XI
La puerta con grabados a estilos góticos del estudio está frente a mí, la curiosidad me está asfixiando y ansío arduamente girar el picaporte. ¿Debería? Es claro que no. Ulises lo ha prohibido, mi desobediencia lo haría cabrearse conmigo y no quiero ser nuevamente víctima de su castigo.
Me detengo un segundo antes de girar el picaporte.
Dos figurillas mías emergen de la nada y me hablan, cada una a un costado: la de la izquierda me dice que me deje de ideas y abra esa puerta de una vez por todas; la otra, a la derecha, apoya sin rodeos a la primera.
¿Qué podría suceder?
Al parecer la indecisión me seguirá por siempre.
Sin embargo, esa ala de madera tallada me pide a gritos que la abra. Y cedo.
Entro y entrecierro la puerta aguardando en el umbral. Miro a todos lados, el interior está como siempre ha estado, aunque con una parte vacía. Me fijo que hay varios botes de pintura y muchos pinceles y brochas, papel aislante, lápices, y artículos artísticos. No es algo que hubiera esperado encontrar.
«Tanto misterio por esto. ¡Menuda tontería!».
No hay huella de nadie más que yo y todo lo ya mencionado, por lo que me adentro a gusto en el lugar; me acerco a los materiales y comienzo a juguetear con los pinceles ordenando del más chico al de mayor tamaño. Corto un pedazo de papel y abro el bote de pintura negra, elijo el pincel más fino y pintarrajeo sin técnica. Nunca he sido buena dibujante, pero la caligrafía me suma puntos, o al menos eso creo.
Escribo: Thalia
Estoy aplicando detalles a mi obra cuando el espacio se ve arremetido por una voz que me hace soltar del pincel y testerear el botecito de tintura.
—¿Nunca te enseñaron a respetar lo ajeno? ¡No deberías tomar lo que no es tuyo!
Las palabras quedan haciendo eco en mis adentros, es tan firme y potente como un trueno sin relámpago que lo anuncie. Me exalta, aunque no en comparación como me impacta el hombre que diviso al levantar la vista: alto, corpulento, de sutiles facciones, cabello en color cobrizo y una piel tan pálida que parece drenado de toda plasma sanguíneo.
Su grave voz continúa torturándome mientras a paso firme se aproxima a mí, acortando la distancia, hasta entonces de apenas un par de metros.
—¿Qué pasa? ¿Te ha comido la lengua un ratón? —Juro que no puedo hablar. ¿Por qué me pasa esto? ¿Por qué se acerca si ya no tenemos más espacio entre nosotros? ¡Que se detenga, por favor!—. Oye, ¿eres muda?
Consigo ladear la cabeza por lo menos. Sus ojos se clavan en los míos al detenerse al fin. Sus irises me atrapa y ata un fuerte nudo en la garganta que amenaza con asfixiarme. ¡Que mirada tan penetrante!
No resisto por más la presión que provoca el ambiente, la situación, su voz y cautivadora mirada de miel.
Le atino un empujón, pero es tan firme su tórax que no consigo moverlo ni un milímetro; sin esperar reacción de su parte, abandono el lugar bajo erráticas pulsaciones cardíacas.
***†***
Más tarde, cuando consigo recuperar la serenidad, estúpidamente decido volver al estudio. No pienso quedar como una maleducada y asustada niña ante los ojos de ese hombre. Creo que al menos debería ofrecerle disculpas por haber tomado sus cosas sin permiso.
De nuevo frente a la puerta con estilos góticos, aguardo con los nervios tensos, la respiración entrecortada y la mano sobre el picaporte un poco temblorosa.
«Porque no lo dejas por la paz y te ahorras este mal momento», me grita el subconsciente. Y aunque quiero hacer caso, siento mucho más en el fondo otra peculiar sensación; una que me pide a gritos mucho más fuertes que entre, aunque sea siquiera para enmudecer ante su presencia y quedarme como tonta mirándole.
Cómo esta vez pretendo hacer las cosas bien, llamo a la puerta dando unos ligeros golpes. En cuanto autoriza el paso, irrumpo sin demora.
Él se encuentra junto a la pared con lápiz en mano. Al sentirse acompañado, quiero creer, pausa su trabajo y se gira para demostrar en su gesto el desagrado que le produce mi sola presencia. Y su voz lo certifica.
—¿Otra vez tú? ¿Ya recuperaste la voz o vienes a hacer mímica de nuevo?
Su hechizante mirada de nuevo me deja sin habla y esto le provoca una sonrisa que, ¡Dios mío! Que hermosa es y que atractivo se mira ahora.
—Enserio me preocupa y comienza a molestar tu presencia —declara recuperando la seriedad en su semblante y regresando a dónde estaba cuando entré—. Así que si solo vienes a joderme, mejor vete, niña.
¿Niña? Cómo se atreve a llamarme así. Ni siquiera parece ser mayor que yo. Eso sí es inaceptable.
—Quería ofrecerle disculpas por lo de hace rato, señor —profiero cuando al fin deshago el amarre de mis cuerdas vocales.
—¡Vaya, sí hablas! —expresa devolviéndome la mirada.
—Por supuesto que sé hablar y he dicho que vengo a disculparme.
—¿Disculparte por qué exactamente? ¿Por entrar aquí sin permiso? ¿Por tomar mis cosas? ¿O por agredirme y después huir asustada?
—¡No estaba asustada!
—¡Claro! El temblor de tus piernas y la ausencia de voz, características del miedo, es algo que creí imaginar entonces.
—¡No estaba temblando! —Siento el calor en las mejillas, y ruego por no estar sonrojada. Añado—: Si no dije nada ha sido porque no sabía qué decir .
De nuevo, una sonrisa se dibuja en sus definidas facciones, y me da un hueco en mis adentros.
—Bueno, si solo has venido a ofrecer disculpas, entonces estás disculpada. Y si no tienes más que decir, puedes retirarte.
—Deja de ser tan igualado —reprendo—. ¿Acaso no sabes quién soy?
—No y tampoco me interesa —dice sin expresión y se vuelve a la pared dándome la espalda. Una espalda amplia de triángulo invertido—. Aunque es claro que no eres parte de la familia real de esta mansión.
—Como puedes asegurar eso.
—Tus modales te dejan en evidencia —vocifera sin mirarme—. Aunque lo que llevas encima parece fino y costoso, toda tú no perteneces a este mundo.
—Te dejas guiar mucho por las apariencias.
—No es eso. Es intuición.
—Pues tu intuición no te funciona bien que digamos, pues desconoces quién soy.
—Dime entonces, ¿quién eres?
—Soy Thalia Winslow, esposa de Ulises Falcon —declaro firme y severo.
Inmediatamente se vuelve a mí con su pálido rostro ausente mucho más de color.
—¿U-Usted es la esposa del señor Ulises?
—Sí lo soy.
—Por favor, discúlpeme Señora Falcon, no sabía que la esposa del señor fuera tan joven y mucho menos que se tratara de usted —dice tan rápido que por un momento se queda sin aire y toma un respiro—. No suelo ser así de arrogante e irreverente solo que si me molestó que tomara sin permiso mi material de trabajo.
—Estoy en mi casa, puedo hacer lo que quiera —justico en tono severo, pero me arrepiento al fijarme que empiezo a escucharme como Ulises y yo sé bien lo horrible que se siente sentirse inferior.
El pelirrojo se mantiene callado y con el rostro cubierto bajo una avergonzada expresión.
—¿Cómo te llamas? —indago en tono más afable.
—Héctor.
—Bueno, Héctor, ¿qué te parece si olvidamos esté mal momento y vamos de nuevo? —ofrezco y él levanta la mirada hacia mi y se irgue, volviendo a dejarme varios centímetros abajo. Le extiendo la mano y me presento cordialmente.
—El placer es mío y estoy a sus órdenes, señora —profiere aceptando el saludo.
Con el simple roce de nuestras manos puedo sentir su vigor, su calor corporal y hasta las pulsaciones de su corazón. Nada comparadas con mis frenéticas alteraciones cardíacas en respuesta al tacto.
—Solo un favor te pido —digo al soltar su mano—, no me llames señora. A pesar de estar casada no me gusta tal título y, además, parecemos no distanciar de edades. Puedes usar el tuteo.
—No es adecuado teniendo en cuenta que usted es la esposa del respetable señor Ulises —expresa—. Tal vez, ¿señorita le sea de agrado?
Este momento me lleva a recordar la primera vez que hablamos Phillip y yo, él también se comportó así de ridículamente educado.
—Esta bien —concluyo.
Él informa que continuará con su trabajo y regresa a la pared con lápiz en mano. Lo observo minuciosamente, cada movimiento lo hace con precisión y calma que llega al punto de resultar sedante.
Espabilo y me aproximo a dónde se halla.
—¿Para que te contrató mi esposo?
—Eso es algo que lamento no poder decirle —responde pausando su trabajo—. El señor Ulises me la dicho que usted no debe enterarse —Hace una nueva pausa y medita. Posterior, me mira acusador—. Y también dijo que me prohibía darle paso a cualquier persona, incluso a usted.
Trago saliva ante la apatía volviendo a cubrirle el semblante. Lo entiendo. No sólo rompí la orden que Ulises me dio, sino también, atenté contra las suyas.
—Entonces, le dirás a mi esposo que estuve aquí —Lo observo pensárselo por unos segundos.
—No, correría el riesgo de que me despida.
—Entonces, igual me puedes decir lo que vas a hacer. Te aseguro que seré precavida, él no se enterará —insisto. Más su certera negación acaba con mis esperanzas de saber cuál es su objetivo en este melodrama.
Camina hasta la puerta y la abre.
—No puede usted estar aquí. Retírese, por favor.
Por un momento pensé que sería diferente, pero no. Actúa con naturaleza evasiva y eso me entristece. Realmente quería hacer más que solo disputar con él.
—Señora, por favor salga —vuelve a solicitar—. Tendré problemas con el señor Ulises y en verdad, necesito la plata.
Aceptando que lo que menos quiero es mi compañía, apresuró el paso, llegó hasta su posición y me planto ante su eminencia; eso ojos dorados que tiene se clavan en los míos y mucho más al fondo. Una sensación extraña se abre paso entre mis entrañas buscando liberarse, más se lo prohibido.
Me pongo de puntitas para alcanzar su rostro, o al menos intentarlo; él permanece inmutable, cómo si incluso justo eso buscará.
—Eres odioso —le escupo.
—Lamento no ser de su agrado, señora —declara con demasiado énfasis en el apelativo utilizado.
Aunque viniendo de su boca me es aceptable.
Lo observo por un segundo más hasta que me vuelve a correr del lugar.
Con la puerta cerrada a mi espalda, me permito recuperar el aliento y la sintonía de mis latidos se sosiega. El olor de su perfume aún perceptible en mi olfato y la rara sensación de mis adentros aún muy presente, me aturden.
«Que gran estupidez ha sido entrar ahí», me restriega la conciencia, y yo lo acepto. Aunque sin saber exactamente en dónde es que me he metido y perdido sin querer. ¿En sus asuntos o en su mirada de oro?
El día transcurre sin mayores contratiempos. Ulises regreso a una hora antes del anochecer, mostrándose un poco más afable y sereno que cuando salió por la mañana. Tras saludarme, sube a la habitación para tomar la ducha mientras que yo me quedo en la cocina. Caliento en el horno la comida y pongo la mesa.
Cuando arriba de vuelta no puedo evitar poner los ojos en blanco, pues en cuanto entra lo hace seguido del tal Héctor pisándole los talones. Ambos visten camisetas de algodón y pants, se carcajean y hacen ademanes que no consigo entender.
—Cariño, pon un espacio más —ordena Ulises mientras toman asiento.
En poco los tres estamos al tanto con la cena.
—¿Avanzaste en el trabajo? —cuestiona el pelinegro al neófito.
—Despejé el área donde me solicitó el trabajo y tracé las dimensiones que pidió, así como realice el bosquejo general. Si gusta me puedo mostrar el avance —responde técnicamente el pelirrojo.
—Tranquilo, con que termines al tiempo que te indiqué, todo bien.
—Claro que sí, señor. —Mi esposo sonríe emocionado. ¿Tanto valor tiene aquello que va hacer este sujeto? No sé. Los hombres son impredecibles.
—Cariño, te has mantenido en silencio —vocifera Ulises, da un sorbo a su bebía y añade—: ¿Cómo estuvo tu día?
—Nada extraordinario —respondo— disgustos por la mañana, disgustos por el día, y hasta ahora no hay disgusto, pero nunca se sabe que puede pasar.
Ulises levanta una ceja. Ignora mis palabras y se gira hacia el hombre a su lado.
—¡Mujeres! Siempre haciendo drama —le dice. El tipo solo asiente y toma de su vaso, al tiempo que me mira discreto—. ¡Oh, pero que tono he sido! —se reclama Ulises a si mismo. Héctor aparta la vista de mí y la dirige a él—. Cariño, él es Héctor —anuncia—, estará temporalmente aquí trabajando y en posada también, es pintor.
Aunque ya se su nombre y nada más de él me interesa, accedo a la formal presentación haciendo como si fuera ésta la primera vez que le estrecho la mano y pongo atención en su persona.
Me mantengo serena hasta el momento en que Ulises me anuncia cómo su esposa y el hombre se pone de pie e intenta hacer una reverencia, pero mi esposo me frena antes argumentando que no es necesario, que se deje de triviales modales.
La expresión desconcertada del caballero me causa gracias y una ligera sonrisa se me escapa.
La cena continúa en silencio y sin más teatro, aunque sí con una rareza invadiéndome al estar cerca de éstos dos hombres, teniéndome que ver en la necesidad de esconder mi cara con el cabello, pero de vez en cuando alzó la vista y les miro tan solo para aumentar las sensaciones.
Ulises termina la cena antes, agradece y se marcha. Tardo un poco más en compañía del otro, pero al cabo de unos minutos y, antes de que me desmaye por la respiración entrecortada que mantengo, se marcha también.
Cuando al fin me sereno, recojo todo y procedo a lavar la vajilla y dejar todo en orden.
En mi recorrido hacia la habitación, paso por la que le fue asignada a Héctor y me fijo que su puerta se halla entreabierta; me acerco con la intención de cerrarla, pensando que tal vez se ha quedado dormido ya y olvidó poner el pestillo. Por no sé que razón, me detengo y echo un vistazo al interior.
Siento como si un balde de agua helada me empapase al verlo de pie junto a la cama, de espaldas a mí, con el torso descubierto y estirando sus bien trabajados y macizos brazos; suelta un bostezo, sacude la cabeza y tras sobarse el abdomen, que quiero no pensar está igual de firme y trabajado que sus brazos y espalda, desliza las manos hasta la cintura, alcanza la pretina del pants y comienzo a bajarlo.
Suelto un jadeo y cierro la puerta sin el menor descuido. Salgo corriendo escalera arriba, llegó a la habitación y la aseguro de golpe. Ulises, quien se halla sobre la a cama con un libro en mano, da un respingo y me observa mientras busco recuperar el aliento.
—¿Estás bien? —indaga preocupado y viene a mí.
—No —confieso—. He escuchado un ruido fuerte afuera y me asusté muchísimo.
—Seguro es el fantasma de mi vieja esposa que no descansa en paz buscando recuperar su lugar en esta casa —vacila haciendo uso de un tono macabro.
—¡Cállate! —le pido, pues esto si que me ha asustado—. Me lavaré los dientes mejor.
Su burlona risa se escucha aún estando encerrada en el baño.
Mientras paso el cepillo por mi dentadura, la mente me devuelve al momento preciso en que me asome por la hendidura y, la viva imagen de lo que vi regresa trayendo consigo una sofocante emoción. Las fibras de mi cuerpo se tensan. Cierro los ojos y vivo el momento, tan real como si estuviera pasando de nuevo.
Una de mis manos se mueve a voluntad pasándose por mis piernas, presiono los dientes al cepillo y crispo el puño entorno al mango de éste, mientras que unos ojos de miel, hechizantes y insidiosos se clavan en mí. Una ola te calor se aviva en mis partes íntimas, crece y arde hasta abrasarme.
El fuego es real, es ardiente y me está matando lento y a la vez con violencia. Juro que no tengo control de mi mano. A ojos cerrados, la mente jugándome mal y deliciosamente.
Estoy ardiendo. ¿Cómo se apaga este infierno?
Un gemido se me escapa. Suelto el cepillo, que se precipita al suelo, y abro los ojos en seco al sentir la humedad correr entre mis piernas.
Los sonoros golpeteos de la puerta me sacan de trance, de aquella fantasía tan realista.
—¿Cariño, estás bien? —Oigo decir a Ulises desde el otro lado—. Te oí quejar.
—Estoy bien —contesto bajo un espasmo que me hace morder el labio—. Ya salgo.
Me limpio. Lavo hábil las manos, enjuago la boca y echo agua el cara. Al terminar, me veo al espejo encontrándome con una versión de mí confusa, ausente y con un ligero aire de satisfacción. De placer.
—¿Qué es esto? —pregunto a la nada frotándome la sien. «Deseo», grita una voz dentro de mí.
Vuelvo a la habitación y me acuesto junto a Ulises en la cama, quién me cubre con las sábanas y rodea con sus brazos. No hago nada por apartarlo y lo dejo estar.
—No tengas miedo —susurra—. Yo te cuido.
Me giro para darle un beso y las buenas noches, me regocijo en la calidez que emana su cuerpo y cierro los ojos.
***†***
—Buenos días —saluda Ulises en cuanto abro los ojos. Su rostro se halla tan cerca del mío que nuestras narices colisionan al menor movimiento.
Le devuelvo el saludo.
—¿Cuándo fue la última vez que despertamos así? —pregunta.
—No lo sé —respondo bajando la mirada—. No he sido buena contigo.
—Si de mí dependiera, te juro que me acostumbraría a despertar todos los días a tu lado. Mirar tu rostro mientras duermes, no sabes el éxtasis que me provoca.
Me gustaría decirle algo así de poético, pero no me nace. Ante mi silencio, sus labios buscan los míos y los acarician con un suave beso.
Hacemos un rato así de juntos y endulzante, luego, tristemente Ulises se aparta y anuncia su salida. Hoy irá a con su padre por la mañana y después a otros asuntos que para mi tranquilidad evita decirme. Es día de trabajo, no solo para él sino también para mí, ya que Margara tiene su día libre y las actividades domésticas se me cargan.
Me pongo en pie y comienzo a moverme, oigo el crujir de mis huesos y articulaciones; voy al baño para enjuagar el rostro y recojo el cabello con una cinta. Ulises me habla desde la regadera pidiendo ayuda para escoger una traje, obedezco y abro el lado del armario que le corresponde, cojo uno de los atuendos y lo dejo sobre la cama junto al maletín. Abro el cajón del lado de la cama dónde duerme y extraigo el cinturón y la funda de su pistola con el artefacto dentro. Es un poco pesada pero creo poder manejarla. Bueno no. No me imagino mis manos sobre la pistola desenfundada y apuntando a un objetivo, a algo o alguien.
Al escuchar que la regadera se aplaca, dejo las cosas sobre la caña y corro a abrir mi lado del clóset, tomó uno d ellos vestidos de muñeca que posterior me encajo, en los pies me pongo una sandalias de tacón bajo y abandono la recámara sin más.
Ya en la cocina pongo la cafetera, tuesto pan, saco la mermelada de la nevera y preparo huevos revueltos con tocino y queso. Ulises aparece cuando ya tengo listo el desayuno. Come de todo a prisa y sin darle importancia a lo caliente que está el café, le da grandes sorbos. El chofer arriba en poco entrando por la puerta del traspatio, enfundado en su uniforme y manteniendo la postura propia de cascanueces; niega cuando le ofrezco café y solo espera en silencio hasta que mi esposo termina sus alimentos.
Ulises se despide con un beso y sale por la puerta principal con Phillip siguiéndole las pisadas y yo en compañía. Me quedo de pie en el porche, observándolos hasta que entran en el vehículo, el cuál es puesto en marcha después que Ulises grita:
—Cariño, el desayuno estuvo delicioso.
Sonrío orgullosa de mi misma, pues al parecer, las clases con Margara están brindando resultados, no s9lo en la sazón sino también en el orden, ya que al menos hoy no acabé con un dedo en tajo.
Cuando el auto se pierde de vista, regreso al interior de la casa.
—Buenos días, señora —La voz me toma por sorpresa, por lo que doy un respingo, pero al visualizarlo de pie en el último escalón inferior de la escalera, me suavizo.
—Buenos días —devuelvo—. ¿Va a desayunar ahora?
—Le agradezco su hospitalidad, pero por el momento solo un vaso de jugo o una taza de café estaría bien.
Camino a la cocina y sirvo lo que pidió. Al volver con él le entrego y tras agradecerme, toma el contenido del vaso.
—Si se le ofrece algo para degustar —digo mientras observo como esa manzy de Adán suya, se mueve con cada trago que da—, siéntase con la libertad de tomarlo en la nevera.
—Gracias —corresponde regresando el recipiente vacío. Hace una absurda reverencia y después regresa al piso superior ascendiendo por las gradas.
Al desaparecer de mi enfoque visual, el temblor de mis manos y piernas, cesa. Debo estar enloqueciendo. ¿Por qué me pasa esto?
Desayuno mientras pienso en qué cocinaré. Tengo especialidad con las pastas, los guisados con proteínas se me dan bien al igual que los consomés, pero le guardo respeto a la frituras. Lavo los trastes y acomodo en la alacena. Reviso que tenga en la despensa todo lo necesario para preparar el almuerzo y atino que sí. He decidido hacer ravioles.
Primero hago la masa y guiso la carne, mientras se hornean las piezas, preparo la salsa y al final, rayo el queso; dejo reposar las piezas para que terminen de cocerse al vapor y preparo jugo de mandarina. Luego de terminar, espero algo de tiempo para servir. Rectifico si la idea no es tan tonta cómo el resto de las tomadas hasta éstas alturas, y aún algo me dice que si lo es, hago caso omiso y continúo manteniéndola.
Subo uno a uno los escalones hasta el segundo nivel, recorro el pasillo y llegó hasta la puerta a la que se prohíbe el paso. Tomo un respiro hondo antes de dar golpecitos con la punta del pie al ala de madera tallada; la resonancia se extiende en el interior más no obtengo respuesta.
—Señor Héctor, le traigo su almuerzo —anuncio. Esta vez me es autorizada la entrada.
Lentamente giro el picaporte y entro, encontrándolo nuevamente de espaldas rayando con el lápiz el espacio en blanco de la pared. Tal como si buscara alterar mis nervios o aumentarme la ansiedad, hoy tan solo viste una musculosa y un pantalón de mezclilla en tono azul claro rasgado por la zona de las piernas; sus zapatos Converse se hallan a un lado en el suelo junto a su playera de mangas largas.
—Ah, es usted —dice sin interés girándose un segundo en dirección mía—. No se supone que deben ser los sirvientes quien atiendan.
—Supone bien, pero la única persona que nos ayuda aquí en casa, tuvo su descanso el día de hoy.
—Entonces, ¿usted cocinó? —cuestiona con asombro, seguro me cree incapaz de hacerlo.
—Sí. Espero sea de su agrado.
Deja el lápiz en el suelo y se me acerca, toma la bandeja con fuerza y luego la coloca en una mesa desocupada que por ahí se encuentra; vuelve sus ojos hacia los míos. Encandilándome.
—¿Desea algo más? —indaga sacándome del embrujo.
—¿Debería acaso? —exclamo. Una de sus cejas se levanta en respuesta—. Ya entendí. Te molesta mi presencia.
Una sonrisa aparece en su rostro por una fracción de tiempo, ladea la cabeza y busca justificarse:
—Lo que pasa es que el señor Ulises dijo…
—Ulises no está ahora —le interrumpo—. Él no tiene porque enterarse que estuve aquí ni que me dijiste lo que estás haciendo, porque también quiero saberlo.
—Está bien puede quedarse —dice luego de meditárselo—. Solo prometa que se mantendrá en silencio absoluto.
—Lo prometo —concluyo pasando los dedos sobre mis labios imitando el correr de un cierre. Luego de aquello no emito ningún ruido más.
—Un mural —dice poco luego—. Es lo que haré.
Pienso en indagar más a fondo, pero con la seña del dedo índice sobre los labios me manda a callar, y yo simplemente, le obedezco.
Héctor entrecierra los ojos y regresa a su trabajo. Observo la pared, en ella solo se visualizan extraños trazos rectilíneos, oblicuos y adyacentes; parece ser una especie de dibujo amorfo o dibujo en primer plano. Quiero preguntarle cuál es la verdadera explicación, pero como no me gustaría acabar expulsada me limito a callar.
Sus manos continúan trabajando en la pared, con el silencio impoluto y ambiente tenso.
Me acerco sigilosamente a un libro que desde hace rato ha captado mi atención, al sujetarlo me sorprende lo ligero que es a pesar de estar constituido de muchas páginas; la cubierta es de cuero negro y más que libro parece un folder. Al abrirlo encuentro en su contenido una amplia galería de ilustraciones de tipo artístico, imágenes de paisajes, figuras abstractas, animales de la vida real y fantásticos, así como retratos de personas. Al pasar las hojas me es imposible no maravillarme.
De pronto, varias de las últimas páginas se sueltan y acaban esparcidas por el suelo. Rápidamente echo la mirada a dirección de él en busca de su reacción, pero creo que no se ha fijado, pues permanece en sosiego. Recojo una a una más hojas, de entre las cuales, una es mucho más pequeña que el resto y al analizarla con mayor detenimiento, me doy cuenta que es una fotografía. Una donde mi rostro salta claro y completo.
—¿Me explicas por qué tienes esto? —interrogo yendo hacia dónde está y levantando la voz.
Él se endereza y clava sobre mi sus melosos ojos sin conmoción alguna. No descifro rastro minúsculo de perversión en su rostro, es tan nítido que no encuentro en él más que solo belleza.
—Contéstame, ¿por qué tienes está fotografía de mí?
—No se supone que debería estar callada —contraataca. ¿Es enserio? ¿Ignora mi molestia más no que halla roto el voto de silencio?
—¡He dicho que me respondas! —exijo sumando enojada. Frunce el ceño y aprieta la mandíbula—. ¡Contéstame!
—La necesito para mi cometido. ¿Contenta? —responde subiendo un poco el audio—. Tengo memoria fotográfica, sí. Pero existen detalles que a veces debo observar con sumo detenimiento, incluso en ocasiones debo hasta tocarlos.
—¡Qué! —exclamo atónita dando un paso atrás—. ¿Me vas a tocar?
—Es imposible aunque quisiera —dice y ante su afirmación el temblor azota mis piernas y la voz se me corta; él se retracta en seguida y busca justificarse—: Por eso es que tengo la fotografía. Es lo único que me orientará para inmortalizar su imagen en este lienzo.
Al comprender que el mural que hará tendrá como protagónico a mi rostro, me apaciguo. Pero el simple echo de pensar que con esas mismas manos que traza rayones en la pared, pudiera tomarme, me hace estremecer.
—Se supone que usted no debería enterarse —explica—, pero al ponerme en jaque no me ha dejado más salida que hablarle con la verdad. Solo así usted dejaría de pensar mal de mí —Ante su acusación, callo y bajo la mirada.
—Será mejor que me retiré, ¿cierto?
—Es su casa, señora. Puede hacer usted lo que quiera —profiere en tono serio—. Solo le ruego que por favor no le diga al señor Ulises que le he dicho la verdad. Creo que era una sorpresa para usted.
—Pero la he arruinado —complemento. Su afligida mirada vuelve a mí, haciendo sentir mal. Esto puede suponer su despido, y sería la causante de ello. No le volvería a ver. ¿Hasta dónde me llevarán mis caprichos?—. No te preocupes. No le diré nada a mi esposo, y discúlpame por haber pensado mal de ti.
Su agradecimiento es simple, sin expresión ni convencimiento.
—Pero a cambio quiero un favor tuyo —manifiesto.
—Debí imaginarme —murmura recuperando ese desdén con que suele tratarme—. ¿Cuál?
—Permíteme estar aquí —proclamo—. Casi todo el tiempo estoy sola aquí en casa, y pienso que compartiendo un mismo espacio no nos sentiremos tan solos.
Lo veo levantar una ceja y obligarse a ahogar la risa que mi absurda petición produce.
—La soledad para mí no es inconveniente y en nada me beneficia su presencia en este lugar.
—Entonces, ¿es un no?
—Rotundamente lo es.
—Bueno, le recomiendo entonces que vaya recogiendo sus cosas, mi esposo se va a molestar cuando…
—Señora —me interrumpe—, si lo que busca es chantajearme, no caeré.
Muerdo mi lengua cuando su formidable mirada me inmuta.
—No te estoy pidiendo que seamos amigos —verbalizo—. Solo pido que me dejes estar aquí. Si quieres, ponme reglas. Yo las cumplo.
Héctor medita cada uno de mis palabras, se toma el tiempo para degustarlas y saborear cada letra; es como si buscara algo entre ellas, como una petición oculta entre líneas, un anhelo, un deseo.
Al fin sus labios se abren al responder.
—Está bien, puede quedarse —Algo en mí salta gozoso y lleno de emoción como un globo de aire—. Pero bajo condiciones —anuncia y empieza a enumerar—: No mueva nada de su lugar. No hable si no le autorizo. No toque nada sin permiso… —con cada orden acorta la distancia entre ambos hasta acorralarme contra la pared.
Al tenerlo así de cerca, puedo sentir como su cuerpo emana un olor a madera y cítricos que, al entrar en mi olfato provoca que una sensación abrasadora me recorra por completo; en mis labios, en específico, un hormigueo me hace mordérmelos. Realmente es cardíaco para mí mantenerme serena ante esa mirada penetrante que me hipnotiza, me enerva e incita a pecar.
—Voy a dibujar aquí —dice señalando a mis espaldas. Me hago a un lado torpemente y respiro hondo.
La sensación muere al instante. Es como si solo estar cerca de él o bajo su mirada, la avivase.
Tomo de nuevo el folder, aunque ya no le presto atención a su contenido.
El día avanza. Poco a poco, el arañar de trazos comienza a tomar forma con la aplicación de sombras y matices. Para la media tarde, Héctor se toma tiempo para comer aunque los ravioles ya están fríos y se niega a que vaya a calentarle, sin embargo, halaga la buen sazón.
Más de una sonrisa se dibuja en su rostro durante el rato que permanecemos en compañía del otro, además, merma su apatía contra mí, no se muestra molesto cuando sin querer hago algún ruido al tropezar con los muebles, o regar las pinturas en sus botes, o tirar los pinceles por mi torpeza.
Al caer el ocaso, la pared tiene un diseño más claro aunque aún no acabado. Oigo el claxon de un auto en el exterior, me sobresalto y rápido corre a la puerta.
—Señora… —clama sujetándome de la mano. A su tacto me detengo y giro en su dirección, encontrándolo a corta distancia de mí. Por un momento, solo puedo ver a través de su dorada mirada, no hay más ambiente ni demás entorno. Añade—: No se olvide que es un secreto.
Lentamente asiento, y sus labios se curvean en una encantadora sonrisa que hace despertar en mi interior una desconocida y peculiar emoción.
¿Qué es esto y por qué él lo provoca?
***†***
Continuará...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro