XII
Abro la puerta y Ulises, que recién alcanzaba el umbral, entra cabizbajo y bajo un manto de desconcierto y la expresión apagada. Al indagarle razón, no vacila en contestar.
-Mi padre no se ha creído el cuento que le dije para evitar que siga con la idea de tener nietos. Se ha enojado conmigo y, por si fuera poco, me ha chantajeado que no invirtió dinero en la empresa de Alonso para no recibir nada a cambio.
-¡Tu padre está loco! -suelto sin pensar-. Un bebé no es ninguna forma de pago.
-¿Y crees que no le he dicho lo mismo? Me ha molestado tanto su comentario que terminé alzándole le voz, pero antes de haber dicho la última letra de mi oración, me ha hecho callar de un bofetón.
Examino su rostro y, en efecto, la marca enrojecida en su pómulo izquierdo es la clara evidencia del resultado de su sublevación.
-¿Te duele? -pregunto intentando tocarle.
-Deja ahí -exclama apartándome la mano-. El golpe no es nada. Lo que me entristece es la desobediencia. Nunca he faltado a sus cometidos y mucho menos, revelado a su autoridad.
Cómo Ulises baja la mirada al concluir, me acerco a él y le hago mirarme poniendo los dedos suavemente bajo su barbilla.
-De verdad, no te entiendo -expreso-. A veces eres tan brusco y testarudo, y otras, resultas ser tan vulnerable.
-Thalia, yo no soy malo -clama en un hilo de voz casi inaudible y ojos con lágrimas al borde-. Las circunstancias son las que me hacen hacer las cosas muchas veces no de la manera correcta.
En otro momento, oírlo decir algo así me haría reír, pero ahora, suena tan honesto que llega a hacerme dudar de sus verdaderas intenciones.
-Ulises, entiéndeme -pido-, no quiero tener hijos.
-Y no los tendremos -afirma-. No me importa si mi padre me muele a golpes la próxima vez que me niegue a sus órdenes. Y ya por favor, dejemos por la paz el tema.
Ante su evasiva, decido seguirle el hilo y ofrezco la cena. Gustosamente acepta.
Mientras caliento los ravioles, Ulises va a la ducha; preparo jugo y pongo la mesa. Cuando estoy retirando el refractario del horno alguien irrumpe en la cocina, pero no hago amago de mirar quién es. Creyendo que se trata de Ulises, le pido tiempo para terminar, más la voz que responde me deja en vahído.
-Yo solo he venido a dejar los trastos del almuerzo -dice.
Me giro y le encuentro de pie a medio lugar cargando con la bandeja en las manos y sonriendo un poco. Su cabello gotea delicadamente, seguro acaba de tomar la ducha también.
-Puedes dejarlos por ahí -le indico señalando al lavabo.
Ambos nos movemos en las direcciones correspondiente: él a dónde le señalé y yo voy a la mesa y dejo el refractario en el medio. Un siseo me hace girarme en su dirección, dónde lo hallo fregando los trastos con el estropajo.
-Era suficiente con dejarlos ahí -comento-. Terminando la cena iba a lavarlos.
-Yo puedo hacerlo ahora -contrapone y continúa a enjuagar abriendo el grifo, haciendo sonar de nuevo el siseo.
Lo observo con asombro, porque es el primer hombre que veo hace algo que ni Ulises, ni mi padre, ni Craig, ni ningún otro varón que conozca, ni por equivocación haría.
Escucho un silbido entonando una melodía, que se hace próximo cada vez más hasta que inunda la cocina, dónde al llegar, se detiene en seco.
-¿Qué estás haciendo? -cuestiona Ulises a Héctor.
-Lavo los trastos del almuerzo, señor -dice el pelirrojo sin mirar siquiera a mi esposo-. Su esposa amablemente me atendió por la tarde, mínimo puedo apoyar con esto.
Miro a Ulises esperando su reclamo, más lo único que hace es sentarse a la mesa sin despegar la vista del otro, el cual termina de secar con una franela los utensilios y los acomoda en la alacena.
-¿Vas a cenar? -inquiere mi esposo en cuanto Héctor termina de secarse las manos.
-Gracias por el ofrecimiento, pero solo le aceptaría un poco de jugo -contesta haciéndose de un vaso.
Procedo a servirle. Una vez lleno el recipiente, Héctor se despide y abandona la cocina luego de dar una leve reverencia; Ulises lo sigue con la mirada hasta que desaparece, bajo una expresión confusa.
-¿Pasa algo? -le cuestiono sirviendo la cena.
-Es muy raro, ¿no lo crees?
-¿Qué cosa?
-El hombrecito -dice haciendo un énfasis grande en el apelativo usado.
-A mi me parece muy normal -remarco-. Digo, no es cosa de otro mundo que un hombre lave los trastos, es poco común, pero nada raro hay en ello. Además, ha sido un buen gesto de su parte, deja en evidencia que tiene cerebro y saber hacer uso de las manos.
-Para mí sí es raro -reconoce suprimiéndole valor a mis palabras-. ¿Le has visto caminar? Es tan danzante y...
-Mejor come y calla, por favor -le interrumpo-. La próxima vez que contrates a alguien pídele hasta su fe de bautizo, tal vez eso no te parezca raro.
Ulises muestra un último gesto de desagrado, posterior, procede a degustar sus alimentos. A estas alturas, creo que ya nada me sorprende, pero que Ulises sea portador de la actitud machista y arrastre prejuicios absurdos, consigue desestabilizarme; si hay algo que realmente me desagrada es aquello mismo que tengo por esposo.
Después de cenar, Ulises se va a la sala mientras yo dejo todo en orden por la cocina; luego subimos a la habitación.
Decido tomar la ducha. El agua cálida me recorre por completo, humedece cada poro en mi piel y los jabones dejan impregnada toda mi anatomía con sus perfumes; el baño siempre será algo que me extraiga de la realidad.
Estoy enjuagándome la espuma cuando siento el correr de unos dedos desde la espalda baja hasta el cuello, lo que me hace respingar. No sé en qué momento entró, ni cuál sea su pensar; de lo único que tengo certeza es que esto es inaceptable. Una vulgar grosería.
-¿Ulises, qué haces? -logro articular mientras intento cubrir mi desnudez, pero mis brazos no son tan gruesos para conseguirlo.
-Quiero tomar la ducha juntos -menciona.
-¡No! Sal de aquí, por favor -exclamo- El baño es algo personal y privado. Además, tú ya te duchaste.
-Solo me cambié de ropa -confiesa-. Te esperaba para hacerlo juntos. Somos esposos además.
-Y eso qué, ¡respétame! ¡Sal de aquí, he dicho!
Observo en sus ojos un deseo ferviente arder, no cómo otras veces, hoy más que nunca es flameante e impaciente. Me recorre con la mirada de pies a cabeza con detenimiento, traga saliva e intenta acercarse mucho más a mí.
-Quiero que lo hagamos ésta noche -profiere sujetándome por el brazo y atrayéndome a él, más lo único que recibe de mi parte, es una fuerte bofetada.
Me lamento al instante, pero haciendo uso de todas mis fuerzas, permanezco inmutable.
-Por última vez, sal de aquí, por favor.
Sus encandilados ojos se apagan lentamente, y abandona sin decir palabra el lugar. Recupero el aliento a jadeos y temblorosa, termino el baño.
Al salir a la recámara con el pijama, le encuentro sentado en el sofá mirando por la ventana amplia de cristal al cielo nocturno del exterior. En silencio, avanzo hasta la cama y me siento en la borda, dándole la espalda como él a mí; así permanecemos, callados, largo rato hasta que al unísono rompemos la tensión del ambiente.
-¡Lo siento! -Afable, me permite hablar primero-. Sé que no debí desobedecerte, cómo has dicho eres mi esposo, pero debes entender que las cosas no se hacen así.
-Contigo todo es prohibido -señala-. No se puede vivir así.
-Eso hubieras pensado antes de casarte conmigo, sin pensarlo y por tus...
-¿Crees que quería casarme? -manifiesta alterándose-. No, no quería. Pasar por ésta maldita farsa de nuevo, empezar desde cero otra vez, tratar de llevar todo a la raya no es algo que quería.
-Pero no entiendo...
-Por supuesto que no entiendes, y tampoco te voy a explicar. Sigue con tus patéticos dramas y haz lo que quieras, yo me esforzaré por no estorbarte y solo cuando estemos acompañados seamos el matrimonio perfecto.
-¿Mis dramas? Drama el que estás haciendo tú ahora -remarco-. Dices sin sentidos, cuando lo único que quería que entendieras es que no puede obligarme a tener relaciones si no lo deseo. No me volverás a tocar son mi permiso.
-Haz lo que quieras -declara.
Abandona la habitación tras un fuerte azote de puerta que hace retumbar toda la habitación.
**†**
Ulises se va de casa al amanecer, no hace referencia a lo ocurrido por la noche y ni siquiera se despide; quedando a solas, descanso unas horas más después de su marcha.
Cerca de las diez de la mañana, bajo al fin a la cocina, dónde Margara ya tiene casi todo en orden. Desayuno y luego ayudo con la limpieza mientras la mujer se hace cargo del almuerzo.
-Por la mañana, cuando el Señor bajó a tomar el desayuno, le he notado algo entristecido -platica Margara.
-Creo que ha tenido problemas con su padre -cuento sin el menor interés-. Tal vez eso es lo que le aflige.
La conversión muere sin más, pues sea o no ésta la razón que provoca su melancolía, me tiene sin cuidado.
O no.
Lo cierto es que para el mediodía la culpabilidad me azota. Comienzo a sentirme mal por abofetearlo, aunque lo que hizo sí estuvo mal, el negarme a la intimidad no era opción; él lo dijo, es mi esposo, le debí obedecer anoche y siempre que él quiera. Un "No" de mi voz no tiene validez.
-Puedo preguntar, ¿qué le aflige? -La voz del pelirrojo a la distancia me devuelve a la realidad. Se supone que no debo estar aquí, solo tenía pensado venir a dejarle el almuerzo y regresar a la habitación para acabar deprimida aún más y dormir, si podía, un poco. Pero heme aquí, sentada en un asiento vacío sin prestar el mínimo interés a mi alrededor, en silencio e inmóvil.
-¡Qué! -exclamo casi inaudible. Él repite la cuestión y aguarda respuesta-. No es nada. Estoy bien -digo luego de aclararme la voz-. Además, debo estar callada, ¿lo recuerdas?
-Ese es el detalle -vacila-. Usted nunca está callada. Por eso creo que algo le sucede.
Sin querer sonrío levemente.
-Entiendo que no quiera hablar. En primer punto, no me conoce y en segundo, confianza, no es como que inspire mucha -interviene de nuevo.
-Es que se trata de algo íntimo -admito minimizando el volumen de voz de inicio a fin.
-Comprendo. Disculpe si he sido inoportuno.
Por un momento, el silencio vuelve a reinar, con él dándome la espalda y trabajando en la pared, y yo ahora sí, con la atención puesta sobre sus manos en movimiento.
-Me negué a estar con él -Retomo el tema poco luego tomándole por sorpresa-. Sé que es parte de mis obligaciones como esposa, pero anoche yo no quería hacerlo y eso le ha molestado.
Héctor se gira con rapidez y se detiene con su mirada de miel sobre mis ojos desorbitados. Meditabundo, se toma un momento para seguir el hilo:
-Esa es la razón más tonta por la que yo me enojaría. ¡Es ridículo!
-Sí, pero tú no eres mi esposo, a él sí le molestó mi desobediencia.
-Con todo respeto, señora, ¿es su esposa o su esclava? Habla de él como si fuera su amo y no su marido. Usted es tan sumisa a extremos deprimentes.
-No soy sumisa. De serlo hubiera aceptado estar con él anoche -busco defenderme. Él alza las manos en señal de paz-. Te confío otro secreto. No me gusta estar con él.
-Bueno, eso es más información de la que quería saber.
Mis mejillas se calientan. «Por qué le has dicho eso». Aparto la vista de él, lo escucho suspirar y al verle de soslayo, lo encuentro secándose el sudor de la cara con la camiseta, dejando al descubierto su torso de Hércules.
«¡Dios, no permitas que caiga en tentación o ciégame!», suplico en cuanto una ola de calor me abrasa.
-Si esa es su aflicción, despreocúpese -profiere tras aclararse la voz-. Los hombres sufrimos de memoria a corto plazo. Le aseguro que hoy cuando su esposo regrese por la tarde, estará contento, le besará y abrazará, y mientras usted no le recuerde, olvidará lo que pasó. -Tras una pausa, añade-: Por otro lado, si lo que le azota es la impotencia e insatisfacción que le atiza su esposo, según datos estadísticos, ahí afuera hay miles de millones de hombres que matarían por estar con una mujer como usted, y no me refiero al sexo, sino a quedarse a su lado.
Sus palabras me aturden haciéndome mirarlo anonadada.
-¿He dicho algo malo? -inquiere preocupado.
-No es solo que... ¿En verdad crees que eso? -balbuceo. Él asiente. Lo percibo tan honesto que si está mintiendo difícilmente me daría cuenta.
Continúo observándole. ¿Acaso la gente de este lugar son descendientes de sabios o algo por el estilo? Tanto Phillip, como Ulises y ahora Héctor, tienen una manera extraordinaria, casi mágica, de incursionar en la mente con las palabras, resulta manipulador oírles. O a menos, lo veo así.
-¿Tienes esposa? -pregunto sin razón.
-¡No! -exclama con la sangre acumulada en las mejillas-. Pero sé que así funcionan las relaciones maritales.
-Seguro serás un buen esposo -vocalizo. El colorete de sus mejillas me causa gracia.
-¿Por qué casarme? -insinúa- No digo que esté mal, pero hay veces en que pienso que podría ser un excelente amante.
¿Es un comentario? ¿Afirmación? O acaso, está invitándome a... «¡No! Concéntrate y di algo coherente».
-Claro. Según datos estadísticos -digo entre risas y erráticas palpitaciones arrítmicas.
La sonrisa que atraviesa su rostro me convence de que ha sido buena idea venir a dejarle el almuerzo. Increíblemente, ha hecho desaparecer la culpa que sentía por todo lo ocurrido con Ulises, sin embargo, después de esta plática, es la incertidumbre lo que me carcome. ¿Será que él...? «Concéntrate, he dicho», me grita la conciencia.
Héctor regresa a la pared y termina el delineado del boceto, para que antes de la media tarde, procede a darle color a las primeras áreas: empieza con las partes amplias y colores claros; siempre manejándose con esa brusquedad que lo caracteriza. Pasa el pincel de lado a lado y de arriba abajo sin tener el menor cuidado y calma, pareciera que solo le interesase cubrir los espacios blancos. En un principio todo se nota feo y sin sentido, cómo muchas manchas de colores sin forma ni gracia, pero conforme hace el delineado y difumino, la visión mejora
De nuevo, y como si ya se me hiciera costumbre, mi atención recae en sus toscas manos moviéndose, sujetando el pincel, coloreando las marcas y avivando la pared.
¿Qué tiene esa parte de su cuerpo que me atraen? Ahora sí estoy segura, debo estar enloqueciendo.
Ulises arriba al anochecer. Mientras caliento la cena y preparo la mesa, él se interna en la habitación dándome tiempo extra para meditar lo que le he de decir y que llevo pensando desde la tarde. Cuando aparece en la cocina, me planto ante él frente a frente, respiro profundo y abro la boca:
-Ulises, yo... -Sus labios me cortan el habla, dejando que el beso sea quien se exprese; poco después, sus brazos me rodean.
-No me importa lo que tengas que decir -susurra a mi oído-. Solo perdóname.
Las palabras que al fin luego de darle tantas vueltas había logrado acomodar, mueren en el silencio que me obligo a guardar; él me entregó su corazón hace un tiempo atrás, y no soy capaz de romperlo. Sin decir palabra de más, le ciño con premura, mandando mis culpas y las suyas a hacerse compañía en el abismo del olvido.
Luego de la cena, Ulises es el primero en retirarse a la recámara, yo aún permanezco abajo dejando todo ordenado. Cuando estoy por subir a la habitación, Héctor irrumpe en la cocina.
-¿Se solucionó todo con su esposo? -pregunta sin preámbulo.
-Sí, ya creo que todo está en calma.
-Me alegra. Por eso me abstuve de bajar, supuse que sería mejor si solos estaban.
-Gracias por ser tan considerado -comento-. Acabo de dejar la cena en la nevera, ¿quieres que lo caliente?
-No se apresure -dice tomándome por la muñeca y deteniendo mi avance hacia la alacena. Su agarre es tosco, más su tacto es suave pero frío. Añade-: Hoy tampoco cenaré.
-¿Acaso no comes?
-Mi dieta es estricta.
No se cuánto tiempo transcurre bajo ese silencio que se hace tras su última línea de diálogo, solo sé que me mira y yo lo miro a él, su sonrisa es diferente a otras veces, de hecho, es la primera vez que me está sonriendo sin necesidad de forzar el gesto. ¿Qué está pasando? «Como si no lo supieras», me ladra doña conciencia.
La extraña sensación comienza a avivarse en mis adentros, no resisto más la situación y me libero de su agarre, retrocedo unos pasos y a cabeza gacha y media voz me despido dándole las buenas noches. Él responde con una reverencia mientras paso a su lado y salgo de la cocina. Al ir por las escaleras, le escucho abrir la nevera, seguramente para tomar lo que nunca rechaza: un vaso de jugo.
Dentro de la habitación, encuentro a Ulises ya dormido, por lo que me muevo con sigilo y entro al baño para ducharme. Al salir, ya con la pijama puesta, me mete en la cama al lado de él, quién quizá al sentirme cerca, se mueve para acomodarse sobre mis piernas y vuelve a quedarse quieto.
Desde ésta perspectiva, se ve apacible, sereno e indefenso. Bajo el rostro hasta él y le doy un suave beso en la frente, un gesto de los pocos que hago con honestidad y afecto.
-¿Qué es ésto que siento? -cuestiono a la nada y casi inaudible aún cerca de Ulises.
-¡Hung! -exclama él moviéndose un poco, aunque no despierta.
-Nada. Descansa.
**†**
El día siguiente llega y la rutina se repite. Ulises se va al amanecer, Margara se encarga de las labores de la casa y yo le ayudo en lo que puedo, solo para que más tarde me interne en el estudio a dejar fluir el día siguiendo con la mirada las manos de Héctor recorriendo la pared con sus pinceles dándole color a cada trazo.
No estoy loca aún, pero juro que hay algo en aquel lugar que me hace querer estar ahí, y que cuando estoy dentro provoca un extraña exaltación en mis entrañas, me entrecorta la respiración y acelera el ritmo cardíaco. No sé que sea o porqué me afecta tanto, solo sé que el origen de todo es ese ente con cabellos de fuego y ojos de oro. ¿Si estoy loca, verdad?
Al anochecer, Ulises llega. Conversamos, cenamos y después de la ya acostumbrada rutina, nos quedamos dormidos juntos y entrelazados; dando la imagen clara de un matrimonio.
Los próximos tres días pasan sin contratiempos. Ulises no va a dónde sea que va siempre que dice ir a trabajar, por lo que no puedo entrar al estudio estando él en casa, y debo permanecer a su lado las veinticuatro horas del día. Vemos algunas películas y series de TV a las que no les presto atención, jugamos muchas partidas de ajedrez y naipes, sembramos algunas rosas en el jardín y otras plantas de ornato, algo que se le da muy bien a Ulises, así como estar haciendo malos comentarios de mí mientras intento cocinar lasaña y bistecs a la mexicana. Y en última, y poco importante, le ayudo con algunas actividades de su trabajo, cosas de cálculo sobre ingresos fiscales exorbitantes; algo que no me gusta hacer, sabiendo de dónde se originan esas cantidades numéricas: niñas perdidas, familias destruidas, personas que ahora mismo ya no están en este mundo. Sangre y muerte.
Para concluir el maratón a su lado, en la noche del día tercero, las pasiones de Ulises se encienden, poniéndome en la posición de corresponderle. Su cuerpo arde ferviente, más en mí no provoca más que nada.
A la mañana, despierto entre los brazos de mi esposo y su respiración golpeándome el cuello por detrás. Busco abandonarlo, pero al mínimo movimiento lo hago despertar.
-Buenos días, cariño -expresa soñoliento ciñéndome con querencia-. ¿Tan pronto quieres dejar la cama?
-Buen día -devuelvo-. Iba a preparar el desayuno.
-Porqué alimentarme, si eres tú lo único que necesita mi existencia.
Las primeras horas de la mañana pasan entre caricias y besos. Mantenemos una charla poco fluida y sin importancia hasta que hace mención de que estamos próximos a cumplir un mes más de matrimonio. Para él tiene significado el hecho, para mí resulta completamente inane; sin embargo, me limito a demostrarle entusiasmo.
Luego del desayuno, le acompaño hasta el auto, dónde saludo a Phillip y recibo un último beso por parte de Ulises.
-Te veré por la noche, cariño -me dedica.
-Estaré esperándote para la cena.
El vehículo avanza luego que él lo aborda y apenas desaparece de vista, entro corriendo a la mansión, atravieso la sala y subo, volando casi, hasta el estudio.
-¡Buenos días, Héct... -digo al abrir la puerta de golpe, pero dejo la frase inconclusa al enmudecer en cuanto veo el mural.
Me acerco despacio a la pared que ha dejado de ser blanca y ahora se halla avivada con grandes y pequeñas áreas coloridas; parece un gran vitral en el cual sobresale mi rostro diseñado con finos detalles, sombras y degradados. Extiendo la mano buscando tocarlo.
-No lo haga - advierte la severa voz en cuanto estoy a centímetros-. La pintura aún está húmeda.
Me giro encontrándolo a mis espaldas a unos pocos metros, limpiándose las manos con una franela percudida de colores.
-Pensé que ya había secado -comento.
-Recién acabo de terminar luego de pasar la noche pintando.
-¡Toda la noche! ¿No dormiste acaso?
-Lo intenté pero un extraño sueño me mantuvo en vela -Sus dorados ojos se clavan en los míos segundo antes que aparte la vista de él-. Aún no está terminado, pero por ahora ya me pesan los párpados, y además, con el avance que lleva, creo que puedo tomarme el día libre.
-Eso estaría bien -señalo mirando al mural, el cual ya no me produce asombro sino molestia, pues al estar casi concluido, hace que la estancia de Héctor en casa sea cada vez menos. Aunque eso debería tenerme sin cuidado... O no.
-Con su permiso, entonces, me retiro a la habitación -Tras su anuncio y hacer una estúpida reverencia, abandona el estudio.
Sus pasos se escuchan cada vez más lejanos hasta que desaparecen. Yo, de pie aún ante la pared trabajada, observo cada trazo realizado por sus toscas manos y que hicieron sobre el frío concreto una obra artística. De pronto, un zumbido me llega al oído. Muevo la cabeza en busca del lugar de procedencia hasta dar con la mesita de al centro en donde descansa el móvil. Voy hacia el aparatillo y lo tomo: en la pantalla parpadea el icono de llamada y sobre éste, un nombre masculino; el móvil deja de sonar al no obtener respuesta, pero antes de regresarlo a la mesa, vuelve de nuevo.
Sin meditarlo, salgo apremiante del estudio en rumbo a su habitación. El sonido cesa, pero en poco vuelve. ¿Cuánta insistencia, caramba? «Seguro es algo urgente».
El no pensar si debo o no y la urgencia con que timbran, me desencajan tanto que en cuanto alcanzo la puerta destino, la abro sin siquiera llamar.
-Héctor, olvidaste tu móv... -El vahído me azota apremiante. Mis ojos apenas lo ven por una minúscula fracción de tiempo, suficiente para darme cuenta que he sido más que imprudente.
«¡Discúlpate! ¡Discúlpate y sal de aquí ya!», reprende histérica mi voz interna, y aunque quiero hacerle caso, las palabras se me quedan atoradas en la garganta, tal cual la imagen que mis ojos contemplan se me ha de quedar para la eternidad grabada en la memoria.
A traspiés y con torpeza, retrocedo y cierro la puerta detrás de mí.
«Que estúpida eres».
La respiración me regresa entrecortada, pero al oír la puerta crujir al abrirse, de nuevo empiezo a ahogarme.
-¿Por qué no tocó? -cuestiona muy sereno, más yo no sé que responder-. Ya puede voltear si quiere.
Me giro lentamente y a cabeza gacha, apretando el móvil entre las manos; él, en silencio, espera repuesta.
-Discúlpame, no debí entrar sin permiso -vocalizo en cuanto consigo acomodar la ideas un poco, y obligándome a mirarle, muy avergonzada-. Es que habías olvidado... -¡Dios mío! No puedo mirarlo a la cara sabiendo que he visto más de lo que debería. «¡Contrólate, tonta!». Entre balbuceos, intento expresarme-: Estaba sonando... En el estudio y yo ... Yo solo... ¡Toma!
No puedo con más presión y desesperada le extiendo la mano con dónde el móvil corre el riesgo de ser destruido por la fuerza que me producen mis nervios.
-¡¿Contestaste?! -exige saber arrebatando y revisando el aparatillo.
-No, para nada... Sonaba tanto que creí que podía ser urgente. -Su expresión me sorprende mucho. Teclea rápido y con tal fuerza que temo sus dedos traspasen la pantalla.
«No te escucho pidiendo disculpas», la conciencia continua torturándome. Muerdo mi lengua sopesando el cómo hacerlo sin que me mate la vergüenza mucho más de lo que ya me está apuñalando.
-De nuevo, te pido disculpas. No debí inmiscuir en tus cosas y mucho menos entrar sin tocar la puerta. ¡Discúlpame! -Expreso perdiendo el aliento de inicio a fin.
Su mirada viene a mí acompañada con el colorete de mejillas.
-El que debe pedir disculpas soy yo -acorta él-. Estoy muy apenado y no quiero imaginar lo que piensa de mí justo ahora. Seguro cree que soy un desvergonzado, pervertido o algo así, pero no es el caso se lo aseguro. Es solo que iba a tomar la ducha en cuanto usted entró y yo, yo tengo la peculiar costumbre de desvestirme antes de entrar, y todo pasó tan pronto y usted me vio y yo no... No me cubrí... No pude...
-¡Basta! ¡Cállate! -interrumpo su innecesaria y ahogadora explicación-. Solo olvidemos todo el asunto y ya.
-¿Usted podrá hacerlo?
La respiración se me corta al instante. ¿Acaso sí podré olvidarme de éste infortunado accidente? ¿Podré sacar de mi cabeza aquella imagen tan excitante protagonizada por él? Él y su cuerpo pálido, firme y tentador.
De nuevo, enmudecida ante su mirada de miel, no puedo hacer más que huir como fugitivo.
Lo escucho dedicarme un perdón más, pero ni con todas sus disculpas, ni intentos de explicación, podrá hacerme olvidar lo que mis ojos contemplaron por apenas segundos: su anatomía completamente desnuda.
****†****
...Continuará.
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