Capítulo III. Un encuentro inesperado
El club Mi Esperanza era una especie de casa de distracción para gente adinerada. Una estancia ubicada en las afueras de Maracay, equipada con campo de golf, salones de fiesta, piscina y jardines con churuatas.
Al adentrarse en la recepción Iván observó con recelo el amplio salón pintado de rosa viejo con ribetes verde manzana. Su estómago chilló al notar las gruesas cortinas de terciopelo vino tinto que sumergían al lugar en la penumbra y le daban un aspecto lúgubre. Miró con desagrado la gran cantidad de cuadros con paisajes sombríos y rostros pasados de moda que adornaban las paredes, así como el mural de ángeles que paseaban alegres por un campo florido, dibujado en el techo.
Se sintió tan mareado que tuvo que sostenerse de su firme determinación para no caer al suelo, y que la cabeza y el estómago le giraran como un carrusel. Estaba seguro de que aquel agobiante ambiente le caería encima de un momento a otro y lo enterraría vivo.
Al final del salón podía divisar el despacho del recepcionista. Un chico delgado y pecoso se mantenía sentado muy solemne detrás del escritorio, con la espalda tan recta como un palo de escoba.
Iván ocultó todas sus fobias bajo un rostro endurecido y caminó hacia el chico que no pudo evitar ampliar los ojos al observarlo. Para asegurarse de que su nivel de intimidación aumentara, cruzó los brazos en el pecho y se irguió como un soldado.
—Buenas noches, busco al señor Castañeda.
El recepcionista tardó algunos segundos en responder mientras tragaba saliva.
—¿Cuál de ellos... señor?
Iván pensó en una rápida respuesta. Rafael Castañeda no debía ser el único que existía en el mundo con ese apellido, pero si su hijo Leandro ya estaba muerto, ¿quién quedaba en la línea directa de esa familia?
—El señor Rafael. Creo que es el propietario de este lugar.
—En realidad, es uno de los propietarios. El socio con más acciones para ser exacto. Pero lamento informarle que no se encuentra.
—¿Cuándo puedo encontrarlo? —respondió y apretó el ceño para evitar que su frustración se notara.
—Creo que dentro de los próximos meses no lo encontrará. Se encuentra en el exterior con su esposa.
Con un bufido Iván maldijo para sus adentros. Necesitaba sacarle información a alguien sobre la relación de negocios entre Leandro y Antonio, la desaparición del tal Raúl y el paradero de Elena Norato. No podía marcharse sin una pista.
—¿Dejó a algún administrador o encargado de sus negocios?
—Sí, a su hijo Jacinto —le dijo el chico. Su organismo se serenó al percibir la media sonrisa que había logrado arrancarle al hombre con su respuesta.
—¿Él se encuentra?
—Casualmente está aquí hoy. ¿Puedo saber quién lo busca?
—El Inspector Gustavo Peralta —respondió con orgullo y sacó del bolsillo trasero del pantalón una placa que lo identificaba como Inspector Privado de una agencia de investigaciones de la capital para acercarla al recepcionista. El chico le echó una ojeada con desconfianza y luego lo invitó a sentarse mientras se comunicaba con Jacinto Castañeda.
A su izquierda, observó varios sillones y sofás de diversos tamaños esparcidos por el salón, llenos de cojines forrados con telas brillantes al estilo imperial, junto a delgadas mesas de madera adornadas con ceniceros y jarrones.
Eligió el más cercano, un mullido sofá de tres asientos. Hizo una mueca de desagrado mientras retiraba los almohadones de uno de los puestos de la esquina y los colocaba en el centro en una torre; pero al sentarse, se hundió en el esponjoso mueble. Salió irritado del atolladero y se ubicó en el borde, intentaba continuar el análisis minucioso del club sin prestar atención a la desquiciante mueblería.
A un costado de la recepción percibió la entrada a un bar. Desde su posición notó a un trío de ancianos, ávidos por parecer universitarios, con el cuerpo bronceado y gruesos puros apretados entre los dientes. Sus costosos relojes de oro los sacudían en sus brazos mientras el barman les llenaba los vasos con una bebida bien añejada.
El ambiente comenzó a impacientarlo. Había vivido tanto tiempo en la miseria que aquel lugar opulento le hacía mella el estómago. Debía mantener la calma para obtener toda la información que necesitaba sin utilizar los puños. No era recomendable hacer una escena violenta en un sitio como ese. Eso le garantizaría tener a la policía detrás de él.
De forma imprevista, tuvo que salir de sus meditaciones al sentir que abrían la puerta principal. Quedó impactado al ver a una hermosa mujer ingresar al club. Un extraño frío le recorrió la columna vertebral y le erizó la piel.
La chica no era como las viejas encopetadas que asistían a esos lugares, ni como las niñas malcriadas que se abanicaban con las tarjetas de crédito de sus padres. Era una joven de una impresionante cabellera negra atada en una firme cola, con unos hipnóticos ojos color caramelo rodeados por unas gruesas pestañas y unos deliciosos labios seductores perfilados en forma de corazón.
Pero lo que más logró alterarlo fue su cuerpo. La mujer, aunque era delgada, estaba muy bien proporcionada, con turgentes pechos y caderas tentadoras, que sin éxito, intentaba disimular con ropas anchas.
Su instinto depredador despertó en solo segundos. Con los labios resecos fijó sin pestañear la mirada en su presa. El corazón le palpitaba con fuerza.
La mujer se acercó al recepcionista y apoyó las manos en el escritorio para hablarle con comodidad, pero éste la ignoraba. Con un dedo le hizo una seña para indicarle que esperara hasta culminar su llamada telefónica. A Iván se le agitó en el pecho el fuego de la ira, que amenazaba con hacerle perder la cordura. Maldijo en silencio al chico por no atender a aquella exótica belleza, pero para su tranquilidad, el recepcionista pronto dejó el aparato y escuchó la petición de la joven.
Un cosquilleo en el estómago le erizó los vellos de la nuca al verla humedecerse los labios con su rosada lengua. Para no desgarrar más su deseo, observó las caderas de la mujer, pero al percatarse que se giraba en dirección a él, volvió a su rostro. Aquella mirada se transformó en su perdición.
El corazón comenzó a latirle con impaciencia y la sangre se le encendió en las venas. Unió las manos en un puño para controlarse y frunció el ceño. Esperaba no cometer una imprudencia que evidenciara su estado. Uno de sus mejores talentos era ocultar sus emociones en situaciones extremas, pero aquella mujer se lo ponía difícil.
—Disculpe, ¿espera a Jacinto Castañeda?
Los años de experiencia siendo el domador de su propio circo de fieras no lo preparó para ese momento. La fuerza seductora que envolvía la voz de la mujer lo dejó mudo por primera vez en su vida y le tocó hasta las fibras nerviosas más distantes de su cuerpo.
Solo pudo asentir con la cabeza mientras la mirada acaramelada de aquel exuberante ángel le robaba el corazón.
—Yo también lo busco, el recepcionista me dijo que lo esperara aquí, con usted. ¿Puedo sentarme?
Sus palabras lo hicieron reaccionar, ¿por qué ese hermoso ángel buscaba a Jacinto Castañeda? No quiso dar riendas a su imaginación para no adelantarse a los hechos. Lo mejor, era esperar.
Giró el rostro a su izquierda y se topó con la infantil torre de cojines apilada a su lado. El sillón poseía tres lugares y la torre estaba en medio, no podía dejar que esos asquerosos almohadones se interpusieran entre su ángel y él.
Con maestría los apartó hacia la esquina vacía para inhabilitar el asiento, de esa manera la obligaba a sentarse a su lado.
—Seguro, ángel, puedes sentarte aquí.
Con una mano dio seductoras palmadas al sillón y le dedicó una arrebatadora sonrisa. La mujer frunció el ceño y lo observó con recelo.
—E-LE-NA, mi nombre es Elena. No ángel —dijo la chica, incómoda por su cortejo.
El corazón le suspiró al escuchar ese nombre, igual al de la hermosa mujer causante de la guerra en Troya. Por una mujer como ella, con esas curvas y esa mirada, Iván estaba dispuesto a mantener una guerra él solo contra cualquier imperio.
—Disculpa, E-LE-NA. El asiento es todo tuyo.
Con una chispeante sonrisa la chica se sentó en el sofá y apoyó la espalda en el respaldo. Iván maldijo para sus adentros y soportó las ganas que tenía por acomodarse en el odioso mueble y estar más cerca de ella.
Aunque no podía verla a los ojos, sentía su calor y captaba su esencia. La sangre le hervía con efervescencia y le endurecía las áreas del cuerpo que no lo dejaban pensar con claridad.
Que Dios se apiadara de ella por hacerlo reaccionar de esa manera, como nunca antes alguna mujer lo había logrado. Estaba completamente cautivado y él no podía permitir que aquello terminara así. Nunca escapaba a un buen desafío y menos, cuando éste le tocaba el corazón.
***
Elena miró por el rabillo del ojo al inspector sentado a su lado. Se mordía el labio inferior sin saber qué hacer. Su mirada profunda y penetrante la dejó sin aliento. Nunca había visto a un hombre como él.
La primera reacción que tuvo cuando el recepcionista le notificó que debía esperar a Jacinto junto a un inspector fue de sobresalto. ¿Por qué visitaba a los Castañeda? ¿Acaso buscaba información sobre la muerte de Leandro?
Pero ese sujeto no parecía ser un simple inspector curioso. Sus ojos negros le dirigían una mirada tan intensa y ardiente que la inquietaban. Sus provocativos y seductores labios le enloquecían el pensamiento y se lo llenaban de imágenes libidinosas; y ese porte peligroso, con el cabello rapado y los brazos tatuados la atraían como la abeja a la miel.
Elena sabía que debía manejarse con cuidado cerca de él, sin dejarse llevar por las pasiones, para averiguar qué buscaba con los Castañeda. Ese inspector podría representar un gran peligro, no solo por lo que hallaría en medio de sus pesquisas, sino también, por las sensaciones que despertaba en ella.
Para sacudirse el deseo de la mente intentó distraerse, observaba con desinterés los objetos que adornaban el salón, pero el cuerpo del inspector parecía un poderoso imán para sus ojos. Las ganas que tenía por levantar su camisa y acariciar el fuerte y definido pecho que poseía la consumían. Deseaba conocer el diseño final de los atractivos tatuajes que le sobresalían de los brazos.
Intrigada, miró con disimulo su brazo derecho, que estaba completamente tatuado por algo que parecía ser la cola espinosa de un animal, cuyo diseño debía comenzar en su torso. Del brazo izquierdo apreció el dibujo de un puñal, con el mango cerca del codo y la punta en la muñeca. Y en el hombro izquierdo se distinguía la parte superior de un delgado dragón, semioculto bajo la manga de su camisa, que reptaba hacia afuera como si escapara sigiloso de su guarida para acechar a su presa.
La figura soberbia de Jacinto Castañeda que caminaba en dirección a ellos, le puso de nuevo los pies en la tierra. Tenía un serio trabajo qué realizar y esa responsabilidad no admitía distracciones.
***
Jacinto era un hombre alto y delgado. Los cortos cabellos castaños siempre los mantenía engominados, y sus ojos azules, en todo momento estaban precedidos por sus anteojos.
Con elegancia se acercó a Elena, al tiempo que forzaba una media sonrisa en el rostro. No la veía desde el funeral de Leandro y en esa ocasión, ella estuvo silenciosa, con la mirada fija en el féretro e inundada de lágrimas que nunca dejó escapar.
Le dedicó al inspector una ojeada indiferente, sin restarle importancia. El hombre tenía la apariencia de un ex presidiario salido de alguna cárcel de máxima seguridad y no la de un funcionario policial. La presencia de un sujeto como ese en su club presagiaba malas noticias.
—Elena Norato, tiempo sin saber de ti —la saludó Jacinto y le obsequió un efusivo abrazo, sin percatarse que aquel gesto casi la hacía entrar en pánico, por revivirle amargos recuerdos, y sin notar el desasosiego de Iván al enterarse, que el ángel que había despertado en él un deseo ardiente, era la hermana de Raúl Norato y novia de Leandro Castañeda. La pista que buscaba.
Jacinto se apartó de Elena y se giró hacia el inspector con rostro inexpresivo.
—Usted debe ser el inspector...
—Gustavo Peralta, de la Agencia Privada de Investigaciones Criminalísticas y Empresariales Dragón Dorado —le respondió con rapidez, antes de escuchar alguna impertinencia de Castañeda que lo incomodara aún más.
Acercó a Jacinto la placa de identificación sin apartar su mirada implacable de él. Después de que éste le echó una ojeada, volvió a guardarla en uno de los bolsillos traseros del pantalón.
—Bueno, inspector, pasemos a mi despacho para conversar... ¿nos acompañas, Elena?
Ella aceptó la invitación, no solo porque quería hacerle algunas preguntas a Jacinto, sino para conocer sobre el interrogatorio del inspector. Quería estar preparada ante cualquier novedad.
Con delicadeza, Jacinto le tomó la mano y la apoyó en su brazo para caminar hacia el despacho, consiente del escrutinio constante del otro sujeto. Su mente sorteó con velocidad todas las posibilidades. Tenía que controlar de alguna manera el interrogatorio e informar a su aliado lo que allí ocurría.
***
Iván se derrumbó en un sillón de madera con respaldo circular. Buscó algo inquieto, una ventana abierta que le proporcionara aire puro. Sentía que se ahogaba dentro de esa oficina engalanaba con infinidad de objetos de arte.
Se extrañó por el excepcional elemento que pretendía volver acogedor ese espacio. Detrás del escritorio principal, una chimenea se elevaba imponente, aderezada con troncos de madera falsa y un juego de tenaza y atizador de hierro. Contar con una excentricidad como esa en una ciudad cuya temperatura en raras ocasiones bajaba de los 30°C no podía hallarse dentro de los parámetros normales. En caso de una pelea, él le daría un buen uso a los ornamentos que la ataviaban, pero igual, no entendía las insólitas inclinaciones de algunas personas por aparentar opulencia mientras tenían el alma llena de miseria. A pesar de sus crecientes dudas no perdería un solo minuto en indagar asuntos sin importancia, tenía un trabajo qué hacer y el tiempo era más valioso que todo el dinero de los Castañeda.
Lo único que lo ayudaba a soportar con gallardía el agobio del ambiente, era el hecho de que su ángel —o mejor dicho su pista—, se encontraba a su lado y observaba la habitación con el mismo desgano.
—Usted dirá, inspector, en qué lo puedo ayudar.
Jacinto inició la conversación al tiempo que se acercaba a una mesa de licores y preparaba unas bebidas para él y sus invitados.
—Vine para informarme sobre los negocios de Leandro Castañeda.
La brusca franqueza del inspector lo impactó. Se ocupó en distribuir el licor en los vasos de cristal para disimular su sorpresa. Elena controlaba su angustia atenta al complejo diseño del borde tallado del escritorio. Rogaba que el detective no averiguara más de la cuenta.
—No sé si está enterado, pero mi hermano murió hace un mes.
—Estoy enterado, por eso hablo con usted. Dudo que una tumba responda a mis preguntas.
Pensativo, Jacinto retomó la preparación de las bebidas.
—¿Para quién trabaja?
—La Corporación Dragón Dorado.
—Eso ya lo sé, pero, ¿quién contrató sus servicios como detective?
—No puedo revelarle esa información. Mis clientes, en realidad, desean saber sobre Antonio Matos, quien debió reunirse con Leandro aquí en Maracay.
Jacinto quedó conmocionado, uno de los vasos de whisky casi resbaló de su mano. Se giró para enfrentar al inspector con desconcierto al tiempo que procuraba mantener un rostro serio. Elena estaba ansiosa por escuchar la respuesta de Jacinto. Ella también necesitaba esa información.
—¿Antonio Matos?
—Sí. Tengo entendido que hace unas semanas él se encontraría en la fábrica de bolsas plásticas con su hermano para cerrar un negocio, pero Antonio desapareció, el mismo día en que Leandro murió. Necesito saber si la reunión logró efectuarse antes de las tragedias.
¿Antonio desapareció también?... La noticia dejó a Elena sin argumentos. Si Matos había desaparecido, entonces, ¿para qué necesitaba Lobato la carta? Según le informó, ese documento lo salvaría de la amenaza de Matos, pero si él había desaparecido —quizás estaba tan muerto como su hermano—, ¿qué peligro podía agobiarlo?
Jacinto trató de mostrar una sonrisa compasiva mientras repartía las bebidas entre sus invitados. Se sentó en la butaca y miró por unos segundos el líquido ámbar antes de responder.
—Mi hermano en vida fue un joven alegre y emprendedor, pero muy malo en las finanzas, derrochaba el dinero a granel. Por eso, con intención de asegurar su futuro, mi padre congeló la parte de la herencia que le dejó mi abuelo. Le aseguró que se la entregaría cuando se casara y se estableciera con una familia. Aunque nunca perdió las esperanzas de enseñarlo a manejar con sabiduría el dinero.
Jacinto detuvo la explicación para beber un sorbo del whisky y mirar a Elena con complicidad, gesto que casi sacó de sus casillas a Iván.
—A pesar de aceptar las condiciones de mi padre, Leandro prefirió hacer negocios por su cuenta para asegurarse una fuente de ingreso con qué satisfacer sus caprichos. Para serle honesto, inspector, yo desconocía esos movimientos. Nunca antes había escuchado el nombre de Antonio Matos, si usted dice que él negociaba con mi hermano, entonces, debe formar parte de esas transacciones adicionales que Leandro realizaba. Y la persona que pudiera darle respuestas más certeras, también desapareció.
—¿Desapareció?
—Sí, el mismo día en que murió mi hermano. Su nombre era Raúl Norato, el hermano de Elena. Él fue la mano derecha de Leandro.
Jacinto señaló a Elena con el vaso que aún sostenía en la mano y le sonrió con desgana. Ella lo miró con los ojos entrecerrados, a punto de estallar por la ira. Se preguntaba: ¿por qué Jacinto hablaba de Raúl cómo si ya no existiera? Él no sabía que su hermano había muerto.
—Sin embargo, puedo darle la dirección del contador que ayudaba a Leandro con la administración de la fábrica. Aunque todo lo manejaban entre Raúl y él, de seguro, esa persona pudiera darle más información que yo. El hombre lo acompañaba en algunas negociaciones y conocía a varios de sus clientes.
—Me gustaría hablar con él —dijo Iván al tiempo que analizaba las reacciones de Castañeda y de Elena.
—Su nombre es Asdrúbal Lima, le daré su dirección... Inspector, espero que esta investigación no pretenda manchar la memoria de mi hermano.
—Como le dije, la intención de mis clientes es encontrar a Antonio Matos. Solo quiero saber si la reunión se dio o no para conocer los pasos dados por mí objetivo. La vida y obra de su hermano no me interesa.
—Entonces, ¿cuento con su discreción?
—Por supuesto. Yo solo busco y sigo pistas hasta alcanzar mi meta. No estoy aquí para juzgar a nadie.
Jacinto le entregó un papel con la dirección del contador y le dirigió una mirada desafiante que despertó su interés. No había nada que incitara más a Iván que un buen desafío.
Se levantó del sillón para retirarse. Por ahora, de Jacinto no tenía más información qué sacar; por lo menos, no por medios razonables. Él no estaba dispuesto a decirle nada sobre Antonio, aunque era evidente que su investigación lo había afectado.
Y lo segundo que había ido a buscar, ya lo tenía en la mira: la ubicación de Elena Norato. Su mejor pista.
—Gracias por su colaboración, señor Castañeda. Que pase un feliz día.
Iván dio media vuelta, le sonrió a Elena con picardía y le guiñó un ojo.
Elena quedó abrumada por el atrevimiento del sujeto, se despidió de él con una sonrisa tímida, procuraba no hacer notar lo afectada que había quedado por el comportamiento seductor de aquel extraño. Nunca le había gustado mostrar debilidad ante nadie, menos permitir que perturbaran su coraza. Pero por lo visto, ese inspector sabía cómo resquebrajarla.
Por su parte, Jacinto se levantó para regresar los vasos al bar. Quería ocupar su atención en nimiedades para controlar su rabia. Sabía que ese inspector no era ningún detective privado, sino un asesino contratado por Antonio Matos, que buscaba a su jefe. No le gustaba que aquel sujeto deambulara en su territorio sin invitación. Esa situación debía detenerla de inmediato.
El acuerdo que había logrado con Lobato lo eximía de interactuar con ese tipo de personas, pero estaba seguro que ni siquiera el mafioso pudo predecir esa visita, de ser así, la hubiera evitado.
—Vamos al restaurante, Elena. Allí hablaremos con más calma.
Segundos después de la partida del inspector, Elena y Jacinto se dirigían al comedor del club para cenar. La idea no era de mucho agrado para ella, conocía las costumbres refinadas de Jacinto y su interés porque las personas que lo acompañaban fueran como él. Ella no poseía ni un gramo de refinamiento y pretendía continuar así. Una cena con Jacinto sería una ocasión incómoda y desagradable, pero necesitaba hacerle algunas preguntas y la intimidad que les concedía el club era ideal.
Jacinto siempre fue un hombre reservado y selectivo. Los clientes, aunque lo saludaban a su paso, no lo importunaban. En parte, por lo reaccionario que se volvía al sentirse acechado e invadido.
Entró en el restaurante sin saber cómo comenzar el interrogatorio. Vino a preguntar lo mismo que había indagado el inspector, pero Jacinto supo evitar con diplomacia cualquier comentario. Tenía que ser más inteligente si pretendía conseguir algo de él.
Jacinto la ayudó a sentarse en una mesa ubicada en un reservado del salón. Elena intentó suavizar sus movimientos bruscos para no disgustarlo. Lo miró con toda la candidez que pudo mientras él se incorporaba en la mesa, y le hacía señas al mesonero para que llenara las copas de licor y trajera un menú para ella.
—Yo sé lo que voy a comer, tú pide lo que se te antoje.
—En realidad, no tengo apetito. Estaría bien con una simple ensalada para acompañarte.
Jacinto dio las instrucciones al mesonero de los platos que debía traer. Al quedar solos, dedicó toda su atención a Elena y le mostró la más radiante de sus sonrisas.
—No te veía desde el funeral.
Elena no pudo evitar bajar la mirada a la mesa, el recuerdo de Leandro le revolvía las entrañas.
—Curaba heridas —fue lo único que pudo responder.
—Comprendo, para mi familia también ha sido muy dura su partida. No te niego que extraño sus extravagancias, sus discusiones y malcriadeces... —Una desagradable sonrisa melancólica se dibujó en el rostro de Jacinto. Elena se sintió a punto de vomitar—, pero no nos ahoguemos en el recuerdo, él está tranquilo dónde está y sé que espera que nosotros seamos felices y continuemos adelante con nuestras vidas.
No pudo evitar mirarlo confundida, Jacinto llevaba muy bien la muerte de Leandro. Había muerto asesinado y nunca se descubrió quién lo ultimó. La cancelación de las averiguaciones por parte de su padre fue un gran alivio para ella, pero era un complejo acertijo para el resto de los allegados a la familia.
—Jacinto, sé que es incómodo para ti, pero he venido a hacerte algunas preguntas sobre Leandro.
El hombre le dirigió una mirada tan penetrante que le erizó los vellos de la nuca. No era un buen momento para lo que iba a hacer, mucho menos después del interrogatorio del inspector, pero se le agotaba el tiempo.
Por suerte, dos mesoneros se acercaron con la cena. El momento sirvió para relajar el ambiente. Jacinto se vio obligado a apartar la mirada de ella para supervisar la comida y dar instrucciones a los empleados antes de solicitarles que se retiraran.
—¿Qué quieres saber?—le preguntó resignado, sin preocuparse en ocultar su desagrado.
—Escuché lo que le dijiste al inspector, pero hay algo más que me gustaría entender.
El hombre se concentró en sus alimentos, para dar poca importancia al interés de su acompañante por la vida de su difunto y descarriado hermano.
—Leandro una vez me comentó que temía por su vida. Sospechaba que alguien lo seguía y quería asesinarlo.
—No sé en qué negocios se metió Leandro, pero sea lo que sea, esa situación lo llevo a una horrible muerte.
—De verdad, lo siento, sé que el dolor de su pérdida es profundo, pero mi hermano desapareció y podría ser por la misma razón. —Elena suspiró, sabía que la muerte de Leandro no tenía nada que ver con la desaparición de su hermano, pero de alguna manera tenía que encauzar la investigación—. Ese Antonio Matos, del que habló el inspector, ¿crees que podría tener alguna relación con la muerte de Leandro y la desaparición de Raúl?
Jacinto dejó con delicadeza los cubiertos a un lado del plato y la traspasó con una mirada sombría.
—Como le dije al inspector, no tengo idea quién sea Antonio Matos y menos, si fue él quien asesinó a Leandro o secuestró a Raúl.
—¿No te da curiosidad saber qué le sucedió a tu hermano?
—Sé perfectamente lo que le sucedió —le confesó con una mirada desafiante.
Ella quedó congelada, sin poder, siquiera, respirar.
—Lo mataron a sangre fría, de una puñalada y lo dejaron desangrarse mientras sufría por sus heridas. Esa es una mancha oscura para mi familia. Mi padre tenía aspiraciones políticas y tuvo que dejarlas de lado por ese fatal hecho. Yo aspiro ser un gran empresario, pero la muerte de mi hermano me pesará toda mi vida. Si averiguo más, no solo encontraré al asesino, también destaparé la inmundicia que manejaba Leandro. Él murió, ahora yo debo velar por mi futuro y el de mi familia.
Las frías palabras de Jacinto la dejaron sin argumentos. Era tan repugnante y egoísta como lo había sido su hermano, a quien lo único que le importaba era su propio porvenir.
—Te entiendo y disculpa mi atrevimiento, pero necesito saber algo de Raúl. Él desapareció sin dejar rastros, yo no sé si está vivo y me necesita, o está muerto.
Jacinto volvió a tomar los cubiertos y reinició la cena.
—Entonces, deberías seguir al inspector —le respondió con frialdad.
—¿Al inspector?
—Vi como te miraba, está interesado en ti... en realidad, no es un inspector. Estoy seguro que trabaja para Antonio Matos o para algún otro mafioso. Él puede darte la información que necesitas y llevarte hasta Raúl.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?
—Solo lo sé. Confía en mí.
Elena lo observó con rencor, jamás confiaría en el hermano egoísta de un violador.
—Aunque sea verdad lo que dices, no sé cómo ubicarlo. ¿Cómo le sacaré información?
—Recuerda que le di la dirección del contador, te la puedo entregar y te encuentras con él allá. Y sobre tu pregunta... —Jacinto volvió a perder interés por su comida y le dirigió a Elena una mirada burlona—, usa tus encantos.
Con una sonrisa de satisfacción el hombre pretendió infundirle confianza, pero lo que logró fue hacerla rabiar más. Ya se había humillado demasiado por culpa de Leandro, no volvería a humillarse por otro Castañeda.
Uno de los meseros se acercó a Jacinto con precaución. Se disculpaba como si hubiera asesinado a su perro por accidente.
—¿Qué sucede? —contestó con severidad.
—Lo busca la señora Carmela Norato. Dice que tiene una cita con usted.
Elena se retorció en la silla y Jacinto suspiró con resignación.
—Jacinto, por favor, no quiero encontrarme con mi tía, ni que se entere de mi visita.
—No te preocupes, será nuestro secreto. Sal por los jardines y no te verá, yo la distraigo.
Pidió un bolígrafo al mesero y en una servilleta anotó la dirección del contador. Luego dio órdenes para que retiraran la copa y la ensalada de Elena y colocaran una copa limpia en su lugar. Al quedar solo, tomó su teléfono para enviar un mensaje y alertar a Lobato sobre lo sucedido.
Elena no confiaba en ese hombre. Algo dentro de ella le advertía tener precaución, pero no tenía más opciones, estaba sola, sin recursos ni conocimientos. Lo que más la inquietaba era el hecho de volver a toparse con el inspector. Tenía que prepararse para ese encuentro e idear las maneras en que podría sacarle la información que necesitaba.
Ese sujeto despertaba en ella sensaciones que podrían hacerle perder con facilidad la cabeza y ese era un miembro de su cuerpo del que no podía prescindir. Por lo menos, no ahora.
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