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Jimin
Mantuve ocupada a Nora todo lo que pude cuando estábamos juntos. Sin mentirle demasiado le dije que era imprescindible que comenzara a aprender coreano, por cualquier eventualidad. Y así lo hizo. Diligentemente estudiaba todos los días en casa y practicábamos cuando yo volvía de trabajar.
Eso le dio algo en qué pensar, y lo siguió haciendo incluso cuando nos mudamos al departamento junto al centro comercial.
Pronto se supo el nombre de todas las calles colindantes y se tranquilizó un poco mi corazón.
Yo podía levantarme un poco más tarde para mis turnos, pues ahora estaba muy cerca. Y cuando llegaba, ella siempre había cocinado algo sano para mí, sabiendo que la base de mi alimentación era la comida rápida.
Sin embargo, ella continuaba visitando el antiguo barrio. Decía que le traía pequeños recuerdos. Tenía la mala costumbre de ir a cuidar y cosechar de vez en cuando nuestro huerto. Lo descubrí al probar la delicia de una lechuga que no existía en el supermercado. No pude enfadarme con ella, pero le supliqué que no lo hiciera otra vez.
Además del peligro que suponía, necesitaba estar seguro de que no merodeaba por ahí, para hacer lo que tenía que hacer.
—¿Sabes lo que piensan cuando te ven? —inquirí frustrado, agarrando su rostro con ambas manos.
—No quiero saberlo —musitó.
—Entonces, Nora.
—Tampoco quiero que lleves la carga de la casa tú solo —reclamó.
—La carga se vuelve más pesada si además tengo miedo de que te pase algo.
Iba a replicar, refunfuñando, pero la besé antes de que pudiera hacerlo y ella lentamente se fue relajando en mis brazos.
El dinero de su padre nos permitió mudarnos, pero no era infinito y no deseaba que Nora pasara ningún mal rato.
El camino ya lo tenía más o menos pensado. Hoy al anochecer iría a ver al Gato. Y no es que conociera demasiado las movidas del barrio, pero algunas bandas se molestaban menos en disimular.
La que tenía en mente era conocida por sus asaltos. Me estremecí al tan siquiera pensarlo, pero con la cara cubierta y corriendo rápido debería estar a salvo.
No voy a hacerme el santo y decir que esto no lo consideré alguna vez.
En cuanto vendimos mi antigua casa, aún recuerdo cómo se sintió aquella trizadura dentro de mí. Me prometí no volver a pasar por eso, y hacer lo necesario para evitarlo. Sin embargo, no creí que ese momento llegara alguna vez.
Menciono a El Gato, porque era el líder de la banda a la que pretendía pertenecer. Lo llamaban así por la forma de sus ojos y su rapidez.
Ese lluvioso día de otoño, esperé a que Nora se quedara profundamente dormida antes de salir.
Las gotas en la ventana de la habitación hicieron que se tornara todo muy acogedor para ella y se sumiera en un sueño del que rogué no fuera a despertar.
Tuve que comprarme un paraguas en el camino porque no teníamos y me empapé antes siquiera de abrirlo. Fui trotando con algo de dinero en los bolsillos y regresé a mi antiguo barrio perdiendo de vista las luces de la ciudad.
Rodeé el almacén enrejado, bajé por el segundo callejón después del parque y me puse a esperar a que llegaran.
Varias veces antes los había visto merodear a esta hora por este lugar, así que estaba seguro de que vendrían en cualquier momento.
Mordí mi labio inferior para que dejara de temblar de frío y tuve miedo de enfermarme.
Cuando ya hubieron pasado diez minutos ya casi no aguantaba la temperatura. El viento comenzó a congelar mi ropa mojada, así que resolví que era hora de irme y de intentarlo de nuevo otro día.
—Ir solo por aquí es un grave error.
Cinco chicos doblaron la esquina vistiendo casi enteramente de negro, tambaleándose al andar y apestando a cerveza desde la distancia.
Se me apretó el estómago, pero tenía muy claro lo que sucedería. Dos de ellos trotaron hacia mí, me quitaron el paraguas y muy bruscamente comenzaron a toquetearme para quitármelo todo.
Vaciaron mis bolsillos en menos de diez segundos y no me golpearon solo porque no opuse resistencia.
—¿Tan pobre estás que no tienes teléfono? —preguntó uno volviendo a meter la mano en mis bolsillos por enésima vez—. Qué lástima.
—Vengo a hablar con ustedes —articulé con toda la firmeza que pude—, contigo, Gato.
Solo eran rumores. Nunca lo había mirado a los ojos, pero cuando lo hice entendí mejor su apodo.
Sus iris eran tan azules como su cabello, y a pesar de que en Corea no era para nada habitual ver ese color de ojos, él así los tenía.
—¿Qué quieres? —inquirió, quedando justo frente a mí.
—Quiero ser parte de esto.
Contuvo su risa de forma poco disimulada, al igual que todos los demás. Me observó de pies a cabeza, pero yo no quité la mirada de sus ojos.
—¿Qué te motiva? —inquirió y yo enseguida bufé.
—El dinero, ¿qué más?
—No.
Sacudió la cabeza y caminó un poco a mi alrededor. No me dijo nada más y entonces supe que quizás debía decirle la verdad.
—Hay una chica en mi vida ahora, y quiero darle lo que le pertenece —articulé—. Su padre... y la vida misma todo el tiempo me dice que soy un inútil, por eso probaré lo contrario.
El Gato asintió levemente y me empujó con su mano en mi hombro debajo de un techo de plástico para que no me siguiera mojando.
—A mí nunca me mientas —sentenció.
—Sí tiene que ver con el dinero.
—Quieres demostrar tu valor —interrumpió—, y eso no tiene nada que ver con el dinero.
Los demás parecían estar haciendo guardia o muy desinteresados en nuestra conversación, puesto que se pusieron a beber y a charlar lejos, dándonos la espalda.
—De cualquier manera no puedes salir con nosotros de una —continuó—. Te voy a tener que bautizar, cachorrito, vende esto.
Dijo y me entregó una gran pelota dura y blanca.
Su mano no cerraba completamente alrededor de ella y la envolvía un plástico transparente y brillante, muy delgado.
—Supongo que sabes lo que es.
—Sí —dije.
—Tráeme el dinero de esto y sabré que puedo confiar en ti y en tu sigilo. Te doy una semana.
Mi expresión cambió, pero traté de que no se me notara. No conocía a nadie que estuviera dispuesto a comprarme, pero no importaba. Algo quedaba del dinero de aquel bolso, y si se lo traigo, con su confianza fácilmente lo podré multiplicar.
—¿Mucho tiempo? —indagó en tono burlesco al no oír de mí nada más que silencio.
—No, está perfecto. —Tomé la pelota y la guardé en el bolsillo interno de mi chaqueta—. Gracias, Gato.
Él simplemente se dio la media vuelta y se esfumó con los demás encendiendo un cigarro al andar.
Mi estómago dejó de estar apretado, pues ahora me hallaba resignado, sabiendo que lo que había tocado no me permitiría volver atrás.
En el baño dividí lo recibido en saquitos improvisados que fabriqué con bolsas de plástico, en medidas quizás demasiado torpes que busqué en páginas tránsfugas de internet.
Aún así, a diario cargaba conmigo toda la cantidad, sin querer arriesgarme a que Nora me descubriera.
En mi trabajo solo se lo mencioné a mi mejor amigo, con disimulo y un gran temor. Pero sí quiso.
Ni siquiera sermoneó mi comportamiento, y admito que eso me decepcionó un poco. Me compró cinco bolsitas, y aún me faltaba vender otras veinte más.
Cumplí el turno muy distraído ese día, pensando en escaparme media hora antes e ir al antiguo barrio a pararme en una esquina con el gorro de mi sudadera puesto. Rogando porque adivinaran lo que había debajo de ella.
Salí temprano entonces con autorización de mi jefe y abandoné el centro comercial con esa intención. Atravesé a gran velocidad las cuadras que me separaban de la estratégica ubicación que tenía en mente, hasta que el aire en mi garganta se cortó.
Sentí un brazo duro rodearme el cuello y pronto una mano sobre mi boca también.
Ni siquiera tuve tiempo de desesperarme. El gorro de mi sudadera cubría torpemente mis ojos, así que no podía ver nada.
—Esta es la nueva rata del Gato —bramó una voz rasposa detrás de mí.
—No fue fácil alcanzarte —dijo otra voz a mi costado—. Apresúrate.
Dicho esto, supe lo que pasaría y me invadió el terror. Comencé a resistirme, pataleé y grité bajo el sofoco de esa palma todo lo que pude hasta que recibí un golpe seco en la sien.
Fue demasiado duro y me aturdió hasta el punto de la náusea.
En el suelo, me arrebataron todo lo que tenía. Me quitaron la sudadera y pude ver que eran dos miserables ladrones raquíticos que observaron mis pertenencias como si se hubieran ganado la lotería.
Ambos soltaron un grito de júbilo casi al unísono y salieron corriendo. Yo también grité, pero porque no sabía qué mierda iba a hacer. El piso estaba húmedo, pero no me incorporé.
• ────── ✾ ────── •
Narra Nora
La señora Hyori, la dueña de todo el sector agrícola del antiguo barrio, siempre me miraba de reojo cuando me acercaba a mi pedazo de tierra.
Sin embargo, cada vez lo hacía con menos desdén y más curiosidad. Incluso un día creí que se me acercaría para hablar, pero no lo hizo.
De cualquier manera ya había dejado de ir a ese lugar. Jimin tenía razón en que algo me podía pasar, pero sentirme inútil es algo que no puedo soportar. Justo como ahora... pues él no llega y no puedo hacer nada para ayudar.
Traté de que los nervios no me invadieran para poder controlar mi dolor de cabeza. Solo habían pasado dos horas de su llegada habitual, y quiero pensar que se quedó hablando con un amigo y nada más.
Caminé con el corazón inquieto hacia el baño y desde el botiquín extraje un analgésico para mi jaqueca. Bebí agua inclinándome bajo el grifo del lavamanos, pero en cuanto tragué, sentí algo extraño.
Al levantar mi mano apoyada distinguí en mi palma una textura similar al talco.
La zona cercana a mi pulgar había quedado teñida de blanco. Fruncí el ceño y entonces sentí mi estómago caer. No quise sacar ninguna conclusión y confiar en él, pero en un impulso de rabia me llevé la mano a la boca y lamí brevemente mi piel queriendo convencerme de que no era cierto.
No obstante, un sabor amargo, intenso y fugaz inundó mi lengua y me hizo querer llorar.
No podía siquiera pensar en lo que significaba esto. Sentí el vértigo de que él mismo se fuera a abandonar.
Lavé mi mano bruscamente y entonces escuché la puerta abrirse.
Hecha una furia atravesé el pasillo, pero en cuanto lo vi, me detuve.
Jimin cerró tras de sí con el rostro hinchado, la mitad de él cubierto de sangre y sin su bolso.
Mis manos volaron a mi boca cuando él me habló con dificultad.
—La he cagado, Nora.
Sentí mis pulmones rechazar nuevo aire y lentamente me acerqué a él.
—La cagué —lloró sin poder abrir su ojo izquierdo—, ahora sí que lo arruiné todo.
—No, Jimin, ven acá —dije temblando bajo el shock—. Ven.
Hice que se sentara en el sofá y rápidamente corrí a empapar una toalla a la cocina con agua tibia.
Volví a su lado y limpié la sangre que emanaba desde su frente.
—Dime qué fue lo que pasó —supliqué sobre sus sollozos.
—Lo intenté, N-Nora —balbuceó—... Quise dinero fácil y tenía que vender... pero me lo robaron, ¡me lo robaron todo! Así es mi suerte, me asaltaron. Y El Gato se enteró, y ahora quiere el doble de lo que...
Pude entender la situación aun sin que me diera más detalles.
—¿El Gato? —indagué, interrumpiéndolo.
—Revienta tiendas, es el líder... —contestó abatido—. Supongo que también es traficante, no lo sé, ya no lo sé. Casi me mata a golpes, Nora...
—¿Y te entregó merca? —inquirí con menos calma y él solo asintió—. Él sabe que eres un novato, Jimin, ¿por qué te pondría a traficar? Estás loco —exclamé y me sentí quebrar—. Por supuesto que era una trampa para conseguir más dinero de lo que vale lo que te entregó. Esos perros que te asaltaron obviamente trabajan para él.
—Lo siento, Nora.
—Debiste hablarlo conmigo —sollocé.
—Lo siento —repitió—, lo siento.
Me alcé para abrazarlo cuando su cara estuvo un poco más limpia y me embargó una tristeza abismal. Un miedo que jamás podré explicar, pues llegó a un punto en el que me entregó cierta resignación, paz.
—¿Cuánto te está pidiendo?
—Tres millones de wones —respondió—. Tengo una semana, una.
Asentí y tomé sus manos en silencio, sabiendo de sobra que en el bolso quedaba muchísimo menos que eso.
—Quise ser suficiente para ti —susurró con su párpado temblando—. Quería complacerte, quería demostrarte que yo también soy fuerte...
—Sí eres fuerte —musité sosteniendo mi voz—, eres el más fuerte de todos.
Soltó una de mis manos para acariciar mi rostro y entonces cerré los ojos, sintiendo el dolor fluir por mis venas como un río impulsado por la luna, y la certeza de aquel vuelco que ahora se había vuelto inevitable.
—Solo quería... —dijo, pero no terminó.
Volví polvo el analgésico que dejé caer a su taza de té. Le habría dado también una pastilla para dormir si tuviera, pero la paliza recibida bastó.
Mi silencio en la habitación esa noche reinó. Con el corazón vuelto agua largamente lo observé. El único ser amable y compasivo que alguna vez me cuidó sin interés, había sido corrompido por mi gran culpa, solo por mi ser.
Sentada en la cama, despierta a más no poder, sentí mis ojos llenarse de lágrimas que no pudieron caer, y sin siquiera pensarlo muy fuerte, supe lo que tenía que hacer.
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