8. Los descendientes del sol
Cuando regresó a hacer su guardia nocturna después de mostrarle las Cuevas de Tierra a Leifhite, había algo en su pecho. No era la misma sensación de anhelo, ni la sensación de desear algo que no podía tener, ni aquella forma de la que escapaba de el templo al imaginar. Su corazón golpeteaba y se aceleraba de solo recordar lo que le había dicho.
No era imaginación, podía ver a Leifhite con sus cabritas siguiéndolo de cerca en sus viajes por las montañas de Istralandia. Las historias que le había contado acerca del Desierto de Buitres y de Vultriana se sentían como si él mismo hubiera estado ahí.
Leifhite le habló de muchas cosas, le habló del mar y de las aves que robaban la comida de quienes no estaban atentos. Le habló de las comidas de todos los lugares, donde comían animales más grandes que las cabras y más robustos que los ciervos, le habló sobre las flores que adornaban los pabellones de Floriskitria, y de la ropa con telas de colores que fluían como agua. Además, le habló de las estatuas de buitres y los monumentos a Kirán en el desierto de Buitres y en el desierto de Maliare.
Le habló de los largos campos de amapolas al sur cerca de Ismatra, y de las auroras mucho más al sur, donde el frío era terrible y los lagos permanecían congelados.
Paseó por el templo con la mente en otro lado.
Cada noche, los pasillos permanecían en completo silencio por horas hasta que amanecía, pero en su mente la idea se moldeaba más y más: iba a decirle a Leifhite que lo ayudara a escapar mientras estaba de guardia...Quizá si no estaba hecho para ser un guardián, podía viajar como Leifhite en Istralandia.
Una sonrisa se dibujó en su rostro mientras vagaba pasando a un lado de cada vitral. Y entonces, lo pensó. Si abandonaba a su hermano, ¿qué diría de él? ¿Se molestaría? ¿Lo odiaría? ¿Y su maestra qué pensaría? Tan bien lo había tratado, lo había cuidado por tanto tiempo, ¿pensaría que era un malagradecido?
Y entre más lo pensaba, la idea parecía más tonta.
Él no era tan malo en todo, era su mente la que le hacía pensar eso. Además, el templo era un lugar tranquilo. No había gente y podía pensar. Y el sello... no podía quedarse sin su última ceremonia. Simplemente irse... No podía irse, no tenía nada, y su único propósito y trabajo en su vida era cuidar el templo. Si se iba, y sus maestros y su hermano morían pronto, ¿qué sucedería con el templo? Sabía que robarían los tesoros de Kirán, que profanarían el templo, que arruinarían el trabajo de miles de años y de un rey antiguo solo por el capricho de un guardián que dudó.
El vitral frente a él, en aquel momento, era de un hombre en un campo de pequeñas flores de colores que adornaban por todos lados los valles.
Volvió a preguntarse después de todos los nudos en su cabeza. ¿Qué sucedería si se iba? Porque ya no podía seguir otro día más en el templo.
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Cuando despertó a mediodía, fue a hacer sus tareas, y acompañó a su maestra a la biblioteca a limpiar los libreros y a sacudir el polvo. En el camino, no vio por ningún lado a Leifhite, por lo que supuso que había salido a explorar o a cazar con su hermano. No le dio importancia.
Cuando llegó a la Cámara del Tesoro Blanco, saludó asintiendo a su maestra. Ella le devolvió el gesto y lo invitó a pasar, y comenzaron su labor en silencio.
—¿Cómo estuvo la guardia nocturna? —preguntó ella en algún momento.
—Normal. No sucedió nada.
Y continuaron en silencio mientras sacudían libro por libro. Sostuvo uno en sus manos, demasiado grueso para cargarlo por mucho tiempo, y leyó en la portada: "Orografía de Istralandia", y al abrirlo, encontró un mapa con las montañas. Lo cerró y decidió preguntar.
—¿Qué sucede si un guardián se va del templo?
Su maestra se detuvo un segundo, lo miró de reojo y siguió su deber como si no hubiera preguntado nada. Fuera un intento de no castigarlo y de protegerlo, igual se resignó. Si ella no le decía, sabía que nadie lo haría y no valía la pena insistir.
Luego, ella habló con voz queda y baja.
—Siempre han dicho que quienes se van, mueren, pero nadie lo ha confirmado —dijo ella—. ¿Cómo sabría el topo si alguna ya cayó del acantilado? Ni siquiera es de su interés.
—Entonces no es cierto —balbuceó él.
—¿Por qué lo preguntas? ¿Qué es lo que estás pensando? —preguntó y dejó los libros en el librero mientras se paraba con firmeza—. Espero que no sea lo que creo que es.
»Sé que la vida aquí puede ser difícil, pero solo necesitas esforzarte para sentirte bien.
»No hay otro lugar para los guardianes de Kirán más que el templo, lo sabes bien.
La miró a los ojos todo el tiempo con tal que no lo descubriera, y retuvo el aliento. Él suspiró cuando su maestra terminó, y decidió que sería mejor no decir nada más. Su maestra se acercó a él con los libros entre sus manos.
—Solo es necesario que obedezcas. Imita a tu hermano, y todo será mucho más fácil.
No respondió porque eran las palabras vacías que había escuchado toda su vida. Jamás habían funcionado antes, y mucho menos en aquel momento. ¿Cuál era la diferencia de que las dijera? Nada. Siguió limpiando con la cabeza metida en el silencio de sus pensamientos.
—¿Sí?
Parpadeó varias veces y miró a su maestra. Tenía el ceño fruncido, y los ojos serios.
—Disculpe, maestra. ¿Qué fue lo que dijo?
—¿Entendiste lo que te dije? —dijo ella—. ¿No me escuchaste? ¿En qué estás pensando?
—En nada.
—Hiciste un juramento desde el día que te entregaron a Kirán, con tu marca también. ¿Cuál es el sentido de irse cuando te falta tan poco para tu última ceremonia, para ser un guardián completo?
»Además, aquí tienes alimento, refugio y gente que siempre te ha cuidado, protegido y que te ha dado un propósito en la vida.
Él desvió la mirada, no podía seguir escuchando esas palabras mientras miraba el rostro de su maestra. Ella tenía razón... Ellos y Kirán le habían dado todo.
—En seis años, cuando tengas tu última marca, te arrepentirás de haber pensado en cosas como estas.
»Solo no le preguntes esto a nadie, ni siquiera a mí.
A pesar de que sus palabras eran para tratar de despejarlo de sus dudas y de aliviarlo, no pudo evitar sentirse miserable.
Faltaban seis años, demasiado tiempo para él, demasiado tiempo para vivir de esa manera. Quizá... No lo quiso dejar fluir, pero llegó como el rio que arrasaba desde lo más alto de la montaña en temporada de tormentas.
Él no había nacido para aquello, no podía seguir pretendiendo. Jamás sería como su hermano, ni como los maestros esperaban, ni sería el guardián que todos esperaban que fuera. Estaba condenado desde que nació, y quedarse seis años más era condenarse eternamente...
¿No era mejor morir que vivir encadenado?
Y su corazón se estrujo en su pecho. No había esperanza ahí, nadie lo necesitaba, a nadie le importaba, y estaba condenado con una marca a quedarse, a morir ahí...
Se detuvo y quiso gritar, quiso hacer cualquier cosa, huir, tirarse, patalear, romper algo. Al final, pese a que su corazón latía contra su pecho con una amenaza, a pesar de sus manos temblorosas, a pesar del embrollo de pensamientos, y que todo se cernía sobre él, lo único que pudo hacer fue inhalar profundo y suspirar.
Su maestra le dio una mirada de reojo, y él, parado en medio de dos libreros, deseó huir de ahí, a cualquier lugar, en cualquier dirección, incluso si eso significaba morir como el halcón del vitral.
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En su guardia por la noche, paseó por el jardín del templo, y miró a las frías estrellas del firmamento. Las nubes las cubrían de vez en cuando, y el frío calaba hasta la médula. Miró más allá de las estrellas.
¿Qué debía hacer?
¿Y si moría por irse? No quería morir. ¿Y si su hermano jamás lo perdonaba? ¿Podría volver? ¿Volvería si pudiera? ¿Si se iba sus maestros pensarían lo que siempre habían pensado? ¿Pensarían qué era un inútil?
Sus ojos se humedecieron. Quiso gritar, pero no pudo. Tembló, pero no podía hacer nada. Si los despertaba por una tontería... Sus piernas flaquearon. Cayó de rodillas. ¿Por qué la respuesta no era tan fácil?
Lo habían cuidado toda su vida.
Era su culpa tener esos pensamientos. No había nada que escoger.
No debía pensar eso.
Estaba mal.
Era su culpa que nada le saliera bien. Jamás se había portado como debía en el templo. En ese templo del rey más sabio y justo, él era impuro. Y en el fondo, sabía que ni siquiera los buitres purificarían su cuerpo, ni su alma, ni nada. Su alma quedaría atorada en la tierra, impura y con el tiempo, mancharía y ensuciaría el mundo.
Se sentía como un pedazo de carne en descomposición, viscosa, con brea, horrible, desechable, una que ni siquiera los buitres se atreverían a tocar.
Pero si era desechable, ¿por qué no se marchaba?
¿Y ellos qué pensarían?
«Basta». Debía de parar con esas mismas preguntas que regresaban una y otra vez al mismo punto.
¿Y si nadie en ese mundo lo amaba? ¿Si ni siquiera le importaba a Kirán? ¿Y si sus padres lo habían abandonado ahí por odio? No, si ese fuera el caso lo habrían asesinado... ¿no? ¿Por qué lo habrían abandonado?
¿Quién le tendría más amor a un rey muerto de una religión en decadencia que a su propio hijo recién nacido? Y se estremeció. Colocó las manos en la tierra. En aquel momento, en la oscuridad, no sabía qué era lo que le sucedía.
No sabía si irse, si quedarse, si irse o si quedarse. Quería irse, pero debía quedarse. No había nada ahí para él, nada era suyo, pero ese lugar era todo lo que conocía, el único propósito en su vida. En algún momento, cuando todos fueran demasiado viejos, el templo lo necesitaría.
Enterró sus uñas en el suelo, y se mordió las mejillas.
«¿Por qué no puedo ser cómo mi hermano?» «¿Por qué todo lo que hago tiene que salir mal?»
El sabor metálico llenó su boca, y el dolor se esparció por todo su cuerpo.
«¿Qué hice para tener esto?»
—¿Estás bien? —escuchó la voz melodiosa de Leifhite a sus espaldas.
Se detuvo. Su corazón se atoró en su garganta. Lo habían visto. Se detuvo y sus pensamientos se congelaron. Alzó las manos del suelo, temblaban y estaban llenas de tierra. ¿Cómo era posible que un guardián se comportara así frente a un fiel?
Inhaló, exhaló, inhaló, exhaló, inhaló, exhaló, inhaló, exhaló. No estaba bien, algo no estaba bien. El aire... era denso, ¿por qué no podía respirar? Se llevó la mano llena de tierra al pecho y antes de darse cuenta, Leifhite tenía la mano en su espalda, y le indicaba cómo respirar.
Pero su voz era lejana, como las voces en una tarde de tormenta, como estar lejos. Leifhite tomó una de sus manos.
—Imítame. Inhala hondo.
Trató de obedecer, tenía que obedecer. Costaba. Su respiración seguía igual de rápida. No podía, no podía. Negó con la cabeza y apretó los ojos.
—¡Cálmate!
No podía, no podía.
—Inhala, por favor, trata de calmarte, por favor. Una vez más, inhala... exhala, uno, dos, tres.
»Sí, bien, vas bien, lo estás haciendo excelente... Vamos. Está bien, todo va a estar bien.
Con cada inhalación contó, y conforme pasaron los minutes, sus brazos se relajaron.
Estaba bien. Todo iba a estar bien. Las lágrimas de sus ojos escurrieron por sus mejillas, y las limpió antes de que Leifhite lo viera. Leifhite, por su parte, le dio palmadas en la espalda.
Alzó la cabeza del suelo y trató de alejarse de Leifhite, que entendió de inmediato, y lo miró con pena.
—¿Por qué me miras así? —dijo y con su manga terminó de limpiar su rostro.
No se atrevió a mirar a los ojos de Leifhite al preguntar eso. No quería hacerlo sentir mal.
—No eres feliz aquí, ¿verdad?
Aunque la pregunta lo tomó por sorpresa y se detuvo antes de pararse, no respondió y fingió no haber escuchado nada. Se sacudió la tierra de la ropa.
—Necesito hacer las guardias. Gracias —dijo y se dio la vuelta.
—Espera. Todavía eres un niño —dijo Leifhite y tocó su hombro.
Lo miró, y de inmediato Leifhite apartó la mano.
—Lamento haberte tocado... Pero solo eres un niño, ¿es-estás bien?
No respondió, tenía que seguir en su guardia.
—Lamento preguntar... pero ¿no te sientes atrapado? ¿No quieres irte de aquí?
Se detuvo en seco, y tocó la empuñadura de su espada.
—No.
—Espera. No te vayas. ¿P-puedo contarte una historia?
A pesar de la pregunta, y de la curiosidad, no podía permitirse seguir vagando, mucho menos luego de que lo hubiera visto así. Caminó hacia el templo, pero a pesar de lo que esperaba, el cabrerizo lo siguió.
Caminó con pasos silenciosos, y el cabrerizo lo siguió con pasos ruidosos. Caminó a la Cámara del Tesoro Blanco, luego dio la vuelta a la cocina y subieron las escaleras al segundo piso.
—¿Por qué me sigues? —susurró.
—Sigo esperando tu respuesta. ¿Quieres oír la historia?
Miró al suelo. Claro que sí quería, pero si lo descubrían vagando en lugar de trabajar, los maestros se enojarían, y se enojarían bastante considerando la importancia de ese trabajo. Siguió avanzando, pero aun así, Leifhite comenzó:
—En esta tierra, una vez en un lugar desértico, sin nombre, sin nada más que hambre, plaga, miedo, guerra, y muerte... creo que así comenzaba.
»O tal vez era: En un lugar desértico donde ni siquiera el sol reinaba los cielos, los descendientes del sol caían en picada y azotaban contra la arena. Levantaban nubes de polvo, brillaban con intensidad, formaban vidrio, y sus llamas se apagaban después de un rato.
Con cada palabra, el guardián avanzó más lento.
—Por otro lado, de las torres de sal, de las torres de arena y de las torres de calcita caían todos los herederos, todo lo vivo y los soñadores, respectivamente.
»La tierra no podía alimentarse ni con los muertos, ni con las llamas marchitas de los descendientes del sol. Todo estaba impuro con los dedos de la muerte, con los dedos de... ¿Ahrim?
»Bueno, ese ser era la maldad y la muerte sin pureza que reinaba en todo el mundo, en Caldeniria.
»La gente común, al escuchar gritos, al ver morir todo por las pestes, el hambre, la guerra, al ver caer una lluvia de flechas, al escuchar el metal de las espadas, al perder el alimento en la sequía o al ver a sus familias morir, se refugiaban en cuevas para sobrevivir y llorarle a los muertos. La vida era dura.
»Y en la lluvia de sangre, de muerte y entre los cuerpos putrefactos, apareció un hombre con una espada blanca, y armadura brillante con tallados de flores. Ni los arcos de los enemigos, ni las espadas lo detenían en las contiendas, ni siquiera las plagas, la locura, la guerra y el hambre podían detenerlo. Y aquel hombre, jamás le temía a la muerte, pese que acechaba cerca de él.
»¿Has escuchado esto antes?
El guardián parpadeó varias veces y miró a Leifhite sentado en las escaleras en la puerta al jardín. Negó con la cabeza. Era una historia que jamás había escuchado, pero era interesante, lo suficiente para olvidar las labores de esa noche.
—No —respondió—. Y... ¿Qué sucedió con el hombre?
—Ah, lo siento... Te decía que ese hombre jamás le temía a la muerte pese a que acechaba cerca de él. Sin embargo, cada vez que la veía frente a frente, cada vez que se acercaba lo suficiente, el hombre se estremecía, sin saber si aceptarla o no, pero la muerte jamás llegaba pese a todas sus heridas.
»El hombre la veía como una eterna enemiga a la que temía, a la que se enfrentaba siempre en el campo de batalla, pero que no podían vencerse mutuamente. Había vencido todo, la plaga, el miedo, el despotismo, la locura, la guerra y el hambre, pero jamás pudo con la muerte. No se atrevió a molestarla, y decidió respetarla pese a la relación agridulce de la humanidad con ella.
»Sin embargo, impidió que la muerte condenara a las almas a vagar en la tierra. Los muertos se llevaban a las Torres para purificarse y se guardaban en las Tumbas de Tierra para que los huesos descansaran. El alma volvía al sol.
»Mientras el hombre vagaba por el desierto... ¿En serio no la escuchaste antes —se interrumpió de nuevo.
—¿Kirán?
—Chico listo —dijo Leifhite.
Él sintió sus orejas calentarse y desvió la mirada.
—¿Jamás escuchaste esa historia? Mis abuelos la contaban cuando era niño... No puede ser que jamás la hayas escuchado.
En el templo, pese a que se rezaba, pese a que leían acerca de Kirán, los libros solían ser más concisos y mucho menos fantasiosos que aquella narración, aún así, sintió vergüenza. ¿Cómo no podía conocer bien la historia del dios al que servía?
—No... —admitió—. Pero... ¿qué sucedió en el desierto?
—¿Recuerdas qué te dije de los descendientes del sol? Caían en picada, azotaban contra la arena y formaban vidrio.
El guardián asintió.
—Muchos de ellos sobrevivían la caída, pero ya que no había nadie en el desierto, morían poco después. Sin embargo, todo cambió cuando el hombre entró al desierto cuando vio una bola de fuego caer hacia el desierto. Encontró ahí a un descendiente del sol, y descubrió su existencia.
»Y desde entonces, los buscó, los alimentó, les proporcionó un cuerpo humano y un alma mediante phens, escrituras antiguas. Les dio un hogar y un propósito: cuidar de sus templos.
Cuando Leifhite terminó, bajó la mirada. Entonces... las palabras de antes no significaban nada.
—¿Sabes de quién va?
No quiso responder, así que se levantó y avanzó hacia cualquier sala del templo. Y avanzó. Siempre seguía avanzando, pero a Leifhite no le importó y lo siguió.
Con el aliento entrecortado, continuó:
—Debían cuidar sus templos. Al morir los primeros descendientes del sol, Kirán buscó sus reencarnaciones y más descendientes sin encontrar ninguno. Y justo cuando parecían estar extintos, nacieron niños entregados al sol, y sus padres los llevaron a Kirán. El sol los reconoció como sus descendientes y reemplazaron a los guardianes.
»Sin embargo, el sol le pidió una condición a Kirán: cuando él muriera y en sus templos solo quedaran guardianes, y no su líder, cuando solo quedaran los descendientes, ellos podrían marcharse. Kirán, que construyó sus templos para darles refugio, y no para cuidar tesoros que jamás llegarían al sol, aceptó.
»Cuando Kirán murió, cuando el pálido fantasma ganó por fin, el rey jamás renació.
Permanecieron el silencio, y vagaron en la oscuridad. No se escuchaba nada más que los pasos de Leifhite y su respiración entrecortada. Y se detuvieron.
—Kirán no era tan malo como para castigarte si decides irte... Kirán era un buen rey, y si no quieres quedarte aquí, puedes irte, y deberías irte.
—Pero esa historia no está en ningún registro... Ni siquiera ese acuerdo... Y si me voy...
—Pero tú no quieres seguir aquí.
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