3. Las montañas y la nieve
Era día de caza cuando reviso la cocina. Tomó su espada como todos los días, una capa corta con piel de cabra, un arco, además en un morral guardó flechas y cuerdas para colocar más trampas, y reparar las que se habían roto.
Su respiración caliente se alzó en un cielo sin sol, todavía no salía a sus espaldas, bloqueado como siempre por los picos de las montañas. El jardín estaba cubierto de nieve, y sus pies de hundieron con cada paso.
Abrió la rejilla oscura a la montaña, la cerró y subió su capucha. A pesar de llevar guantes, no contuvo la urgencia de soplar entre sus manos y frotar, el vapor dispersándose como almas. Recordó una pregunta tonta:
—Maestra, ¿por qué el aire se ve cuando hay nieve?
Y caminó entre la nieve. Su pierna no tardó en entumecerse después de subir por un buen rato, pero se forzó a seguir, aunque cojeara. No podía permitirse regresar aún, lo único que quedaba hacer era avanzar, avanzar, y avanzar.
En el silencio, en la nada es a veces lo único que quedaba. Avanzar a pesar de morir.
Las nubes espesas y sucias como lana de borrego cubrían las montañas en esas fechas todo el día, y llenaban de nieve a las rocas. La temperatura helaba los musgos, la hierba y las flores que crecían durante el verano, ocultaba las madrigueras de los animales que decidían hibernar como los osos istralandios. Y la niebla reposaba a los alrededores, permitiendo ver solo cierta distancia. Y, aun así, era buena época para cazar cuervos, palomas, conejos que montaña, e incluso buscar ratoncillos entre las rocas. Eran visibles en la nieve, y el terreno rocoso no les permitía moverse igual de ágil. Aunque también era un contra.
Los guardianes eran ágiles, por eso preferían terrenos caprichosos para cazar, pero tenía la pierna herida, y si resbalaba en una pendiente, además de morir, lo haría fuera del templo, demasiado lejos, y mancharía la tierra con impureza. No podía deshonrar sus principios, así que no se alejó demasiado.
Era curioso que salir era algo casi nuevo. Salir en general había estado prohibido hasta tres siglos atrás. Si mal no recordaba sus lecciones: «Las impurezas de la humanidad mueren en este templo, no podemos sacarlas a pasear por terrenos sagrados todo el tiempo. Antes era así, nadie salía».
Trescientos años atrás, la comida y los fieles escasearon en algún punto. Menos seguidores de Kirán, menos creyentes estaban dispuestos a subir la montaña para rezar, o llevar ofrendas, y obsequios para los guardianes. Nadie supo por qué. Quizá solo la gente moría, y menos y menos personas compartían tradiciones, pero fuera lo que estuviera pasando afuera, a ellos no les concernía.
La comida por supuesto escaseó también, y los guardianes, a pesar de no importarles lo asuntos exteriores, tampoco podían permitirse morir de hambre.
Salió de sus pensamientos con el gorjeo de una paloma, y el rechinido de las ramas de invierno. En el único árbol desnudo entre las rocas y nieve, una pareja de palomas quizá más pequeñas que su puño estaban acurrucadas una al lado de la otra. Se descolgó el morral, y tomó el arco y una flecha.
Cerró uno de sus ojos, y llevó la flecha a un lado de su boca. El arco se tensó bajo sus manos, y la flecha permaneció firme, como los deseos de Kirán. Cuando estuvieron en su mira, la soltó, silbó, aleteó y dio en la rama. Las palomas montaron vuelo con chillidos, y se fundieron en la niebla.
Dejó salir un suspiró frustrado Siempre había sido terrible con el arco. Y estaba seguro de que, si su maestra estuviera ahí todavía, le habría enseñado algún truco nuevo luego de regañarlo. Un nudo subió hasta su garganta, y su nariz escoció. Bajó el arco y se balanceo en su mano un buen rato.
Subió, piernas estirándose y ardiendo, a través de las rocas hasta llegar al árbol. Por más que quisiera irse luego de su patético intento, no podía perder las flechas. Se colocó de puntillas y se estiró, su pierna protestó, pero solo se rindió cuando la nieve se resbaló. Bajó sus pies para no rodar colina abajo y miró el astil, la punta parecía bastante enterrada, no iba a ser fácil. Pero tampoco quería lastimarse más, solo era una flecha después de todo.
Se dio la vuelta y decidió regresar por su morral, se detuvo antes de dar otro paso y volvió al árbol. Se estiró una vez más, la nieve resbaló, sus dedos rozaron las plumas. Inhaló todo el aire que pudo y saltó. Tomó la flecha en su puño, la arrancó, y al caer, su pierna punzó bajo todo su peso. La nieve cedió por fin.
Dio un paso hacia atrás y su espalda protestó. Frunció la boca y cayó sobre de sentón, dio una vuelta y se detuvo. La flecha estaba rota en sus manos, y su pierna latía con dolor, casi estaba seguro de que podía sentir la sangre empapándolo de nuevo.
—Aprende bien a cazar, y deja de jugar.
Las palabras de su maestro fueron a su mente, esos ojos serios y esa boca asquerosa.
Tocó su pierna después de que su trasero se enfrío en la nieve, estaba sangrando de nuevo. Frotó la sangre entre su dedo índice, medio y el pulgar. ¿O solo era nieve? Quizá solo era nieve. El color rojo estaba helado en sus dedos.
Se levantó con trabajo, todo su cuerpo protestó, y fue a tomar sus cosas para poner trampas en la montaña.
Cuando regresó al templo con las manos vacías a mediodía, supo que había perdido el tiempo, y que lo castigarían... No. No había nadie, se detuvo y solo escuchó su respiración. No había nadie, no pasaría nada. Suspiró... ¿Cuánto había pasado?
Sacudió sus ropas, y cerró la rejilla negra. Cojeó hasta la entrada, la puerta se abrió con el mismo rechinido de siempre, y al entrar, el calor lo asfixió. Decidió ir a cambiarse, y por algo de comer antes de limpiar el templo.
—Nunca haces nada bien.
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Durante el invierno nevaba toda la noche en el pico de las montañas, en verano era distinto, solía llenarse de nubes y tormentas, y llovía toda la noche. Los registros mencionaban que ahí arriba, en los picos, había lagos de agua pura. El agua se infiltraba desde ahí hasta los pozos y cavernas alrededor del templo, y solían recoger el agua de los pozos por las mañanas.
A esas horas del verano, el cielo siempre estaba despejado y azul, y a lo largo, a lo lejos, una mezcla espesa y amarillenta de aire, abajo, montañas, valles, pastizales y el Desierto de Buitres, y más allá, como sombras, las montañas del Viento Oeste. Las pocas veces en las que subía durante esas fechas a barrer la arena y el polvo, le alegraban el corazón.
Sentir el aire, no tener ojos, ni paredes, ni roca helada sobre él... Ocasionalmente desde ahí, si tenía suerte podía ver a los buitres de montaña, algunos cardenales y halcones. También si iba lo suficientemente tarde, la luz caía hermosa detrás del horizonte. La arena se levantaba, bailaba y nublaba la luz, la dispersaba, la opacaba. Se alzaba tanto que la Torre Nitsiag flotaba etérea, antigua entre el polvo, un recordatorio de que seguía en ese lugar. De que todo volvía a su lugar.
Durante el invierno, las vistas eran diferentes. Las nubes no permitían ver nada, y el aire helado calaba hasta la médula. No paraba de estremecerse, y no sabía si era por su pierna sangrente o por el frío en general.
Aún así, a duras penas logró aferrarse bien de la pared rocosa de las escaleras que conducían al techo cuando su pie resbaló por la nieve en sus suelas. Su corazón latió tan rápido en un momento, pero logró estabilizarse antes de que se tropezara, o peor, la pala en sus manos cayera rodando.
Volvió a erguirse, su pierna doliendo tanto que quería gritar, quedarse ahí, pero no podía. Subió los últimos escalones, abrió la puerta hacia dentro, y caminó a través de la gruesa capa de nieve. Su vista fue a la Torre Nitsiag.
Seguramente la nieve ya había cubierto los restos de su maestra, pero no podía retirarlos hasta que llegara la primavera, hasta que estuviera seguro de que no quedaba nada.
La imagen de una veintena de buitres negros de montaña bajando en picada a devorar seguía en su mente. No los vio pues se encontraba fuera de la Torre cuando bajaron, pero escuchó sus mugidos, sus gruñidos desde lo más profundo del mundo, desde el fondo de sus gargantas. Nunca le aterraron, pero aquella tarde seca, helaron su sangre, sus plumas negras volaron, lo miraban desde abajo. «¿Quién te traerá?» parecían preguntar con sus ojos oscuros.
Estaba prohibido pensar cualquier cosa al verlos, pero aquella vez, oírlos entre la carne siendo desgarrada, entre los aleteos, el saber que eran una fuerza tan antigua, tan profunda, heló su sangre. Se obligó a permanecer, pero sus gruñidos seguían en su mente, y los huesos de su maestra seguían ahí desde entonces.
¿Cómo podía ser un animal que le temía tan poco a la muerte el símbolo de renovación, de purificación? Estaba seguro de que, si pudieran, decidirían renacer solo para morir de nuevo, para sentir la muerte entre sus picos.
Se preguntó miles de veces hasta que dejó de preguntarse todo aquello. Los buitres seguían ahí, renacieran también o no, su vuelo silencioso, su sagrada función, y seguirían ahí, al igual que el templo al Rey Buitre, al hombre que no le temía a la muerte, al que renovaba la impureza de la tierra, de los humanos, del alma.
Dejó de pensar más en la Torre, y se apuró. No tenía tiempo para pensar, nunca había tiempo para pensar. Y fue a palear la nieve.
Mientras levantaba una pala, con todo el peso de la nieve en sus huesos, como agujas, se preguntó de nuevo aquello que los mismos buitres le habían preguntado, pero decidió no pensar. «¿Quién me llevará ahí, a la Torre si no queda nada? Se detuvo y miró a la Torre.
Las plumas y gruñidos, las plumas y los gruñidos, ¿alguna vez los escucharía estando muerto?
—Te lo dije, te quedarás solo por siempre.
Y volteó, las plumas caían frente a él, seguían cayendo negras en el atardecer de un amarillo enfermo, negras, y con gruñidos de muerte. Y entre ellas, entre la nieve, el sol y la muerte, su hermano...
—Eres un tonto. Morirás solo.
Y abrió los ojos, su cara estaba helada, húmeda, hinchada, y ardía, su cuerpo pesaba tanto, tantísimo, como si estuviera hecho de hierro negro, atraído para siempre hacia la tierra, hacia sus orígenes. No había plumas, y el cielo pintaba un gris oscuro, casi como el color de las rocas del templo cuando había suficiente luz... Extrañaba verano, cuando había suficiente luz. Se incorporó, su cara marcada en la nieve, sus manos dejando huellas, y se tocó la frente, no supo si hervía porque sus manos estaban heladas, o porque sí estaba hirviendo.
Sobó su mejilla quemada en hielo, tensa y roja, ardió como un golpe. La pala permanecía a unos metros de él
«Tengo que desinfectar mi pierna».
—Ven, levántate —murmuró su maestra a su lado.
Al mirar, su sonrisa clara como un cielo de verano en el desierto lo saludó. Su piel castaña tersa, la flacidez de la muerte ya no estaba ni siquiera en sus ojos.
Algo se apretó en su estómago. Estiró la mano hacia ella, y cuando tomó sus dedos cálidos, miró la mano de su maestra. Un nudo se ató a su garganta. No.
—¿Qué tienes? Si te ven así, creerán que no estás trabajando. No quieres decepcionar a Kirán, ¿o sí?
—Estás muerta.
Y abrió los ojos, estaban pegajosos, pesados. Su cuerpo estaba igual, y la nieve que seguía cayendo humedecía su espalda, y a lo lejos, vio un buitre quebrantahuesos volar sobre la Torre. Era raro, ellos solían estar lejos en invierno. No se detuvo y desapareció de su visión
¿Por qué se sentía vacío? ¿Por qué no había llorado? Los demás habían llorado cuando murieron los demás maestros, él también. Pero con su maestra... Siempre tenía preguntas, pero nunca respuestas. Sus manos estaban rojas de frío. Se incorporó hasta sentarse, la nueve cayó con un murmullo, y el hielo picó.
¿Por qué? Y miró la nieve caer.
Decidió regresar adentro a pesar de no haber hecho nada. Su cuerpo pesaba, atraído en impureza, como un castigo después de no hacer bien alguna tarea del templo. Quizá era un castigo de dios, el Sol, quizá de Kirán o quizá el castigo de sus maestros, y todo por dejar entrar a alguien al templo.
Se tambaleó escaleras abajó, el mundo moviéndose como si ya no perteneciera a él y lo estuviera corriendo. Y cuando el pasillo lo recibió a su mente fueron las entradas en el jardín con vitrales de flores rojas con pétalos concéntricos, y espinas. Realmente nunca las había visto. Tambaleó y chocó con la pared. La roca áspera, afilada contra su piel mientras se deslizaba hasta el suelo. El ardor no fue peor que su cuerpo.
Se forzó a ponerse de pie, pero no resultó. Jaló la roca con sus brazos entumecidos, se enterró en sus manos y se liberó de ella. Caminó. Derretido, pesado, los músculos demasiado entumecidos como para hacer algo más que arrastrarlos y mantener su equilibrio, y vacío. Vacío como siempre.
Ella estaba muerta. Estaba muerta. Estaba muerta.
Había matado.
Miró sus manos, temblaron frente a él, se volvieron borrones, demasiado lejanos como para ser de él, no las vio más, se movían a pesar de eso. Todo se movía, las baldosas ásperas, las paredes que se cerraban sobre él, se aferró a una pared, y cayó de bruces.
Estaba muerta.
Su maestra estaba muerta.
La maestra mayor murió.
Era su culpa.
—Te lo dije, debiste venir conmigo.
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