1. Solsticio de invierno y la Cámara del Tesoro Negro
La suave luz de invierno se atenuó a través de los vitrales del templo, reptó por las escaleras como un pájaro agonizando, y se arrastró hasta un pequeño espejo circular en el suelo. El halo se reflejó a un cristal de diamante en la punta de un arco ojival, sobre dos puertas oscuras de quizá cinco metros de altura, y entonces, los engranajes crujieron como cada año del último milenio.
Era otra vez ese tiempo en el año, el único día en que la Cámara del Tesoro Negro se abría: solsticio de invierno, justo antes del anochecer y después de la puesta de Sol en las Montañas del Viento Oeste.
Estaba acostumbrado desde que era niño a ese día. Cada año sus maestros habían hecho lo mismo, algunas veces ayudó, otras no. Pero aquella vez era diferente, no había ningún maestro, estaba solo.
Apretó la espada en su mano.
Cuando las bisagras terminaron de chirriar, bajó con calma paso por paso, se volvió y se paró de espaldas a la Cámara. Mantuvo su espada a su lado, baja, sin que la punta tocara el suelo, pero tampoco la levantó. No podía permitirse cansar su brazo antes de que sucediera algo.
Mientras que otras cámaras en el templo contenían riquezas invaluables como joyas, oro, pinturas y libros, la Cámara del Tesoro Negro contenía todos los artilugios sagrados y peligrosos de Kirán. Todo lo que había dejado después de conquistar Miriasia estaba ahí. O eso había oído de sus maestros, y sus maestros a su vez de otros maestros.
No estaba seguro de que existieran tales tesoros, pero se debía a que no se le permitía entrar ni husmear, ni siquiera podía echar un vistazo cuando se abría. Y desde pequeño, siempre había escuchado las mismas palabras:
«Tú propósito aquí es servir al templo y protegerlo, así como esperar a los devotos, rezar al Rey Buitre y no husmear». Y estaba seguro de que sus maestros muertos también habían escuchado esas mismas palabras durante toda su vida.
Era uno de los mantras de los guardianes. Algo de lo único que les pertenecía.
Entre lo más importante, lo que movía la vida de todos los guardianes anteriores y la de él era proteger aquel lugar con su alma, cuerpo y mente, con su vida y con todo lo que tenían, sobre todas las cosas y sobre todos los placeres. El templo era primero. Y arriba del templo, proteger la Cámara del Tesoro Negro en solsticio era el deber más importante. No había nada más.
El Rey Buitre, el más sabio de los sabios, el más libre de los liberados murió. Ni el cristal en la puerta, ni el espejo en el suelo podrían romperse, el vitral no podía cubrirse y Caldeniria seguiría rotando alrededor del Sol como cada año, las leyendas no dejarían de atraer cazarrecompensas. Los guardianes solo podían proteger la cámara, solo podían arriesgar sus vidas. No había alternativa.
No había nada más.
Un ruido interrumpió sus pensamientos, y el silencio cedió. Sus músculos se tensaron y su corazón golpeó contra su garganta. El sonido del metal desvainándose llenó el templo, y el brilló metálico del choque de espadas iluminó sus ojos. Había reaccionado justo a tiempo, y ahora el metal chirriaba contra el metal.
Era un caballero con una coraza blanca con florituras, y botas también blancas con flores. Además de eso, su cuerpo entero estaba desprotegido. Llevaba una capa corta, y su estilo de cabello mostraba que no era de Istralandia, o por lo menos, no era fiel de Kirán.
Apretó su espada y mantuvo la posición firme. Sus pies dejaron de resbalarse en las baldosas.
Se miraron a los ojos sin atreverse a mover sus espadas, hasta que el pie del guerrero resbaló y el filo crujió. Ambos retrocedieron por fin, y el guerrero levantó la barbilla.
—Creí que no quedaban guardianes de Kirán.
Decidió no responder. No podía permitir que un extraño le recordara eso, y menos en un momento así. Retrocedió sin apartar la vista hasta que regresó a su lugar frente a la puerta.
El guerrero sonrió mostrando una hilera de dientes blancos como aquello que adornaba su armadura. Caminó de un lado a otro como un animal, y en ningún momento el guardián se permitió parpadear o desviar la mirada.
Aferró la espada en su mano. «Es él, o yo y todo el templo, ¿no?». Pero nadie respondería eso, y tampoco quiso responderlo al recordar.
—Me da lástima que seas el único.
—Vete.
Habló por primera vez después de mucho tiempo. Su voz... no se sintió suya.
La sonrisa del guerrero se ensanchó. Llevó en un destello su mano a su cintura y sacó tres dagas en un parpadeo. Evitó por suerte la primera, la otra apenas la pudo detener con su espada, y el sonido de aire cortado y metal camufló la tercera. Se enterró en su muslo izquierdo.
Su pierna flaqueó y cayó, pero antes de que su espada tocara el piso, se obligó a permanecer de pie. Se tensó por completo. El dolor apenas era soportable. La sacó rápido y sin pensarlo dos veces, y mientras lo hacía, una sombra corrió a su lado. El metal del cuchillo vibró en el suelo, y su espada fue mucho más rápida.
Apuntó al cuello del guerrero.
La sangre humedeció su ropa, y su pierna estaba entumecida.
—¿Me matarás?
Los ojos sagaces lo miraron. En aquel momento, volvió un viejo y enterrado pensamiento: jamás debió ser guardián.
No respondió y sostuvo la espada frente al guerrero sin apartar la vista. Su pierna estaba fría.
«No apartes la vista de los enemigos que vengan. Y no te atrevas a mirar a la Cámara».
Lo obligó a retroceder a punta de espada. Y con cada paso, agujas perforaron su pierna y punzaron en todo su cuerpo.
—Vete.
—¿No te da curiosidad?
Tragó saliva. Su pierna dolía.
Estaba cansado.
—¿Es cierto que nunca miran lo que hay ahí?
Asintió, y solo salió un murmullo de su boca:
—Sí.
—¿Por qué?
—No podemos.
—Tampoco pueden salir de aquí, y tampoco pueden desobedecer, ni sentarse a hacer nada, ni morir. Y jamás les dan nombre...
—Ajá, ¿y?
—Eres el único que queda, déjame pasar. Nadie lo sabrá.
»Prometo no tomar nada. Déjame pasar.
—No.
—Tendré que matarte —dijo el guerrero.
—Vete de aquí... No quiero hacerte daño —suplicó.
—Déjame entrar.
—No hay nada ahí que valga la pena.
—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has visto? ¿Entonces por qué sigues aquí en lugar de huir? Nadie te está reteniendo.
—Vete. Solo... vete.
El hombre borró su sonrisa.
—Ya quisieras.
Y se lanzó de nuevo. Su espada se movió ágil en su mano, y el choque hizo un eco profundo en todo el templo. Su pierna punzó con cada estocada, con cada paso, cada vez que esquivó. Contuvo el dolor y asestó una tajada en el hombro del guerrero. Su espada rebotó y retrocedió.
El guerrero se detuvo un segundo, y volvió a lanzarse un instante después. Se agachó, desvió la espada y en algún momento entre el brillo opaco de la luz reflejada en el metal, la espada apuntó al cuello del guardián.
Se detuvo. Su respiración pesada. Bajó su brazo con cuidado de que su espada no tocara el piso. Había perdido.
«Siempre has sido terrible en esto, pero qué se podía esperar de ti. Levántate y sigue hasta que sangres y no puedas levantarte», recordó la vieja voz de una mujer.
—No pienso matarte —dijo el guerrero—. Sigues siendo joven.
—Vete de aquí —dijo.
El hombre sonrió mordazmente. Y miró sobre su hombro.
—¡Ah! ¡Ahí vienes, amigo! ¿Conseguiste lo que necesitábamos?
Alzó las cejas. Su corazón ahogó en su garganta, y el metal resonó con un eco, vibró. Sus pies se hundieron, y la sangre en su pierna ardió. Ignoró la espada en su cuello, las reglas y cuando giró, no encontró a nadie más.
La cámara estaba cerrada.
Cuando volvió a girar sobre sus pies, el guerrero tampoco estaba, ni su sonrisa satisfecha ni sus dagas en el suelo. Se estremeció.
Negó con la cabeza y cerró los ojos, se tambaleó y su pierna ardió.
Tomó su espada de hoja negra y en ella encontró un reflejo borroso, pálido, cansado. Miró al vitral, el halcón de siempre seguía alzando el vuelo sin posibilidad de huir de la flecha que apuntaba a su corazón, solo en el desierto, en el cielo. Afuera, la nieve caía y la noche azul profunda desvaneció el brillo del vidrio de color.
Suspiró para calmarse. Y con una pierna herida, apuró cojeando a revisar el Templo de Kirán.
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