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12. Lo último que quedaba

ADVERTENCIA: Este capítulo contiene algunas descripciones de pensamientos suicidas y gaslighting

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Casi murió. Lo salvaron.

Duró dos semanas en cama, dormido, con la espalda hecha pedazos, con el alma..., con todo hecho pedazos. Y luego despertó

Su maestra le contó lo que había sucedido. Ella no encontró ni a su hermano ni a Leifhite en los días posteriores. Ella buscó por días sin encontrar rastro, y entonces, los maestros concluyeron que ya estaban demasiado lejos. Si su hermano estaba muerto o no, no era de importancia para los maestros. Y de cierta forma, para él... No le importó. Si su hermano moría o no, no importaba, él seguía ahí.

También su maestra le contó lo que le sucedió. Después de que ambos regresaran de cazar y se separaran, ella regresó y lo vio caer por las escaleras, aquello fue lo que alarmó a todos. La maestra le dijo que la fiebre le subió demasiado, las heridas sangraban sin parar, y los phens de fuego estaban tan profundos en su piel, que fue difícil detener la sangre. Trataron de curarlo rezando, pero no mejoró. Luego intentaron con rituales, con hierbas medicinales que Leifhite dejó, con aquellas escritas en los diarios de los antiguos guardianes, con mil cosas, con plegarias y más plegarias. Rezaron y rezaron. Y en algún punto, los tres lloraron a Kirán, a An' Istene, con tal de que se recuperara.

Pero él no abrió los ojos. Lo alimentaron, le untaron medicina, le cambiaron las vendas, lo arroparon, rezaron, lloraron y pidieron mil veces que despertara, imploraron, admitieron que fue un error.

Él siguió sin despertar. Entre sus pesadillas, las sombras que rezaban lo devoraron, y en la vida, los maestros rezaban porque volviera. En sus pesadillas, el halcón caía, él lo atrapaba y juntos morían. Las sombras alcanzaban al halcón y a él. Y luego despertó.

Pero no había nada.

No había vuelta atrás para nadie.

Su espalda seguía adolorida pese al descanso y moverse siquiera un poco hacía que su visión se nublara un segundo y le faltara la respiración. Y tal vez por eso, y por culpa, fue que, por otras dos semanas, no le pidieron hacer ninguna de sus labores.

Esos días permaneció en silencio, solo veía la lluvia caer por una de las ventanas, observaba como sus maestros entraban y salían. Si hablaban, o decían algo, su mente los ignoraba de inmediato... o quizá era que ignoraba todo, incluso el sonido de la lluvia sobre el templo, el de su respiración y su corazón, los pasos de los maestros en el templo, el canto de los pájaros, los graznidos de los buitres y el grito de un halcón libre del templo.

Se odiaba por odiarlos. Lo habían cuidado, lo salvaron de morir, lo salvaron de huir y romper la promesa de los guardianes. Además, esa vez parecía que lo querían y lo trataban del mismo modo que a su hermano, quizá incluso mejor: lo dejaron descansar pese a todas las labores en el templo, y parecían estar arrepentidos de verdad. Aun así, no encontraba un motivo para verlos a los ojos o responderles, y solo de escucharlos, el asco lo invadía. Los odiaba, y era un malagradecido.

Luego de pensar lo mismo una y otra vez, de repetirse todo lo que habían hecho, de recordar todo lo que lo había llevado a esa situación, el odio no paraba, y entonces, se quedaba en silencio. En ese silencio de su mente, se daba cuenta de que no solo odiaba hasta la médula a todos los guardianes, a Kirán, y al templo, también se odiaba a sí mismo, quizá incluso más que todo lo demás.

Se odiaba por no hacer nada, por estar tirado en ese lugar todo el día, por haber pensado en irse, por ser un inútil, por no soportar su castigo, por ser débil, por tratar de alcanzar al halcón impuro que caía. Pero las estrellas jamás se habían derretido en el mundo real y él seguía ahí. Seguiría ahí haciendo el único trabajo que tenía, era lo que había que hacer.

Cuando acabó el verano y llegó el otoño con su viento frío, el cielo se llenó de nubes grises y blancas, y de neblina. Se levantó con la espalda llena de cicatrices, y en silencio, fue a hacer lo único que había aprendido: cuidar el templo.

Pasa el tiempo solo. Más de lo normal. Trataba. Evitaba ir a cualquier lugar donde hubiera alguien más haciendo una tarea, y si tenía que hacerlas en ese mismo lugar, trataba de aguardar hasta que sus maestros se marcharan para hacer las suyas. No había nada más que hacer que esa rutina: aguardar, esperar, ver que sus maestros se alejaran, ir a hacer su tarea, terminarla e ir a completar otra.

Su mente estaba en blanco mientras trabajaba y de vez en vez, el frío del otoño le recordaba las heridas en su espalda.

Su mente iba y venía. En su cuarto en las noches, aguardaba a que su maestra cambiara el vendaje y a que untara medicina, luego mucho más entrada la noche, iba al Santuario de Buitres a rezar plegarias vacías, a "agradecer" a Kirán por dejarlo vivir, aunque no sentía que había nada qué agradecer. Luego se iba a dormir sin nada en la cabeza.

No podía dormir. Miraba el techo sin encontrar nada y en algún punto se dormía sin poder soñar nada. Sus sueños solo eran silencio y vacío.

No sentía nada.

Llegó el invierno sin más. Las cicatrices cerraron lentamente, pero su espalda seguía doliendo de vez en vez cuando se tensaba, pues no habían sanado por completo. Igual, tenía que hacer sus tareas, y a pesar de la insistencia de su maestra de no hacerlas, no la escuchó. Paleó la nieve del techo y la arrojó por uno de los bordes hacia la montaña.

Miró la altura, eran varios metros y luego nieve. Antes el vértigo lo hubiera hecho retroceder, pero aquella vez, miró abajo sin sentir nada, solo vacío, como un cielo nublado. ¿Todo acabaría ahí? ¿Si se lanzaba?

Al final, se dio la vuelta y siguió trabajando. Era lo único que sabía hacer, era lo único que podía hacer, era lo único que debía hacer.

No podía abandonar a los guardianes.

Alzó la cabeza mientras recogía otro pedazo de nieve. La punzada se extendió por su espalda, pero la ignoró.

No había ningún buitre, no había ninguna ave, no había nada.

Los días eran aletargados en invierno, amanecía tarde y oscurecía temprano. El Sol siempre estaba detrás de las nubes, casi flojo, y solo iluminaba por un rato antes de ocultarse de nuevo. Quizá también estaba agonizando.

Su espalda se recuperaba a paso lento, y aunque moverse brusco le llevaba una punzada que lo paralizaba, e incluso, a veces alguno de los phens se abría en su espalda y sangraba ligeramente, de inmediato los maestros lo curaban y lo mandaban a descansar una semana. A veces, durante esos días, la maestra mayor entraba en silencio, no decía nada y le dejaba algo de comer y salía sin más.

Fue una noche, mientras dormía, que escuchó la puerta abrirse. Se despertó de inmediato, pero mantuvo los ojos cerrados y fingió que seguía dormido. Los pasos severos de tacones que siempre lo paralizaban le dieron una pista de quién era. Trató de recordar en dónde estaba su espada, y fue en ese mismo momento, que el peso de la maestra sobre la cama casi lo hizo rodar. Se había sentado.

Fingió seguir dormido, pero estaba listo para huir en caso de que tratara de hacer algo.

Ella no dijo nada, pero comenzó a tararear una canción que jamás había escuchado. Luego, su mano se alargó hasta su cabello y acarició su cabeza. Un escalofrío recorrió todo el cuerpo del guardián, pero no se atrevió a moverse.

—Sabes que es tu culpa, ¿no? —preguntó ella—. Solo te castigué porque era tu culpa...

Quiso tragar saliva, y apretó los ojos aún más. Un nudo en su garganta comenzaba a formarse, pero siguió fingiendo que dormía.

—No me hubiera molestado si tu hermano no hubiera robado el silbato y el mapa —dijo—. Ahora... Kirán me castigará, ¿verdad? Por hacerte esto... Ella se molestaría porque te hice esto.

No entendía nada de lo que decía, solo estaba concentrado en la mano de ella. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué le tocaba la cabeza?

—Si tan solo... —gruñó ella—. Si tan solo no hubieras nacido, ella se hubiera quedado... Ella estaría bien... Ella no me hubiera traicionado.

La maestra mayor apartó la mano de su cabello y golpeó la cama. Y entre dientes farfulló:

—Maldita seas.

Y luego volvió a tararear la canción, la maestra mayor regresó su mano a la cabeza del guardián y siguió acariciando su cabello. Su estómago se retorció con el tacto, y trató de contener una arcada.

—Si tan solo te hubieras quedado...

Trató de reflexionar sus palabras, había algo en ellas que no se sentía normal, algo importante, pero estaba medio consciente, justo en el límite de caer en un precipicio hacia un sueño profundo y vacío. La mano seguía acariciando su cabello, pero las palabras...

Cuando por fin ella se levantó y se fue, él incorporó en la oscuridad y trató de que su respiración regresara a la normalidad. ¿Por qué había ido esa noche? Fue una pregunta que se repitió mil veces. ¿A quién se refería con ella? Fue otra pregunta que duró el resto de su vida, y que sabía que en ese templo no tendría respuesta.

Después de aquello, cada día fue terrible. Deseaba con tantas ganas huir de ellos cada vez que los veía, cada vez que sus maestros se le acercaban, cada vez que le hablaban. Trataba de ignorarlos, trataba de no escucharlos, pero al final, terminaba haciéndolo, quizá por temor a ir al Santuario de Buitres de nuevo, quizá simplemente porque le habían enseñado eso toda su vida, quizá porque el anhelo de entender quién era "ella" era más fuerte.

El deseo con tantas ganas de ser invisible en ese templo, de ser olvidado por los maestros, sobre todo por la maestra mayor se disipaba con el sentimiento de que había algo ahí que debía entender, con el sentimiento de que si quería averiguarlo debía quedarse. No era solo por Kirán, ni para poder renacer luego de ir al sol, sino por algo importante, o eso quería creer.

«No puedo huir» se decía. «Si me voy, en algún momento no quedará nadie que cuide el templo. Será un pecado contra Kirán». «Si me voy, no sabré quién es "ella"».

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