4. Miles de cráneos
Ni siquiera recordaba cómo o cuándo. No había registros en ningún lado. Nunca había registros de nadie. Quizá para no lastimarlos, quizá para no provocar nada en las caras serias que caminaban entre pasillos de silencio y muerte.
Muerte. Era una cosa extraña sin duda, dejabas de ser, la putrefacción que habías alojado en ti ahora estaba libre, y tenía que ser purificada para poder renacer. Y, aun así, era la única forma de liberación, más allá de lo que había en el exterior, la muerte era la única salida del templo. Lo único que quedaba, lo único que valía la pena, lo único. Por eso, nunca se registraban las llegadas ni nacimientos en el templo, solo las muertes.
Ocho mil cráneos en las Cuevas de Tierra, llevados después de ser purificados en la Torre Nitsiag. Ocho mil cráneos conformaban ese lugar donde todos eran libres, y los que quedaban, solo los veían encadenados, aguardando para terminar igual.
Había algo que recordaba entre todo. Una mujer alta de sonrisa bella, y ojos claros que cuidaba tanto a su hermano como a él. Los llevó ahí, a las tumbas de las Cuevas de Tierra, donde las estalactitas y estalagmitas brillaban con el reflejo del sol, y una gota caía de poco en poco como el sonido de los dedos golpeando la mesa, o del pie golpeando las baldosas. Los musgos crecían grises sobre algunos cráneos, y los gusanos de luz brillaban tenuemente conforme más te adentrabas, y llegabas al Pozo de Purificación.
Ella sostuvo su pequeña manita con tanta fuerza que sintió que sus dedos se saldrían de su piel, y se adentraron más y más. Miles de cuencas vacías los miraron. Su hermano los seguía atrás, sorprendido, aterrado, silencioso y observante. Siempre había sido así, demasiado listo, demasiado valiente, más que él, más que todos, y solo por eso, lo admiró siempre. Aquel momento fue decisivo, verlo así... Supo que quería ser como él.
—¿Aquí están todos? —preguntó él.
—Sí, así es —susurró la mujer—. Todos los cuerpos de los guardianes anteriores.
Miró alrededor, y mientras observaban las aguas azules, y las luces de los gusanos reflejándose en el agua, se preguntó cosas que no debía. ¿Cómo había llegado ahí? ¿De dónde venía? ¿Qué hacía ahí?
Siempre había vivido ahí, pero tomar consciencia de ser y solo existir eran cosas tan diferentes. No lo entendía, pero era simplemente que todo antes de ese momento fueran recuerdos, y antes, manchas con nada.
—¿Cómo llegué aquí?
La mujer permaneció en silencio, y su hermano le dio una mirada de soslayo.
—¿Tenía papás como Kirán? ¿Mis papás están aquí?
Y la mujer lo miró con compasión. Disgusto disfrazado de compasión y una sonrisa, que sintió, pero olvidó cuando su maestra le acarició la cabeza, al contrario de los otros maestros que le golpeaban cuando decía cosas así. Sonrió y aferró la mano de su maestra, buscando respuesta.
—No tienes padres, ni nombre, ni nada. Estabas aquí, estuviste aquí, y eres de aquí, pero aquí no es tuyo —respondió con alegría, y aquella vez no entendió—. Calla al hacer esas preguntas, solo calla o le dolerá a Kirán.
—Pero, ¿cómo llegué, maestra?
—Te abandonaron —dijo su hermano y su maestra soltó su mano.
Miró a su hermano con furia. Los ojos irradiando fuego más caliente que las brasas en la cocina, más que la maestra mayor incluso.
—Llegó a donde tenía que llegar. Más te vale no decir eso de nuevo —dijo su maestra—. Los dos vengan a ayudarme a limpiar.
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Al abrir los ojos, ya no había luz, solo las pálidas sombras proyectadas por las lámparas de sol. Llevó su mano a su frente, y por supuesto, estaba ardiendo, y no había hecho nada de provecho en el día, sin duda lo... No... No había nadie, se recordó. Siempre lo olvidaba. O quizá...
Colocó sus manos en el suelo, demasiado lejos, demasiado inquieto, y como nubes de tormenta que suben a la montaña, se levantó con su capa negra mojada de nieve, y sus ropas húmedas. Su espada tintineó en su cadera y sostuvo la empuñadura simplemente para dejarla de escuchar. Necesitaba descansar, dormir... Caminó arrastrando sus pies helados y húmedos hasta su habitación, al menos eso sí lo podía hacer bien.
Se sacó las ropas húmedas y las puso a secar en el armario. Se colocó prendas secas, y se echó en la cama. Ni siquiera se molestó en revisar el vendaje, seguro lucía terrible, lo supo porque el mundo se movía a su alrededor, y cuando cerraba los ojos, su cabeza flotaba a la deriva, y el asco subía.
Despertó ante las voces de sus maestros, pero no pudo saber si fue después de una hora o después de un mes.
—Mírate, holgazaneando de nuevo.
»Nunca puedes hacer nada bien, apúrate.
No había nadie. La nieve seguía cayendo afuera, detrás del grueso cristal. Cerró los ojos, pesaban tanto, se removió. Escuchó los gruñidos de los buitres, y al abrir los ojos, todo era negro, su carne comenzaba a pudrirse, a manchar el mundo.
—¡Sigo vivo! —gritó hasta desgarrar su voz.
Abrió los ojos de nuevo, pegajosos y pesados. Sus mejillas ardían, y estaban hinchadas. Sacudió su cabeza para despejarse, y se acostó de lado. Metió su mano debajo de su almohada y sacó un cuaderno forrado en piel de cabra vieja.
Era el diario del guardián, un cuaderno en el que cada guardián debía escribir sus conocimientos, lo que habían hecho, lo que habían orado, lo que había sucedido en el templo, y a veces, lo que había pensado. Se omitían días poco importantes, y las llegadas de los nuevos guardianes, pero sí contenían los castigos, las muertes, las celebraciones, los días festivos y los accidentes. Escribió debajo unas líneas abajo del Solsticio de Invierno:
«La caza fue terrible. La nieve sigue acumulándose en el techo, y el guardián que escribe esto está enfermo de fiebre... O algo más. Quizá termine mal, se siente débil y agotado. Quizá hoy muera.
No hay noticias del guerrero que entró a la Cámara del Tesoro Negro. Que Kirán me perdone. Que Kirán lo perdone.
Si muero hoy... muere hoy, seré el último guardián que conozca las tradiciones, si muero hoy, llenaré de impureza al mundo, nadie me llevará a la Torre. Si muero hoy... Qué Kirán perdone a este guardián por morir hoy.
Seré el más joven en morir, ni siquiera habré tenido mi Tercera Ceremonia. Solo espero...».
Cerró los ojos para pensar, pero el sueño lo arrastró. Abrió los ojos y los cerró, y los abrió, y los cerró, y durmió. No quería morir, no todavía.
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En el templo era rara la vez en la que alguien se enfermaba. Solo los ancianos solían enfermarse, y se encerraban en sus habitaciones para morir, pero en los más jóvenes era raro. Y también, era una de las únicas maneras de descansar del trabajo del templo, de las lecciones de espada, de los ritos, historia y de todos los regaños.
Cuando se enfermó de fiebre cuando era más pequeño, recordaba haber visto a sus maestros entrar y salir a revisarlo mientras él se debatía entre la modorra y la consciencia. Y cuando mejoró, se levantó como si nada y fue a hacer la primera tarea del día: ordeñar a las cabras.
La última vez que enfermó así, fue años atrás, cuando tentó todo, cuando desobedeció todo, cuando falló como guardián. Eso no fue una oportunidad de descanso, fue distinto...
No permitieron que descansara cuando estaba mal, y lo enviaron a cazar con la espalda hecha pedazos y la fiebre tan alta que sus ojos se cocían en su propio cerebro.
Su maestra lo acompañó, o más bien guio el camino, porque ni siquiera le importó, no le dirigió palabra, mirada ni ayuda. Solo avanzó. Jamás había temido a la muerte, el temor era algo que se sentía, y él, había dejado de sentir.
Pero cuando regresó, la muerte reptó por su sangre, por su piel, por las heridas del látigo, tanteó hacia él, y se desmayó.
Luego, todo volvió a la normalidad. No hubo más miradas frías. Su maestra le contó que asustó tanto a la maestra mayor, al maestro y a ella. Creyeron que moriría, rezaron a Kirán por su recuperación, lo vigilaron, lo cuidaron, se preocuparon de verdad
De pura suerte sobrevivió aquella vez, y era... ¿Era gracias a sus maestros?
Igual, fue su culpa, lo sabía, fue su culpa, no de sus maestros. Él había ocasionado el castigo, él lo había merecido... A pesar de eso, a pesar de que podía sentir ese algo que jamás tuvo, no volvió a ser el mismo con ellos. Lo sabía. No podía por más que intentara. Dolía demasiado ser agradecido.
Era un malagradecido.
No pudo volver a verlos a los ojos, no pudo volver a trabajar cerca de ellos. Quizá era miedo, quizá era odio, quizá cansancio o dolor, pero no era ninguno, esos eran sentimientos, y él... Él no tenía nada. No podía. No lo sabía y nunca lo supo.
Era un malagradecido.
No hubo lágrimas, ni dolor, ni arrepentimiento, nada cuando la maestra mayor murió, ni cuando el maestro. Fue cómo ver una roca deslizándose en las montañas, como comer el pan duro y desabrido de dos días atrás, como barrer la arena del pasillo hacia los cuartos en verano.
El de su maestra le importó más, pero fue lo mismo que pensar la receta que cocinaría aquel día.
Y con cada uno, algo pesó menos en su espalda. Era alivio. Asqueroso alivio de no ver esos rostros por los pasillos, de saber que sus cráneos ya no tenían ojos ni carne ni vertebras, y que sus cuencas estaban infestadas de gusanos de luz. De que ya no estaban, de que no respiraban el mismo aire.
Sí, a veces esperaba escuchar el sonido de los pasos de la maestra mayor vigilando todo, o la cojera del maestro, o el repiquetear de la espada de la maestra en su cadera. Pero ellos ya no estaban.
Era un guardián terrible. Era escoria por sentirse así. De lo peor que podía existir. Y rezaba, rezaba porque su corazón dolía, porque no quería quedarse atrapado en el mundo, en su cuerpo.
¿Por qué había intentado escapar aquella vez?
¿Por qué se había enfermado?
¿Por qué no había sido un buen guardián?
—Porque no podemos seguir aquí —susurró su hermano.
Y abrió los ojos.
La luz se colaba por su cuarto como el agua en el templo cuando había tormentas. Sus ojos estaban húmedos y pegajosos, y su garganta demasiado seca como para poder tragar y entender qué había sucedido.
Se incorporó a duras penas. Su cuerpo estaba pesado, como si los cobertores estuvieran hechos de lodo espeso, pero al menos la fiebre había bajado.
Se levantó, tomó su ropa, la lana ya estaba seca y aquello le extrañó. ¿Cuánto había pasado? Sacudió su cabeza. En el suelo yacía su diario y su trozo de carbón. Inhaló, solo esperaba que no hubiera sido más de dos días.
Después de vestirse y bajar a revisar el templo, no encontró nada diferente, solo polvo. Fue al granero, y encontró un huevo por cada gallina, los recogió, y fue a ordenar a las cabras.
Antes del incidente eran dos, ahora, eran cuatro. Era raro cómo sus pensamientos iban a eso después de todo. Los guardó en un bolsillo. Regresó a la cocina tratando de olvidar, y dibujó dos phens de agua y uno de hielo en una caja de roca antes de colocar nieve.
Calentó la leche hasta que ebulló, tomó un tamiz, y un embudo, y coló la leche en tres frascos de vidrio antes de guardarlos. Luego, preparó algo para almorzar.
Y mientras la mañana pasaba, su cuerpo temblaba, y el silencio se asentaba como otra capa de polvo, miró a la nada. No había nada.
Después de almorzar, vagó por el templo. Limpió lámpara por lámpara hasta que no quedó rastro de polvo y le pareció extraño no encontrar insectos.
Practicó con su espada en el jardín cuando terminó. Sus pies se sumergieron en la nieve, y podía ver su aliento, la punta de metal negro se heló en poco tiempo. No había ningún otro ruido más que el de su ropa moviéndose, y su espada cortando el aire.
Quizá Kirán no estaba tan molesto como para matarlo, quizá estaba así de molesto para no matarlo. Quizá... Se detuvo, bajó la espada... Se sentía como un tonto, ¿cómo iba a saber qué pensaba Kirán? ¿Cómo iba a darse cuenta de que movía mal su espada? Miró al cielo.
¿Tendría que quedarse ahí para siempre?
Las nubes grises parecían no tener respuesta, solo seguían moviéndose. Inhaló, el aire frío quemando su nariz, seguro estaba roja.
Y un grito triste llenó el aire. Un halcón volaba sobre el templo, y se fue lejos, ligero, solo, libre. Quizá. Quizá. Quizá. Quizá.
El halcón del templo siempre moría con una flecha en el corazón.
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