XIII
A media tarde el cielo se rompe con una inesperada tormenta: lluvia cayendo a cántaros, truenos susurrantes y relámpagos que centellan cegando sin aviso. Con el avanzar de las horas, el grisáceo firmamento se torna negro al caer la noche y la tempestad no cesa; llueve con más fuerza y el viento arremete borrascoso contra las ventanas amenazando con quebrar los cristales.
Encerrada en la habitación, escondida bajo las sábanas y con las manos cubriéndome las orejas, me refugio de mi pavor a los truenos. Ese maldito terror que desde niña no he conseguido superar. Quizá sea porque nunca lo he intentado o porque siempre ha estado alguien a mi lado protegiéndome. Pero en este momento, el miedo es realmente fóbico, al no haber nadie que me esconda de los furiosos estruendos, ni que me diga que todo estará bien y no tema. Estoy sola.
Quisiera tener a mi pequeña Alexandria rodeándome con sus bracitos, ella es mucho más valiente; o a Craig acechándome aunque fuera entre burla. Estoy tan asustada que aceptaría hasta un abrazo de mi padre o los brazos de mi esposo incluso; pero no, no hay nadie, ni lo habrá.
El resueno de un rayo a corta distancia ahoga mi alarido de pánico. El temblor me empieza en las manos pero en poco se me extiende a todo el cuerpo; los sollozos se hacen presentes hasta convertirse en un llanto inconsolable que termina empapando las almohadas.
El móvil me sonó después de la primera hora de lluvia, con serenidad, pues los truenos no habían empezado, atendí la llamada.
—Hola, cariño —saludó Ulises.
—Hola, ¿vienes ya? —indagué.
—¡Oh, cariño, lo lamento! Creo que no podré llegar ésta noche a casa —Se oía muy preocupado—. La tormenta inundó las calles, hay un tráfico terrible y Philip dice que no hay manera de salir de la ciudad por carretera. Y viajar por helicóptero igual es riesgoso.
—No te apresures a venir si no se puede, podría ser muy peligroso —dije buscando despreocuparle, pero de haber sabido que el clima empeoraría, le habría pedido que hiciera cualquier cosa por llegar.
—Lo sé. Me quedaré en algún hostal y ya mañana iré a casa, o si pasa la tormenta será antes.
—No te arriesgues. Tampoco te preocupes por mí, estaré bien te aseguro.
—Recuerda poner las alarmas de seguridad y por nada des entrada a nadie —indicó, y en cuanto le asentí, añadió en tono de despedida—: Cariño, te quiero.
Cortó la llamada, o se cortó por si sola, no lo sé; fue lo último que escuché.
“Estaré bien”, me dije a mí misma muy serena. Sin embargo, la serenidad se esfumó de mí cuando un relámpago iluminó la habitación y se apagó al impacto sonoro del primer trueno.
Así estoy, con el temblor corporal al máximo, el ritmo cardíaco entrecortado como la respiración; los ojos llorosos y las manos aferradas a una almohada cuya funda he rasgado con las uñas. Completamente aterrada.
“Todo estará bien, todo estará bien”, repito con anhelo de que así sea, pero sé que me miento.
Mis gritos acompañan los relámpagos mientras las manecillas del reloj atraviesan las doce posiciones horarias una a una. Para cuando se alcanza el cenit, ya no tengo voz, ni siquiera sé si continúo respiración; tengo los oídos ensordecidos y sólo el temblor que azota mi cuerpo me indica que sigo con vida. La tormenta aún en pie me resulta irrelevante a estas alturas; lamentarme no sirve de nada, ni gritar, ni maldecir.
Casi inaudible, sólo entre tarareos vacíos, el arrullo viene a mi memoria:
Duerme, duerme, sobre el ancho mar.
Duerme, duerme, mi pequeña criatura.
Cierra tus ojitos y ponlos a soñar.
No temas por los demás. Pronto de alcanzarán.
La luna te arrulla, las estrellas te cantan.
El cielo te envuelve y las nubes te abrazan.
Duerme y no temas por los demás.
¡Descansa criatura! Entre sueños pronto estarás.
Mis lágrimas se secan de poco a poco al agotarse las reservas de en mis párpados; de igual modo, mis ojos se van cerrando, cansados y desgastados. El sueño me atrapa y apaga con un último relámpago y estruendo al horizonte.
**†**
La lluvia continúa presente por la mañana, bajó su intensidad por la madrugada, pero aún cae con grosor. Abro los ojos lentamente y suspiro un tanto aliviada al percatarme que he sobrevivido a la tormentosa noche, y que ahora de día, las circunstancias no será tan aterrador.
Ulises podría regresar en alguna bonanza de la lluvia y muy posible con hambre; hoy es día libre de Margara, por lo que, aunque haya tenido una pésima noche, debo cumplir con las labores del hogar.
De poca gana me pongo de pie, tomo una ducha con fin de cargar energías aunque no sirve de mucho; del armario me encajo uno de los vestidos cortos en color verde oscuro y unos zapatos de tacón bajo en color beige. Extraña combinación, lo sé.
Tras cepillarme el cabello y solo dejarlo suelto, desciendo de la habitación hasta la cocina y me activo para preparar un merecido desayuno con el cual recibir a mi esposo. Sin embargo, me quedo esperando a que el vehículo arribe, pero no lo hace. El viento arrecia. Un bostezo se me escapa como indicio del cansancio por la mala noche, pongo los brazos sobre la mesa y entre éstos acomodo la cabeza; el sueño lentamente me acecha hasta que consigue hacerme franquear.
Pero tan pronto como Morfeo me envuelve en su manto, el timbre del teléfono en la sala me abstrae, y salgo corriendo para contestar.
—Hola, cariño. —La voz de Ulises sonando por el aparatillo me alegra sin querer.
—Hola —saludo sin necesidad de ocultar la emoción—. Tengo listo el desayuno. ¿Vienes ya?
El silencio que se hace tras mi pregunta, la falta de una respuesta y el viento y lluvia sonando de fondo, me dan un mal presagio.
—Lo siento, cariño. Me sigue siendo imposible ir a casa. Las calles continúan inundadas y fueron cerradas por tránsito, además hubo un accidente vehicular y un río cercano a la carretera que tomamos para llegar, desbordó —Siento una punzada en el costado al oírlo—. No hay paso. Perdón, cariño, de nuevo te he dejado con la mesa puesta.
—No te preocupes, es mucho más importante que regreses con bien —expreso buscando esconder mi desesperación.
—Estaré bien, Phillip no dejará que nada malo me pase —Se permite bromear y juro escuchar al rubio dedicar algo del otro lado en la línea, y seguro es cómico, pues Ulises ríe y eso me contagia. En cuanto se recompone, añade—: ¿Cómo estás tú, cariño?
—Estoy bien, no te apresures —miento.
—Intenta descansar. Distráete y no pienses en la tormenta ni na-da… —La interferencia empieza a cortar sus palabras y aumenta mi desesperación—. Cari-ño, tran-quila. En cu-anto pare la tor-menta iré a ca… —La frase queda inconclusa, pues la llamada de nuevo se corta.
Clamo su nombre incrédula por varias veces, pero al no obtener respuesta, devuelvo el teléfono a su lugar. El sillón me recibe al dejarme caer y echo la mirada hacia la ventana que me permite ver el borrascoso ambiente de fuera.
—Y a mí, ¿quién me cuida? —suelto en un murmullo que muere en el silencio.
El sueño, que tanta falta me hace, vuelve en busca de dominarme, pero cuando está por conseguir hacerme sucumbir, un resonante y monótono golpeteo proveniente del piso superior, me hace perderlo. La estrepitosa noche de anoche me ha dejado tan mal que el molesto retumbar me hace perder la calma; me levanto iracunda y subo la escalera haciéndolas crujir con cada paso. Durante el trayecto hasta el estudio, no dejo de blasfemar y cuando alcanzo la puerta, la abro con rabia.
—¡Puedes callarte!
Mi manifestación toma por sorpresa a Héctor, quién sobre una escalera deslizable detiene el martilleo y del respingo que da por mi grito, deja caer varios clavos al suelo produciendo una metálica onda sonora que me taladra los oídos.
—Lo siento —se disculpa. Mi exaltada reacción merma en cuanto sus ojos se encuentran con los míos al bajar de la escalera—. No era mi intención tentar su estado de ánimo.
—Estoy de mal humor —aclaro bajo rígido tono—. Así que te agradecería que dejes de hacer escándalo.
—Un poquito nomás —vacila, pero al no ver reacción en mí, se torna serio—. Sé que no ha tenido una buena noche, está irascible y…. Me disculpo.
Evito decir más, lo cual deja el estudio bajo silencio. El temporal continúa rugiendo en el exterior y en mi memoria, el recuerdo de lo sucedido ayer por la mañana en la habitación de él, revive sin razón aparente.
¿Habrá sido intencional?
«Claro. Sabía que entrarías a su habitación y por eso te esperaba en cueros», mofa la cordura que aún me queda.
—¿Su esposo aún no ha vuelto? —cuestiona de pronto abstrayéndome de cavilaciones.
—Hay disturbios en las calles y le es difícil regresar a causa de la tempestad —contesto un tanto más amable.
—Eso quiere decir que si el mal tiempo continúa y él no regresa tampoco está noche —comenta—, de nuevo sus gritos me mantendrán en vela.
—¿Cómo sabes eso? —vocifero avergonzada.
—Yo y como cinco kilómetros a la redonda le escucharon anoche —bromea, y el calor se acumula en mis mejillas enrojeciéndolas seguramente.
—Tendrás que ponerte tapones en los oídos si la tormenta no cesa.
—O más sencillo —divaga en un tono que no consigo descifrar si es de broma o coqueteo—, tendré que taparle la boca.
—¿Y cómo harías eso? ¿Con cinta adhesiva? —indago señalando la caja de materiales donde sobresalen dos rollos de adhesivo.
Héctor sonríe. Lento y meticuloso se acerca a mi posición como un león cazando.
—Eso a ojos de un tercero se vería como un secuestro —expresa con un claro cambio en el tono de voz—. Yo le haría callar de la forma que he querido hacer desde que le pillé husmeando entre mis cosas y mucho más desde que su chillante e irritable vocecita entro a mis oídos.
—¿M-Mi voz m-molesta? —balbuceo.
—Mucho.
Su cercanía es nula a este punto, compartiendo una misma respiración, mirándonos fijo a los ojos. Es como una serpiente que me hipnotiza y asusta, más ahora mismo, huir no es lo que quiero hacer.
Mi cerebro se desconecta de la realidad. No me importa nada, ni nadie. Él, frente a mí, no hace más que tentar, encandilar e incitarme a caer.
—Cállame entonces —pido en un hilo de voz anhelando lo prohibido.
Su estrepitosa risa me desenfoca y aturde. Lo entiendo, sólo ha estado jugando. Avergonzada me dispongo marchar aún más molesta de lo que he llegado.
—No, espere —solicita sujetándome por la mano—. Discúlpeme, solo era para eliminar asperezas. No piense mal de mí.
—Suéltame, por favor —declaro forcejando con él hasta conseguir liberarme.
—¿Se irá sin darme su punto de vista?
Al no entender la cuestión, me detengo y giro volviendo los ojos a su rostro al tiempo en que me regala una genuina sonrisa y señala hacia la pared del mural. Ahí donde la obra de arte ha concluido.
Ha delineado cada trazo con el barniz negro acertándole profundidad a la imagen. Me acerco al concreto atónita y enmudecida; la pintura aún húmeda, brilla y expele ese característico aroma típico del barniz que me provoca picazón en las aletillas de la nariz.
La imagen de mi rostro, que cubre la mayor parte del mural, deja en evidencia la dedicación que otorgó para definirlo. Ha grabado cada marca en el diseño, trató mi piel con sombras y difuminados, marcó los rasgos genuinos de mi semblante con una delicadeza extrema; todo lo ha trabajado con minuciosidad. Dio el volumen exacto a mis labios y un color neutro; detalló las curvas de mis cejas, el puente nasal, la población de las pestañas. Unió con suavidad las comisuras de mi boca y profundizó con matices mi mirada.
—¡Wow! —expreso maravillada—. Quedó increíble. Eres un gran artista.
—¿En verdad, cree eso? —manifiesta—. No debe aludir si en realidad no le es de su agrado.
—Por supuesto que sí —digo recuperando un poco el entusiasmo en la voz—. Hiciste un excelente trabajo. Es bellísimo.
—¿Habla enserio? ¿Le gusta de verdad?
—Sí. Es una obra única y hermosa. Aunque siendo honesta, me parece que no debí haber sido protagonista.
Sus pies lo hacen llegar hasta mí, no le miro, pero claramente siento sus ojos sobre mí.
—Miente —proclama a escasos centímetros detrás. Su voz entrando en mis oídos, alienta la peculiar sensación de en mis entrañas—. La inspiración. La musa detrás de ésta obra es mucho más hermosa y digna de admiración. Si me permitiera, le haría ver cuan hermosa es.
Su voz en la parte final me desestabiliza aún más. Es como un susurro, cómo el mismo viento intentando seducirme; una ventisca otoñal arrastrando las hojas muertas al olvido. Oprimo la mandíbula al sentir el despertar de aquella peculiar sensación en mi interior.
—¿A-A qué j-juegas? —indago a media voz. Casi inteligible.
—¿Yo? A nada que usted no quiera.
—¿¡Disculpa!?
Una genuina sonrisa se dibuja en su rostro. Ese simple gesto, unido a su dorada mirada, me cohíbe. He dicho que parece una serpiente buscando hipnotizar, más ahora estoy segura que lo que hace es cazarme; lento, con sutiles movimientos que poco a poco me enervan.
—Si hay algo en lo que confío es en el valor que tiene una mirada —verbaliza dando un paso aproximándose, lo que me hace retroceder—. Es increíble la magnitud de emociones, sentimientos,... Deseos que se pueden leer en los ojos. Las miradas hablan, pero la suya suplica a gritos…
Héctor da otro paso al frente, y yo quisiera dar muchos más lejos de él, pero mis brazos son aprisionados por sus toscas manos al tiempo en que, sus rosados labios enjaulan los míos.
La respiración se me detiene.
Nuestras bocas unificadas en un belicoso beso. Sus labios suaves pero fríos, son dulces hasta llegar a ser empalagosos.
La colisión me ha tomado por sorpresa, pero esos movimientos suyos hace que la poca sensatez que residía en mí, se esfume y ceda ante ese beso limpio, ágil y mortal como la venenosa mordida de un serpiente.
Cierro los ojos. Héctor libera mis brazos para con sus manos buscar cernirme por la cintura; a mi vez, subo hasta dejar descansar las palmas sobre sus anchos y macizos hombros.
El momento se pierde tras el chasquido de nuestros labios al separarse. Sin liberar mi cintura, clava sus ojos en mí, mirando con detenida calma la tempestad de sensaciones que ha hecho despertar en mí, y que todo mi cuerpo expone a su mirada y tacto. La temperatura de mi cuerpo aumentando, los nervios haciéndome temblar y apartar la vista de su perfecto rostro, la intensidad con que late mi corazón amenazando con provocarme un paro.
—¿No es que querías huir? —vacila en susurro el sinvergüenza.
—¡Suéltame!
—¿En serio me pides eso?—dice muy lúdico—. ¿Por qué lo haces? ¿Por qué no lo aceptas? Solo basta con pedirme lo que quieras.
—No te estoy pidiendo nada —intento cortar sin lograr ocultar el nerviosismo en mis líneas.
—En palabras no, pero tu cuerpo habla. Tus ojos, revelan lo que realmente quieres pedir, lo que deseas. —Acercándose los labios a mi oreja, susurra con voz suave y cantarina—: Sólo dilo.
Siento como sus dientes tiran de mi lóbulo al tiempo en que una de sus manos busca subiendo por mi espalda, el inicio de la cremallera en mi vestido.
—¡Que me sueltes, he dicho! —Consigo articular, aunque es casi inaudible, y haciendo amago de mis últimas fuerzas me aparto de él—. No sé qué pretendes, pero no me harás faltar a mi esposo. —Sin demora suelta una carcajada que me aturde—. ¿Qué te parece tan divertido?
—La manera en que buscas esconderte negando todo lo que es evidente —dice aún sin componerse.
—¡No estoy negando nada!
—Tampoco quieres a ese hombre que llamas esposo y aún así te engañas a ti misma diciendo que sí. Te mientes creyendo que él algún día va a cambiar, que pronto serán el matrimonio perfecto y, más adelante, tendrán hijos y serán una familia bonita. Pero no es así. —Una pausa se extiende por el vacío. Añade—: Tú no lo quieras y dudas de llegar a quererlo algún día.
—Y a ti, ¿qué te hace creer que provocas algo en mí?
Su socarrona risa suena.
—¿Qué no es así acaso?
—¡Por supuesto que no!
—Entre más lo niegas más te expones.
—Le diré a mi esposo que te despida.
—¿Bajo qué argumento?
—Diré que no sabes hacer tu trabajo bien. Que todo está mal. —Nuevamente ríe genuinamente.
—Si me lo permitieras, te dejaría en claro lo bueno que soy haciendo mi labor. —Su tono de voz, el énfasis dado a línea y aquellas palabras con doble razón, me desenfocan; doy unos pasos atrás y él ríe—. Ves como te contrapones a ti misma. Hace un momento dijiste que el mural era una maravilla y ahora dices que es basura. En este momento dices que yo no te provocó nada, pero la verdad es que sabes que sí y mucho.
Y aunque bien es cierto, es algo que no le dejaría saber en palabras. Sí, acepto que me provoca algo mucho más fuerte que otras emoción antes sentido, pero no sé lo que es.
—Ésta conversación no tiene ningún sentido, es mejor que me vaya. —Me doy la vuelta para alejarme lo más pronto posible de él, pues no creo soportar más estar cerca sin querer tocarlo, sin querer ir hacia él; pero ya frente a la puerta, me devuelvo en su dirección—. Ésta es mi casa y sí debería irse alguien, ése eres tú.
—Por qué tanta insistencia en que me marche. ¿No acaso le era de agrado mi compañía?
—No se acerque —intento cortar, pero para este momento ya está muy cerca de mí y debo poner las palmas en su pecho buscando alejarlo, más su formidable presencia aplasta la mía—. ¡Por favor, basta! ¡No juegues así conmigo, Héctor! Vete por favor, pues si paso un minuto más a tu lado, ya no podré contenerme más —confieso firme y decidida a aceptar lo que el destino juegue de aquí en adelante y a consecuencias en mi vida.
Suavemente toma mi mano donde el dorado anillo de matrimonio brilla como símbolo de que aún queriendo lo que mi alma misma anhela, es prohibido. Su tacto me viene a la barbilla y me hace levantar el rostro para que contemple la palidez de sus facciones, su mirada de miel, y sus labios de coral curvados en una genuina sonrisa.
—No te contengas entonces. —Sus palabras son como un embrujo que me hace perder la lógica, la sensatez y el control ante un desconocido impulso que me arroja bajo un ímpetu sublime a sus labios.
Mis brazos le rodean el cuello, sus manos liberan las mías para cernirme quedando nuestro cuerpos tan unidos como uno solo. El beso que había empezado por mí arranque, se convierte en uno pasional, del cual al terminar, los labios de él dejan los míos y bajan en busca de mi cuello; lo besan y a mis mejillas también, sólo para devolverlos a mi boca una vez más.
No sé lo que hace porque mantengo cerrado los ojos en todo momento. Sus manos abandonan mi cadera y bajan hasta mis piernas, sube la falda del vestido lento y acaricia mis muslos; al tacto, se me hace eriza la piel. En viva reacción, doy un saltillo de exaltación, pero no regresó al suelo, pues sus manos me agarran en el aire mientras yo me aferro a su cuello.
Abro levemente los ojos para solo ver en mi plano visual sus rojos cabellos como llamaradas alborotados. Entre chasquidos sonoros por los besos que va dejando en mi cuello y clavículas, llegamos hasta el centro del estudio, y con vehemencia arroja todo lo que hay sobre el escritorio al suelo de un solo zarpazo. Si había algo frágil sobre de, se ha hecho añicos.
—Recuéstate —ordena empujándome de espaldas. La frialdad de la superficie es insensible al calor de mi cuerpo ansioso del suyo.
Siento como lentamente baja mi prenda interior, lo que me da un poco de vergüenza y cierro las piernas. Mi reacción lo hace frenar un momento.
—Tranquila, está bien si quieres parar —expresa. Besa mis piernas sobre la tela de la falda—, pero quiero que sepas que eres hermosa. Que no te de pena.
Un beso tierno unido a una de esas sonrisas de él, me convencen de dejar mi cuerpo a su merced.
La experiencia es clara en sus movimientos. Cada caricia y roce que me atina es delicado aún viniendo de sus toscas manos. ¿Como hace para estar frío aún estando tan encandilado y sudoroso por la adrenalina que el momento provoca?
Tal vez es un buen amante.
—Respira.
Con lentitud desciende hasta mi zona y se pierde bajo la falda del vestido. Besa y acaricia mis piernas. Su incipiente barba roza mi piel haciéndome sacudir; mi sexo palpita en cuanto más cerca tengo su respiración, y para cuando siento su viscosa lengua saboreando y hurgando entre los pliegues de mi intimidad es tan placentero que, ¡Dios! Si esto es pecado, estoy condenada al infierno.
Mi ritmo cardíaco se acelera con palpitaciones erráticas que amenazan con provocarme un paro en cualquier momento. Héctor besa, lame y saborea cada parte de mi intimidad estando ajeno a todo: el ambiente, mis estremecimientos y a los gemidos míos que me es imposible contener.
Al volver sobre mí parece disfrutar de verme entrecortada de la respiración, sudorosa y agitada por la infinitas sensaciones que me azotan. Soy incapaz de mirarle a los ojos a este punto.
—¿Quieres parar? —La cuestión me toma por sorpresa. Las palabras creo que son algo que no tienen cabida en estos momentos, sin embargo, su inquisidor rostro espera respuesta.
Entre balbuceos intento unir las letras en una conjugación lógica—: A-Aún no te he visto… Déjame verte.
Héctor acaricia mi rostro y yo me acojo en su tacto, sigue frío pero es agradable; beso su árida mano mientras él me sonríe enternecido.
Nuevamente me toma en brazos, esta vez me ciño a él haciendo uso también de mis blandas piernas. Camina hasta el sofá más grande del lugar y se deja caer sentado quedando prisionera su cadera entre mi pelvis. Nuestras bocas no dejan de encontrarse y las lenguas de jugar entre ellas. Temblorosa de manos, tiro de su camiseta de mangas largas hacia arriba, y él entendiendo mi intención se la arranca en un santiamén para dejarla caer al suelo sin la menor importancia.
Al contemplar su torso desnudo y expuesto a mí nuevamente, sólo que ahora me permito observar detenidamente cada una de sus marcas, su amplio pecho, su abdomen plano y tonificado, esos costillares definidos, hombros y brazos fuertes; tiene muchas pecas y también, me deslumbra su palidez que sobresalta marcada por una enrojecida mancha a la que no le presto interés.
Mi cuerpo que ya estaba cálido ahora resulta abrasador, pues la viva imagen de él expuesto a mí es mucho más incitante al deseo que ninguna otra antes había provocado.
Sus manos suben por mi espalda hasta alcanzar el inicio de la cremallera del vestido y me descubren el torso con una agilidad impresionante, y mi sostén que se une por el frente, se desune con una fuerza de sus dientes. Llena con besos mi pechos, cuello, hombros y clavículas. En un momento besa mis labios también y se queda mirándome fijo a los ojos como yo a los suyos.
—¿Quieres parar ahora?
—¡Calla! No me importa nada ya… Ahora yo… Yo soy tuya.
Y tal y como si aquella expresión fuese sido un detonante, Héctor comienza a besarme con mucha más pasión. Yo, completamente desnuda y a su merced, me entrego totalmente a su dominio.
Nuestras anatomías sin ninguna prenda cubriéndonos se encajan a la exactitud. Sus labios recorren cada parte de mí, sus manos carentes de toda calidez me acarician y sostienen, y su solemne cuerpo moviéndose contra el mío me hace estremecer. Mi cavidad acariciada por su palpitante y caliente falo, me hace verbalizar y gemir vulgarmente.
Él, sudoroso y agitado, me arremete con la experiencia evidente en cada uno de sus movimientos, entrando y saliendo de mi interior cada vez de una manera más placentera; su pálida espalda azotada por mis uñas y sus hombros por mis dientes. Su cabello completamente desaliñado y húmedo por el sudor.
Héctor no me hace arder en pasión, sino que prende fuego llevándome a un éxtasis sublime y errático que acaba incluso hasta con las cenizas de aquel mismo incendio.
**†**
Luego de aquello, cuando el fuego de nuestros cuerpos se disipa, nos quedamos juntos entrelazados el uno al otro, piel con piel, en completo silencio. ¿Qué más podría quedar por decir cuando es el cuerpo quien se expresa?
Usó su pecho como almohada.
De vez en cuando, se escucha vagamente un suspiro mío, seguido de uno suyo. Ninguno comenta algo más, el silencio nos culpa por ceder a los deseos y nos aclama por nuestra osadía. Siento una mezcla de emociones: culpa por no haber detenido el momento, satisfacción por haberlo hecho, miedo también por cómo reaccionará mi esposo si se entera, y vergüenza ante Héctor, a quien he convertido en mi amante... O quizá no es eso, tal vez es algo distinto. Un vorágine más de inexplicables emociones.
—¿Qué es esto? —pregunto acariciando la mancha roja en su pectoral izquierdo. Es un tatuaje. Sus manos toman con delicadeza la mía y presiona mi palma contra su pecho haciéndome sentir el palpitar de su corazón ahí dentro.
—Una boa escarlata —responde y comienza a envolverme en sus brazos con medida fuerza—, una serpiente constrictora. —Entre más habla más me ciñe con fuerza, y en la parte final susurra a mi oído—. Toma a sus presas y las aprisiona con fuerza, para luego devorarlas.
—Interesante —menciono encandilada por la colorida figura adherida en su piel. Sonrío un poco. Recuerdo que Ulises también tiene un tatuaje en la espalda alta, es una especie de ave con alas extendidas. Creo que es un halcón.
—¿Sabes qué es más interesante? —expresa de pronto, rompiendo el silencio nuevamente y haciéndome mirarle con atención. La picardía es evidente en su expresión, y aunque la sorna es clara, pienso que si habría de decir algo a estás alturas debe ser serio. Pero de él no se que se puede esperar
Dice tras aclararse la voz—: Cuando tú marido se entere de esto nos matará a los dos.
Me quedo en shock por un momento, pues bien sé que esa es la justa razón y reacción, que tendrá cuando todo esto llegue a oídos de mi esposo.
—No me importa —digo firme y decidida—. Si morir es lo que me aguarda, es aceptable entonces si la ofensa ha sido el estar tú y yo juntos. —Medito un poco mis palabras y luego añado—: Pero no se va a enterar. ¿Quién podría decírselo? Yo lo guardaré celosamente cómo el más oculto de mis misterios, y tú, también lo debes hacer.
—¿Acaso me pides tenerlo como un secreto entre nosotros?
—Qué es uno más —convengo volviendo a acomodarme sobre su pecho, donde en su interior se escucha la monotonía del ritmo cardíaco que lo mantiene vivo, y que a mí, me hace ahora sentirme llena de vida.
Sé que esto está mal. Sé que no debí caer a la tentación, pero esto que siento ahora sé también que no tiene nada que ver sólo con algo pasajero. Creo que es mucho más profundo la extraña sensación que nació en mi interior una vez que mis ojos se encontraron con los de él y que su sonrisa hizo que fortaleciera y creciera hasta ya no poderse contener en mis adentros y el silencio que se debí haberlo dejado. De mi interior llegó y sé que es algo fuerte, y que puede resistir la furiosa tempestad que va a desatarse cuando la luz nos saque de donde estamos cuando nadie ve.
Suspiro.
Él habla—: Me mantendré al margen y nada haré para dejarnos en evidencia. Total, después de mañana espero no volver a verle su cara de idiota a tu marido.
—¿Después de mañana? —exclamó levantándome vehemente—. ¿A qué te refieres?
Nos sentamos uno frente al otro. Él me acaricia el rostro, y a su tacto presiento que algo bueno no viene a continuación.
—He terminado. En cuanto él regrese hoy por la noche o mañana, liquidaremos adeudos y yo me iré.
Lo había olvidado. Su estancia era pasajera. De los miles en millones de hombres fui a fijarme en uno fugaz. ¡Carajo! Bajo la mirada entristecida.
—Ya no voy a poder verte...
—Lo siento, ya no será posible. De mí no dependerá que nos encontremos. En cuanto me marche de aquí ya nunca podré volver —declara y en reacción a sus palabras, mis ilusiones a su lado se vuelven fragmentos de cristal esparcido por la burla del destino.
Héctor se aclara la voz y me toma suavemente las manos—: Aunque tal vez, tú sí puedas ir a donde yo esté. Podrías huir de aquí, ¡escapa de tu prisión y de tu carcelero!… Solo así, tú y yo podremos estar juntos.
—¡Claro que puedo! —exclamo sin pensarlo ni media vez siquiera, dominada por el miedo a no perderlo y las emociones florecientes en mi tonto corazón. Lo abrazo fuertemente—. Te he encontrado y no voy a dejarte. De todas las cosas que Ulises pudo poner a mis pies con tal de hacerme que llegase a quererle, nada fue tan suficiente y nada me hizo tan feliz como tú. No eres un objeto claro está, pero sí eres aquello que me hizo estar viva nuevamente… ¡Yo te seguiré a donde sea!
Lento acerca su rostro al mío y juntamos nuestras frentes, luego las puntas de nuestras narices. Poco a poco, nuestros labios vuelven a colisionar. Un beso limpio, un beso tierno; todo lo que podría llamar un beso de amor.
—Me encantas —me dedica acariciándome las mejillas—. Y a lo nuestro, aún siendo complicado, me quiero aferrar, y luchar y vivirlo juntos. Eres una mujer increíble y no dudaré en hacerte feliz. Te voy a cuidar y proteger... Te voy a amar como solo tú mereces.
Nuevamente, nuestros labios vuelven a encontrarse, con pasión y esmero; y nuestro cuerpos se unifican en un abrazo, largo y emotivo. Siento como se me llenan los ojos de lágrimas. Al fin he encontrado al hombre que me hace sentir viva, que me hace sentir una mujer de verdad y amada, pero no puedo estar con él. ¡Qué maldita suerte la mía!
Continuará...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro