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Capítulo 23

El regreso de Crisantemo fue un bálsamo sobre una herida cada vez más profunda. Una pausa en medio de la tormenta. Kalah estaba resplandeciente otra vez. Celinda parecía recibir parte de la energía de su hermana.

El ánimo esperanzador coincidió a la perfección con las fechas festivas. Sin ser consciente de los hilos que se movían a su alrededor, Gene se encontró incluido en los planes de esa familia fragmentada.

Sentado en el copiloto del todoterreno de Ada Bellavista un sábado por la tarde, mantenía su atención en la ventanilla. El paisaje de casas pintorescas cubiertas por nieve bajo los últimos rayos de sol era una obra de arte. El médium había accedido a viajar en este vehículo para darles privacidad a los hermanos Escudero y Monterrey, quienes irían en la camioneta de Kalah.

—Habrá mucho alcohol en el festival, necesitaremos conductores designados. ¿Tienes licencia, muchacho? —Ada lo arrancó de su ensimismamiento.

—Puedo conducir lo básico como para sobrevivir a una emergencia pero... prefiero no hacerlo.

—¿Por?

—Tengo dificultades para concentrarme en el camino.

Se llevó una mano a la parte posterior del cuello al pensar en esas situaciones estresantes.

Ese era un camino prohibido para los médiums. Sus intentos por sentarse al volante casi acabaron en tragedia. Ante sus ojos se le atravesaban seres todo el tiempo, por intentar esquivar a un ánima podía terminar atropellando a un ser vivo. O estrellándose contra un árbol y arruinando la salud de sus acompañantes Nunca se lo perdonaría.

—El festival de los Corazones Invernales es muy importante para los piedemonteses. —Ada debió sentir su incomodidad, porque cambió de tema con una sonrisa orgullosa—. Por eso todos vamos de gala, en tonos blancos y azules. —Lo miró por el rabillo del ojo—. Reconocerás a los turistas por vestirse de oscuro.

Él bajó la vista a su propia chaqueta larga con el cierre abierto y al suéter tejido que se veía detrás. Al igual que sus pantalones térmicos y las botas aptas para nieve, eran totalmente negros. Los había comprado hacía unos días, luego de comprender que no sobreviviría al invierno de Piedemonte con lo que llevaba en su mochila. Su prioridad era que abrigaran, ni siquiera le importó el color.

—Habría sido bueno saberlo antes —murmuró para sí.

—¿Conoces qué se celebra?

—Creí que era solo un festival sin temática. Uno en verano, otro en invierno.

—Oh, no, claro que no. —Soltó un cacareo por la ingenuidad de su interlocutor—. Ya habrás notado que no tenemos mucha conexión entre vecinos. Siempre ha sido así. En este pueblo la gente es muy distante y solitaria, incluso con su propia sangre.

—¿Intenta convencerme de mudarme aquí de forma permanente? Porque ese argumento fue excelente.

Ada enseñó los dientes en una sonrisa, apartando un segundo la vista del frente.

—Kalah me contó que naciste en un pueblo pequeño, con gente muy unida.

—Pueblo chico, infierno grande. La privacidad era una leyenda urbana. —En contraste con sus palabras, sus ojos sonreían ante esos recuerdos de la infancia—. ¿El festival de invierno es para unir a los piedemonteses?

—En parte. Cuenta la leyenda que en estas fechas los fantasmas tienen más poder y su llanto se siente en el aire... El festival es una celebración para devolverles la alegría y sanar los corazones rotos de esos espíritus perdidos.

—Las ánimas se fortalecen con la fe y energía residual de los seres vivos —musitó el joven, tan bajo que la conductora no pudo escucharlo—. Si no se aferraran tanto a ellas, podrían irse en paz.

—Kalah está bajo mucho estrés todo el tiempo, esta es una buena oportunidad para que recuerde lo que es estar viva —agregó, pensativa—. Cuento contigo para que la distraigas y hagas perdurar su sonrisa. No estaré para siempre a su lado. Algún día dejaré este mundo y ella necesitará otro copiloto. Aunque odie admitirlo, antes de darme cuenta la jubilación me estará respirando en el cuello.

Gene enarcó una ceja.

—¿Está intentando emparejarme con Kalah?

—Creí estar siendo lo suficientemente obvia. —Chasqueó la lengua y le dio golpecitos al volante—. Ay, los jóvenes de estos días no entienden nada de seducción...

—No creo que sea buena idea que se encariñe con alguien que se irá en cualquier oportunidad.

—Ya está en esa red. Entró por sí misma cuando aceptó a Crisantemo en casa sin darle la buena bofetada que se merecía. Ella sabe que se irá en cualquier momento. No confía en él pero lo quiere. Está cansada de extrañarlo y prefiere demostrarle que sus brazos siempre estarán abiertos. Magnolia le enseñó que gritar sus verdades y resentimientos solo consigue alejar a la persona querida.

—No es lo mismo. Yo no soy su hermano, no le despertaría un sentimiento fraternal. ¿De qué serviría darle libertad a un amor con los días contados?

Él se iría en cuanto Flores de Cristal estuviera a salvo. Tenía una vida, solitaria y confusa, en la ciudad. No se imaginaba echando raíces en Piedemonte... aunque la sonrisa de su anfitriona sacudiera su mundo, aunque disfrutara cada vez más de esos espantosos desayunos. Aunque le estuviera devolviendo la luz que creía haber perdido cuando supo que Mael no volvería.

—Eres muy ingenuo, niño. Nunca sabes cuándo la persona que amas se marchará, ya sea arrebatada por la promesa de aventuras en libertad, por otro amor o por la misma muerte. Algún día aprenderás a amar lo efímero porque nada en este mundo es eterno.

El joven no respondió, pero esas palabras lo dejaron pensativo.

Habían llegado a su destino. Estacionaron a un lado de la ruta, entre otros vehículos.

Al bajarse, Gene sintió la caricia helada de la brisa en su rostro. Cerró su chaqueta y se subió la capucha. Soltó el aire en una nube de vaho sobre sus manos enguantadas. Había olvidado traer algo para abrigar su cabeza, solo quedaba esperar que la temperatura no descendiera más.

Estudió el escenario que habían instalado en la base de Morte Blanco. Luces en postes improvisados, un cartel de bienvenida justo encima de aquel que marcaba la entrada. Alrededor de la explanada, vendedores locales ofrecían comidas, artesanías o juguetes. Los niños correteaban en la nieve bajo la supervisión de algún adulto, por momentos iniciaban una guerra de bolas de nieve. Los más jóvenes recorrían las tiendas o contemplaban a los artistas creando sus obras.

Abundaban los fotógrafos y músicos. Estos últimos daban su pequeño espectáculo acompañados por alguna pareja de bailarines. De a grupos pequeños, los turistas los rodeaban para observar.

Escuchó un ruido a su espalda y se volvió.

—Te digo que puedo cargarlos. —Kalah forcejeaba por recuperar una enorme caja de los brazos de Ada—. No pesa ni cincuenta kilos.

—Déjame las cosas pesadas, niña. Estoy acostumbrada a cargar una mochila de montaña.

—Pues yo vivo llevando, a la lavadora, toneladas de frazadas y sábanas. Y ni hablar de los bolsones de harina o azúcar.

—Estas mujeres me hacen sentir como un debilucho —murmuró Crisan, cargando los caballetes que formarían la mesa—. ¿De dónde sacan tanta fuerza?

A su lado, Celinda, quien llevaba un gazebo plegado más grande que ella misma, le sonrió. La muchacha caminaba con mayor facilidad gracias a su nueva prótesis. Se estaba adaptando a una velocidad sorprendente, aunque hiciera una mueca de dolor al dar un mal paso.

—¿Necesitan ayuda? —intervino Gene.

—Sí —soltó Ada, exasperada—. Llévate a esta adicta al trabajo a dar un paseo.

—No hasta que termine de instalar el puesto de Cellín —replicó Kalah con firmeza.

Gene decidió no volver a preguntar. En cambio fue hasta la camioneta y tomó el tablón que sería la base de la mesa, y una bolsa con guantes y bufandas para revender. Las siguió hasta un sitio reservado entre dos puestos de suvenires.

Una vez que tuvieron la tienda armada, solo quedaba desenvolver las figuras de vidrio. Se sorprendió al descubrir que además de flores y adornos, la joven había hecho tazas, teteras y fuentes de cristal. Incluso cubiertos. La delicadeza de los detalles, la suavidad de sus bordes y la combinación de colores hablaban de su dedicación.

Sonrió despacio. Decidió que le compraría un juego de té para enviar a su madre y otro para su hermano. Como amantes de los brebajes raros, cada uno tenía su propia colección de tazas. Solo debía asegurarse de encontrar regalos para su padre y hermana también, o habría discordia por hacer favoritismo.

Allí estaban sus pensamientos cuando sintió un perfume floral con notas acarameladas cada vez más familiar acercarse por detrás. Un segundo después le quitaron la capucha y dejaron algo sobre su cabello.

Se volvió con calma.

—Ahora sí. Estoy lista para comprar productos que no necesito pero llevaré porque estarán en oferta —declaró Kalah con las manos en sus caderas—. ¿Vienes?

—¿Qué es esto? —Gene se llevó una mano a la cabeza y sacó ese trozo de lana negra. El gorro tenía orejas de gato en la parte superior y un diseño trenzado en los bordes.

—Nuestro nuevo producto de edición limitada. —Ella se lo arrebató y volvió a ponérselo en la cabeza como si vistiera a un niño rebelde—. Te usaré como publicidad andante, así que no te lo quites. Como pago, podrás conservarlo. Tengo el mismo en blanco —Señaló su propia cabeza—, ¿ves?

«Es la forma más original de obligarme a aceptar un regalo», pensó divertido.

Gene estudió esa sonrisa traviesa de boca apenas delineada en rosa suave. El maquillaje en tonos tierra de sus párpados era nuevo. También era la primera vez que la veía usar un vestido. Este era de un blanco hielo, tenía un diseño de copos de nieve azules que iniciaba en la falda y en los puños de sus mangas largas hasta desvanecerse a la altura de su pequeña cintura. La falda era corta, apenas hasta la mitad de los muslos, razón por la que fue combinada a una calza térmica y unos borcegos ideales para la nieve.

—¿Te gusta lo que ves, corazón? —Ella unió las manos a su espalda y se balanceó hacia él.

—Acabo de descubrir que había curvas en ese cuerpo andrógino.

—Vete al diablo —replicó ella entre risas—. Sé un caballero y dime que me veo hermosa con mi disfraz de dama.

Gene no pudo menos que devolverle la sonrisa. Con suavidad, le apartó un mechón del flequillo que le cubría los ojos.

—Eres preciosa —soltó con naturalidad— porque eres única.

Le divirtió ver el color arremolinarse en sus mejillas.

—Dejen de contar dinero frente a los pobres —interrumpió Ada. Movió las manos enérgica como si ahuyentara a dos mosquitos—. Largo. Vayan a buscar un rincón oscuro de Morte Blanco donde manosearse.

—¡Ada! —chilló Kalah. Con una risita, le lanzó una bufanda envuelta en su bolsa—. ¡Ten algo de decencia! Esas ideas se sugieren después de la cena. —Atrapó el brazo de Gene y comenzó a arrastrarlo lejos—. ¿Vamos a cenar algo, mi príncipe de hielo?

Gene reprimió un escalofrío al oír eso último.

—Solo si juras nunca volver a llamarme así.

—Tienes razón, los príncipes son bien inútiles —reflexionó con un dedo en su mejilla—. Incluso en Cenicienta fue uno de sus caballeros el que hizo todo el trabajo de buscar a la dueña del zapatito.

Gene decidió no responder a esos desvaríos. Enarcó una ceja al ver a Celinda levantar un cartón que decía: ¡Disfrute el festival!

—¿De dónde salió ese cartel? —indagó cuando se alejaron.

—Siempre le preparo los imprescindibles para estas ocasiones —explicó Kalah.

—Ahora siento curiosidad por saber qué consideras imprescindible.

—Uno: ¡Bienvenido! Los precios y productos son los que están en exhibición. —Levantó un dedo y comenzó a enumerar—. Dos: Si no consigue decidirse, le recomiendo que compre uno de cada uno. Tres: Gracias por su compra, el total está en la calculadora. Cuatro: Eres un encanto pero soy menor de edad, ¿quieres ir a la cárcel? Cinco: Sigue insistiendo y el beso lo recibirás de mi puño. Y finalmente: ¡Disfrute el festival!

Gene soltó una carcajada.

«Tiene su firma», pensó dispuesto a dejarse arrastrar a esta locura al menos por unas horas.

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