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18. Un templo vacío

ADVERTENCIA: Este capítulo contiene algunas descripciones de sangre, autolesiones, auto-odio y otros temas sensibles que pueden afectar al lector.

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Siguió haciendo sus labores como siempre, y también como siempre, su mente estaba sumergida en pensamientos. A veces, revisaba detrás de él sin encontrar a nadie. Ese día iba a limpiar el último cuarto: el de su hermano.

Pasó una vez más la franela por los marcos de las ventanas del cuarto, sacudió el polvo debajo de la cama y limpió el armario. Solo estaba el susurro de la tela, su corazón y su respiración, pero a veces creía escuchar una voz, un grito ininteligible que paraba cuando decidía escuchar.

Quería confirmar algo a lo que temía. Cuando esperaba, no quería pensar si era solo su imaginación, si estaba enloqueciendo o si esos gritos existían de verdad... Pero lo pensaba. Tal vez no estaba solo. No escuchaba nada después, y trataba de olvidar. Volvía a escuchar su respiración y el viento, y dejaba que su mente se fuera a blanco mientras regresaba a sus labores.

Cuando acabó y miró el cuarto vacío de su hermano, su corazón se apretó. ¿Cuántos años habían pasado desde que comenzó a odiar a la persona equivocada?

—Eres de las últimas personas que tienen permitido sentir lástima... Cállate.

Su hermano le diría algo así, o tal vez solo era una memoria rancia del día que se fue. Tal vez ni siquiera le diría nada en realidad. Lo único para recordar lo que diría estaba perdido en alguno de los cuartos, tal vez ni siquiera estaba perdido, tal vez ni siquiera lo había leído.

—Lo tienes, solo no quieres verlo.

Inhaló despacio. El cuarto seguiría vacío por siempre, estaba seguro de eso. En realidad, parecía que nadie más había vivido en ese lugar nunca... Solo él.

Cerró la puerta.

—Adiós —susurró—. Espero que estés bien.

Después de mirar un rato a la madera, sus mejillas y orejas se coloraron en rojo. Era un tonto. No había nadie. Esas palabras debieron salir de su boca la última noche que lo vio.

No, tal vez debió irse con él.

—Quédate aquí, el templo te necesita, es tu deber.

No respondió. Incluso si los diarios eran falsos, esas palabras que su maestra le había dicho antes de morir sonaban igual de falsas. Su corazón picaba igual.

Cerró los ojos. Siempre iba a lo mismo. Estaba atascado en los mismos pensamientos como si se hubiera metido a uno de los agujeros de las Cuevas de Tierra. Solo podía retorcerse entre las paredes, pero seguiría escuchando lo mismo una y otra vez, seguiría paralizado escuchando lo mismo una y otra vez hasta que decidiera retorcerse.

—¿Qué pensaran tus ancestros si algo le sucede al templo?

Aquel lugar era todo lo que conocía. ¿Qué pensarían sus maestros? ¿Qué pensarían sus padres? ¿Qué pensaría su madre? Inhaló hondo porque no había respuestas de nadie, y pedírselas a un Rey Buitre no era una opción, fuera cierto o no lo que leyó. Y decidió seguir, porque era lo único que podía hacer en ese momento.

Caminó hasta el Santuario de Buitres, y cuando abrió la puerta, sus ojos fueron a Kirán, a una estatua que veía a todos por debajo de él, una roca sin emociones y sin tiempo.

¿Por qué no cumplió su promesa?

¿Por qué habían adorado a un rey como un dios cuando mintió? ¿Por qué lo adoraban cuándo se atrevió a romper algo tan importante como un trato? ¿An' Istene seguía viéndolo como su heredero a pesar de todo? ¿Por qué los demás descendientes habían estado de acuerdo con todo eso?

¿Todo eso había sido verdad?

«Si no lo fuera no habría dos diarios hablando de lo mismo, de quienes están en las montañas. No conocerías el nombre de Kaamran. Sucedió».

—Mienten —dijeron tres voces al unísono—. Ellos mienten.

Llevó la mano a su espada y la desvainó de poco en poco.

—Si te vas, habrá castigos peores a los que has enfrentado.

—Nada es peor que lo que le hicieron a mi hermano... Eso es pecado.

—Tú también cometiste uno... ¿Cómo morí? —dijo una sola voz.

Su boca se secó y dejó caer la mano que sostenía la empuñadura de su espada. Lo sabía... Seguiría atascado ahí porque no había nada más que hacer, pero... Tragó saliva.

«Casi mueres, casi te matan y quieres seguir aquí...».

—No... yo...

—Te necesitamos aquí. Al menos paga las consecuencias de tu pecado.

Sus labios titubearon, pero igual se dio la vuelta y se dirigió a cualquier otro lugar. No iba a discutir con fantasmas, ni con recuerdos, estaba cansado de eso. Estaba cansado de todo.

—Me da lástima que seas el último.

La voz del guerrero heló hasta sus huesos. Alzó la cabeza, y en el pasillo, entre la luz que se colaba entre los pasillos de roca oscura vio una figura alta con espada en mano. Caminó y su sombra acortó el pasillo en un parpadeo. Con cada uno de sus pasos, el metal blanco resonó.

—¿No te da curiosidad lo que hay en la Cámara?

—No es posible... Tú...

—¿No te da curiosidad? Me da lástima que seas el único... El último de miles y miles y miles.

—No.... No...

Negó con la cabeza y corrió lejos del Santuario. Con cada paso su pierna dolió, la sangre ennegreció aún más su pantalón oscuro. Había un corte profundo que no paraba de sangrar. Cuando se detuvo, estaba frente a las puertas de la Cámara del Tesoro Negro, en la escalera, pero él jamás había subido ahí. El vitral lo trajo al mundo de nuevo.

Sus manos temblaban violentamente. Revisó su pierna, pero no había nada, su pierna había sanado semanas atrás. Se dio la vuelta, dispuesto a bajar e irse de ahí, pero en las baldosas oscuras frente a la Cámara algo brillaba.

Frunció el ceño y decidió acercarse, y conforme lo hizo, el brillo de un cuchillo relució más y más. En la punta había sangre seca. Eso no estaba ahí unos días antes, en realidad, nunca estuvo ahí. Tomó la daga en sus manos y en el brillo metálico encontró sus ojos cansados, su rostro pálido y lleno de ojeras, enfermo.

Fue entonces que escuchó los pasos metálicos desde atrás. La daga cayó a sus pies y reverberó.

No podía ser cierto. Él estaba encerrado dentro de la Cámara, había logrado entrar y por lo tanto no estaba en el templo. La única puerta solo se abría cada solsticio y lo había hecho por mil años, no había más salidas ni entradas. Aun así, los pasos metálicos se acercaron más y más. Él desvainó su espada.

Podía escuchar el eco, el metal raspando las baldosas como un fantasma pálido de un cuento de mil años. Aguardó, pero dejó de escuchar los pasos. Aguardó más. Sus músculos seguían tensos, sus nudillos estaban blancos sobre la empuñadura de una espada con brillo oscuro. Caminó hacia el centro de la Cámara con la espada en alto, miró a la Cámara y la daga ya no estaba donde la había dejado caer.

Sus hombros cayeron rendidos. Se llevó las manos a la cabeza lentamente.

Soltó la espada en su mano por primera vez en su vida, por primera vez en la historia de ese templo. Cayó lentamente, como la pluma en el aire, pero vibró y gritó en todo el templo. Su eco resonó por una eternidad y luego silencio, nada más.

Todo terminaba en silencio de alguna manera u otra.

Desde la espada que cae al suelo hasta las puertas que encierran a un guerrero con armadura de flores blancas. Desde las puertas que se cierran con aquel que se marcha para siempre hasta el silencio después de que el látigo caía, desde el momento exacto después de un accidente hasta después de una bofetada. Incluso en el dolor había un silencio que engullía todo, que estaba ahí, pero era imposible de ver, estaba con la nieve cayendo, después de cazar, después de la muerte, después de una danza extraña y una noche de rezos continuos, cuando el sol moría y nacía. Cuando los buitres volaban lejos después de saciar su hambre y limpiar sus picos. Todo acababa en ese mismo silencio.

Era rara la vez que había ruido ahí, rara fue la vez que escuchó ruido ahí. Se envolvió entre sus brazos. ¿Qué estaba pensando? Silencio. ¿Qué era lo que había? Silencio.

Siempre terminaba evadiendo lo que pensaba con más pensamientos banales.

—¿Te sientes así de solo? —preguntó una voz silenciosa, pero dulce, contraria a todo lo que un guardián podría ser—. ¿Por qué le mentiste al guerrero?

Miró a las puertas oscuras frente a él. No era posible.

—¿Qué perderás si lo admites?

—No h-...

Se interrumpió. Estaba solo. Siempre había estado solo. Se mordió los labios, sus ojos se humedecieron.

—¿Le temes a esas puertas tanto cómo le temes a lo que hay afuera? ¿Temes lo que hay afuera tanto como le temes a tus maestros?

—Yo no les temo.

—¿Entonces por qué sigues llorando?

—¡No estoy llorando! —gritó y alzó la espada.

Cortó el aire, pero no había nada. Sus manos temblaron, sostenía una espada, pero seguía temblando.

—Siempre has estado solo. Desde que estabas aquí hasta ahora.

Sus manos no se calmaban, su mente no se calmaba. ¡¿Por qué no se podía calmar?! Necesitaba hacerlo, necesitaba saber que eso no era real, necesitaba saber que en verdad estaba solo, que no había nadie detrás de esas puertas, que todos habían muerto. Enterró sus uñas en su muñeca, pero seguía mirando las puertas.

—No estás hecho para este lugar. Jamás serás un guardián... Seria más fácil si todo hubiera acabado. ¿No quieres descansar?

—Quiero descansar —repitió.

—Sí, si tan solo hubieras muerto aquella vez... O tal vez después, quizá todo volvería al silencio. Antes eras distinto, antes no hubieras perturbado estos templos...

Sintió asco de sí mismo y soltó su muñeca. No podía sentir el dolor, pero vio sangre en sus uñas. Sí... tal vez era cierto, tal vez él debió morir. Siempre estuvo destinado a morir.

—Todos murieron luego de perdonarte la vida... Bueno, excepto la maestra mayor, ¿cuánto tiempo decidiste verla retorcerse de dolor?

—No lo sé.

—Lo sabes, solo te haces el tonto. Sabes cuánto tiempo la viste arder en el fuego, decidiste que moriría... Pero si hubieras muerto antes, te hubieras librado de eso. Ahora, mírate.

—Lo sé.

—Das asco, me das asco.

—Lo sé.

—No puedes hacer nada bien. No sabes qué día es. No sabes nada.

—Lo sé.

—¿Seguirás diciendo lo mismo?

Bajó la cabeza. La sangre escurría en una de sus manos, había apretado la hoja de su espada. Miró al suelo un rato. Sus ojos se nublaron, cerró los ojos y dejó las lágrimas escurrir.

Él jamás había elegido nada de eso. Lo sabía, y aún así era difícil admitirlo.

—¿Por qué estoy aquí? —preguntó la voz de un recuerdo. La voz que alguna vez le perteneció.

Su pecho dolió, y más lágrimas brotaron de sus ojos. ¿Por qué si sabía la respuesta era tan difícil pensarla? ¿Decirla? ¿Por qué era difícil aceptarla? La quería aceptar con tanto anhelo... No quería que escapara de sus manos una vez llegara.

No era la impureza de la que había huido toda su vida.

Él jamás había pertenecido ahí, a nada. Él nunca le debió nada a aquel lugar. Él podía irse.

—¿Y por qué no podemos salir? Aquí no hay nadie...

Sus hombros siempre rectos colapsaron, su mano ardía, su muñeca ardía. ¿Por qué no se había ido? ¿Por qué se lo repitió tantas veces? Y lloró, no en silencio, o al menos no permitió que lo ahogara aquella vez ni nunca.

Él jamás había pertenecido ahí.

El templo seguiría ahí un mes, un año, mil años, pero él no.

Él, que jamás quiso estar ahí, podía irse.

Porque las puertas estaban abiertas y siempre lo habían estado.

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