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16. Recuerdos que perduran en la nieve

UN BREVE RECORDATORIO: Si se olvidaron, o algo, este es un pequeño recordatorio de que regresamos al presente, (sí, nos tomó 10 capítulos). Anyways, no necesitan saber mucho. Y también aprovecho para decirles que tomen agua y descansen un rato.

El recordatorio también es porque a mucha gente le gusta más que les avisen que ya terminó un flashback o algo así, y pues sí creí que se iban a confundir tomando en cuenta el tiempo que ha pasado desde que leyeron del presente.

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Los días seguían pasando llenos de recuerdos difusos y adheridos unos con otros. Era difícil distinguir si todavía era el mismo día de invierno o si ya habían pasado semanas, o solo unas horas. De vez en cuando, lo embargaba la tranquilidad, pero luego, cuando era tanta que se desbordaba, su mente recordaba.

Aquel invierno parecía ser el más difícil de todos. «Es tu primer invierno solo», se repitió. Lo que antes había sido sencillo, se había vuelto algo casi imposible. Olvidaba las tareas pendientes, las horas pasaban, fingía que no le importaban y se aseguraba que daba igual, no había nadie más. Terminaba una tarea, se prohibía cometer errores y si los cometía, comenzaba de nuevo o se aseguraba de llevar la tarea a la perfección. Las horas seguían pasando, y mientras terminaba una tarea a la perfección, el día se había ido y la noche caía. Luego se recostaba viendo el techo, aire en su cabeza, y sin cerrar los ojos. Y así, perdía su tiempo cada día.

Su pierna sanaba lento, pero los movimientos bruscos o rápidos le recordaban que la herida seguía existiendo. Por algún motivo, su mente iba a tantas cosas después que se volvía imposible determinar cuáles pensar, cuáles recordar, cuáles ignorar, cuáles escuchar. Si en un momento pensaba en su pierna, su cabeza iba a los látigos guardados, a la maestra mayor y su diario, a su maestra, al guerrero, al cabrerizo y a su hermano diciéndole lo mismo una y otra vez.

No sabía qué hacer. Solo se quedaba estático con manos entorpecidas en medio de sus deberes y olvidaba qué había estado pensando después. Quizá así se irían sus días. Pensar en palabras, y palabras y palabras. «Los descendientes del sol puede irse», o algo así le había dicho el cabrerizo. «Morirás solo», o algo así le había dicho su hermano. «No puedes irte», le había dicho su maestra... Y luego, todo era blanco.

Estaba cansado, su cuerpo pesaba. No había dormido bien, pero tampoco importaba, se pasaría. Cerró los ojos y restregó el puente de su nariz. Cuando los abrió, su cabeza se tambaleó, todo se veía demasiado alargado y se movía. Parpadeó una vez, se frotó los ojos, y luego pasaron mil años y todo seguía normal. Sus ojos estaban secos y pesados, pero trató de recordar lo que estaba haciendo, lo que tenía que hacer. Miró sus manos, estaban llenas de cenizas.

Abrió los ojos más de lo que el sueño le permitía, su respiración se volvió como inhalar agua y retrocedió hasta chocar con un muro. Trató de frotarse, y las cenizas flotaron en el aire. Luego entendió: estaba en la cocina, sus manos estaban llenas de harina y había un bulto de masa cubierta en la mesa.

Suspiró. Era un tonto.

—Me mataste.

Se congeló. Su mano fue de inmediato a la empuñadura de la espalda y cortó el aire, apuntó a la altura donde estaría el corazón y la harina voló en el aire. Su ropa oscura ahora estaba cubierta hasta las rodillas.

Apretó el puente de su nariz de nuevo. Estaba volviéndose loco, necesitaba pensar, ¿cuánto había dormido? Trató de hacer cuentas, pero al final, se dio cuenta de que solo estaba mirando la nada. Necesitaba descansar. Miró la masa y continuó su trabajo, amasó y cuando terminó, sus brazos pesaban hasta los codos.

Cubrió la masa con un trapo húmedo y caliente luego de colocarla en un tazón. Luego, guardó el tazón en una alacena sobre un cubo con nieve fresca. Lo observó un rato y después se marchó con toda su ropa llena de harina. No se molestó en limpiarla antes de echarse a descansar.

No pudo cerrar los ojos y miró al techo sin encontrar nada más que vacío. No quedaba nada, ni nadie. Se removió a un lado, pero no se sintió bien, y al final se levantó con los ojos secos, tomó su espada y fue a la Cámara del Tesoro Negro. Se sentó en las escaleras frente a la puerta y el vitral detrás de él.

Su capa lo envolvía y lo cuidaba del frío, pero no de la oscuridad. La Cámara del Tesoro Negro siempre estaba sumida en oscuridad. Miró la entrada de la Cámara. ¿Qué le habría pasado al guerrero? ¿Cuántas semanas llevaba ahí? ¿Estaría muerto en la oscuridad? ¿Los gusanos lo estarían devorando? Y lo asaltó una última pregunta que bailó por su mente por siempre: ¿y si no lograba salir?

Sus pensamientos vagaron solo para no tener esa pregunta en la cabeza. Había cosas que jamás entendió de su maestra, pero ni sus diarios habían dado respuesta. Todavía recordaba lo último que había escrito en su diario: «Los diarios desechados están con el incensario del Santuario de Buitres». Lo había leído en otoño, pero ella había muerto mucho antes... ¿cuándo? Su mente titubeó. ¿Por qué no se despidió? ¿Por qué había muerto?

Tenía un nudo en su garganta. Tragó saliva y parpadeo para que las lágrimas se fueran, pero no lo hicieron. Se restregó con la palma de la mano, y decidió levantarse. Estaba solo, había sucedido, ella se había ido.

Por fin estaba solo.

Gruñó. Quería deshacerse de la sensación, pero entre las lágrimas, sonó más como un sollozo. Era un tonto. «Cálmate», se dijo. Si sus maestros siguieran ahí, lo regañarían, le darían motivos para llorar, pero él no había llorado por tantos años que hacerlo en aquel momento se sintió sucio, tonto, algo que no debía hacer.

Su maestra ya no estaba. Los maestros ya no estaban. Su hermano se había ido. Su corazón se apretó y se dejó caer. Por fin estaba solo, pero ni siquiera podía gritarlo, ni siquiera podía decirlo, ni siquiera podía llorarlo, no podía decir nada... Seguía en el mismo lugar, con los mismos pensamientos, con la misma opresión en el pecho, y sin voz.

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Las rocas calentaban sus botas desde abajo, y el sol agobiaba su cuerpo. De todas formas, sentir el viento caliente de verano y ver el templo demasiado lejano como para pensar que estuvo antes ahí se sentía bien. Alzó las manos al Sol para estirar su espalda, y en el silencio del viento, escuchó un halcón, pero no logró encontrarlo.

—Nadie te obliga a quedarte —dijo su hermano.

Bajó los brazos de inmediato para evitar otras palabras. No volteó. No pudo mirarlo a la cara y tampoco se atrevió a mirar su sombra. Cruzó los brazos y aguardó a que hablara.

—¿No tienes nada qué decirme? —dijo su hermano—. Está bien. Haz lo que quieras, pero en serio, nadie te obliga a quedarte. ¿Recuerdas lo que te contó Leifhite?

—Son mentira.

—¿Y cómo lo sabes?

Abrió y cerró la boca. Decidió no hablar.

—Prometiste que no te irías —dijo su maestra detrás de él y sintió su mano de dedos largos y gráciles sobre su hombro.

—No es tu obligación. En este mundo, nadie recuerda a Kirán —susurró Leifhite en su oído.

Tampoco había sombra de él, ni de nadie. No miró atrás, no quería mirar atrás y miró al vacío frente a él, el interminable vacío. ¿Ahí se habían marchado todos? Retrocedió y apretó los ojos.

—Perdón —susurró.

Escuchó una débil voz, alguien cantaba una melodía que él no lograba entender. Leifhite lo miraba desde fuera del templo con sus dos cabras y ojos claros. A un lado, estaba su hermano, con mirada cansada y seria, y aunque no lo escuchó, entendió lo que dijeron sus labios:

—Busca los diarios en las habitaciones.

Y abrió los ojos.

Encontró dos puertas de hierro y mosaicos oscuros frente a sus ojos. El templo seguía oscuro, y el hecho de que su nariz, sus manos, sus pies y su costado izquierdo estuvieran helados solo podía significar que se había quedado demasiado tiempo ahí lamentándose por gente que ya no existía en su vida. Sus ojos estaban hinchados y secos, y su garganta ardía. Solo esperó no enfermarse.

Se incorporó. El frío perforaba su piel a través de la ropa de guardián. La nieve seguía cayendo detrás del vitral y la Cámara del Tesoro Negro estaba cerrada como siempre. Seguía solo y su cuerpo pesaba. Todo era como un día antes, como una semana antes, como un mes antes.

Se levantó y caminó hacia las habitaciones. Era una tontería. Los sueños solo eran sueños, era tonto creer en ellos, pero necesitaba estar seguro de que no era verdad, que todos los diarios estaban en el incensario. Cuando llegó al ala oriente —el lado opuesto donde se encontraba su habitación—, se detuvo frente a las habitaciones y las miró antes de aproximarse. No lograba recordar cuál era la habitación de su hermano.

Se llevó una mano a la sien y trató de pensar. No podía ser posible que hubiera olvidado algo así en solo unos años... Inhaló profundo y avanzó con paso decidido a la primera habitación. Normalmente las habitaciones viejas permanecían cerradas desde que el guardián moría hasta que otro guardián lo reemplazaba, pero desde que él había vivido ahí, solo había visto más y más puertas cerradas. El polvo seguiría acumulándose ahí una vez todo acabara. Sin embargo, el polvo de diez años atrás no era el mismo que el de dos años atrás, y tampoco tenía mucho que hacer para mantener su mente ocupada.

Cuando abrió la primera puerta, encontró una cama llena de polvo, ventanas oscurecidas en el tiempo, telarañas y esqueletos de arañas en los rincones y un fuerte olor a humedad que lo mareó un momento. Estornudó y su garganta picó. Quizá sí era buen momento de limpiar.

Entró a seis habitaciones más sin encontrar ninguna diferencia, solo polvo y más polvo, y humedad, y la sensación de que algo estaba atorado en su nariz y su garganta. Detestaba el polvo. Luego de explorar más habitaciones, llegó a las últimas dos del pasillo. Cuando las abrió, subió su capa hasta su nariz y buscó primero en la penúltima. Solo entrar, lo supo: era de su hermano, pero ni en la mesa, ni en la cama ni en el armario estaba su diario. Suspiró.

Cuando fue a la otra habitación, la encontró casi igual de limpia que la anterior y su mente fue a una sonrisa amable y cuentos antiguos. Primero buscó debajo del colchón, pero lo único que encontró fueron pececillos de plata que corrieron en su dirección. Soltó el colchón con asco y retrocedió, sacudió sus manos. «Tal vez no lo necesito...», pensó.

Siguió buscando debajo de las almohadas, debajo de la cama y al tantear con los ojos apretados a las telarañas, el polvo y los exoesqueletos de insectos muertos, sintió algo diferente en los mosaicos. Movió el mosaico, y tanteó: había un papel. Lo tomó y al abrirlo solo decía:

«Armario».

De inmediato, él se levantó y caminó al armario, pero al abrirlo, no encontró nada. Tanteó la madera y al hacerlo se movió. Alzó las cejas. ¿Así de fácil? No podía creerlo, porque no tenía sentido. Al menos la maestra debió de haberse dado cuento si inspeccionó el cuarto... Alzó la cubierta del fondo del armario, había más telarañas, pero ahí estaban: diarios de piel, dos. Estaban llenos de polvo al tocarlos sus mangas se llenaron de telarañas. Se sacudió y terminó estornudando de nuevo. Cuando los abrió, vio que no tenían phens para preservarlos.

Frunció el ceño y abrió el primero, sus hojas estaban decoloradas y olía a humedad. El segundo sí estaba roto, las hojas eran amarillentas y parecía que se romperían si las doblaba. Sacó de inmediato su trozo de carbón de su bolsillo y colocó todo en el suelo. Trazó sobre las portadas de ambos diarios los phens que recordó usar en la Cámara del Tesoro Blanco: sequía, aire, curación, protección y preservación.

Los tomó con cuidado y salió dispuesto a leer toda la noche.

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