19. Las puertas oscuras
No soñó nada aquella noche ni los siguientes días de la semana. Cuando despertó, sus hombros estaban ligeros, y aunque la palma de su mano ardía y no podía moverla tan bien, podía inhalar tranquilamente y hacer lo último que faltaba sin preocuparse. De vez en cuando la duda le asaltaba al mirar el templo, al ver las cámaras del tesoro y los diarios de guardianes de miles de años atrás, pero su cabeza siempre iba a las puertas.
Cuando pasaba frente a ellas, su corazón se agitaba y se volvía a calmar al pensar que todo estaría bien, que había una salida, que no pasaría nada porque no había nadie a su espalda, y nadie lo miraría marcharse.
A veces, un pensamiento invadía su cabeza: «No quiero morir. Si me voy, moriré», pero sabía que no había vuelta atrás, nunca la hubo desde que pensó en marcharse. Las cuevas que lo habían asfixiado por tanto tiempo tenían salida, solo que hasta aquel momento, había tenido los ojos cerrados.
Barrió el polvo de los pasillos principales por última vez. A pesar de que el polvo seguía cayendo y acumulándose en los mismos rincones de siempre, el templo no era el mismo que aquel de un milenio atrás. Él también había cambiado, y de cierta forma entendía. Si mirara atrás, a su yo de antes, a su yo de años atrás —tal vez mil, tal vez solo veinte—, lo envidiaría. Envidiaría esa inocencia con la que rezaba, con la que atrapaba los copos de nieves, la inocencia de una primera idea de huir. Tal vez seguiría siendo el mismo si su madre no se hubiera marchado, si ni siquiera hubiera nacido ahí. Se regañó al pensar eso. No podía seguir vagando a lo mismo, no podía seguir diciéndose esas cosas.
Había ciertas verdades que debía admitir y que tenía que recordarse: podía marcharse y el propósito que había escuchado toda su existencia ya no existiría. Sabía lo que sus maestros pensarían, pero ellos ya estaban muertos, lejos de ahí y jamás volverían a escucharlo, jamás volverían a verlo. Y la verdad más importante: se iría de ahí porque era algo que él quería.
Incluso sabiendo lo que deseaba, había palabras que se repetían en su cabeza: «Los guardianes pertenecen a Kirán» y que tenía que ahogar en los recuerdos de Leifhite y el diario de Kaamran. Tenía que recordárselo para no abrumarse al pensar que su ropa, su diario, su habitación no eran suyos; tenía que recordárselo al pensar que no tenía padres, que no tenía un nombre, que su voz solo existía para rezarle a Kirán, que su vida había sido usada para servir a un Rey muerto, que una marca incompleta seguiría teniendo un significado incluso cuando muriera. Tenía que recordar que eso no era él, que él era él, y jamás debió estar ahí.
Continuó con sus preparaciones. Guardó en un morral de cacería un poco de comida, medicinas y carbón. Alimentó con forraje a las cabras y con semillas a la gallina. Escribió otro phen en las paredes para mantener calientes a los animales, y los miró. Decidió que no podía dejarlos solos. Miró las cabras que Leifhite había dejado y sonrió mientras comían el forraje... No quería dejarlas morir ahí.
No podía mirar y esperar a que murieran. Hizo una mueca.
Se incorporó y se enderezó, inhaló y decidió salir de ahí. La nieve se había acumulado por todo el jardín del templo. Había una memoria de una voz estricta en esa nieve, que gritaba mentiras y regaños. Entre los trazos de nubes se distinguían breves fragmentos de azul, señal de que no nevaría tal vez en varios días, o tal vez solo se equivocaba. Ahora que lo pensaba, esa vez, ella se había molestado mucho. Inhaló, no podía seguir así.
Después de ir al Santuario de Buitres a pedir un perdón sin peso, pero que era necesario, salió por la rejilla negra del jardín y se dirigió a las Cuevas de Tierra. La nieve se acumulaba en la entrada y en los costados, y tuvo que escarbar un poco con sus botas para poder entrar. Cuando estuvo dentro, el aire frío y húmedo de la cueva heló su nariz.
En aquella temporada del año era raro ver gusanos, la mayoría hibernaba hasta primavera, de todas formas, el musgo crecía en lo más profundo como si fuera pleno verano. Los incontables ojos lo miraron conforme se internaba en las cuevas, dio la vuelta en un tramo y se dirigió hacia el final, en donde estaban los últimos guardianes. Cuando se detuvo, a pesar de que todos los cráneos lucían iguales, supo que estaba frente a los correctos.
Se arrodilló y colocó la frente en la Tierra. Y el peso con el que había respirado tantos años se alivió, podía hablar de nuevo. Se levantó sin importarle que los rezos nunca fueran así.
—El cuerpo impuro en el mundo, a las alturas del cielo el sol se alza con el alma —recitó y luego susurró sin apartar la mirada de los cráneos—. Lo lamento.
»Esa vez no pude ayudarla —bajó la mirada y luego la alzó—. No, en realidad no quise ayudarla.
Se sintió tonto cuando las palabras se acumularon en la punta de su lengua, había tantas cosas que decir, tantas cosas que había enterrado, pero esa persona estaba muerta. Todas esas personas estaban muertas, incluso si estuvieran ahí y hablara, ¿escucharían lo que diría? ¿Le dirían que era un tonto, que era demasiado sensible o que se lo estaba imaginando?
—Adiós —se despidió.
Cerró los ojos un momento, no sacudió la tierra de sus piernas y salió de ahí. Quizá recordaría aquello toda su vida, esas palabras jamás llegarían a ellos, y cargaría todo eso, pero haber dicho aquello en voz alta... Se detuvo antes de volver de salir de las cuevas.
Sus ojos se humedecieron y las lágrimas brotaron. Su rostro se heló conforme descendió al templo, y por más que trató de enjugarse con sus manos, las lágrimas continuaron. Y desde ahí arriba, vio el edificio gris cubierto de nieve, con vitrales de Kirán que seguirían ahí incluso más que él.
Solo quedaba una cosa que hacer, faltaba poco. Quizá nada lo salvaría de aquello en su corazón, de aquellas memorias, pero por el momento era lo poco que podía hacer: irse. No quería seguir vagando en un templo vacío de paredes heladas.
Se dirigió al templo.
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Cerró la biblioteca y el tesoro de Kirán con sus joyas y sus coronas de plata. Los cerrojos se cerraron con un clic para siempre, y respiró despacio el aire invernal al pensar que jamás volvería a ver esos lugares, que las palabras se pudrirían en la biblioteca y las joyas se oxidarían, pero no había nada más que hacer.
Ahora solo quedaba una cosa por hacer. Abrió las puertas hacia la noche, su corazón se alzaba y bajaba, pero era la única manera de librarse, justo como su hermano. El viento congeló sus mejillas con violencia y él apretó la espada en su mano. Cerró los ojos, todas aquellas veces que preguntó, todas las veces que imaginó, todas las veces que pensó se habían quedado atrás entre esos muros.
Quizá, perder aquellas cosas con los años, con lo que había vivido fue lo peor, estaban pérdidas y recuperarlas sería difícil. Respiró el aire helado, sus piernas temblaban. Alzó la espada a la altura de su cuello, tomó su cabello y solo bastó un corte para que todo cayera a su alrededor.
En su mano quedó su coleta cortada, oscura como las plumas de los buitres, una de las pocas cosas que mostraban su pertenencia a aquel templo. La miró un rato entre sus manos temblorosas. Inhaló despacio un aire que picó en sus pulmones y en sus ojos. Estaba hecho, no había vuelta atrás en aquel momento ni nunca más.
Enfundó su espada de nuevo, se apartó el cabello del rostro, cerró las puertas, caminó despacio hacia la cocina y arrojó el cabello al fuego. No se quedó ahí, no deseaba oler nunca más el olor del cabello chamuscado, y no había más tiempo de lamentarse.
Tomó un caldero metálico y pequeño y se dirigió a la Cámara del Tesoro Negro. Si tenía suerte, eso sería suficiente, porque todo lo demás estaba listo.
Las lámparas pálidas que quedaban en algunos pasillos se alejaron detrás de él como fantasmas, y cuando llegó a la Cámara del Tesoro Negro, donde solo estaba la luz de la luna y la luz de los pasillos, se encaminó al vitral. Miró al halcón: como todos los días seguía en aquel momento en que la flecha se dirigía a su cuerpo, antes de caer a la arena, antes de morir. Inhaló despacio.
Siempre se había preguntado por qué de entre todos los vitrales que había en el templo, aquel, justo frente a uno de los tesoros de Kirán, era el único que no lo tenía incluido. No tenía ni idea, y no estaba seguro, pero parecía un chiste cruel.
El Rey Buitre, el más arrogante de todos los reyes, encerró a sus guardianes por un milenio para resguardar lo que estaba de puertas de hierro negro. Ni el cristal en la puerta, ni el espejo en el suelo se podían romper, el vitral no se podía cubrir. Caldeniria seguiría girando alrededor del sol como cada año, no podía detenerse, un guardián tendría que vigilar la entrada cada año y seguiría así por mucho más tiempo.
El tiempo seguiría, sí, el mundo no se detendría, pero ya no había guardianes, el cristal en la puerta no era importante, el espejo en el suelo podía cubrirse, y el vitral podía romperse. El tiempo de Kirán se había paralizado para siempre. Y si lo que había leído era cierto, si no era solo un delirio de la decadencia de su mente, si Kaamran tenía razón, entonces, probaría esa forma.
Jamás sabría por qué murió ese halcón, o qué significaba, pero era lo que debía hacer. Y lanzó el caldero. El ruido regresó al mundo. Atravesó el desierto, el cuerpo del halcón, su cabeza, su ojo, el cielo y el sol. El viento helado entró al templo y pudo ver su respiración en el aire. Sus mejillas estaban heladas y enrojecidas.
Miró lo que había hecho y bajó corriendo los escalones, luego corrió con más fuerza hacia la entrada del templo. No le importó que sus botas resonaran contra un templo que había estado en silencio por siglos. Empujó la puerta hacia el jardín y corrió con torpeza entre la nieve, dejó huellas profundas y rodeó el templo en segundos.
Encontró trozos de vidrio oscureciendo la nieve y se resistió a lanzarse para no lastimarse, pero buscó. El vidrio crujió debajo de sus botas, y tintineó cuando lo removió. Y justo cuando pensaba tomar cualquier trozo de vitral, encontró lo que buscaba: era un pedazo de vidrio circular y oscuro que había conservado su forma incluso después de caer. Lo tomó entre sus manos y regresó al templo.
Guardó el pedazo de vidrio en uno de sus bolsillos y volvió a entrar al templo. Lo primero que hizo fue tomar el hilo que había obtenido al descocer una sábana de su propio cuarto, tomó las lámparas de Sol que había recolectado en una canasta. Regresó a la Cámara del Tesoro Negro y por primera vez vio aquel lugar iluminado en la oscuridad.
«Posiblemente murió, ha pasado mucho tiempo». Pero tenía que creer que no, que él estaba bien, que aquello valía la pena y era lo correcto si quería irse de allí.
Dejó la canasta en el suelo junto al espejo. Por sí solas, las lámparas eran fantasmas, juntas todas, unidas unas a otras brillaban como el fuego en los ojos de los buitres, casi como el sol. Y su brillo no era débil, solo esperaba que fuera suficiente. Se sentó frente a la canasta y desvainó su espada y con su filo escribió sobre cada cristal un phen de unión: dos curvas que se intersecaban y volvían a separarse. Adhirió cada cristal hasta tener una esfera el doble de grande que su cabeza. Tal vez no era una unión fuerte, pero bastaba. Luego, dibujó un phen de fortaleza sobre los cristales superficiales, y cuando terminó, el brilló se concentró en la superficie.
Apartó la mirada después de un rato, sus ojos ardían y estaban secos. Inhaló despacio. No podía creer que era el momento. Sacó el vitral de su bolsillo y lo sostuvo entre sus dedos. Se levantó y ató el hilo a una de las barras del barandal, mientras que el otro extremo lo ató alrededor de su cadera. Era demasiado delgado... Solo esperaba que no se rompiera.
«Todo va a estar bien» se dijo y apretó el vitral entre su mano. Tomó un único cristal que había dejado en la canasta y lo guardó entre su capa. Era el momento, pero no estaba listo.
¿Qué tal que no sucedía nada y todo era una pérdida de tiempo? ¿Qué tal que todos habían tenido razón? ¿Qué tal que lo que había leído era una mentira? Miró el espejo en el suelo. ¿Por qué temblaba? Lo que hubiera detrás de esas puertas no podía ser peor a todo lo demás, y necesitaba hacerlo, necesitaba sacar a ese hombre de ahí.
Apretó sus ojos y colocó sin dudarlo el vitral encima del espejo. Apretó sus labios y tomó la esfera de lámparas y la acercó al espejo. Cuando la luz reflejo del espejo una tenue luz que se dirigía a un cristal sin llegar a este, escuchó los mismos engranajes de siempre. Su boca se secó cuando las puertas de hierro comenzaron a moverse, y se incorporó. Sus hombros temblaron y por costumbre cerró los ojos.
Escuchó los graves quejidos del metal y su piel se erizó. Y luego silencio completo, silencio y más silencio, y él temblaba. Si estaba equivocado en todo, entonces jamás llegaría al Sol por más rituales de purificación que hicieran, pero no importaba.
«Abre los ojos» se dijo, pero no pudo hacerlo y en cambio caminó hacia las puertas.
«Abre los ojos» se repitió, pero tocó las puertas de metal y comenzó a desenredar el hilo de poco en poco.
«Abre los ojos», pero quizá era demasiado tarde para abrirlos.
Abrió los ojos, pero estaba sumido en una oscuridad tan espesa, tan sofocante, tan terrible que inundaba todo, que devoraba todo, que incluso parecía peor que tener los ojos cerrados. Y cuando miró detrás de él, solo encontró más oscuridad.
No había entrada, ni una salida.
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