4
Arrastrando los pies con fastidio y suspirando con cada paso de frustración, la calle se veía más lúgubre que de costumbre. Aquella tarde se mostraba reacia a dejar que el sol se apreciase en su esplendor, fría y nublada.
Los rechazos de Chuuya comenzaban a dolerle un poco más de lo esperado; no le lastimaba el rechazo como tal, sino la idea de que posiblemente nunca fuese a conseguir su tan fervientemente anhelado deseo. Sucumbiendo en el egoísmo, se frustraba. No estaba en sus intenciones profanar aquello que era tan sagrado como él, sin embargo tampoco quería resignarse a no volver a percibir la cercanía de Chuuya ni la excitante emoción de sentir sus ojos sobre él. No pretendía adueñarse de una belleza salvaje como aquella, ni apuntaba a la exclusividad; simplemente quería un poco de su tiempo. Una cita, un par de horas para embeberse en la perfección de sus rasgos y la dulzura de su compañía, y para enamorarse más de él y poder escribirle muchas horas más.
Sentía, irremediablemente, que su amor por Chuuya era puro y límpido pese a ser superficial y arrebatado. No le conocía pero le volvía loco; desconocía su pasado pero no existía evento capaz de romper su creencia idealizada de Chuuya; no hablaban mucho pero con una sonrisa le desacomodaba el concepto de tiempo y espacio.
Suspirando una vez más mientras sus pasos pesaban con la carga de su billetera casi vacía, se detuvo frente a la tienda de arte donde solía comprar sus plumas, sus cargadores de tinta y sus hojas. Era un local amplio y bellísimo que tenía todo tipo de material dedicado exclusivamente al arte, y aquello abarcaba desde una gran gama de opciones para escritores hasta todo material necesario para un pintor. Al otro lado de la calle, la tienda se continuaba con una sección de música.
Abrió la puerta desganado y, cuando iba a dirigirse directamente al lugar donde solían atenderle y donde estaban los cargadores de tinta, se paró en seco.
Discutiendo con el vendedor estaba Chuuya.
Dazai no lograba articular dos ideas. Para ser una persona que vivía de las palabras, no podría describir sus emociones ni aunque le ofrecieran un premio Nobel por escribirlas.
No podía prestar atención a nada más que a Chuuya, y no le interesaba. Oía un murmullo persistente de lo que era aquella conversación: Chuuya reclamándole al vendedor que aquellos pinceles no eran los que había pedido expresamente la semana anterior, y se quejaba también de los lienzos. Era evidente que concurría a ese lugar con una frecuencia presumible.
Chuuya, al oír la campanilla de la puerta y sentirse observado, se giró hacia él, cortando su discurso de quejas como si se hubiese revelado que Chuuya Nakahara era más odioso y gruñón que lo que enseñaba su sonrisa por las noches.
—Vaya, escritor —le saludó, con el cuello girado hacia él.
—Vaya, pintor, he de decir yo —le respondió con sorpresa. No le había prestado atención a lo que hablaba Chuuya a pesar de haber oído y entendido las palabras. Pinceles y lienzos. Chuuya era un pintor, por lo que también era artista, y por lo cual debía tener una musa.
—¿Qué haces aquí? —le increpó desde su lugar. El vendedor se había convertido en mero espectador de aquel mundo en el que ellos se sumergían sin percatarse cada vez que charlaban.
—¿Qué haces tú aquí?
—Yo siempre vengo.
—Yo también.
—¿Con qué dinero?
—Eres muy cruel —le dijo Dazai mientras se le acercaba, dejando que la puerta se cerrase sola—. Sin embargo, la razón por la que no tengo ni un centavo en el bar es porque el poco dinero se me va aquí.
—Ya veo —le sonrió.
Chuuya volvió su rostro hacia el vendedor y le dijo que esperaría una semana más por todo lo que había pedido, y el hombre se limitó a asentir antes de corretear hacia el lado de Dazai.
Dazai sintió ganas de pedirle que le esperara, que no se perdiera de su vista tan rápido, y Chuuya pareció entenderlo con solo mirarle a los ojos, por lo que se limitó a esperarle afuera. Una vez que Dazai salió con las manos en los bolsillos, le habló.
—¿No has comprado nada? —le cuestionó.
—Esto —respondió Dazai sacando dos cargadores de tinta de sus bolsillos.
—¿No es mejor comprar tinta y cargar tus plumas con ello?
—Me tienes mucha fe —le dijo, posicionándose a su lado—. Las veces que lo intenté acabé haciendo una mugre en el estudio. Y esa tinta pica, pica mucho.
—¿Cómo se puede ser tan torpe?
—La respuesta te sorprendería —le sonrió. Le miró profundamente a los ojos y suspiró. Mientras inhalaba para hablar, Chuuya le interrumpió.
—No.
—¿Cómo sabías que iba a invitarte a salir? —le preguntó, considerando qué tan acostumbrado estaba Chuuya a ello.
—Instinto de supervivencia —le contestó.
—¿Un café, al menos? —arriesgó.
—Si tienes el dinero para pagar un café para ti y uno para mí ahora mismo, te juro que me caso contigo.
—Me lo hubieras dicho antes de pagar los cargadores de tinta —se lamentó.
Chuuya comenzó a caminar de repente antes de que Dazai siguiera con aquel asunto, y le indicó con la cabeza que le siguiera. Caminando a la par, con el viento golpeándoles, recorrieron el ligero tramo de la ciudad que los guiaba hasta unas barandas desde donde se podía ver el río.
—No se trata de ti —liberó, observando con cautela el movimiento del río que, caudaloso como sonoro, se acompasaba con su alma—. Quizás solo deteste a los hombres.
—Es por eso que somos gusanos —le respondió, demasiado enternecido ante la imagen y la fragancia de Chuuya como para dejar que sus ojos se perdieran en el río. Podía venir cualquier día a verlo, pero la compañía de aquella tarde era lo que más había deseado—, ¿no es así?
—Así es —murmuró mientras abría su saco para tomar un paquete de cigarrillos—. Las mujeres son el arte más inmaculado que existe, con una belleza extravagante y delicada al mismo tiempo. Eso hace que las vea como algo que nunca debo tocar. Los hombres, por otro lado, son repulsivos y osados.
—No todas las rosas tienen espinas, Chuuya —le sonrió.
—Mis manos cuentan con demasiados pinchazos como para desear seguir tomando rosas —le espetó, deslizando un cigarrillo entre sus dedos y golpeándole con sutileza contra su palma—. ¿Fumas?
—No veo por qué no —aceptó con un asentimiento—, al fin y al cabo se dice que los artistas estamos todos rotos por igual.
Chuuya le tendió la cajetilla para que tomara uno y luego la desapareció en uno de los bolsillos de su saco. Del mismo lugar arrancó un encendedor metálico, lo destapó y una delgada y maleable llama besó la punta de su cigarrillo que ya descansaba en sus labios.
Dazai lo observó a la espera de su turno, mas nunca llegó. Con el cigarrillo entre sus dedos le otorgó una mirada inquisitiva a Chuuya, quien parecía haberse olvidado de su presencia. Había guardado el encendedor y había dado un par de caladas sin siquiera mirarle.
—Chuuya —le llamó. Una vez que su acompañante le vio, recordó la situación.
—Oh, lo he olvidado —musitó, posicionando su mano en la frente mientras largaba el humo—, espera.
—No, espera, no es necesario —le interrumpió al ver que Chuuya metía sus manos en su saco en busca del encendedor.
Chuuya llevó el cigarrillo a la boca una vez más para mirar a Dazai con curiosidad. Dazai dio un paso largo y se le acercó de golpe, con el cigarrillo entre los labios y sostenido por sus dedos. Mientras le penetraba con la mirada y lo envolvía en la oscuridad natural de sus ojos, se acercó aún más, inclinado, para unir la punta de su cigarrillo a la punta enrojecida del que estaba fumando Chuuya.
Los ojos azules de Chuuya demostraban su grata sorpresa. En aquellos segundos que se inmortalizaron en la eternidad de sus miradas, el cigarrillo de Dazai se encendió lo suficiente como para alejarse y retornar a su posición, dando una profunda calada y percibiendo que era envuelto por aquella sensación de antaño y sintiendo su corazón latir con violencia por lo precipitado de sus actos.
La postura anonadada de Chuuya se quebrantó cuando oyó la pregunta:
—Ese encendedor es muy caro —comentó con parsimonia, como si se hubiese serenado repentinamente—, ¿de dónde lo has sacado?
—¿Tú cómo sabes que es caro? —fue su respuesta que, de hecho, nada respondía. Su tono era el mismo que el que recibió.
—Porque mi padre tenía uno así —se sinceró, como si hubiese tenido la dicha de encontrar un objeto que no recordaba tener en ese cajón destartalado y ajado en el que jamás buscaría.
Chuuya no respondió. No le gustaba que se entrometieran en su vida, por lo que él tampoco lo haría; a su vez, dudaba ser capaz de ofrecer un consuelo digno si la situación se oscurecía.
—Creí que aceptaste el cigarrillo por cortesía —mencionó, guardando una de sus manos en su bolsillo—, pero hasta pareces más habituado que yo.
—Yo fumaba mucho —le respondió con una sonrisa ligera, dejando de mirarle por vez primera, para dejar que sus ojos se perdieran en el entierro del sol.
—¿Y has logrado dejarlo? —preguntó con incertidumbre—. Debería felicitarte.
—No, no he logrado dejarlo —negó con un movimiento de su cabeza—. No fumo más porque no tengo dinero para pagarlo.
—Eres fastidioso, escritor —le dijo, volteándose hacia él con lentitud—. A no ser que vomites esa leche aquí, no te devolveré ese dinero. No pretendas sembrar culpabilidad en mí.
—Jamas haría algo que dañara mi preciada inspiración, ya te lo he dicho —objetó, volteándose asimismo para unir sus miradas—. Y tú no me has respondido.
Chuuya chasqueó la lengua y dio la última calada a su cigarrillo antes de inclinarse y apagarlo contra la suela de su zapato. En medio de la humareda volvió a clavar sus ojos en Dazai y no pudo evitar pensar que en aquel momento, con un cigarrillo moribundo y con la luz del atardecer delineando su figura, se veía muy bien. El humo que se desvanecía frente a él solo le hacía lucir como una criatura etérea que, al sonreírle, sosegaba su alma.
—El encendedor le pertenecía a un novio anterior —confesó, aún absorto ante esa belleza tan fugaz como la vida misma.
—Ya veo —murmuró—. Es por eso que los hombres somos unos gusanos para ti.
—No es algo puntual que se reduzca a él —aseguró—. He estado con más hombres que mujeres durante mi vida, y cada uno que he conocido resulta ser peor que el anterior. Si fuera heterosexual la simpleza de mi vida abrumaría mis conflictos.
—Asumo que esto que confiesas con pesar es la causa de que el pianista me deteste.
—¿Akutagawa? —le preguntó, dejando escapar una pequeña risa—. Supongo. Él está a mi lado hace mucho tiempo, y ha conocido cada uno de mis errores, y aún así ve cómo anhelo embarrarme en el siguiente.
—¿Ha odiado a cada hombre que se te ha acercado? —le preguntó.
—Sí, bastante sí —le aseguró, suspirando—. Él empezó siendo mesero como yo, y en esas épocas solía ser aún más odioso. A los hombres que venían a verme les arrojaba las bebidas encima por accidente o no dejaba que se me acercaran.
—Claro que no arrojaba esas bebidas por accidente —murmuró Dazai, razonando.
—Oh, claro que no —rio—. Sin embargo, así era él. Hasta que conoció una razón para volver a tocar.
—¿El otro pianista? —le preguntó, sentándose en el suelo para dejar pender sis pies por la bajada.
—Vaya, eres avispado —le dio la razón, sentándose a su lado mientras dejaba caer las cenizas del cigarrillo—. Sí, Atsushi.
—Parece un joven amable y alegre, se nota en su música —declaró, dándole una de las últimas caladas a su cigarrillo.
—Es un sol, sabes, es un muchacho que le ha salvado la vida a Akutagawa —le confesó, mirándole a su lado—. Él era un artista frustrado, como tú y como yo, que encontró en él un amor suficiente para volver a entregarse a la música.
—Pareciera que has olvidado que eso es lo que he encontrado yo en ti —le dijo, rompiendo la mirada mientras aplastaba la colilla del cigarrillo contra la suela de su zapato para apagarlo.
—Es diferente —musitó, clavando su mirada en el atardecer que se plasmaba más allá del río frente a ellos—. Él se enamoró de Atsushi en cuanto lo escuchó tocar. Ellos comparten una pasión y sueños, y eso es algo que tú y yo no tenemos.
—Compartiría sueños contigo si los tuviera —confesó, mirándole—. No deberías intentar alcanzar una relación como la de ellos tampoco, puesto que claramente nunca lo tendrás.
—No persigo una relación tampoco —negó, imitando lo que hizo Dazai con su cigarrillo—. Ellos son músicos, así es, pero no necesito un pintor. Tan solo me gustaría, alguna vez, compartir un sueño con alguien. Quizás algo relativo al arte, quizás no.
—Eso es un buen inicio para mí —le dijo, sonriéndole. Podía estar en ese momento, abriendo su alma y escuchándole soñar toda su vida—. Si me dijeras que solo apuntas a pintores yo estaría perdido. Estoy seguro de que mi madre nunca colgó mis dibujos de niño en la heladera porque eran muy feos.
Chuuya rio con ganas y se sintió liberado. Era una risa amarga por la pena que invadió su pecho, porque aquello revelaba mucho sobre la infancia y la vida de Dazai, pero había veces en que era mejor reír que llorar.
—Yo nunca tuve una madre a la cual darle mis dibujos, si eso te consuela —soltó, aún riendo ligeramente.
—No es necesario un consuelo para algo que ya no duele —le dijo con gentileza—. No le des vueltas al asunto.
—Ya veo.
En aquel momento ambos sintieron que se conocían un poco más, y que querían conocerse más. Querían verse más y querían escucharse más. Quizás ambos, a su manera, estaban igual de lastimados, pero lamentarse con alguien era mejor que lamentarse solo.
Sin embargo, en medio de aquel sol que estaba ya por acabar de ponerse, la compañía era más cálida que nunca, y sus problemas eran más livianos que nunca. La sonrisa de Chuuya sanaba a Dazai, y las palabras de Dazai acariciaban a Chuuya. Parecían conocerse de toda la vida, cuando no eran más que dos artistas frustrados que habían encontrado en el otro un medio de escape de la dureza de la realidad que iba más allá del arte.
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