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Capítulo 16

Ada Bellavista era una mujer formidable. Lo que inspiraba confianza no era la mochila de montaña inmensa en su espalda, que cargaba como si pesara el equivalente a un saco de plumas, ni la explicación profesional que le había dado durante el viaje en camioneta a Morte Blanco. Tampoco su andar estable y erguido.

Era esa franqueza propia de una matriarca que no temía decir lo que pensaba. Sus palabras podían ser secas, pero sus acciones hablaban de cuánto se preocupaba por su gente.

Si bien él no pondría las manos en el fuego a su nombre, ella tenía el tipo de personalidad que respetaba. Casi podía comprender por qué Kalah había encontrado en su amistad a la madre que la hizo a un lado.

Cuando atravesaron el primer cartel de bienvenida, Ada le extendió un bastón.

—No lo necesito. —Gene no hizo el menor ademán para aceptarlo. Tenía su juventud y un estado físico del que se enorgullecía. Esos facilitadores no iban con él.

—Escucha a tu instructora, niño. Vamos por una ruta ligera, pero la nieve es resbalosa. Úsalo para mantener el equilibrio.

«¿Niño?». No deseaba iniciar una discusión por un motivo tan pequeño. Decidió que podía arrastrar ese objeto si ella dejaba de insistir. O usarlo como arma si algún demente se atravesaba, era algo que había aprendido de Kalah.

—Comprendo. —Ató la correa del bastón en su muñeca—. Gracias.

—Clávalo en el suelo y extiéndelo de forma que tu codo forme una ele.

Gene acomodó el bastón hasta que tuvo la medida perfecta. Continuaron caminando a través de ese césped húmedo, con parches de nieve por momentos y la melodía de un arroyo en las cercanías. Como una tercera pierna, ese objeto le resultaba más cómodo de lo que había imaginado.

—Todos se enamoran de los bastones de trekking la primera vez que los usan —sonrió la mujer, satisfecha—. Espera a subir una colina y verás cuánto te salva. Si tienes frío, cargué un abrigo térmico extra en mi mochila. Ante el menor mareo o dolor, me avisas y descansamos.

—¿Algo más?

—No tolero a los idiotas que se hacen los valientes. Si colapsas sin haberme advertido, arrastraré tu cuerpo a un lado, meteré tu tarjeta de identificación en tu boca y me iré por donde vine.

Las pupilas de Gene sonrieron ante esa pasivo agresividad. Ese tipo de comentarios cariñosos era habitual entre sus hermanos.

—Tomo nota.

—Asegúrate de mantenerte hidratado pero no consumas alimentos sólidos durante el trayecto. Hacer la digestión ocupa energía. Y la necesitarás para caminar. Llegaremos para el almuerzo, si no te molesta comer tarde.

—Puedo esperar.

Kalah les había preparado viandas para almorzar. Gene no tenía idea de cuál era su contenido, pero no estaba desesperado por descubrirlo.

—Morte Blanco es bastante popular en verano —explicaba Ada con voz pausada, sin disminuir su velocidad de andar—. Los montañistas más aventureros alquilan mulas para llevar sus pertenencias y tiendas hasta la cima. Hacer cumbre puede tomar semanas.

—En invierno no parece haber mucha gente —señaló el joven, luego de saludar a una pareja que les dedicó una sonrisa al pasar.

—La mayoría se queda esquiando en la base. Allí es donde se celebrará el festival de invierno pronto. Habrá música, baile, comida y medio Piedemonte reunido. ¿Vas a ir?

—No me interesa.

—Es una lástima. Serías la excusa perfecta para sacar a Kali del trabajo. Esa niña necesita despejarse, socializar con otros jóvenes, comportarse como alguien de su edad.

Gene contuvo una sonrisa divertida. Él era la persona menos indicada para hablar de jovialidad.

—¿Qué hay de Celinda? Ambas tienen casi la misma edad y viven juntas.

—Cellín vive encerrada en su taller, silenciosa de no ser por la música instrumental que le gusta poner a todo volumen. —Levantó el rostro al cielo despejado, una mueca triste en su boca—. Nunca tuvieron juventud. Su adolescencia se vio interrumpida y cuando quisieron ver ya eran adultas tratando de sobrevivir a la vida.

—He escuchado bastante de Petro Monterrey... ¿Usted lo conoció por mucho tiempo?

Silencio. Gene pensó que ella no respondería, pero decidió esperar mientras continuaban por un sendero más empinado.

—Toda la vida —contestó ella al fin—. Fuimos a los mismos colegios, corríamos sobre las flores hasta que los gritos de Green nos obligaban a disculparnos y sembrar nuevas. Cuando crecimos cada uno tomó un camino diferente pero seguimos viéndonos en el AGMP. Siempre supimos que nuestro destino era unimos a la Asociación de Guías de Montaña de Piedemonte.

—Muchas de esas historias acaban en romance —insinuó el joven.

Ada soltó una carcajada a medio camino de cacareo.

—Lo he oído antes. Sin embargo, nunca cruzamos la línea de la amistad. Ambos compartíamos la misma pasión por Morte Blanco. La montaña es un amante exigente que acapara nuestro corazón y tiempo. El matrimonio, los hijos, un trabajo de oficina... sería meter mariposas en un frasco. No son prioridades cuando la montaña te reclama, tira de ti con la fuerza de un hilo rojo.

—Uno de los dos sí formó una familia.

—El destino... ¿quién lo comprende? —musitó, meditabunda—. También lo intenté, pero no funcionó. Mi marido quería hijos, yo no quería renunciar a mi libertad. Un bebé necesita muchos cuidados, energía y dinero. No habría podido ir a escalar durante años. Preferí ser egoísta.

—No creo que sea egoísmo —le fue imposible resistirse a decir—, fue una decisión muy madura y razonable. Habría sido cruel traer al mundo a un niño indeseado.

El fantasma de una sonrisa se posó en la boca de la mujer.

—Petro tampoco quería hijos —reveló por lo bajo, como si confiara un secreto—. Solíamos bromear sobre ser dos viejos solterones viviendo en unas cabañas en medio de las montañas... hasta que un día volvimos de un trekking semanal y Alelí lo esperaba en su puerta. No fue un embarazo planeado.

—¿Alelí se llamaba la madre de Celinda?

—La gran belleza de Piedemonte. Confieso que intenté convencer a Petro de que no se casara. Él podía hacerse cargo del bebé como un verdadero padre, sin encadenarse a la madre.

Hizo un descanso y contempló el río que corría a su lado. Detrás de ambos, el pueblo había desaparecido y ahora solo veían cerros y arbustos cubiertos por diamantes blancos.

—Contra todo pronóstico, Petro dio el sí, ¿cierto?

—Antes creía que Alelí era solo una aventura, que él se había encandilado por una cara bonita... Un día descubrí que de verdad la amaba. Cuando lo vi en el altar, desde el lugar de madrina, lo comprendí. —Sonrió, soñadora—. Fui feliz porque sabía que él sería feliz. Amé a Celinda tanto como sus propios padres. ¿Cómo no sonreír ante una criatura tan bonita?

—¿Cuál de ustedes dos se casó antes?

Ada lo miró, desconcertada por la pregunta.

—Petro. Mi boda fue unos meses después. —Soltó una risa seca, más ironía que diversión—. Supongo que verlo tan feliz me llevó a cometer la locura de aceptar la proposición de mi novio de ese entonces...

—Mi madre me enseñó a nunca tomar decisiones en momentos de suma tristeza o de gran alegría.

—Tu madre es una mujer sabia. ¿Eres muy unido a tu familia?

Acostumbrado a dirigir las conversaciones hacia la otra persona, una pregunta personal lo tomó desprevenido. Sus pupilas se desviaron a un lado.

—Somos un huracán. Arrasamos con todo y creamos una fortaleza si uno de los nuestros es herido.

Sonrió al pensar en su hermano. Luego del accidente, los Del Valle Solei invadieron su casa y su espacio personal hasta que la rehabilitación estuvo completa. Blaise no tuvo oportunidad de escapar.

—Tienes suerte —comentó ella mientras sacaba una botella de agua y le daba un trago.

—Lo sé. No me avergüenza admitir que amo a mis padres y hermanos.

Los ojos de Ada se iluminaron con calidez.

—El amor es lo único que nos ata a este mundo. Sin familia ni amigos, al morir desapareceríamos sin dejar rastro, como si nunca hubiéramos existido.

—Siempre queda un rastro. —Se aclaró la garganta, necesitaba regresar al asunto principal. Ada estaba tan dispuesta a brindarle información, no iba a desaprovechar la oportunidad—. ¿Cuál fue el resultado de ambos matrimonios?

—Ya conoces la respuesta, niño. Ambos duraron poco. El mío ante un abogado. El de Petro ante un doctor. Lloré con el corazón herido ante la tumba de Alelí. ¡Petro merecía ser feliz! —La serenidad había desaparecido, ahora solo quedaba una mujer perdida en sus recuerdos que necesitaba soltar las palabras que amenazaban con desbordar—. Ellos eran una pareja de ensueño. Le habría dado mi propio corazón a Alelí si hubiera sabido que el suyo era tan frágil. ¡No fue justo, maldita sea!

Ambos guardaron silencio durante tres latidos.

—¿Cuándo la muerte es considerada justa? —reflexionó Gene con suavidad—. ¿Cuando aparece ante un anciano? ¿Cuando se lleva a un enfermo terminal que lleva demasiado tiempo padeciendo la vida?

—Cuando tenemos cierto control sobre ella. —Ada parecía haber recuperado su seguridad, inspirada por el giro filosófico que había tomado la conversación—. El anciano sabe que su tiempo se acabó, le abre la puerta a la muerte de forma voluntaria. El enfermo terminal la invita agradecido, elige dejar su cuerpo de una vez.

Gene comprendía esa idea. Era la razón por la cual rara vez tropezaba con ánimas que habían dejado este mundo de forma pacífica.

Si era sincero consigo mismo, podía admitir que después de tanto tiempo sin mantener una conversación profunda con otra persona, la compañía de Ada se sentía... agradable. El primer nivel de sus defensas bajó.

—Es una forma fascinante de verlo, señora Bellavista.

—Señorita. Señora me hace sentir vieja. Tantos años en la montaña te ayudan a ver la vida y la muerte desde otras perspectivas. —Abrió los brazos, sus bastones aún colgados de sus muñecas—. Estamos rodeados de eternidad, de gigantes de roca dormidos.

—Donde habitan los elementales —agregó con naturalidad, relajado—. Se siente el cambio de energía en el aire.

—¿Crees que podrías enamorarte de Piedemonte, muchacho?

Una semana atrás su respuesta instantánea habría sido un rotundo no. Ahora lo consideró.

—Preferiría echar raíces en un clima más tropical —evadió para ganar tiempo—. Y no sé si escalar es lo mío.

—Celinda amaba escalar, ¿sabes? Espero ansiosa que se adapte a su nueva prótesis, así podremos volver... a menos que prefiera seguir en casa creando flores de vidrio. Respetaré sus decisiones.

—¿Quién eligió el nombre del caserón?

—Kalah, ¿quién más? Hizo honor a Magnolia, quien ama las flores, y a Cellín, que ama el vidrio soplado. —Soltó un largo suspiro—. Todas las mujeres de esa casa son como flores de cristal. Eran preciosas, frágiles, transparentes... Pero cuando se rompieron se volvieron afiladas, luchando para que el mundo no las tirara a la basura.

—Con todo el dolor que pasaron, siguen siendo personas decentes. El veneno no las ha corrompido.

—Pero las ha vuelto impredecibles. Celinda es como una flor bella llena de fisuras a punto de quebrarse. ¿Sabes lo que ocurre cuando el vidrio estalla? Magnolia es el vivo ejemplo. Aunque ama a Kalah, el único camino que conoce para acercarse es herirla. Madrastra e hijastra se habrían sacado los ojos de no ser por nuestra Kalah, es el único lazo que las conecta.

—Y quién mantiene las piezas de Kalah unidas es usted, señorita Bellavista. —Empezaba a comprender la dinámica de esa familia ensamblada.

—Kalah es la hija adoptiva que el destino puso en mi camino. La adoro más de lo que podría expresar. —Se volvió hasta encontrar los ojos de su interlocutor—. Por eso te pido que no permitas que su corazón se rompa... o toda la casa se derrumbará.

Gene estudió esos ojos inteligentes, todavía jóvenes en la mitad de su vida. La advertencia estaba clara. En otra ocasión la habría ignorado, pero Ada acababa de ganarse su respeto.

—No tengo intención de jugar con su corazón. No he venido a Piedemonte en busca de amor ni de una aventura.

—A veces encontramos tesoros que no buscamos. Depende de nosotros dejarlos escapar o abrazar esa hermosa oportunidad.

Una sombra fantasmal se atravesó en su línea de visión. En ese momento Gene clavó su bastón en el punto equivocado. Perdió el equilibrio y cayó de rodillas, sus manos enguantadas se enterraron en la nieve.

—¿Estás bien? —Preocupada, Ada se puso en cuclillas y le extendió una mano.

Gene buscó con la vista el ánima, pero desapareció tan rápido como se mostró. Tuvo la certeza de que se trataba de un ser familiar. Uno de los habitantes de Flores de Cristal.

Fue entonces cuando lo sintió. La energía que emanaba el suelo. Tiraba de él cual melodía del flautista a la serpiente. Cavó muy despacio la nieve, guiado por su radar interno.

Ante el desconcierto de su guía, no tardó en desenterrarlo. Se trataba de un cuaderno envuelto en una bolsa impermeable. Esta lo había protegido del clima y el tiempo.

Sin quitarse los guantes, lo levantó hasta la luz del sol.

—Ay, estos turistas imbéciles siempre contaminando. Desearía meterles sus envoltorios por donde no les da el sol —se lamentó Ada. Buscó una bolsa en su mochila y se la ofreció—. Puedes tirarlo aquí. Es la ley de estas tierras: asegúrate de guardar tus deshechos hasta tu regreso, y si encuentras basura ajena hazle un favor a la madre tierra y llévatela también.

Gene levantó la vista, el cuaderno en sus manos. En silencio, aceptó la bolsa e introdujo en ella el objeto. Cuando Ada se dispuso a guardarla, él la alejó de su alcance.

—Prefiero llevarlo yo, si no le importa. —Se obligó a sonreír para ocultar ese mal presentimiento que lo aturdió desde que acercó sus manos a la tierra—. Usted ya carga una mochila muy pesada.

Ada soltó una carcajada.

—¿Así que eres un caballero después de todo, muchacho? Como quieras. —Se puso de pie, lista para retomar la caminata—. En marcha, ni siquiera vamos por la mitad. Es momento de dejar de hablar y reservar el aliento. Espero que disfrutes la vista, es maravillosa.

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