa ir al infierno? – Pareció burlarse Louise del temor de Fabrice.
–He pecado. – Se encogió de hombros, aceptando su destino.
Louise clamó con las manos en el aire, exasperada:
–Has acabado con un asesino, ¡las mujeres del mundo deberían de estarte agradecidas!, ¡yo lo estoy!, ¿es que eso no cuenta?
Fabrice miró a Louise con recelo. Empezaba a crisparle que ella no entendiera nada.
–Ni él ni yo teníamos el derecho para decidir sobre la vida de nadie. Eso es un beneficio que sólo se le atañe a Dios. – añadió en tono seco.
Louis abrió mucho los ojos, sorprendida por las palabras toscas de Fabrice.
–Quizás... "El Vampiro" nunca quiso matar a nadie, quizás la muerte era solo una desafortunada consecuencia de lo que verdaderamente le interesaba.
–¿Ahora lo defiendes? – preguntó Fabrice irritado.
–¿Y tú lo juzgas? – La joven sonó airada.
–No... lo trato por lo que es...era...–. Se retractó. –; una horrible bestia que se divertía drenando la sangre de sus víctimas.
–Es cierto...– concedió Louise, desviando la mirada y pasándose la mano por la rubia cabellera. – eso es asqueroso... ¿por qué crees que se bebía la sangre?
–¿Se la bebía? –Fabrice elevó ocho octavas tu tono al mismo tiempo que abría mucho sus ojos, asqueado por la imagen que luchaba por quedársele grabada en su retina.
–Le dicen "El Vampiro". –Refunfuñó.
–Pero eso es porque desangra a sus víctimas, no porque se la beba.
–¿Entonces qué más crees que se puede hacer con la sangre? He oído que tiene muchas propiedades curativas y rejuvenecedoras.
Fabrice miró a Louise entrecerrando los ojos, gruñendo y rezongando.
–La belleza exterior no es más que el encanto de un instante, Louise, una convención, una moneda que tiene curso en un tiempo y en un lugar. La apariencia del cuerpo no siempre es el reflejo del alma. No creo que nadie tuviese el valor de matar sólo por algo tan efímero.
–Hablas como un hombre. – concedió Louise.
El muchacho se encogió de hombros por enésima vez.
–Pero aun así... habiéndome tenido sólo para ti, tendida e insconsciente estas semanas... ¿no has sentido la tentación?
Fabrice negó.
–¿Ni una sola vez? –Louise se sentía descolocada, pues siempre había presumido ella de su gracia.
–Ni una sola.
–Vaya... no sé cómo sentirme al respecto...– Louise miraba a todos los lados, evitando topar con los ojos de Fabrice, que la escrutaban con dureza. –¿pensaste al menos que era hermosa?
Fabrice rió con sorna, desencajando así, aún más, la mandíbula de Louise.
–De hecho, Louise, eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida, lo cual, no dice mucho a tu favor...
Louise intentó retener sus ganas de abofetear a Fabrice.
–Veo que tenemos diferentes puntos de vista, Fabrice, para mí; lo admirable es que el hombre siga luchando y creando belleza en medio de un mundo bárbaro y hostil.
–Lo digno es que, con la ayuda de Dios, intentemos hacer de su reino, un lugar decente. La hermosura es sólo una tiranía de corta duración. –espetó sin reprimir su enfado.
–¿Pero y si se encontrase la manera de mantenerla? –consultó Louise.
–¿Y cómo se podría...?
Louise se revolvió y en un gesto rápido, recogió la espada del suelo de la gruta, la blandió y se la clavó con vesania a Fabrice en el estómago, para luego retorcerla varias veces, deleitándose en los gritos de dolor del muchacho. Pasado un tiempo la extrajo, y Fabrice, no pudiendo mantener el equilibrio, pese a estar sentado, calló de espaldas.
Las lágrimas le desbordaron los ojos. El desconsuelo era evidente y el miedo; palpable.
Louise se le acercó todo lo que pudo, arrastrándose por el suelo. Escudriñó el brillo de turbación y receloso en los ojos de Fabrice, y volvió a sentir aquel cosquilleo que solía experimentar cada vez que alguien le suplicaba en silencio por su vida.
–Por... ¿por qué?... – Las lágrimas de Fabrice desafiaban la coyuntura, amenazando con no detenerse nunca.
–¡Porque tienes razón, Fabrice, muchacho! –chilló Louise, asomada en el campo de visión del moribundo. –. Soy un monstruo... y "los monstruos no pueden dejar nunca de serlo" ...
–... ¿¡Tú...!? tú eras... ¡imposible...! – No sabía Fabrice si tartamudeaba a causa del miedo, o porque se estaba atragantando con su propia bilis.
Louise mostró una sonrisa cínica; la más hipócrita y descarada que Fabrice vio nunca, y por descontado; la última que alcanzaría a ver.
–¿Creías que los corsarios sólo transportaban a un asesino?; ¡es tu culpa por haber juzgado antes de conocer!, ¿pensaste que podías confiar en mí por ser una mujer?, ¡já!
–¿Por... por qué? – volvió a preguntar Fabrice.
–La sangre, Fabrice, – decidió entonces explicar Louise. –la sangre de jovencitas flagrantes... ¡beberla me mantiene joven y bella!, por lo que debo concedértelo; no eres tan necio como yo pensaba: si tuviera que elegir entre otro alguien, y yo misma, siempre me elegiré a mí, y ahora, Fabrice, que parece ser que "El Vampiro" está muerto; que tú lo has matado, puedo yo puedo empezar de cero en cualquier otro lugar.
Los sollozos de Fabrice resonaron más alto que las desvergonzadas carcajadas de Louise.
–Seré infinita.
Fabrice empezó a toser; cualquier atisbo de esperanza que le quedase a él de sobrevivir empezaba a marchitarse.
–Ahora sí que vas a ir al infierno, Fabrice, has matado a un inocente, y devuelto a la vida a una bestia...– Louise rió con sorna. –Dime una cosa, muchacho, ¿te arrepientes de haberme salvado?
Se miraban Fabrice y Louise con una intensidad vehemente.
–Solo... me arrepiento de... haber... arrebatado una vida... –consiguió decir Fabrice.
Louise entrecerró los ojos. No podía creer la respuesta que el muchacho le había dado.
–Así que... incluso conociendo quién era, qué hacía... ¿me hubieras salvado?... ¿por qué? –titubeó con verdadera incertidumbre.
–"Porque es mi naturaleza".
Quedó Louise muy insatisfecha con la respuesta de Fabrice; porque le hizo caer en la cuenta de que finalmente, el muchacho había demostrado más madurez que ella a lo largo de sus ochenta y siete años de vida.
El aprecio al prójimo y la valoración que Fabrice establecía del aporte de cada quien, por el simple hecho de ser humano, no hacía más que provocarle nauseas a Louise, quien se había criado en el libertinaje y la indecencia de hacer lo que quisiera sin pararse a pensar en las posibles consecuencias, por lo que, siendo consciente de que era ya incapaz de seguir disfrutando de la agonía de Fabrice; se urgió Louise para degollar al chico y ponerle fin a su vida, quien, hasta su último suspiro, observó los ojos de la no tan joven mujer, y cuando ésta lo imitó, quedó petrificada al no ver furia ni miedo en ellos, sino tristeza, y no por él.
>>No penaba Fabrice por su vida. Sino por la de Louise, lo que turbó terriblemente su ego. Pero sin duda alguna, lo que más destrozó la moral de Louise fueron las últimas palabras que Fabrice utilizó para despedirse de ella, que no fueron otras que «Je te pardonne», justo antes del momento que el filo del estoque entrase en contacto con su cuello.
Fue la primera vez que Louise sintió vergüenza por sus actos.
Louise se encargó de que el cuerpo de Fabrice le llegase a su madre, y pagó ella desde el anonimato, el mejor entierro cristiano que la capital de Francia afrontaba desde el fallecimiento de su rey anterior. Tras eso; Louise desapareció.
Nunca se volvió a tener noticias de ella, y jamás, en Francia, ni en el resto del mundo, se volvieron a tener noticias de los crueles homicidios llevados a cabo por "El Vampiro".
Fabrice se lo llevó con él a la tumba.
_____
*Otaheite: es el nombre que se le daba a la isla de Tahití en el siglo XVIII.
_____
*NOTA: Aunque me he basado en hechos históricos, la totalidad de la historia es pura ficción; cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro