2. El templo del Rey Kirán
Inclinó su cabeza hasta que su cabello tocó el suelo, su frente seguía en el aire, su espada frente a su cabeza, horizontal, y sus palmas en el piso helado. Recitó una vez la plegaria que toda su vida había repetido:
«El cuerpo impuro en el mundo, a las alturas del cielo, el alma se alza con el Sol».
Y luego, alzó la cabeza, tomó su espada, se levantó con la pierna ilesa, y juntó sus manos alrededor la empuñadura. Inclinó la cabeza un poco.
Y se estremeció. Al menos estaba solo, si aquel accidente hubiera sucedido antes... No hubiera terminado bien.
Alzó la mirada al Rey Kirán, al Rey Buitre. El tallado de la estatua en roca seguía intacto como lo recordaba de siempre, sus ojos seguían igual de severos y veían hacia abajo como siempre.
Al darse cuenta del agujero en su estómago, de su respiración entrecortada y sus hombros tensos por mirar a la estatua, cerró los ojos. ¿Qué le sucedía? No podía permitirse sentirse así. Era su deber confesar su error, ya no había nadie ahí, pero era su deber... Aunque fuera una estatua.
Era lo correcto, lo que sus maestros esperaban de él.
—Ha entr-...
Su voz sonó ronca, el nudo en su garganta se había atado, aunque era el único ahí. Era un tonto, era un tonto. Enderezó su espalda, incluso si había errado, ¿quién estaba ahí para castigarlo?
—Lo lamento —dijo e inclinó la cabeza, recordó las palabras que había recitado cien veces antes—. Fui imprudente, he deshonrado los principios y traicioné los ideales... Alguien entró a la Cámara del Tesoro Negro por mi ineptitud y mi estupidez.
Solo respondió el silencio, y en él, solo su respiración pesada y lenta. Alzó la cabeza, la cara de Kirán seguía igual que siempre: seria. Y envainó su espada en su cintura, se dio la vuelta y salió del Santuario del Buitre.
Lejos de los ojos del rey, de los buitres en los vitrales, y de los recuerdos de la severidad de años pasados, respiró de nuevo con calma.
El aire era mucho menos denso afuera. Y caminó por la noche alumbrada por lámparas de Sol pálidas como fantasmas a través de los pasillos de basalto.
Lo había pensado mil veces antes, muchísimas durante su juventud, y aunque la mayoría de los pensamientos los dejaba ir como las plumas de buitre con el viento, aquel seguía incrustado en su cabeza: ¿Qué pensaría el Rey Kirán de él? ¿Del último de todos sus guardianes?
Y al solo pensarlo, algo apretaba en su garganta como queriendo asfixiarlo. Pero él seguía ahí, en pasillos solitarios y pulcros, rodeado de aire frío. Aunque los rostros de sus maestros iban a su mente, sabía lo que pensaban, se lo podía imaginar, podía escuchar sus palabras detrás de él.
Era su culpa, su estómago se apretó. Sacudió su cabeza, y miró en la dirección de la Cámara, necesitaba confirmar, necesitaba asegurarse de que sí había pasado algo.
Con paso rápido caminó hasta el final del pasillo, luego trotó doblando una esquina, su herida punzó en su pierna, y terminó arrastrándola en algún punto. Todavía no la había desinfectado, la miró, ni siquiera se había cambiado, y tampoco la había lavado. Ahora una mancha seca y rígida estaba adherida a su piel.
¿Habría salido de ese lugar? ¿Habría tomado algún tesoro?
Cuando atravesó el marco ojival, el cuarto a la entrada de la Cámara estaba en oscuridad, justo como la había dejado. En el rabillo de su ojo, la nieve descendía detrás del vitral. Caminó en silencio. Las baldosas estaban oscurecidas en algunas partes cercanas a la entrada, era su sangre. Debía limpiarla —se recordó—.
Llevó su mano a su empuñadura, y caminó a la entrada de la Cámara. Sus puertas oscuras y metálicas no cederían... Entonces, ¿por qué decidió entrar? ¿Qué valía tanto para arriesgarse así?
Las heridas viejas ardieron en su espalda.
«No deberías de preguntar cosas que no te corresponden, haz lo que te dicen, y calla». Las palabras de su maestra resonaron en sus oídos, como el metal vibrando en el suelo. Inhaló y se paró frente a las puertas.
Solo una vez en su vida había visto a un ladrón entrar a robar la Cámara. Lo recordaba bien a pesar de ser apenas un niño.
Dos de sus maestros se pararon como todos los años frente a las puertas, no miraron atrás ni una sola vez. El brillo oscuro de las espadas danzando lo maravilló mientras se ocultaba detrás de las escaleras, en uno de los pisos superiores. Y aunque solo pudo ver sus movimientos y oír al metal, decidió no acercarse a ver al ladrón al recordar cómo podrían castigarlo. Al final, cuando no escuchó nada más, se fue.
Lo castigaron por no hacer su trabajo: tres horas menos de sueño, y tres horas bajo la nieve sosteniendo barras de metal en el jardín central del templo. El Sol no había salido aún, y su aliento se dibujó entre los copos. Sus mejillas y sus dedos ardieron y se entumecieron. Si hubiera visto su rostro en un espejo, estaba seguro de que estaría rojo.
Ninguno de los ladrones había logrado entrar en los mil años de existencia del templo. Y sin excepción, ninguno de ellos había sobrevivido a los combates.
Mientras los copos caían sobre su nariz, sobre sus manos rojas y sobre sus brazos extendidos, frente a su maestra, su hermano siguió a los maestros mayores con un trineo y un bulto negro.
Se dirigieron a la Torre Nitsiag, y volvieron sin nada.
Sus brazos estuvieron entumecidos por días después de aquello y su mente no olvidó al bulto.
Las puertas frente a él eran enormes, intimidantes, pero sus maestros eran peores, y los ojos en roca de Kirán igual. ¿Qué iba a suceder? ¿Moriría ahí? ¿No estaba prohibido que entrara cualquiera que no fuera Kirán? ¿Qué había ahí? ¿Lograría salir? Tragó saliva y se relamió los labios. La espada en su mano se estremeció. Aferró su muña y soltó la empuñadura.
¿Y las dagas?
—Eres un tonto...
Lo era, se dio la vuelta. Debió matarlo, debió evitar que entrara, si tan solo hubiera sido más listo, más rápido, no una desgracia...
Cojeó de nuevo, fuera de ahí, lejos de ahí. Su estómago estaba apretado. No podía lamentarse, tenía que enfrentar las consecuencias, aunque no hubiera nadie que lo castigara.
Con paso lento, a través de los pasillos el frío de montaña caló en sus huesos.
Las palabras pesaban, siempre habían pesado para él, seguían ahí, como el aire, flotando en su cabeza a pesar de los años. Con los recuerdos era lo mismo, pero desde que se había quedado solo, todo había empeorado.
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Después de limpiar su sangre frente a la Cámara, de escribir cuatro phens de fuego para mantener caliente el gallinero, y otro más para calentar un poco de nieve en un balde, llevó el agua a la bañera del segundo piso con la pierna entumecida y punzante.
Cada pasó dolió más que el anterior, y tuvo que morder su lengua para no tirar el agua, y para poder llegar al baño. Luego, bajó por un trozo de jabón, y frascos con mezclas de hierbas, una era un antiséptico y otro un analgésico.
Subió de nuevo arrastrando la pierna, y aferrándose a penas a los muros de roca. Sus nudillos se tornaron blancos en el último tramo, y tuvo que detenerse a respirar, luego se dirigió a la bañera.
Una corriente fría cosquilleó en su cuello y se estremeció al entrar. Desde que recordaba, esa corriente estaba ahí, jamás la habían encontrado, y empeoraba en invierno. Dejó los frascos a un lado de la bañera para no seguir pensando.
Al ver la herida teñida de rojo oscuro después de desvestirse, se estremeció, y se nubló. Aquello no lucía como la herida de una daga enterrada, era más como una cortada alargada y poco profunda, más bien hecha por una espada.
Parpadeó varias veces, la sangre estaba seca.
No. Estaba seguro de que había sido una daga. Había caído en su pierna, él mismo la había desenterrado.
Pero ya no estaban cuando se fue, ni siquiera cuando regresó a limpiar la sangre. Se pasó una mano por la frente y luego por su cabello. Él había sentido la daga, estuvo en su pierna, el tacto helado del metal en su carne seguía ahí, y el sonido de cuando la arrojó seguía vibrando en su cabeza.
«Fue... A lo mejor estoy cansado... Seguro... Seguro no fue tan profunda», pensó. «Seguro él la tomó antes de darme cuenta».
Desató su cabello.
El agua caliente destensó sus músculos, y ardió en su pierna. Cerró los ojos, y el vapor de agua se elevó como el aliento de lo vivo en medio de la nieve. Sus huesos no dejaron de pesar pese a todo, y las heridas viejas, las cicatrices de antaño escocieron con los recuerdos.
A sus ojos, en un negro más profundo que la noche, brilló la marca de los guardianes sobre su esternón: una marca de tinta derramada en círculo que formaba el pico y las alas de un pájaro. Llevó su mano ahí, pesaba y ardía como la primera vez que la vio sobre él.
¿Qué dirían sus maestros si estuvieran ahí?
Su estómago se retorció ante ese mero pensamiento. Apretó los ojos y los talló con agua, sabía lo que dirían, sabía, lo sabía. Y sumergió la cabeza en la bañera. Seguro estaban decepcionados de él, seguro seguían pensando en el Sol que él era una deshonra, que no servía para nada.
Era un tonto. ¿Por qué había dudado en matarlo?
No había dudado antes.
¿Y las dagas? ¿Y si no lograba salir? ¿Y si lograba salir? ¿Y si sus maestros se enteraban? ¿Qué haría Kirán con él si se enteraba? ¿Qué haría Kirán con él? ¿Qué haría Kirán si el guerrero lograba salir? No quería matarlo. Debía, pero no lo quería muerto. Pero las puertas no se abrirían hasta el siguiente año... ¿O sí?
Sus pulmones se apretaron, y sacó la cabeza del agua. Forzó el aire a sus pulmones, una respiración profunda. Su pierna sangró, la tina se había llenado de rojo, marcas de tinta como ríos, como la sangre escurriéndose en las baldosas del templo. Parpadeó. No. No. Su pierna estaba bien, el agua estaba clara. Cerró los ojos. Estaba cansado.
¿Qué le diría su maestra?
Recordó su mirada de un cielo arriba del templo, arriba del pico de las montañas, arriba de las nubes; sus manos secas y toscas, llenas de callos. Y una sonrisa dulce. Ojos severos después. Ojos en blanco. Luego, su boca pálida, sus manos heladas, quizá más frías que la roca en invierno, y sus mejillas hundidas. El ligero y dulce aroma a podredumbre. Sus labios partidos que jamás sonreirían, ni hablarían, no había más palabras en ellos.
¿Por qué no sintió nada? ¿Por qué no lloró?
¿Por qué sentía un vacío en su estómago que jamás podía llenarse?
—Recuerda desinfectar bien tu herida.
Abrió los ojos suavemente, el agua resbaló de sus pestañas. Sacó un brazo del agua, como si estuviera librándose de su piel, como si estuviera atrapado en el agua, el aire de invierno lo erizó.
Decidió que era momento de salir.
Su pierna no ardió cuando se levantó, ni cuando se desinfectó con un frasco con hierbas que preparó tiempo atrás junto a su maestra. Colocó analgésico, y con la pierna entumecida, envolvió la herida con algunas vendas. La tela estaba roída de tanto lavarse, pero seguía siendo usable.
La puerta del baño se cerró detrás de él, su cabello mojaba su espalda, y aquellos pasillos desolados, sin almas, sin calor, se cernieron sobre él. Era la última guardia de la noche.
A pesar de dedicarse al templo, no dormir no era algo que pudiera seguir haciendo. Cerró las puertas del templo, la entrada, las puertas, las alacenas, las de madera que daban a la montaña, al mundo, colocó doble seguro y las alarmas con campanas. Regresó por lo menos dos veces, o quizá más para verificar que sí lo había hecho.
Fue a la cocina, donde la luz de la nieve caía hacia la puerta en las baldosas. Aquellas baldosas donde no quedaban manchas. Guardó los frascos con comida en los estantes y en el balde de nieve después de limpiarlos. Y fue una última vez a la Cámara del Tesoro Negro.
Las puertas oscuras como la noche, como la boca de un lobo, como las cuevas de las montañas seguían impasibles. Seguirían así hasta el siguiente año porque Caldeniria seguía girando alrededor del sol. El sol se alzaba y bajaba, la nieve volvía a caer, los años pasaban, y sus maestros jamás volverían, y él... Él seguía ahí, atascado en un momento frente a las puertas.
Miró el vitral sobre su hombro. Tampoco cambiaba.
Nunca había entendido qué significaba ese halcón a punto de morir, antes de caer del cielo, antes de caer en la arena. Cayó sobre sus piernas, el suelo helado penetrando como agujas su piel.
Estaba solo. Pero no sentía nada. Estaba solo, pero había dejado de sentir tiempo atrás.
Quizá el halcón le tenía lástima, él mismo la tenía. Quizá, si hubiera muerto...
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