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11. Los buitres aman la carroña

ADVERTENCIA: Este capítulo contiene algunas descripciones de maltrato físico y emocional, además de pensamientos suicidas. Por favor, considere dos veces antes de continuar leyendo.

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Los sueños eran lo único seguro en aquel lugar. Las sombras acechaban en sus ojos, en la penumbra, y reptaban en el suelo para devorarlo, como buitres, pero peor, buscaban asesinarlo, tirarlo, destrozarlo, destruirlo. Ellas no graznaban, solo murmuraban plegarias a un Rey Buitre y a un dios en el Sol. Cada plegaria, terminaba una y otra vez con una que conocía de memoria, una que estaba tan marcada en su mente y alma que incluso parecía que mientras moría, él también la recitaría:

«El cuerpo impuro en el mundo. En las alturas del cielo, el sol se alza con el alma».

¿Qué tan impuro era su cuerpo mallugado, destrozado, sangriente? ¿Qué tan asqueroso era su cuerpo lastimado, lleno de cicatrices viejas y castigos con phens? ¿Qué tan corrupta y estúpida era su mente? ¿Por qué era tan estúpido?

El mismo pensamiento llegaba, una y otra vez: debió irse, pero estaba ahí, y no había salida. Había sido un sueño tonto. Y ahora moría, moriría y seguiría muriendo. Todo se doblaba a su alrededor, y no sabía en dónde estaba: ¿en un sueño? ¿O quizá aquella vez, en verdad era la muerte?

Quizá estaba en la Torre Nitsiag, en la mesa central de piedra, donde ponían a los guardianes caídos, donde habían puesto el cuerpo del maestro mayor tanto tiempo atrás. Muerto y devorado por buitres. ¿Entonces por qué había sombras acechando por él? ¿Acechaban por su cuerpo, por su alma?

¿Qué era un cuerpo? ¿Qué era un alma? ¿Por qué estaban separados? ¿Por qué uno era tan impuro y debía quedarse a ser destrozado y devorado; y la otra ascendía a los terrenos más puros? ¿No fue el cuerpo de Kirán el que sostuvo la espada y portó la armadura que iluminó Istralandia? ¿No fue el alma sucia de Kirán la que acumuló tesoros y personas? ¿No fue el asqueroso Kirán quien aprisionó a los guardianes para morir solos?

Kirán jamás les dio nada a los guardianes, a los descendientes del sol, solo les quitó y en su envidia, por no ser tan cercano al sol, los aprisionó para cuidar tesoros que jamás volvería a tocar.

Y sus padres, sus asquerosos padres que lo habían abandonado en ese templo maldito se pudrirían, jamás se purificarían, se pudrirían sin liberar sus almas, se pudrirían. Ojalá se hubieran podrido después de que lo abandonaron.

Era un tonto. Era un completo imbécil. ¿Por qué se había portado como un tonto todos esos años? ¿Por qué había caído tan bajo como para dejar que todo aquello pasara? ¿Por qué no había obedecido? ¿Por qué no había huido? ¿Por qué no había respuestas fáciles? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Si eso era todo lo que viviría, entonces ¿por qué no murió antes?

¿Por qué no murió antes?

Debió irse.

Debió correr, debió huir.

El cielo oscuro se iluminó con estrellas blancas que titilaron. Un halcón sobrevoló su cabeza y gritó lastimeramente. Debió volar por otro lado. Una flecha silbó... Él miró, y luego al halcón, la flecha le dio, cayó y siguió cayendo. Era como ver brea, se derretía en el cielo. Las estrellas blancas se derritieron también. Todo se derretía, todo: sus pasos, sus manos que trataban de atrapar al halcón en caída libre, las montañas del Viento Oeste... Lo único que permaneció fue el templo.

Él mismo se derritió con todo, con las estrellas, con la sangre que caía de su espalda, con la sangre que caía del pecho del halcón. Necesitaba alcanzarlo. Corrió y sus piernas se volvieron de agua, de nieve, corrió y las sombras que murmuraban plegarias volaron en la noche. Los buitres graznaban en las Torres, veían y aguardaban por un cuerpo.

Su corazón dio un vuelvo, pero necesitaba alcanzar al halcón, debía alcanzarlo. Iba a sus manos, iba hacia él, y si no lo alcanzaba... Alargó sus manos al cielo, el halcón caía y caía, y los buitres graznaban más y más, las plegarias estaban detrás de sus oídos.

—¡No! —gritó con una voz seca, rasposa, muerta.

Él estaba muerto, y el halcón también. Las garras de las sombras los alcanzaban a ambos, los buitres estaban a punto de alzar el vuelo, y entonces, abrió los ojos por fin.

Tenía los ojos humedecidos, y al abrirlos, una lágrima resbaló por su mejilla. Y luego, se dio cuenta de que su cuello dolía, su cabeza también, y la luz del día quemaba sus ojos. Estaba de espaldas y cansado. Trató de moverse y el dolor de los azotes irradió por toda su espalda.

No fue un sueño. Los azotes ocurrieron.

Seguía vivo...

Y estaba roto, estaba adolorido, y estaba vivo...

Pero no había nada más.

No quedaba nada para él.

Y entonces, la puerta crujió, y desde el rabillo de su ojo, vio a una mujer. Su cabello estaba atado en una coleta, y llevaba una bandeja en las manos. La bandeja cayó al suelo, y el sonido del metal vibrando perforó sus oídos.

—¡Despertó! —gritó su maestra y huyó.

Los gritos de la maestra resonaron en todos lados, y no supo qué hacer. ¿Por qué gritaba con alegría? ¿Por qué estaba feliz? ¿Qué había hecho de bueno ahí? Solo recordaba la huida, los golpes, él en caída. Suspiró.

No debería haber despertado.

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