Capítulo 9
—¿Disfrutaste tu estadía en Piedemonte?
La sonrisa de Kalah resplandecía como las llamas de la chimenea. Sentada ante el escritorio del salón principal de Flores de Cristal, sus dedos se movían sobre la computadora portátil. Sábado por la noche, era el momento de registrar la partida de su único huésped.
—No puedo quejarme.
—Pasaste casi toda la semana en cuarentena, corazón —señaló ella con descaro—. ¿No te habría gustado conocer nuestros cerros, esquiar, ir a bailar, embriagarte al punto de llamar a tu ex, manosearte con algunos extraños...? No sé, hacer cosas de la gente joven en vacaciones.
—Cosas de la gente joven —repitió Gene, sin apartarla vista de ella. Eran de la misma generación. Y este sábado por la noche se encontraba vestida de unicornio con una taza de chocolate como cena—. El sexo con extraños me atrae tanto como terminar sin un riñón en una bañera ajena por la mañana.
—Qué desconfia... digo, que maduro.
—Soy un alma de doscientos años atrapada en el cuerpo de un veinteañero.
Ella soltó una risita ante ese humor seco. Terminó de teclear en la computadora y levantó la vista.
—Espero que hayas disfrutado de Flores de Cristal, estalactita —Buscó algo en una caja debajo del escritorio—. Te invito a seguir nuestra página online para poder encontrarnos nuevamente. Te haré un descuento la próxima vez.
Le extendió una figura de vidrio larga.
—¿Un lirio de agua? —murmuró Gene luego de recibirla.
Estudió el tallo delgado verde transparente con una única hoja. La parte superior se abría como una copa blanca con un bulto amarillo en el centro.
—También tenemos magnolias, orquídeas, rosas... si quieres puedes cambiarla. Elegí una cala para que pienses en mí —ronroneó, descansando el rostro en su palma.
El contraste entre su expresión coqueta y el pijama de unicornio resultaba letal para su seriedad.
Guardó el suvenir con cuidado en su bolsillo.
—Es la primera vez que me regalan flores.
—Es bueno poder ser tu primera vez de algo. Las hace Cellín, fue su idea darle una a cada huésped como despedida —explicó con una sonrisa—. Tenemos la esperanza de que consideren volver cada vez que la vean.
—Tiene talento.
—Es un genio oculto —Observó a la muchacha envuelta en una manta azul, sentada en la alfombra ante la chimenea. Celinda les daba la espalda, concentrada en su propio mundo—. Algún día haremos una exposición de vidrio en una galería. Cuida esa flor, puede que valga una fortuna cuando Cellín Monterrey sea una celebridad.
Los hombros de la joven se sacudieron en una risa silenciosa bajo la manta, lo que le hizo saber que había estado escuchando. Giró el rostro hacia ellos y le dedicó una sonrisa divertida a su hermana. Su dedo se levantó y negó con firmeza.
Un golpe en la puerta los sobresaltó. Como un gato que reposaba en un sofá antes de oír un disparo, Celinda se tensó. Su rostro empalideció, convirtiendo esos ojos en dos esferas enormes.
Todo rastro de humor se desvaneció del rostro de Kalah. Soltó una maldición, buscó un bastón de trekking detrás del escritorio y se lanzó hacia la puerta.
—¡Muéstrate, maldito hijo de perra! —le gritó a la nada, de pie ante el umbral—. ¿Crees que es divertido golpear y correr como un niño malcriado? Si tienes las pelotas para burlarte de una tragedia, puedes dar la cara ante mí.
Gene sintió el aire helado entrar por la puerta abierta. Por el rabillo del ojo, observó a Celinda ponerse de pie con dificultad. Por primera vez, notaba que caminaba de una forma extraña. Lenta, torpe, avanzó hasta poner una mano en el hombro de su hermana.
Kalah le murmuró algo que Gene no consiguió escuchar. Se acercó con cautela.
—Te juro que iría a perseguirlo detrás de cada piedra, no puede haber ido muy lejos... —masculló Kalah, furiosa. Celinda rodeó a su hermana y recogió una caja del suelo—. ¡No la abras! Solo lánzala al fuego. Si no le damos más atención, quizá se detenga...
Celinda negó con la cabeza, sus labios apretados. Mantuvo la caja bajo uno de sus brazos, con el otro cerró la puerta. Era tarde, el frío se había colado en el interior de la casa, se adhirió a sus espíritus como un parásito.
Kalah soltó un gruñido, apretando el bastón hasta que sus nudillos se volvieron blancos. Los dedos de su hermana alrededor de la caja estaban tensos como garras, su cuerpo petrificado parecía sostener una bomba.
—¿Hay algún problema? —Gene preguntó lo evidente.
—Paquetes sin remitente de algún imbécil que se comió un payaso —explicó Kalah—. Lo habría lanzado al fuego si Cellín no me hubiera hecho jurar que no los tocaría.
Ambos observaron a la joven. Regresó ante la chimenea, se sentó en un sofá y apoyó el paquete en su regazo. Se limitó a contemplarlo en silencio. Dejó escapar un jadeo de frío. Se envolvió la manta con más fuerza.
Ella podría haberlo achacado al aire que habían dejado entrar por la puerta. Gene fue el único testigo de las dos figuras que aparecieron a cada lado. Sombras invisibles al ojo humano normal, se inclinaron hacia la caja. Expectantes. Eran tiburones que acababan de oler la sangre.
Un mal presentimiento cosquilleó en su nuca.
—Se tomará su tiempo en abrirlo —señaló Kalah—. ¿A qué hora sale tu tren, Génesis?
—A primera hora de la mañana.
—Entonces deberías irte a dormir temprano. ¿Necesitarás otra manta? Esta noche hace frío para dormir en soledad.
No necesitó ser un genio para captar que intentaba deshacerse de él. Fue la gota que rebasó el vaso y lo convenció de quedarse. Reclinándose ante el escritorio, bajó la voz un grado y preguntó directamente:
—¿Qué hay en la caja?
—¿Quién diría que el señor indiferencia estaría tan curioso por un asunto ajeno? —Aunque sus labios sonreían, algo nublaba sus pupilas. Dividía su atención entre su hermana y el huésped. Su respiración era irregular, él casi podía sentir sus latidos en el temblor del pulso de sus manos.
—Cambié de opinión —pronunció Gene, jugando con la flor entre sus dedos, sin dejar de mirarla a los ojos—. Cenaré en este salón esta noche.
La sonrisa que le dirigió Kalah enseñaba los dientes apretados.
—Un zapato y una flor de cristal —soltó por lo bajo. Gene enarcó una ceja e inclinó la cabeza—. Desde el mes pasado, cada semana llega un calzado distinto y una flor artesanal —Gene levantó su propio suvenir—. Esas mismas, reconoce su propia firma. La semana pasada fue una excepción. El único regalo que apareció en nuestra puerta fuiste tú.
El muchacho ignoró el halago irónico.
—¿Crees que arruiné su momento especial?
Ella se frotó los ojos con fuerza.
—Ya no sé qué creer.
—¿Qué tipo de calzado es?
—La primera vez fue una zapatilla deportiva, de esas que compras en cualquier tienda. La segunda una ballerina. La última fue una bota de combate. Siempre del pie derecho.
—¿Por qué el derecho?
—¿De verdad no lo has notado? —Kalah inclinó la cabeza, lo contempló con curiosidad—. Cierto, solo la has visto sentada y acurrucada en su manta.
Atrapó una de sus manos y lo llevó hasta los sillones, donde Celinda continuaba inmóvil entre sus escoltas sombríos. Kalah se posicionó detrás del médium. Apoyó las manos en los hombros masculinos, y se inclinó hacia su oído.
—Observa —susurró.
Gene estudió a la muchacha sentada en el sofá, sus piernas colgando sin contacto con el suelo. Uno de sus pies estaba envuelto en un calcetín térmico. El otro se encontraba desnudo. Pálido, de un tono salmón demasiado uniforme, antinatural.
Artificial.
Los ojos de Gene se abrieron enormes cuando comprendió, la sangre fue drenada de su rostro. Dejó escapar un juramento.
—No es un bromista —soltó, sin poder quitarse de su memoria la imagen de esa prótesis. Se volvió para tener de frente a Kalah—. Es un monstruo que ha convertido a tu hermana en objetivo.
—Son bromas pesadas que están yendo demasiado lejos.
—Hay bromas crueles, pero enviarle ese tipo de paquetes cruza la línea.
—Lo solucionaremos. Instalaré una cámara si no se detiene —Se frotó los brazos—. Ahora que ya sabes que habrá una escena incómoda, ¿te importaría tener la cortesía de darnos privacidad?
—Nunca he sido conocido por mi cortesía —replicó con serenidad.
El grito de Celinda los hizo saltar. Había abierto la caja.
Las ánimas a sus costados se alteraron. Los cuadros de la pared temblaron, la bombilla del techo parpadeó una vez. Pero ninguna de las hermanas fue consciente. O lo atribuyeron a un mero fallo de la electricidad, excusa perfecta en tiempos de tormenta.
Entre chillidos de pánico con una voz rota, Celinda se cubría los oídos. Temblaba tanto que podría haberse quebrado como una flor de vidrio entre dedos humanos.
Kalah se dejó caer contra el respaldo del sofá y la abrazó por detrás. Apenas le alcanzaba los hombros. Murmuraba palabras de consuelo, pero la muchacha no conseguía calmarse.
Gene se acercó con reserva. Encontró la caja, había sido lanzada a centímetros de la chimenea. Esta vez no había ningún zapato, solo una hoja de papel no muy grande. Una fotografía.
Se arrodilló para observarla sin tocarla. Era un paisaje que podría haber sido tomado en cualquier suelo de Piedemonte. Al ser una escena al aire libre, poseía luz natural. Las escasas hebras de césped se mecían con el viento al momento de la captura.
Sobre la tierra árida de montaña, algo había caído. De una esquina de la foto, rota al punto de ser irreconocible, se asomaba una pierna humana. Desde el talón hasta la rodilla. La zapatilla deportiva era de un estilo que podría adquirirse en cualquier local.
Los astros eran testigos de la cantidad de cuerpos sin vida que habían quedado grabados en los ojos de Gene. Era una imagen difícil de digerir, se quedaba en su sistema como una enfermedad crónica.
Sabía diferenciar una fotografía de arte retorcido, retocado con editores gráficos, de algo real.
—Llamaré a la policía —murmuró, aunque nadie lo escuchó.
El caos que siguió quebró por completo la paz de la noche. Lo siguiente que supo fue que se encontraba hablando con una oficial sobre lo que acaba de ser testigo.
Celinda estaba demasiado alterada para colaborar. Se limitó a ser una sombra azul rodeada por fantasmas, acurrucada ante la chimenea. No había señal de su madrastra. El jardinero se había marchado hacía horas. No había más huéspedes.
Gene podía entender lo vulnerables que un mensaje así las hacía sentir. Ambas jóvenes se encontraban prácticamente solas a merced de alguien que podría estar vigilándolas en ese momento. Aguardando el momento para irrumpir en su casa. Disfrutando de jugar con su presa antes de cazarla.
Kalah consiguió calmarse para la llegada de las autoridades. Explicó todo lo que sabía, e incluso se ofreció a traer los zapatos que por algún motivo Celinda guardaba en su habitación.
La policía les tomó declaración pero resultaba evidente lo poco convencidos que estaban. Para ellos, una fotografía que podría haber sido hecha con Photoshop no representaba un verdadero peligro.
«Sin cuerpo, no hay muerto», era la creencia lógica.
Se despidieron poco después, sin dejar demasiadas esperanzas. Señalaron lo evidente, no había habido una sola desaparición en el pueblo el último par de años. Mucho menos habían encontrado un cuerpo sin identificación. Ellos estaban convencidos de que se trataba de una broma perversa.
Sabiendo que su presencia solo incomodaría a las hermanas, Gene murmuró una despedida que nadie oyó. Entonces se dispuso a regresar a su habitación.
¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué se quedó cuando la caja llegó? Podría haberse ido a dormir sin mirar atrás. Su mochila ya estaba hecha, el boleto a Bosques Silvestres aguardaba en un bolsillo. Ahora lo remordería su consciencia durante todo el viaje, pasarían semanas o meses hasta que pudiera olvidarlo.
En el momento en que puso un pie dentro del dormitorio, una correntada de aire helado erizó los vellos de su nuca. Si de algo estaba seguro, era que cada ventana se encontraba cerrada.
Algo lo había seguido. Le impidió darse vuelta. Estaba petrificado bajo el umbral, víctima de un efecto similar a la parálisis del sueño.
Nada más dar a luz, Magalí Solei realizó infinitos conjuros para proteger a su hijo menor de aquellas criaturas que existían invisibles al ojo humano. Como un conducto entre dos planos, él era el más vulnerable de sus hermanos. Gracias a esa seguridad, Gene jamás había temido ser poseído o atacado directamente por algún espíritu iracundo. Se imaginaba a sí mismo envuelto por un escudo invisible, impenetrable para cualquier entidad compuesta de energía.
Nunca un ánima se había atrevido a invadir su espacio. Ni siquiera un roce. Siempre permanecían a una distancia prudente. Hasta ahora. Una palma gélida se posó en su hombro. Absorbió el calor de su cuerpo, dejó gusanos de hielo que se fueron deslizando por su sistema hasta entumecerlo. Se estremeció.
Pudo imaginar ese rostro inclinarse por su costado. El frío bien podría haber sido una respiración en su oreja. Sintió esa mirada vacía, su ser incorpóreo moviéndose por instinto cual animal salvaje.
—Detente —consiguió pronunciar.
Al instante, la tensión del aire se desvaneció. Pudo respirar. Jadeaba, no había notado que estuvo conteniendo el aliento. Volvió el rostro pero no había nada, solo un pasillo desierto con iluminación tenue.
De lo único que estaba seguro era que no se trataba de los dos escoltas de Cellín. Había sido algo más. Un ánima mucho más poderosa. El tipo de criatura que se pudriría hasta convertirse en un monstruo si pasaba demasiado tiempo sin encontrar descanso.
—Maldita sea —murmuró, su aliento emanando una nube de vaho.
Tenía tanto frío como esa primera noche bajo la tormenta, le dolía mover los miembros. Comprendió que, en contra de su voluntad, su estadía en Piedemonte acababa de extenderse.
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