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Capítulo IV. Un motivo para luchar

Al entrar en el auto Elena se fijó en la tonalidad del cielo, la oscuridad se había apoderado del espacio y lo engalanaba con el brillo de las estrellas.

Revisó la dirección que le había entregado Jacinto algo inquieta. La zona donde vivía el contador se hallaba en el otro extremo de la ciudad. Con el tráfico, tardaría alrededor de una hora en llegar. Además, el lugar era inseguro. No sería una buena idea aventurarse en ese sector.

Aunque, en realidad, ella no iba en busca del contador, sino del inspector. Y si ese hombre trabajaba como asesino para un mafioso, como aseguraba Jacinto, a él no le preocuparía la hora para visitar a alguien; mucho menos se angustiaría por la seguridad de la zona. Más peligroso que él mismo no debía existir nadie. Si esperaba a mañana, podía perder la oportunidad de encontrarlo y estaría como antes de haber hablado con Jacinto, sin una pista qué seguir.

Resignada, se encaminó hacia su objetivo. De algo estaba segura, no usaría sus encantos con el inspector, sino su inteligencia. No estaba dispuesta a dejarse dominar por ningún hombre. Eso no volvería a sucederle.

Tomó la vía hacía la Intercomunal, pero en el camino, percibió que un Cavalier amarillo la seguía. Aminoró la marcha para obligar al auto a pasarla y así observar a sus perseguidores, sin considerar, que los vidrios eran oscuros y eso le impediría apreciar a los tripulantes.

Con frustración, tomó un atajo para perderlos y sentirse más segura. Se enfadó consigo misma por dejarse sugestionar. No era buen momento para dar riendas a su imaginación y pensar que mafiosos perderían el tiempo acosándola, como si ella fuera el único problema que debían atender en la vida. Pero sus sospechas fueron confirmadas cuando el auto volvió a seguirla, y ésta vez, con descarada evidencia.

—Bueno, imbécil, eso te pasa por relacionarte con mafiosos —se recriminó.

Aceleró el auto sin sobrepasar el límite permitido, ansiosa por encontrar un sitio público donde quedarse por unas horas mientras se olvidaba de sus posibles cazadores. El problema aumentó cuando el Cavalier se acercó con intención de golpear la carrocería de su Fiat.

Era consciente de que su viejo vehículo no tendría oportunidad de escapar a la modernidad del de sus acosadores, sin embargo, no dejaría de intentarlo. Al mirar por el retrovisor, se fijó que en el Cavalier bajaban la ventanilla del copiloto; y un brazo musculoso, acompañado de una enorme pistola, salía con el cañón en dirección a ella.

—Oh, maldita sea... —murmuró aterrada.

Por instinto, aumentó la velocidad, sin importarle los límites impuestos para transitar por esa vía. Sería una buena opción que apareciera la policía.

Se produjeron dos disparos dirigidos a las ruedas de su auto y a pesar de que fallaron, el ataque logró alarmarla en exceso. Varios vehículos se detuvieron al escuchar las detonaciones, Elena debió zigzaguear para evitarlos y escapar, pero de nuevo, el Cavalier la alcanzaba y volvían a dispararle.

—Oh, Dios mío. ¡Voy a morir! ¡Voy a morir!... —repetía alterada.

Su angustia se incrementó al percibir que un segundo auto se unía a la persecución. Un Camaro color plata seguía muy de cerca al Cavalier, ansioso por llegar hasta ella.

Más disparos la obligaron a desviarse de la carretera y entrar en un camino de tierra, para buscar una vía que la alejara de sus verdugos. Con los ojos llenos de lágrimas siguió adelante a toda velocidad, mientras rogaba que un milagro la sacara de aquella situación.

El Camaro se colocó al lado del Cavalier y trató de desviarlo. Elena miraba impresionada la escena por su retrovisor. Ahora sus atacantes no le disparaban a ella, sino al auto plateado. ¿Sería acaso un policía encubierto o un ángel de la guarda?

Aterrada, pudo distinguir que a pocos metros el camino terminaba en una larga pared, precedida por el desagüe empedrado de las fábricas de los alrededores. No podía huir más y sabía que quién tenía menos probabilidades de salir ilesa de ese lugar era ella. Así que tomó la vía más corta para acabar con esa situación... el enfrentamiento.

Al estar cerca de la cuneta giró el auto para volver a la vía, aún sabiendo que sus perseguidores no se lo permitirían y le bloquearían el paso. Como supuso, el Cavalier fue directo hacia ella y le golpeó la cola del auto.

Se aferró con todas sus fuerzas del volante para suavizar el impacto mientras el Fiat giraba descontrolado y la dirigía hacia unos árboles. El Cavalier cayó en picada en la zanja y quedó con la trompa destripada, como un acordeón. Elena se estrelló contra el gran tronco de un árbol, que se clavó del lado del acompañante.

La sacudida por el choque la dejó aturdida, pero sin heridas de gravedad. Escuchó que el segundo auto se detenía junto a ella y el conductor se bajaba para alcanzarla. A pesar del mareo hacía un gran esfuerzo por no perder el conocimiento. No estaba dispuesta a rendirse.

Soltó el cinturón de seguridad en el preciso instante en que se abría la puerta de su vehículo y alguien la sostenían con cuidado para sacarla.

—Ven, angelito, te pondré a salvo.

Unos brazos fuertes la alzaron y la llevaron consigo. No sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados, pero no podía ver nada. Lo único que captaba era el intenso calor de esos brazos, que le producían una sensación de calma y seguridad que extrañaba.

Si tenía que morir y ese era su asesino, se dejaría llevar con gusto por él a su destino final.

***

La sangre de Iván hervía por la furia y eso lo ponía más ansioso.

Durante toda su vida se había implicado en un millón de situaciones peores que esa, pero el hecho de estar involucrada la mujer que despertó en él un interés incomprensible —y que además, era su mejor pista—, volvía la situación más delicada. No le gustaba que acecharan sus pertenencias.

Mientras acostaba a Elena en el asiento trasero del Camaro escuchó que se abría una de las puertas del Cavalier. Maldijo en silencio. Esperaba que con el choque los asesinos, al menos, se hubieran aplastado el cerebro; pero al parecer, los muy imbéciles eran resistentes. Debía detenerlos ahora, o volverían a buscarla.

Cerró la puerta y se dirigió a la cajuela del auto. Escondido en la caja de herramientas tenía un pequeño arsenal. Tomó una de las armas y verificó la carga, luego se encaminó al Cavalier dispuesto a sacarle toda la información que podía a los sujetos, antes de eliminarlos.

Un hombre alto, corpulento y con una oscura barba en forma de perilla salió aturdido. Se sostuvo de la puerta para sacudir la cabeza y regresar a la realidad mientras Iván se guardaba el arma en la parte trasera del pantalón. Prefería descargar su rabia por medio de los puños. Esa estrategia lo ayudaría además, en el interrogatorio.

De un salto entró en la cuneta y le propinó un fuerte puñetazo al tipo en la mandíbula que lo llevó directo al suelo. Echó un vistazo al interior del auto y percibió que el conductor se encontraba inmovilizado, con las piernas aplastadas contra la carrocería; luego volvió a atender a su víctima.

El asesino, a pesar del dolor, intentaba levantarse para defenderse, pero antes de lograrlo, Iván lo agarró del cuello de la camisa y lo elevó como a un muñeco de trapo para luego estrellarlo contra el vehículo.

—¡¿Por qué la persiguen?! —preguntó furioso.

El hombre no podía mantenerse en pie, estaba aturdido. Uno de los pómulos lo tenía tan hinchado que le cerraba el ojo y de la cabeza le manaba sangre.

—Te hice una pregunta, imbécil, ¡¿por qué la persiguen?!

—La... esperan... —En medio de su confusión el hombre procuraba responder para aplacar la cólera de su atacante.

—¡¿Quién?! ¡¿Dónde?!

—Ella... debe ir...

Iván dejó que su presa cayera al suelo para luego patearla en el estómago y mirar con satisfacción cómo se retorcía por el dolor. Se inclinó frente al sujeto y apoyó los brazos en las rodillas para quedar a su altura.

—Las oportunidades se presentan pocas veces en la vida. Si no aprovechas ésta, terminarás frito como tu amigo. ¿Pensaban matarla? ¡Responde!

El hombre negó con lentitud. Iván le revisó los bolsillos de la chaqueta mientras continuaba su interrogatorio.

—¿A dónde la llevarían?

El hecho de no recibir respuesta lo exasperaba, pero el sujeto estaba casi desmayado. Respiraba con dificultad.

De los bolsillos sacó un teléfono, la billetera y un arma. En la billetera no había nada de interés, solo la identificación que logró memorizar sin inconvenientes y unos cuantos billetes de baja denominación. Él podría ser cualquier cosa, menos un ladrón de poca monta. Regresó la cartera a los bolsillos del asesino y se llevó el arma y el teléfono.

—Dile a tu jefe que ahora ella no está sola y si la quiere, tendrá que acabar primero conmigo.

Con el arma que le hurtó le disparó en la rodilla. De esa manera se aseguraba de que no los siguiera. Luego se dirigió al Camaro para salir del lugar, antes de que llegara la policía o algún curioso.

***

Después de una frustrante cena en el club Mi Esperanza, Carmela regresaba en su vehículo a la casa de los Norato, cansada de tener que rogar a los presuntuosos de los Castañeda sus atenciones. Jacinto ni siquiera la esperó para cenar. Su actitud fue tan grosera y arrogante, que en varias ocasiones tuvo que controlarse para no escupirle la cara.

—¿Y qué me habrá querido decir con eso de que no soy capaz de controlar a Elena? —murmuró para sí misma.

Estaba harta de que esa bastarda siempre se las arreglara para fastidiarle la vida. Cuando no se atravesaba en su camino, era mencionada en alguna conversación, pero en todo momento, su nombre o su desagradable presencia tenía que rondar cerca de ella.

—Bien, tengo que sacarme a esa estúpida de la cabeza y concentrarme en lo verdaderamente importante.

Con una sonrisa de satisfacción alejó una de las manos del volante para acariciar su bolso. Jacinto le había entregado un jugoso cheque que le permitía pagar una buena parte de la deuda que tenía con el Banco. No era lo que esperaba, pero eso ayudaría a calmar las contantes exigencias de su abogado.

Al llegar a casa tendría que prepararse para llevar a cabo el favor que le pidió. Un extraño sobre, sellado con precaución, debía llevarlo a una recóndita dirección. El excepcional paquete parecía contener una especie de informe escrito y un CD.

Después de la muerte de Leandro, todo en los Castañeda era un enigma. Ese empeño de Jacinto por enviarla a lugares secretos y entregar misteriosos mensajes daba mucho qué pensar. Cómo si él no tuviera suficiente personal para realizar esa labor. ¿Acaso el hombre estaba metido en algún problema con la policía, y ella, por tonta, terminaría inmiscuida?

En realidad, a Carmela no le importaba el peligro, siempre y cuando fuera beneficioso para ella. Estaba dispuesta a entregar esos paquetes cada vez que vinieran precedidos por un substancioso cheque. Por esos lucrativos arreglos era capaz de cruzar a nado el mar Caribe, para hacer llegar la correspondencia a donde fuera necesario.

Pero cómo dicen por ahí: la curiosidad mató al gato. No pensaba entregar el sobre sin saber antes qué había dentro. Si esa información valía tanto para Jacinto debía ser muy importante... y con seguridad, rentable.

***

El hotel, aunque no poseía todas las comodidades que Iván deseaba, se presentó como el escondite perfecto para pasar unas horas de descanso sin preocuparse por los asesinos que los seguían.

Se sentó en un sillón al lado de la cama y miró embelesado a su ángel dormir. Las pobladas pestañas le formaban un abanico bajo los párpados y una suave respiración le elevaba los turgentes pechos y despertaban su hambre.

Su pista era hermosa y muy provocativa, lo que la transformaba en un peligro para su seguridad... y la de ella. Si tuviera la oportunidad, se la comería en trozos pequeños y saborearía cada bocado con delicia. Sin dejar caer ni una sola migaja de placer.

Tenía que pensar muy bien cada uno de sus pasos. Esa mujer, con solo mirarlo, le convertía la sangre en lengüetas de fuego y le atontaba los sentidos. Debía encontrar las maneras de sacarle información sin que ella se viera afectada, pero sin permitir que el afectado fuera él.

Con lentitud, Elena abrió los ojos y miró confundida la oscura habitación. Sintió como su cuerpo se quejaba por el dolor, sensaciones que la ayudaron a recordar lo sucedido: el accidente... los asesinos... La pesadilla de la persecución pasó como una bala por su mente y le dejó los nervios a flor de piel.

En medio de la oscuridad, distinguió la sombra de una persona sentada en un sillón, al lado de la cama. El corazón le estalló en el pecho y el temor le recorrió las venas. Si ese era uno de sus asesinos y le quedaban pocos minutos de vida no moriría con miedo, lo miraría a la cara con valentía, antes de que comenzara a lastimarla.

Buscó incorporarse en la cama apoyada en los codos, sin prestar atención a los lamentos de su cuerpo.

—No lo hagas.

Elena quedó paralizada al escuchar esa voz, profunda y seductora. Era la misma que había oído después del accidente; e igual a la del hombre que invadió el club de los Castañeda en busca de información sobre Antonio Matos. Sin duda, pertenecía al inspector. El sujeto que al parecer, trabajaba para el asesino de su hermano.

—¿Qué no haga qué? —le preguntó mientras se armaba de valor.

—Levantarte. Acabas de tener un accidente, debes descansar.

La voz del inspector producía en Elena un cosquilleo que se desataba en su estómago y le recorría toda la piel, hasta avivarle el deseo.

—¿Dónde estoy?

—En un hotel.

—¿Por qué no me llevaste a un hospital?

—Porque tendríamos que dar muchas explicaciones y no es lo más sensato para ninguno de los dos.

Intentó sentarse sin emitir ningún quejido, pero las molestias del cuerpo la dominaban y le exigían reposo. Iván se levantó de inmediato, pero se quedó en su lugar para no alterarla.

—No lo hagas. Espera por lo menos, a mañana.

—¿A mañana? ¿Acaso me dejarás viva?

—No voy a hacerte daño.

Elena no entendía por qué debía confiar en esas palabras, en ese hombre en especial, pero no tenía energías para contrariarlo.

—Enciende la luz, tengo derecho a verte a los ojos.

Iván se acercó al interruptor y encendió la luz. Al ver sus ojos negros, Elena sintió una punzada en el pecho. Esa mirada penetrante, dirigida a través de unos ojos llenos de misterio y determinación, fue su perdición.

Muy tarde comprendió que no había sido buena idea encender la luz. La mirada del inspector la aturdía más que el miedo por su propia muerte.

—¿Así estás más tranquila? —preguntó él.

Ella asintió, el cuerpo le gruñía por la sacudida del impacto, pero no podía dejar de mirarlo. Se sentía embrujada.

—Voy a sentarme en la silla, tú recuéstate en la cama. Debes descansar.

El inspector se movió con cautela, seguido por los ojos sagaces de Elena. Quería infundirle confianza para que se relajara, pero no se daba cuenta que el deseo que le ardía en las venas era lo que la incomodaba.

—Usted no es ningún inspector, ¿cierto?

Iván se sentó, cautivado por el rostro delicado de su ángel.

—Sí lo soy. Responderé a todas tus preguntas y espero respondas a las mías, pero mañana. Ahora, descansa.

—¿Vas a matarme?

Iván suspiró extenuado, esa mujer era tan terca cómo una mula.

—Te he dicho que no te haré daño. Quizás no lo notaste, pero fui yo quien te ayudó a escapar de tus atacantes.

Elena respiró hondo sin advertir que aquello afectaría su cuerpo. Se dejó caer con suavidad en la cama para dar sosiego a sus músculos contraídos. No sabía quiénes ni por qué la habían atacado, si eran hombres de Lobato o de Antonio Matos. Ella, en cierto modo, trabajaba para Lobato, por tanto, él no tendría razón para atacarla. Y si fueran hombres de Matos, entonces, ¿por qué el inspector la había salvado?

O ese hombre no era un asesino de Antonio Matos, como sospechaba Jacinto, o alguien más quería sacarla del juego.

—¿Cómo supiste que estaba en peligro? Saliste del club antes que yo —le preguntó Elena. Tenía muchas dudas aglomeradas en la mente y necesitaba comprender, al menos, una parte de la historia.

Iván recostó la cabeza en el respaldo del sillón y miró al techo. ¿Cómo le diría que la esperaba fuera del club y la había seguido con intención de raptarla para interrogarla?

—Decidí parar en el camino para comer algo y te vi cuando huías de esos hombres.

—¿Cómo sabías que huía de ellos?

—Conozco muy bien sobre persecuciones.

El inspector respondía con naturalidad, aunque Elena no confiaba en sus afirmaciones. Sentía que le ocultaba algo, pero no podía seguir con el interrogatorio, los parpados le pesaban y la cabeza en cualquier momento iba a estallarle. Necesitaba descansar.

—Si me duermo, cuando despierte, ¿seguirás aquí?

—Nunca te dejaré.

Esas palabras los afectaron a ambos.

Iván quedó confundido por las expresiones que de manera involuntaria salían de su boca. Aquello no le gustaba para nada. Nunca había permitido que sus labios adquirieran vida propia y expresar las inquietudes más ocultas de su corazón. Esa reacción lo irritó. No debía permitirle a su cuerpo actuar separado de su mente y mucho menos frente a esa mujer. Eso representaba un serio peligro.

Elena, aunque no tuvo oportunidad de analizar sus palabras por el cansancio, sintió un reconfortante alivio que la ayudó a relajarse. Permitió que el sueño se apoderara de ella.

***

A la mañana siguiente, despertó con leves malestares. Se sentó con dificultad en la cama y miró a su alrededor. Se encontraba en una habitación de hotel. Sola.

Paredes color marfil sin ningún tipo de adorno rodeaban el ambiente, que únicamente contaba con una cama amplia, un sillón y un par de mesitas de noche. No reconocía el lugar y los pocos recuerdos que le llegaban a la mente eran sobre la persecución, el accidente y la mirada hipnótica del apuesto inspector.

Se puso de pie y se quedó por unos segundos erguida. Esperaba que los músculos tomaran de nuevo su lugar y dejaran de gimotear.

—No deberías salir de la cama.

Se giró con rapidez sin poder evitar alegrarse al ver al inspector salir del baño. Con esfuerzo, procuró no reflejar ninguna emoción. Él, sin embargo, apareció con una encantadora sonrisa que le ocupaba todo el rostro.

—Necesito ir con urgencia al baño —le mintió.

—Hay lo tienes, ángel, es todo tuyo. Y si me lo permites, puedo ayudarte.

—E-LE-NA, te dije que mi nombre es Elena, y no necesito tu ayuda, puedo sola —contestó con arrogancia. Aunque no sabía si la fuente de aquel insano sentimiento provenía del tono burlón de las palabras del hombre o del hecho de que su sonrisa y su mirada seductora, eran capaces de alborotarle las hormonas.

Sacudió la cabeza para removerse el aturdimiento y no dejarse fascinar por aquel peligroso hombre. Tenía que ser muy inteligente para no concederle ningún tipo de poder sobre ella.

—Está bien, E-LE-NA, te esperaré aquí.

Lo ignoró y se dirigió al baño con una teatral altanería. Sabía que su reacción había producido en él diversión y se sorprendió al notar que esa certeza no la enfurecía, sino que le producía cierto júbilo que la confundía aún más. Sin decir una sola palabra, se alejó lo más rápido que su rígido cuerpo le permitía, para escapar de aquel sujeto.

Después de usar los servicios, lavarse el rostro y acomodar la cola en la que mantenía atados los cabellos, bajó la tapa del retrete y se sentó a pensar. ¿Cómo le preguntaría al inspector por Antonio Matos? ¿Él estaría dispuesto a darle respuestas? Y si también buscaba la carta ¿cómo reaccionaría al enterarse que ella pretendía alcanzarla primero?

Eran muchas las dudas que debía aclarar y miedos qué superar, pero allí encerrada no descifraría sus incertidumbres. Tenía que dejar de lado esos sentimientos y regresar a la habitación para encararlo, de esa manera, daría un paso para acabar de una vez por todas con esa situación. Su vida se le había complicado demasiado, no podía permitir que se enmarañara aún más. Esa conversación sería primordial para su causa.

Afuera, Iván esperaba a Elena recostado en la cama. Podía percibir el calor que ella había dejado impregnado en las sábanas, así como su delicioso aroma. Pasó toda la noche sentado en el sillón, deslumbrado con su enigmática belleza. Mientras más tiempo pasaba cerca de ella, menos control tenía sobre sus emociones y más irrefrenable se volvía su deseo. Era hora de dejar de lado el incomprensible apetito que tenía por esa mujer y concentrarse en la investigación. Sus amigos dependían de ello.

Elena salió del baño con un caminar pausado que evidenciaba el malestar que le aquejaba el cuerpo. Al dirigirse a la poltrona él se levantó de la cama y le acercó un paquete.

—¿Qué es?

—Tu desayuno. Cómo no conozco tus preferencias te traje unas galletas saladas, jugo de naranja y unos calmantes.

—¿Calmantes?

—Para el cuerpo. Ayer recibiste una fuerte sacudida por el impacto. Sé que estás adolorida, tu forma de caminar lo evidencia.

Elena recibió con recelo el paquete y lo abrió con curiosidad. Como no logró cenar anoche debió levantarse con hambre, pero sus padecimientos no le daban suficientes ánimos para comer. Unas cuantas galletas le sentarían bien antes de llegar a casa.

Iván regresó a la cama y pensó en las mil y un formas para dar inicio a su interrogatorio, sin tener que usar la violencia.

—Gracias... ¿cómo sabes que recibí una buena sacudida en el choque?

—Mi Camaro no es el primer auto que tengo. He tenido que abandonar algunos al quedar peor que el tuyo.

—Debes tener una vida emocionante, al ser experto en persecuciones y choques.

Elena tuvo que desviar la mirada hacía su comida para no sucumbir ante la deslumbrante sonrisa del inspector.

—No me quejo, he tenido malos ratos, pero también muy buenos momentos.

Era difícil apartar la vista de él. Ese hombre le intrigaba. Estaba sentado en la cama con la espalda apoyada en la pared, el brazo cargado de tatuajes detrás de la cabeza y el otro sobre la cama. Acariciaba la almohada dónde ella había dormido. Las piernas las tenía estiradas sobre el colchón, sin importarle si sus zapatos ensuciaban las sabanas o no. Era la viva imagen de la despreocupación.

No podía evitar sentir un poco de envidia. Allí estaba ese sujeto, que vivía del peligro e irrespetaba las reglas, pero descansaba tranquilo, sin martirizarse por el resto de la humanidad. Y ella, que había intentado convivir en paz con sus semejantes y seguía las normas más básicas de la sociedad, sufría por injusticias y soledades.

—¿Dónde estamos exactamente? —preguntó curiosa.

—No sé cómo se llama esta zona. Estamos cerca de la salida a Caracas.

—¿No eres de aquí?

—No. He venido algunas veces, pero no he pasado más de un día en esta ciudad.

—Mi auto, ¿qué le sucedió?

Iván levantó los hombros, sin darle importancia al asunto.

—Lo estrellaste contra un árbol. De seguro, los hombres que te perseguían o la policía lo saquearon.

Elena suspiro con pesar, ese auto era el único medio de transporte que tenía y ahora, no podía recuperarlo. Si la policía lo había encontrado, no tendría argumentos para explicarles las causas del choque. Su único alegato sería denunciarlo como robado, pero no quería perder tiempo pensando en eso. Luego vería, cómo justificaría el accidente.

—¿Quién es Jackson Abello? —Iván decidió comenzar de forma drástica el interrogatorio, para no darle más vueltas al asunto. Ese no era su estilo.

Elena se sobresaltó al escuchar la pregunta, había un Jackson Abello que trabajaba para Lobato. Era el contacto que la mantenía en comunicación con él.

—¿Jackson?

—Sí, Jackson. Fue uno de tus atacantes.

—¿Qué?

Esa afirmación la sorprendió. Si era el mismo hombre que siempre la llamaba para darle instrucciones, entonces, quién intentó atacarla fue Lobato. Pero, ¿por qué? Ella trabajaba para él, y aún no se habían cumplido los quince días de plazo que le dio para encontrar la carta.

Debía comunicarse con el mafioso cuanto antes, para aclarar la situación. Esa necesidad le generaba otra interrogante: ¿dónde estaba su teléfono móvil?

—¿Y mi teléfono? Lo llevaba conmigo —preguntó al tiempo que hurgaba en los bolsillos de su pantalón.

Si perdía su móvil perdía la comunicación con Lobato. No tenía otra manera de contactarse con él. El único medio era a través de sus asesinos y los números estaban registrados en el aparato. Si él no tenía noticias de ella, sería capaz de asesinar a su madre.

Iván sacó el teléfono que tenía guardado en uno de los bolsillos del pantalón y se lo mostró por algunos segundos, luego, lo regresó a su sitio. Elena se indignó y comprendió la situación: el inspector no la había salvado, la secuestró y ahora pretendía controlar sus acciones para obtener información.

Apartó la comida a un lado y se levantó furiosa, con las manos apoyadas en la cintura y el ceño fruncido.

—Regrésamelo.

—Siéntate y come, luego hablaremos —le ordenó Iván con severidad.

—¡No! Regrésame el teléfono, es mío.

Él se levantó con actitud amenazante y se acercó a ella. Elena activó todas sus defensas para no dejarse dominar por el temor. No quería retroceder ante su intimidación y darle poder. Se mantuvo lo más firme que su estremecido cuerpo le permitía.

Quedaron a un palmo de distancia. Ella podía sentir el calor que su piel desprendía. Un calor que la aturdía.

—Dijiste que no me harías daño —se defendió para esquivar su acecho, pero Iván ya la había acorralado.

—No lo haré, pero tengo un trabajo qué hacer. Si quieres que esto termine pronto, lo mejor es que colabores. No aceptare caras duras, desobediencias ni amenazas de ningún tipo. ¿Entendido?

Esas palabras, en vez de aterrarla, lograron enfadarla. Como siempre el fuerte se imponía sobre el débil, para avasallarlo. En esa oportunidad ella no estaba dispuesta a doblegarse. Si él quería información, la tendría, pero ella no se iría con las manos vacías. Nunca más sería la débil.

Se cruzó de brazos y lo miró con el mentón en alto.

—Hagamos un trato.

Iván no pudo evitar impresionarse ante sus palabras y sentirse atraído por su arrogancia. Había sometido a cientos de hombres más fuertes y diestros que él, con su actitud desafiante, pero ahí estaba ella, sabía que no tendría oportunidades de vencerlo y sin embargo, se mostraba altiva. Parecía haber heredado una inquebrantable gallardía.

Para imitarla, se cruzó de brazos e irguió su postura. De esa forma le demostraba que su tamaño y fuerza eran mayores a los de ella.

—Te escucho.

—Por lo que veo tú quieres información, yo también. Responderé a todas tus preguntas si tú respondes a las mías.

—Eso fue lo que te prometí anoche, muñeca, con la condición de que descansaras —expresó Iván con una media sonrisa.

—Bueno... ya descansé. Entonces dejemos los rodeos y comencemos con el interrogatorio. ¿Te parece?

Directa al grano. Iván hizo un gran esfuerzo para no sonreír de satisfacción. Elena esperó a que él le concediera una respuesta positiva. Necesitaba aclarar muchas dudas y la información que le daría era lo único que podía ayudarla.

—Bien, estas son las reglas: te sientas en el sillón, tomas los calmantes y comes mientras preguntas. Yo me recostare en la cama para responder, cuando termines me tocara a mí. No habrá límites de preguntas o tiempo estipulado, y responderás todo, sin mentiras ni rodeos. ¿Entendido? —le dijo Iván. Necesitaba de esa iniciativa para retomar el control. Esa mujer le quebrantaba el excelente dominio que siempre había tenido sobre cualquier situación.

—¿Quién te nombro líder? —le dijo Elena con el ceño fruncido. Iván casi estalló en risas, pero sabía que debía limitar sus acciones. Burlarse de ella no era inteligente, lo que haría sería silenciarla y eso lo obligaría a utilizar métodos más rudos para sacarle información.

—Te salvé la vida, me debes algo.

Elena suspiró hondo, pero decidió no provocar más discusiones. Necesitaba respuestas y rápido.

—Está bien... si al aceptar tus reglas cancelo mi deuda, entonces, estoy de acuerdo.

En esa oportunidad Iván no pudo evitar reír. Esa mujer poseía un halo de gracia e inocencia que le fascinaba.

—Esas reglas no cubren ni la mitad de la deuda que tienes conmigo, pero reducen un poco la cuenta. Si aceptas mis condiciones, entonces, comienza a cumplirlas. ¡Siéntate y come!

Después de aquel derroche de autoridad, Iván regresó a la cama con paso seguro. Elena quedó inmóvil y pasmada.

—¿Y mi teléfono? —reclamó, para recuperar el juicio.

—Regresártelo no forma parte de las condiciones. Al terminar mi turno, te lo devolveré.

Se irritó, pero sabía que no era recomendable hacer un berrinche. Debía calmarse. No iba a ser fácil obtener las respuestas que necesitaba y tenía que concentrarse en la elaboración de sus preguntas.

Trató de no parecer una niña malcriada, aleccionada por su padre, y se sentó con altanería en el sillón. Tomó los calmantes y retomó el consumo de las galletas al tiempo que simulaba una pose llena de seguridad.

Iván hacía un gran esfuerzo por apartar sus costumbres machistas, aunque no podía negar que la pasaba en grande con Elena. Le encantaba provocarla para enfurecerla, admirar su sensual ceño fruncido, el brillo amenazante de sus ojos y la presión de su mandíbula cuando estaba a punto de explotar por la rabia.

La imagen temeraria que ella quería trasmitir lo tenía embrujado. A pesar de su coraza, él podía divisar la pureza que la envolvía y la hacía única. Era tan testaruda que prefería quedarse y encararlo, buscando vencerlo en lo que él mejor sabía hacer: conseguir información.

—Al irte del club, Jacinto me confesó sus sospechas de que no eras un inspector, sino un asesino contratado por algún mafioso. ¿Eso es cierto? —Elena comenzó el interrogatorio, algo insegura.

—No.

—¿No, qué?

—Preguntaste si era cierto y te respondí que No.

Ella se incomodó por la simpleza de la respuesta.

—¿Eso es honestidad para ti? Quiero explicaciones.

—Para mí, honestidad es decir la verdad y esa es la verdad. Si quieres explicaciones, deberás mejorar tus preguntas.

Elena sintió la sangre arderle en las venas. Apretó los puños para controlarse y soportar las intensas ganas que tenía de lanzarle el paquete de galletas en la cara.

—¿Para quién trabajas? —continuó, aún enfadada.

—Para mí.

—No es cierto, le dijiste a Jacinto que te contrataron unos empresarios.

—Le mentí.

—Entonces, también puedes mentirme a mí.

—Con él no hice ningún trato, contigo sí. Soy un hombre de palabra.

Elena lo observó enardecida, el interrogatorio no salía como ella esperaba. Debía reconocer la astucia de ese hombre y encaminar las respuestas hacia el sendero correcto.

—¿Terminaste? —preguntó Iván.

—¡No! —le respondió furiosa.

—Cálmate, muñeca, así no lograras aclarar tus dudas.

—¡ELENA! Te recuerdo que mi nombre es E-LE-NA.

Por más que intentó evitarlo, una sonrisa se reflejó en el rostro de Iván. Ella cerró los ojos para no perder los estribos y dejar escapar las lágrimas de rabia que tenía acumuladas. Al abrirlos, notó en el inspector cierto arrepentimiento.

—Si lloras me destruyes, muñeca —le dijo, asombrado por los efectos que Elena lograba en él.

—Entonces viva tranquilo, inspector, porque jamás me verá llorar —respondió ella con una mirada sombría.

Iván sintió que el corazón se le exprimía por la crudeza de esas palabras. La furia comenzó a alborotarse en su pecho. Necesitaba saber qué había sucedido con esa mujer para que se expresara con tanto rencor. Un extraño arrebato de ira casi fue capaz de nublarle la mente.

—¿Por qué te interesa la relación entre Antonio y Leandro? —continuó Elena, sin notar el debate de sentimientos que atormentaba a Iván.

—Antonio es mi amigo y desapareció hace un mes. Lo último que sabemos es que vino a Maracay para reunirse con Leandro.

Iván, en realidad, sabía que Antonio había viajado por Raúl, su hermano, pero quería llegar a ese punto con más calma. Durante su turno.

—¿Solo quieres ubicarlo?

—A él y a una de sus pertenencias más importantes.

—¿Estás detrás de la carta? —preguntó Elena con preocupación.

—¿Qué carta?

—La que le robaron a Antonio.

—¿Qué carta le robaron a Antonio?

Ella se enderezó en el sillón, confundida. ¿Cómo era posible que ese hombre buscara a Antonio Matos y no tuviera información sobre la carta?

Iván se incorporó en la cama y recostó los brazos en las piernas. Fijó su profunda mirada en ella. Con su postura, parecía que en cualquier momento sería capaz de atacarla, pero lo único que quería era intimidarla. Necesitaba que soltara de forma voluntaria la información que escondía sobre la carta y Antonio.

—¿Por qué hablas de un robo?

—No es tu turno de preguntar aún —le respondió, molesta por su reacción. No estaba dispuesta a perder la oportunidad de aclarar sus dudas.

—¡Responde, Elena! Esto dejó de ser un juego agradable.

La voz del inspector se volvió aterradora. Elena comenzó a sentir miedo, el mismo que la dominó al saberse perseguida por unos asesinos. Entendía que solo tenía dos opciones: confiar en él y contarle todo, para que la ayudara a ubicarla carta, o buscar otras pistas, pero... ¿cuáles?

—¿Cómo pretendes saltarte las reglas que tú mismo impusiste? Te contare todo lo que sé, si al menos respondes a dos de mis preguntas —manifestó de forma improvisada, arrepentida por no haber aumentado la cantidad.

—Comienza.

Elena realizó una profunda respiración, sin apartar la mirada del inspector. Su vida dependía de aquella interpelación. No tenía la experiencia necesaria y los nervios la traicionaban.

—¿Buscas la carta de Antonio Matos?

—Sí.

Por lo menos, eso le aseguraba que Raúl todavía podía tenerla consigo.

—Antonio Matos, ¿asesinó a mi hermano?

—Eso no lo sé, muñeca. Antonio desapareció el mismo día en que vino a encontrarse con él en esta ciudad. Una de mis preguntas es si tú hermano asesinó a mi amigo.

—Mi hermano no es un asesino —dijo tajante.

—Imagino que no tienes pruebas de eso. Ahora, lo prometido es deuda. Ya respondí dos preguntas, quiero mi información.

Elena lo miró furiosa, no había aclarado ni la mitad de sus dudas, pero si no le daba lo que quería tendría graves problemas. Ese hombre era más grande y fuerte que ella, aunque su simple cercanía la dominaba.

—¿Qué quieres saber?—preguntó con frustración.

Iván relajó su expresión amenazante, sin bajar la guardia.

—¿Qué tipo de negocios mantenía Antonio con Leandro?

—Creo que tenía que ver con drogas, no estoy segura.

—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo contó tu hermano?

—No. Roberto Lobato.

Iván se levantó de la cama de forma instantánea y colocó con brusquedad frente a ella, una de las mesitas de noche. Se sentó a horcajadas, con las manos apoyadas en los respaldos del sillón. Para apresarla.

Sus rostros quedaron a pocos centímetros de separación. El corazón de Elena comenzó a latir con desenfreno, no sabía si por el miedo a una amenaza o por la cercanía del inspector.

—¿Trabajas para Lobato?

Ella quedó en silencio. Sopesaba sus posibilidades. Al ver el brillo mortal de su mirada comprendió que no tenía ninguna. Por lo menos, de escapar.

—¿Me harás daño? —indagó angustiada. Sabía que si fallaba su madre sería asesinada.

—No tengo razones para lastimarte, pero entiende que para mí es importante aclarar esta situación. Colabora conmigo, Elena, no me obligues a utilizar otros métodos. Responde: ¿trabajas para Lobato?

Ella pestañeó varias veces con nerviosismo, debido al escozor que le producían las lágrimas.

—Digamos que... sí... —La voz se le quebró en aquella afirmación—. Aunque, ya no estoy segura. Ese tal Jackson trabaja para Lobato, era uno de mis contactos. Por eso, pienso que de alguna manera, se rompió el pacto que hice con él.

—¿Qué pacto?.

Elena respiró con dificultad y se hundió en la mirada profunda y oscura del inspector. Intentaba reunir todas sus fuerzas para calmarse y no cometer errores.

—Supuestamente... mi hermano le robo una carta a Antonio, que amenaza la vida de Lobato.

—¿Cómo sabes eso?

—Me lo dijo Lobato. Él me ubicó para que lo ayudara a encontrar la carta, después de la desaparición de Raúl.

—¿Confías en él?

—No.

—Entonces, ¿por qué trabajas para él?

—Porque tiene vigilada a mi madre y me amenazó con asesinarla sino le entregó la carta en menos de quince días. Pero ya me quedan seis.

Iván sintió la rabia arder dentro de su pecho y maldijo en silencio al cobarde de Lobato. Odiaba que engañaran a aquella hermosa mujer y la utilizaran a su antojo.

—Imagino que no sabes dónde está la carta.

—No. La he buscado en cada rincón de mi casa sin éxito. Creo que mi hermano la tenía encima cuando desapareció. Por eso lo busco a él.

Iván se quedó por unos minutos en silencio. Analizaba la información que ella le había suministrado.

—¿Por qué preguntas si Antonio asesinó a tu hermano?

—Porque sé que Raúl está muerto y busco su cuerpo. Si Antonio lo asesinó, necesito saber dónde lo dejó.

—¿Estás segura?

Elena asintió, sin poder decir nada más.

—¿Cómo murió?

—No sé... Sé que Roberto no lo mató, porque aún piensa que Raúl se esconde, por eso creo que fue Antonio.

—¿Cómo sabes que murió?

Ella sonrió con pesar.

—Me lo confirmó un brujo.

—¿Un brujo?

—Sí, dicen que es muy bueno. En realidad, fue una estrategia desesperada. No tengo pistas, no sé cómo llegar a él y me quedan solo seis días para encontrar la carta.

Elena miró al inspector acongojada, la tristeza y la rabia le amellaban el alma. Iván sintió el corazón apretado contra el pecho. Por alguna razón, el dolor de Elena se le clavaba muy profundo. Pensó que tal vez, aquella sensación se debía a la adorable vulnerabilidad que la chica mostraba. Nunca fue defensor de las mujeres mancilladas, pero ella parecía especial.

—Veo que tienes más dudas que yo y lo que sabes te lo dijo el mentiroso de Lobato. Yo busco a Antonio y la carta, tú buscas a tu hermano y la carta. Antonio y tú hermano desaparecieron el mismo día, no sabemos si uno mato al otro o si alguien los mató a ambos. Por lo tanto, muñeca, trabajaremos juntos en esto. ¿Estás dispuesta?

El corazón de Elena dio un brinco de alegría. Esa podría ser una esperanza, una luz en el camino.

—¿Hablas en serio? ¿No vas a matarme?

—Me parece que estás desesperada porque te haga daño —expresó divertido.

—¡No! Es... bueno... digamos, que yo soy... del bando enemigo.

—¿Te consideras mi enemiga? ¿Piensas traicionarme? —Iván volvió a retomar su rostro serio y desafiante, aunque sabía que Elena no sería capaz de traicionarlo. Estaba sola y asustada, desesperada por alcanzar su meta.

—¡No! Claro que no, pero... tú estás de parte de Antonio y yo...

—Y tú departe de tu hermano, ¿cierto?

—Cierto.

—Perfecto, entonces, no se diga más. De ahora en adelante seremos un equipo.

Elena sonrió, gesto que logró afectar el control de Iván.

—Y entiende: esto no es un juego. Ayer te salvé de unos asesinos que estaban dispuestos a llevarte, cueste lo que cueste, y no sabemos qué más podremos encontrarnos en el camino. Necesito tu confianza plena, no me ocultes nada y obedecerás mis instrucciones al pie de la letra.

—¿Y si no estoy de acuerdo con lo que mandas? —le dijo, sin poder evitar llevarle la contraria. Debía evaluar sus límites, era la única manera de no cometer errores en un futuro.

—Entonces tendrás que aprender a defenderte sola. Te daré protección y te ayudaré a resolver esta situación a cambio de lealtad. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, pero...

—¿Pero qué? —Iván esperaba muy serio su respuesta. Nunca había aceptado quejas de nadie. No estaba acostumbrado a que lo desautorizaran.

—Yo también espero lealtad —le respondió ella, con el rostro serio. Él la observó con detenimiento, quería evaluar qué tenía esa mujer, que con cada insolencia le producía extrañas sensaciones en el pecho. Esas reacciones comenzaban a preocuparlo.

—Nunca he practicado la monogamia, pero puedo intentarlo.

—¿Monogamia?

Iván no pudo evitar reír con sonoridad, el rostro de Elena se tensó y enrojeció de rabia al entender sus palabras. La falta de malicia en esa mujer le fascinaba. Tuvo que reprimir sus enloquecidas ganas por abrazarla y besarla para no quedar en evidencia frente a ella. Lo mejor que podía hacer, era levantarse y alejarse antes de que perdiera la cabeza.

—Mejor nos ponemos en marcha, hablaremos en el camino.

—¿A dónde vamos?

Elena se levantó animada y siguió a Iván intrigada por los nuevos pasos que darían. Cuando él se giró hacia ella, imaginando que la tendría lejos, se sobresaltó al encontrarla a pocos centímetros. Sus acaramelados ojos brillaban por la expectativa.

Apoyó las manos en la cintura e intentó controlar sus instintos masculinos.

—En busca del contador, me gustaría verificar si tu cuñado me dijo la verdad.

Elena frunció el ceño y cruzó los brazos en el pecho.

—Jacinto no es mi cuñado.

—¿No? Por supuesto, ya Leandro está muerto. Sería, el que fue tu cuñado. ¿Cierto?

Elena puso los ojos en blanco y le dio la espalda para alejarse furiosa. Iván quedó noqueado con esa actitud. Adoraba las rabietas de esa mujer, pero por su seguridad, lo mejor era que no repitiera esos gestos.

—Espera, ¿y mi teléfono? —le dijo ella. Recordó su promesa de entregárselo al terminar el interrogatorio.

Iván sacó del bolsillo el aparato y lo colocó en las manos.

—No sirve, se debe haber golpeado cuando chocaste el auto.

Elena lo miró con frustración. Ahora no tenía forma de contactarse con Lobato. Tendría que ingeniarse alguna manera para hablar con él.

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