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Capítulo LXXXIII

ADVERTENCIA: Este capítulo contiene escenas explícitas. Se recomienda discreción.


—¡Vieja!, mira lo que encontré —dijo Rómulo, mostrando su cámara instantánea Polaroid.

—¿En dónde estaba?

—En el armario —comenzó a explicar—. Estaba buscando el par de zapatos que uso cuando voy a la playa, y mirando detrás de unas cajas, encontré la cámara.

—Ves que tenía razón, ¿o no?, te dije que la encontrarías cuando menos lo esperaras —dijo Elena con una mano en la cintura.

—Sí, y como no la encontré anoche, pensé que se habría perdido.

—Cómo se iba a perder si nunca la usas. Y, ¿ya la probaste?, de nada te sirve haberla encontrado si no funciona.

—¡Bah!, está en perfecto estado, a ver, mira para acá —dijo, enfocando con el lente. Elena, que estaba en la cocina, se limpió las manos en el delantal y, mirando a la cámara, sonrió. Rómulo presionó el disparador y la fotografía salió de la máquina, aguardó unos momentos y reveló la imagen de su esposa—. Mira que bien te ves, mi amor.

—Es verdad, aunque ya no soy la mujer joven que era —dijo, colocándose las gafas para ver mejor.

—¡Qué dices, vieja!, si estás igual que cuando nos conocimos —dijo, intentando abrazarla y darle un beso, a lo que Elena se soltó entre risas—. Ves que actúas igual que cuando éramos jóvenes.

—Y hablando de jóvenes, ¿por qué no pruebas la cámara con tus nietos?, están en el patio, mientras tanto yo termino de preparar la comida —dijo, regresando a sus labores.

—Buena idea, además, necesito que haya más luz.

Tal y como había dicho Elena, la pareja de muchachos estaba afuera, conversando animadamente sobre lo que harían cuando fueran a la playa.

—¡Eh!, ustedes dos, miren para acá —dijo Rómulo, llamándoles la atención. Los chicos se voltearon y, sin saber lo que pasaba, fueron sorprendidos por el chasquido del disparador y la mirada seria del anciano.

—¿Nos tomaste una foto? —preguntó Nicolás.

—¿Qué pregunta la tuya?, claro que sí, encontré mi cámara y la estoy probando con ustedes, a ver, les voy a hacer otra —dijo, apuntando otra vez la lente. La pareja se sonrojó como si no supieran qué hacer, impacientando al anciano—. Pero no se queden ahí, abrácense o algo.

—No nos ayudas si lo dices así, es un poco incómodo —repuso su nieto.

—Bueno, entonces les haré una a cada uno y después una juntos, ¿le parece cómodo al señor? —dijo, como regañando a un niño pequeño—. Pues bien, comenzaré contigo, Alejandro.

El aludido, con más confianza que su novio, se ubicó donde el abuelo le indicó, dejando que la lente captara todos sus movimientos y los plasmara en una serie de bonitas postales.

—Muy bien, muchacho. Hice muchas fotos, así que tendrás para elegir —dijo, entregándole las capturas—. Ahora tú, Nicolás.

El pelinegro se ubicó donde mismo, siguiendo las indicaciones de Rómulo, pero no de la forma que el fotógrafo esperaba.

—Podrías sonreír un poco, ¿no crees? —dijo, y antes de que pudiera cubrir al chico con regaños, Alejandro intervino.

—Déjeme ayudarle —dijo y, acercándose al oído de Rómulo, le dijo unas palabras que Nicolás no pudo escuchar.

—¿Qué están murmurando ustedes dos?, espero que no sea algo en mi contra.

—Tú no te preocupes, sólo quédate ahí —dijo Alejandro, alejándose unos pasos hasta quedar por detrás del abuelo. Nicolás lo miró con curiosidad.

—¡Eh!, no te distraigas —dijo el anciano, preparando la cámara y, haciendo una señal a Alejandro, comenzaron con el plan. Este último hizo toda clase de muecas y piruetas que le sacaron sonrisas y una que otra risa al pelinegro, expresiones que fueron capturadas hábilmente por Rómulo, presionando el disparador en el momento preciso.

—Así está mejor, hijo, mucho mejor —dijo, revisando las fotografías, mientras que el nieto se relajaba siendo abrazado por su novio. Viéndolos así, Rómulo no perdió el tiempo—. Quédense como están, ahora juntos.

Obedeciendo, Alejandro rodeó con fuerza a Nicolás, brindándole la seguridad para que él también lo rodeara con sus brazos y lo atrajera por la cintura. En su mutua compañía, ambos muchachos sonrieron de forma natural.

—Eso es lo que quiero, sonrisas espontáneas —dijo el fotógrafo con alegría, transmitiendo el mismo entusiasmo que en sus mejores tiempos—. Buen trabajo, niños, vengan a revisarlas.

Entre los tres seleccionaron las mejores fotografías, de entre las numerosas que hicieron en ese corto periodo de tiempo.

—Éstas son para ustedes —dijo Rómulo, entregándoselas como obsequio, y después agregó—: Tendré que acondicionar una habitación para que la próxima vez hagamos unas fotos con calidad de estudio.

—No exageres, abuelo, no somos modelos —dijo Nicolás.

—En ese caso, le haré fotos exclusivamente a Alejandro.

—Cuente conmigo para eso —dijo el aludido en un tono cómplice.

—¿Ya ves?, Alejandro sí me entiende —dijo, soltando una risita y viendo que su nieto volvía a estar serio, lo rodeó cariñosamente con su brazo—. No te enojes, hijo, es mejor verte feliz. Anda, sonríe, ¿sí?, estoy seguro de que más de uno lo agradecerá.

Nicolás asintió.

—Bien, ahora esperaremos a que tu abuela termine con lo que está haciendo para irnos a la playa. Espero que ustedes hayan preparado todo lo que llevarán, nada de estar a última hora guardando cosas —dijo, volviendo hacia la casa—. Yo prepararé esta cámara antes de salir, porque haremos más fotos allá.

Rómulo desapareció, dejando a los chicos a solas otra vez, preguntándose qué ideas tendría el abuelo para el resto del día.

... ... ... ... ...

Elena, vestida de forma cómoda, iba tomada del brazo de su esposo que, a paso lento y apoyado en su bastón, cargaba con su cámara Polaroid al cuello, mirando aquí y allá por escenarios para fotografiar. Detrás del anciano matrimonio, caminaban Alejandro y Nicolás, vestidos de forma semi formal y, de alguna forma, a juego, pensando en que Rómulo haría una nueva sesión, porque lo del jardín había sido una prueba.

Los cuatro avanzaron por la playa en dirección a los roqueríos, una zona apartada donde las olas reventaban con fuerza, pero que protegía la orilla al dejar pequeñas piscinas donde mojar los pies y recolectar todo tipo de tesoros cuando bajaba la marea. Los chicos se acercaron para observar los despojos que había arrojado el mar, piedras y conchas marina de colores, que los invitaba a jugar como niños. Elena extendió una manta sobre la arena, dejó la canasta encima y ella se sentó en las rocas, mientras que Rómulo preparaba su cámara para retratar a su mujer; pese a sus años, la anciana posó con brillante naturalidad.

—Tendremos que hacer esto con frecuencia, mi amor, eres una verdadera sirena —dijo el anciano, elogiando a la dama que sonreía frente al lente.

—Una sirena un poco gorda —respondió en medio de risas.

—Comparada conmigo, tú eres una modelo, no como yo que a veces parezco globo.

—Tampoco exageres, bueno, ven y déjame ver las fotos.

Estuvieron revisando las fotos por varios minutos, olvidándose de los chicos al punto de que, quien los viera, pensaría que los adultos estaban en una cita. Sin pedirles ayuda, Rómulo posicionó la cámara a una distancia prudente para activar el disparador con ayuda de su bastón, pero ante la dificultad, optó por sostenerla con ambas manos a modo de una cámara frontal y tomó una selfie de ambos. Dos, tres, cuatro. Muchos intentos que, entre bromas, les hizo reflexionar acerca del paso del tiempo y como ellos, muy diferentes del par de adolescentes que fueron un día, estaban viviendo el ocaso de la vida.

Cuando volvieron a poner atención a los chicos, los que continuaban en su tarea de recolectar tesoros, Rómulo aprovechó de hacerles una seguidilla de fotos sin decirles, captando de forma espontánea el disfrute de sus, ahora, dos nietos.

—¡Eh!, ¡ustedes dos! —les habló, llamando su atención—. ¡Miren hacia acá!

Ellos, sin levantarse, pues estaban en cuclillas junto a una laguna cristalina, sólo se voltearon hacia donde el abuelo tenía preparada su lente. La primera fue con sorpresa, pero la segunda fue con una sonrisa.

—¡Eso es!, ¡vengan aquí!, ¡les haré más fotos! —dijo, indicándoles que se acercaran. La pareja obedeció, cargando todo lo que habían recogido y dejándolo sobre la manta a resguardo de Elena—. Párense ahí y hagan como les diga, ¿sí?

Sin contrariarlo, los chicos asintieron y se dejaron guiar por el anciano, que estaba feliz de practicar otra vez su oficio, recordando una época en la que retrataba a grupos de amigos, parejas y familias. Con notoria destreza, Rómulo fue probando diferentes ángulos a medida que Alejandro y Nicolás posaban, convirtiendo el paisaje en su estudio de fotografía: los inmortalizó sentados en las rocas, o de pie sobre ellas, sobre la arena, abrazados frente al mar o simplemente tomados de las manos. Ellos, lejos de cualquier vergüenza, especialmente el pelinegro, bromeaban con el abuelo, dándoles a su esposa y a él una tarde inolvidable.

—Abuelo, ¿nos darás algunas fotos? —preguntó Alejandro, el más emocionado de los dos.

—Por supuesto, debo agradecer a los modelos —respondió.

—No somos modelos, ya se lo dije —dijo Nicolás, ganándose una mirada fulminante tanto de Rómulo como de su novio—. Vale, vale, no digo nada.

—No dudes de tu abuelo, Nicolás, que no ha perdido su toque, puede hacer maravillas con la cámara, incluso contigo —intervino Elena, sacando de la canasta los alimentos que había preparado: ensalada de patatas, filetes de pollo apanados, pequeños sándwiches de atún y una tortilla de espinacas y queso—. Cuando acaben su sesión, vengan a sentarse.

—En un momento, querida, tengo que revisar estas fotos y separar cuáles les daré para que se las queden.

—Puedes hacerlo después, y no vayas a dárselas todas, deja algunas para nosotros.

—Tranquila, mujer, hay suficientes para hacer un álbum o dos, según la cantidad que hagamos hoy.

—Pero abuelo, no podrás seguir usando la misma cámara, tendrás que cambiarla —dijo Alejandro, para luego preguntar—: ¿Por qué no usas una cámara digital?

—No me gustan, hijo, mis favoritas son las cámaras analógicas, es solo que no tengo ocasión de utilizarlas, y descuida, si se les acaba el rollo fotográfico, compraré uno nuevo —dijo Rómulo—. En fin, no se distraigan y miren hacia el horizonte, los retrataré de perfil y luego de espaldas, volteando hacia la cámara. O tal vez de frente. Iremos probando lo que se vea mejor.

La pareja obedeció y el abuelo capturó sus figuras desde todos los ángulos posibles.

—Ahora ustedes, deme la cámara y siéntese con la abuela. Les haré algunas también —dijo Nicolás.

—Así no tendrán problemas como hace un rato atrás —dijo Alejandro.

—¿Nos estaban mirando? —preguntó Rómulo con sorpresa, mientras se ubicaba junto a Elena y la rodeaba con su brazo—. Yo pensaba que estaban ocupados recogiendo piedritas.

—Lo estábamos, pero los vimos intentando hacerse una foto juntos. Lo mejor es que aproveche que su nieto les hará unas cuantas —dijo el pelinegro, presionando el disparador. El resultado fueron varias capturas de los ancianos muy acaramelados—. Alejandro, ve y siéntate con ellos.

En el lapso de unos diez minutos, los chicos intercambiaron lugares con los abuelos para lograr fotografías de todos con todos, y cuando quisieron hacer una de los cuatro, acabaron igual que Rómulo, sosteniendo la cámara para una selfie grupal, pero insatisfechos con el resultado, cedieron ante la cámara del celular, activaron el temporizador y ubicando el aparato sobre una roca, posaron juntos con la promesa de imprimir la foto y darle una copia al abuelo.

—Cuando regresemos a la casa, buscaré un álbum para colocarlas —dijo Rómulo, recostándose sobre la manta, listo para servirse los alimentos que Elena había dispuesto—. ¿Qué te parecen, querida?

—Me gustan, y en ésta nos vemos muy bien, ¿me la puedo quedar? —preguntó la anciana.

—Claro que sí, a cambio, déjame probar esos filetes, se ven deliciosos —respondió, recibiendo el plato que su esposa le ofrecía, para luego volverse hacia los chicos—. Ustedes también, escojan las que les gusten, se las doy por su arduo trabajo como modelos, pero nos dejan algunas también.

—Por supuesto, no creerá que nos las quedaremos todas —dijo Nicolás, rodando los ojos—. Vamos a revisarlas, Ale.

Los dos tomaron asiento junto al matrimonio, dándose al trabajo de escoger las fotografías que conservarían, en lo que Elena les servía la comida. Escogieron sólo siete de las treinta que sacaron.

—¿Tan pocas? —preguntó Rómulo, comiendo de la ensalada de patatas.

—Sí, son las que transmiten más sentimiento, pueden quedarse con el resto —dijo Nicolás, regresándoselas—. Gracias, abuelo.

—¿No será que escogieron las peores?

—Para nada, están todas muy lindas, es usted un excelente fotógrafo —dijo Alejandro, comiendo un sándwich—. Es solo que, algunas tienen una carga especial, por así decirlo.

—Sé a lo que te refieres, hijo —dijo Elena que, abriendo su cartera, mostró una fotografía algo desteñida, pero que dejaba claro quienes eran los retratados: un hombre de apariencia similar a Nicolás, aunque con cabello corto, dormido sobre el hombro de una sonriente muchacha vestida de blusa y falda—. A tu abuelo no le gusta, pero no importa, para mí significa algo importante y la llevo siempre conmigo.

—Me recuerda a alguien que conozco —dijo Alejandro, sonriendo ampliamente. Nicolás, captando la indirecta, apretó los labios con fingida molestia.

—Te voy a quitar esa foto y la voy a tirar —dijo Rómulo.

—Como si te fuera a dejar —respondió ella, guardándola otra vez y agregando en voz baja—: No le crean, en un rato se le olvidará.

Los chicos asintieron de forma cómplice ante la mirada del abuelo, como diciendo "¿Qué es lo que tanto murmuran?"

Compartieron el resto de la tarde sin moverse de aquel punto. Después de la comida y tras escuchar más de las historias de Rómulo, éste se tendió y durmió una siesta, mientras Elena y sus nietos volvían a las rocas en busca de piedras y conchas marinas; esta vez, Nicolás y Alejandro se metieron al agua en una de las piscinas, mojándose hasta las rodillas. Si hubieran querido, podrían haberse quedado hasta la noche, encender una fogata y asar malvaviscos, pero los ancianos no querían que se les hiciera tarde para regresar a casa.

—Voy a despertar al viejo, de lo contrario no lo hará y ya está bajando el sol —dijo la abuela, recogiendo sus cosas—. ¿Vuelven con nosotros?

—No, vamos a quedarnos un poco más —anunció Alejandro.

—Tenemos suficientes conchitas, ¿o es que quieren seguir buscando?

—No es eso, queremos ver el atardecer juntos —dijo Nicolás.

—Está bien, tengan cuidado al regresar, que la iluminación no es buena en este sector de la playa, además de que la marea comenzará a subir dentro de poco —advirtió Elena.

—Sí, abuela, no te preocupes, seremos cuidadosos —dijo el pelinegro.

—Veremos el atardecer y regresaremos —concluyó Alejandro.

Dicho esto, y una vez que Rómulo fue despertado, los ancianos se despidieron de los chicos y regresaron a casa cogidos del brazo, tal y como habían llegado.

—Dime la verdad, ¿para qué quieres que nos quedemos a solas? —preguntó Nicolás cuando el matrimonio desapareció de la vista.

—Tú ya lo dijiste, para que veamos el atardecer.

—Eso fue para seguirte el juego, ahora dime, ¿qué tienes en mente?

—Ver el atardecer —y acercándose al oído de su novio, agregó—: mientras me haces el amor.

—¿Qué?, ¿estás seguro?, ¿aquí? —preguntó con incredulidad, sintiendo como su espalda chocaba contra una roca. Alejandro lo tenía acorralado.

—Sí, la verdad es que creí que podría aguantar las ganas hasta regresar a la ciudad, pero no puedo, este sitio me hace fantasear contigo —dijo, relamiéndose los labios.

Nicolás tragó saliva, porque Alejandro siempre conseguía sorprenderlo con su determinación al momento de hacer las cosas.

—Sabes que no podemos hacer esto en casa de la abuela y tampoco quisiera tener que ir a un motel. ¿No crees que hacerlo aquí tiene un encanto?, ¿algo como mágico? —dijo, desabotonando la camisa que le cubría el pecho.

—Y arriesgado, que no se te olvide.

—Lo hace emocionante, ¿qué me dices?

—Que es tarde para decir que no. Además, la marea está subiendo —dijo, haciendo notar como el agua ya les llegaba hasta los tobillos—. Démonos prisa.

—Gracias por la consideración.

Sin más dilación, se quitaron los zapatos mojados y, con creciente deseo, los chicos se internaron entre las rocas hasta encontrar un sitio que les permitiera ver el atardecer y sin riesgo de que alguien los descubriera. Cuando se sintieron a salvo, se miraron a los ojos y despejaron todas las dudas que quedaban. Alejandro, el más animado de los dos, dirigió sus manos a los pantalones de su novio, los abrió y los bajó con todo e interiores.

—¡Ey!, ¡ey!, cálmate, ¿acaso vas a comerme? —preguntó Nicolás.

—Decir eso es poco —dijo, atrayéndolo para besarlo—. Hoy siento demasiadas ganas de hacer esto y no creas que voy a ser amable.

—No sé qué decirte, salvo que continúes, y no te quejes después, no vayas a ser tú el que necesite ayuda para caminar.

—¡Uy!, ¡qué miedo!, a mí no me engañas, sé cuánto te calienta que yo tome el control, basta con ver cómo reaccionas —respondió, acariciando la erección del pelinegro.

—Parece que de verdad este sitio tiene un efecto en ti, no mágico, sino que erótico —dijo, quitándose la camisa que llevaba encima y sacudiendo su abundante cabellera—. Bien, precioso, tú ganas, ven aquí y haz lo que quieras conmigo.

—Haz tu mejor esfuerzo, ¿sí?, yo haré lo mismo —respondió, descendiendo hasta la entrepierna de Nicolás, iniciando una lenta y provocativa felación. Los ojos de ambos hicieron contacto, encendiendo más la pasión entre ambos, tanto que el pelinegro cogió por los cabellos a su chico y lo forzó a tomar su hombría.

—Qué rico lo haces, y verte así, me hace sentir en el paraíso.

—Parece que alguien quiere hacerme competencia —dijo, recobrando el aliento.

—Tú empezaste, ahora te aguantas.

Nicolás lo levantó, lo puso de espalda contra la roca, le quitó los pantalones e interiores, y, sin ningún pudor, lo abrió de piernas. Alejandro, completamente desvergonzado, invitaba al pelinegro, exponiendo su trasero con gestos lascivos, quien no tardó en ubicarse frente a su entrada y penetrar a su novio.

—¡Ah!, ¡sí!, ¡Nico!, ¡sí!, ¡esto es lo que quería!, ¡extrañaba tanto sentirte! —dijo, desasiéndose en gemidos y tomándolo de las manos.

—Yo también te extrañaba, extrañaba sentirte de esta manera, me hace querer todo de ti —dijo, atrayéndolo para besar sus labios—. ¿Te gusta?, anda, dime.

—Me encanta, tanto como tú, no te detengas, sigue, ¡sigue!

Continuaron en su erótico frenesí, hasta que Alejandro detuvo a su amante para hacerle una nueva propuesta.

—¿Qué sucede?, ¿te hice daño? —preguntó Nicolás con sorpresa.

—No, no es eso, es que... yo quiero... yo quiero estar encima de ti.

Antes de poder replicar, el pelinegro ya estaba recostado de espaldas sobre una roca, cuya humedad le hizo sentir escalofríos, pero no pudo prestarle atención porque Alejandro ya estaba sentado a horcajadas sobre él.

—Así es como quería tenerte —dijo, deslizando sus manos sobre el pecho de Nicolás, alcanzando sus pezones y apretándolos. Éste hizo una expresión que calentó más al dominante Alejandro—. Ese rostro tuyo me encanta, como yo sé cuanto te gusta el mío.

—Abre... abre las piernas, quiero... quiero verte... mientras lo haces.

—¿Así? —y dejó ver al completo su anatomía, la cual recorrió con sus dedos hasta llegar a la boca, todo mientras ascendía y descendía por el miembro de su novio.

—Eso, nghm..., nghm..., eso, Ale, sigue provocándome, sigue, nghm..., porque no voy a soltarte, yo... te amo, Ale —dijo, extendiendo las manos para sujetarlo por las nalgas.

—Tampoco yo, nghm..., nghm..., eres mío..., eres mío, nghm..., nghm..., te amo, Nico —dijo, sintiendo como se acercaba el clímax. Nicolás tampoco estaba lejos así que, incorporándose, rodeó a su precioso chico con los brazos y lo atrajo hacia su cuerpo, estrechándolo con fuerza. Ambos buscaron los labios del otro con desespero y en medio de la agitación, la pareja alcanzó la felicidad plena.

Minutos después, habiendo recobrado el aliento, Nicolás y Alejandro estaban tendidos sobre una roca prominente, mirando el atardecer, vistiendo únicamente sus pantalones, cual si fueran un par de sirenas.

... ... ... ... ...

Adolfo despertó con resaca. Le dolía la cabeza y no recordaba lo que había sucedido después de entrar al dormitorio, salvo que Lucas se había dormido a su lado. Ese sitio estaba vacío.

Se incorporó sobre la cama y tras unos instantes en los que recobraba el sentido, se levantó. Caminó hasta una de las ventanas que daban hacia la playa y descubrió que no había nadie en las cercanías. No sabía qué hora era, así que abandonó el dormitorio y caminó descalzo por el pasillo en busca de algún sobreviviente de la noche anterior.

De primeras, se dirigió a la habitación de Martín, donde encontró al chico durmiendo a sus anchas; como había un reloj colgado de la pared, Adolfo se asomó para ver la hora. Eran las 13:25.

Caminó hasta el siguiente dormitorio, donde sus dos ocupantes, Gaspar en un sofá y el que supuso era Rafael, bajo un montón de mantas, que parecía más bien un bulto, dormían en medio de ronquidos. La siguiente habitación estaba vacía, aunque por el olor del perfume que había en el aire, reconoció que era donde habían dormido las chicas. En el cuarto del anfitrión, solamente estaba Gabriel, dormido boca abajo y con el torso desnudo. Alcanzó el final del corredor, y no encontrando a Lucas, asumió que debía estar con Tomás en alguna parte.

Desganado, Adolfo regresó sobre sus pasos, entró al baño para asearse un poco, bebió agua en abundancia y volvió a recostarse. No tenía hambre y salvo por los lejanos ronquidos, el silencio predominante lo invitó a dormir. Después acomodarse, sus ojos nuevamente se cerraron.

... ... ... ... ...

Alrededor de una hora más tarde, el pelinegro menor volvió a la realidad, motivado esta vez por el creciente apetito. Él mismo se sorprendió por los gruñidos provocados en su estómago. Se levantó y bajó las escaleras, recorriendo los salones desiertos de la casa, hasta entrar en la cocina, donde los primos estaban ocupados cocinando.

—Otro que ha despertado, ¿cómo te sientes, Adolfo? —preguntó Tomás, ofreciéndole un vaso de agua.

—Bien, dentro de lo que cabe —respondió, llevándose una mano a la sien, mientras bebía el líquido—. Gracias, la habitación es muy cómoda y pude dormir pese al dolor de cabeza.

—Me alegra saberlo, dime, ¿necesitas algo más? —preguntó, pero Adolfo negó con la cabeza—. Bueno, el almuerzo estará listo pronto, querrás comer, ¿verdad?, como sabes, estaremos por nuestra cuenta todo el fin de semana y como tenemos todo lo necesario, me parece mejor cocinar que hacer un pedido.

—¿Hay algo con lo que pueda ayudar?

—No, tenemos todo bajo control, no te preocupes —respondió Lucas, señalando al pelirrojo y a sí mismo—. Aprovecha de salir y tomar aire para despejarte, hace un día increíble afuera y después del almuerzo, nos pasaremos la tarde en la playa.

—Está bien —dijo, abandonando la cocina a través de una puerta corrediza que daba acceso a la terraza. Ni siquiera les preguntó lo que estaban cocinando, aunque por el olor, supuso que se trataba algún platillo con pescado.

Incluso después de las palabras que el rubio pronunciara la noche anterior, seguía sintiendo celos al verlo junto a Tomás, porque como éste había dicho, mantuvieron contacto todo el tiempo después de su separación. Comparado con el vínculo que ellos mantendrían, cualquier relación que él mismo sostuviera con Lucas se vería como algo frágil.

Cuando caminó hacia las escaleras que llevaban a la playa, se percató de que Erika estaba recostada sobre un diván y, a su lado, Ximena estaba sentada de piernas cruzadas; ambas chicas iban descalzas al igual que él, vestidas con menos formalidad que durante la fiesta, y sosteniendo una conversación animada a todas luces, donde la peliteñida le enseñaba a la literata los tatuajes que tenía en el cuello, abdomen y piernas. La situación resultó curiosa para Adolfo, porque de todas las veces que había visto a Erika compartir con los demás, ella actuaba de forma seria y formal, sonriendo solo lo necesario. "¿Habrá alguna razón para comportarse de esa manera?", se preguntó mientras las saludaba con la mano, recibiendo el mismo gesto en respuesta. Continuó su camino, descendiendo las escaleras de madera que llevaban a la playa. El aire fresco y cargado de sal golpeó su rostro, despejando los sentidos y alejando cualquier efecto del alcohol.

—Agradable, ¿no crees? —dijo Ivo, llegando a su lado. Vestía la misma camisa, abierta hasta el pecho, dejando ver un colgante con forma de luna, y unas gafas rojizas redondas de sol que le cubrían los ojos.

—Sí, lo es, me alivia muchísimo —respondió.

—También a mí, porque después de lo de anoche, cualquiera necesitaría dormir, agua en abundancia y unas cuantas pastillas si fuera necesario.

—Lo sé, pero lo que me sigue molestando no es nada de eso.

—Lucas y Tomás, ¿o me equivoco?, ¿te molesta lo que existe entre ellos?

—¿Tan evidente soy? —soltó un pesado suspiro, acomodándose el cabello tras las orejas—. Verlos juntos me hace sentir celoso, no puedo soportarlo, después de tantas cosas que han ocurrido entre Lucas y yo, sigo sintiendo este extraño vació en el pecho. Siento como si, al final, no hubiera nada para mí.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el místico, que más parecía querer confirmar lo que ya intuía.

—Quiero a alguien a quien no tenga que compartir, alguien que sea solo para mí, alguien para la que yo sea su todo, ¿es tan difícil de entender? —dijo, sentándose sobre la arena con una actitud frustrada.

—¿Y Lucas no es esa persona?, ¿no aceptó darte eso que quieres?, ¿no aceptaste tú ser su novio mientras él te entregaba su corazón?

—¿Qué estás diciendo?, ¡tú no sabes nada, Ivo!

—No hay nada que yo no sepa, soy brujo después de todo —dijo con una sonrisa que provocó un escalofrío en Adolfo, pero solo era una actuación del místico, que se inclinó hacia él como la expresión suave de antes—. No te creas todo lo que ves, escuches o sientas. El mundo está lleno de ilusiones que solamente nos confunden y eso incluye, a veces, a los sentimientos. Dime, ¿hubo alguien en el pasado que te hizo pensar que jamás lo dejarías de amar?

—Hubo... hubo una época en la que creía que mi hermano era todo mi mundo, ahora sé que no lo es y él está junto a su persona especial. Cuando conocí a Lucas, lo odié, aún lo hago, y al mismo tiempo lo amo, porque me hizo sentir que yo era todo para él, pero todo se volvió extraño cuando apareció Tomás, me afectó saber que es la ex pareja de Lucas y ahora, saber que son primos, no sé si puedo lidiar con eso. Tan solo verlos me provoca molestia. ¿Acaso no puedo tener algo que sea solo mío?, ¿qué sea exclusivo para mí?, ¿acaso soy tan egoísta?

—No creo que lo seas, todos desean algo en su vida, lo que pasa es que no pueden tenerlo en el momento que ellos quisieran —dijo Ivo, dirigiendo su vista al mar—. Tú quieres a alguien que sea solamente para ti, mientras que Lucas te quiere solamente para él. Gabriel quiere a Tomás, Gaspar quiere a Rafael y, por lo que veo, Ximena quiere a Erika. Y como es lógico, ninguno de ellos puede tener lo que desea de una sola vez, pero lo tendrán eventualmente. Créeme, Adolfo, todas las cosas en esta vida tienen su tiempo, pero si se las apresura, ahí es cuando surgen los problemas.

—Ivo, ¿hay alguien a quien tú quieras?

—Esa persona ya no está con nosotros, se ha marchado a un plano donde no puedo alcanzarla, sin embargo, me consuela saber que ahora su existencia es libre de las ataduras terrenales.

—¿Crees que la muerte nos libera?

—Cuando la vida se vuelve intolerable, es la única excepción, porque nadie debería atentar contra sí mismo —dijo, pero viendo el semblante preocupado del pelinegro, se apresuró a cerrar el tema—. Cuando las personas se marchan de nuestro lado, lo mejor que podemos hacer es mantener vivo su recuerdo, los momentos felices que compartimos juntos, y no me refiero únicamente a los muertos. En el fondo, creo que eso fue lo que hicieron Lucas y Tomás cuando se separaron, por eso hoy son capaces de seguir viviendo, tal vez tú debas hacer lo mismo con tu hermano. No tienes que olvidarlo, pero sí ser capaz de sobreponerte.

—¿Ese es tu consejo de brujo?

—Si quieres verlo de esa forma, sí. En cualquier caso, no te preocupes por las cosas que digo, no tienes por qué creerme, después de todo, eres tú quien toma las decisiones, yo sólo puedo darte una orientación, que eres libre de desechar si así lo consideras. Es lo mismo que le digo a las personas que vienen a consultar las cartas —dijo, dándose la vuelta para mirar hacia la casa, desde donde Ximena le hacía señas con la mano—. Parece que el almuerzo está listo. ¿Vienes?

—Iré en un momento.

—No te tardes, el sol es bueno, pero también lo es resguardarse de él. Usa tu sombrero la próxima vez, te queda de maravilla.

Adolfo elevó los ojos al cielo, y cuando quiso mirar al astro rey, tuvo que cubrirse con la mano. "¿Por qué me sorprendo de algo que es evidente?, si Tomás y Lucas siguen siendo primos, Nico y yo seguimos siendo hermanos. El problema es que me duele, tanto como mirar el sol directamente."

... ... ... ... ...

Después del almuerzo, Tomás pidió a Adolfo que hablaran a solas, pues no pasó desapercibido que algo incomodaba a su huésped. Para evitar ser molestados, el de la trenza llevó a Adolfo hasta su dormitorio y, en el balcón, se sentaron a charlar.

—Creí que después de nuestro anterior encuentro, las cosas irían mejor, pero aquí estás, haciendo la misma cara de aquella vez —dijo, viéndole con desaprobación—. Pensé que invitarte a la fiesta ayudaría a relajarte, sin embargo, parece que me equivoqué.

—Perdona que lo diga de esta manera, Tomás, hay cosas que no puedo evitar y una de ellas es expresar con mi rostro lo que me molesta —respondió con un tono acorde a su desagrado.

—Me lo imaginaba, por eso te llamé, para que tengamos esta conversación y me digas qué es lo que te sucede.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Naturalmente, eres uno de mis huéspedes y no quisiera que te llevaras un mal recuerdo de tu visita a mi casa. Y olvídate de Lucas, lo que tú y yo hablemos quedará sólo entre nosotros.

—¿Lo prometes?

—Te lo prometo, nadie se enterará. Puedes hablarme con toda confianza.

Adolfo dudó, pero al comprobar que no había malicia en los ojos de pianista, como tampoco en sus palabras, accedió a hablar. Tomás, con el debido respeto, escuchó cada palabra que el chico le confesó, sin interrumpirle, guardando silencio incluso cuando el monólogo acabó. El pelinegro sintió un alivio inesperado y quedo en espera de lo que su anfitrión tuviera que decir.

—Gracias por ser sincero, Adolfo, ahora entiendo lo que sucede y, ¿sabes?, no tienes que preocuparte por mí —dijo—. Tienes que vivir en pos de ti, no de los demás, porque la vida es demasiado breve para vivir arrepintiéndote de las cosas que hiciste o dejaste de hacer.

—Dime, ¿todavía amas a Lucas? —se atrevió a preguntar—. Anoche hablaste de la relación que mantuvieron, pero no dijiste nada acerca de tus sentimientos actuales.

—¿Tanto te inquieta lo que sienta por él? —dijo, bajando la vista—. Sí, todavía lo amo, no importa que él sea tu novio.

—¿Entiendes por qué no puedo estar tranquilo?, ¿es que no sientes celos de mí?

—Me parece que eres tú el que no entiende, el tiempo en que Lucas y yo estuvimos juntos ya pasó, no hay forma de que podamos tener otra vez la relación que tuvimos, sin embargo, eso no es impedimento para que lo siga amando como mi primo, independientemente si él está con otra persona. Lo mismo piensa él, si yo inicio una nueva relación con Gabriel, estará feliz por mí. Por eso es que no siento celos al verte con él —hizo una pausa para suspirar pesadamente—. Desde el día que te conocí y los vi interactuar, supe que Lucas estaba sintiendo cosas por ti y tú por él.

Adolfo le miró largamente, como si no pudiera entender lo que Tomás decía.

—Después de todo, lo que sucedió entre Lucas y yo jamás debió ocurrir, así nos habríamos evitado muchos problemas y la dolorosa separación, pero ya conoces la historia, el corazón no se gobierna, pasó lo que pasó y hoy estamos aquí —continuó—. Todos cometemos pecados, y si es que existe un Cielo y un Infierno, no sabremos a cuál de los dos iremos. Esa es la razón por la que Lucas estaba leyendo a Dante.

—Le preocupa demasiado el lugar al que irá cuando muera.

—Sí, cuando el preocupado debería ser yo, aunque no lo parezca, la muerte está más cerca de mí.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Te contaré un secreto —dijo, aclarándose la garganta—. La verdad es que estoy enfermo y aunque no de forma terminal, no hay certeza de cuánto tiempo viviré. Es por eso que quiero vivir mi vida hasta el último momento, sin culpas, y es lo que quiero que también hagan ustedes, vivan su relación sin que parezca que una bomba de tiempo pende sobre sus cabezas.

—Es que sí hay una bomba de tiempo sobre nuestras cabezas y que eventualmente estallará. No importa si Lucas me corresponde y yo me entregue a él. Nuestra relación acabará cuando se sepa la verdad.

—¿Y cuál es esa verdad? —los papeles habían cambiado y era Tomás quien parecía no entender.

—También te contaré un secreto. Lucas, el chico del que me enamoré, es el maníaco encapuchado y el responsable del ataque a mi hermano. ¿No es eso una bomba de tiempo?

El pianista desvió los ojos hacia el horizonte, como procesando las palabras.

—No pensé que tendría esta conversación contigo, pero ahora más que nunca necesito de tu discreción. Si en verdad quieres ayudarnos, guardarás nuestro secreto —dijo Adolfo, cuya voz había cobrado fuerza.

—Lo haré, los ayudaré si tú guardas mi secreto. ¿Tengo tu palabra?

—La tienes —dijo, extendiendo la diestra.

Tomás lo miró a los ojos y tras confirmar sus pensamientos, tomó su decisión y le estrechó la mano con fuerza.

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