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Cap. 25.- La elegiste

Pasaron exactamente tres días. 

Como sabrás, no hablé mucho con Nora porque no la fui a dejar, porque me fui con Amanda, porque era obvio. No hablamos tampoco esos tres días. Estuve ocupado. Con Reyes buscamos un terapeuta, sí, íbamos a resolver eso de una forma bastante civilizada. Acudiríamos con un especialista y lo resolveríamos como personas prudentes. 

El punto aquí es que después de esos tres días, Nora apareció en mi casa.

— Jan —mencionó al verme— ¿Podemos hablar?

Asentí y salimos. Comenzamos a caminar por la acera sin un rumbo aparente. El frío había aumentado y las lluvias se volvieron frecuentes, se avisó de una tormenta de nieve que estaría próxima antes de finales de diciembre así que todos estaban a la espera, solo faltaban otros tres días y las probabilidades serían más bajas. 

Ella llevaba un suéter verde y yo uno marrón. No diré nada sobre colores, esperaré a que des tu propia versión.

— ¿Qué has hecho? —Pregunta y me encojo de hombros.

— No mucho, busco personas y arreglo cosas —respondo.

Sí, se me haría complicado alejarme de ella. La simple idea de que debía hacerlo me encogía el corazón. 

No se sentía bonito saber que tendría que dejarla, pero era necesario, mientras fuésemos amigos el sentimiento que yo le tenía jamás se iría, en nosotros la cercanía era natural.

— ¿Tú qué has hecho? —Cuestiono.

— No mucho, arreglando cosas y esperando la tormenta.

— Oh, sí, la tormenta —añado—. Debes cuidarte, eh, por favor, abrígate mucho.

— Tú igual.

— Sí, tranquila, Farquaad me obliga a ponerme medias.

— ¿Farquaad? —Detiene su andar para mirarme. Asentí.

— Amanda.

— Vaya, ya tiene apodos otra vez.

— Creo que nunca dejamos de tenerlos —la veo asentir y suspiro.

— Me alegro mucho por ustedes, ¿a tu madre ya no le molesta?

— Sí —admito—, pero supongo que confía más en mí de lo que desconfía de ella.

— Tu madre te adora.

— Y yo a ella.

Retomamos la marcha sin decir nada. El viento sopla con poca fuerza y mis pies se tropiezan con pequeños rastros de nieve que no se quitaron bien del camino.

— ¿Sabías? —Dejo la pregunta al aire y logro captar su atención—. Las nutrias se agarran la mano cuando van a dormir para no alejarse flotando porque si eso sucede se ponen muy tristes y, como los pingüinos, son capaces de quedarse en soledad por siempre y hasta morir.

— Quiero que me amen como se aman las nutrias.

— Encontrarás ese amor algún día —un pequeño malestar se incrusta en mi garganta. No quiero llorar, pero sí duele.

— No te di tu regalo —le digo—. ¿Te lo doy más tarde o mañana? —Niega.

— Déjalo. Yo iré por él.

De pronto nos detenemos y nos miramos, no apartamos un segundo la mirada del otro. Sus ojos están sobre los míos y yo no siento la necesidad de apartarlos. Nos abrazamos, así, sin explicación, sin decir nada. Algo en sus brazos alrededor de mi cuerpo me gritan un «Adiós» definitivo.

— Me voy —dice tras los primeros cinco minutos de silencio.

Aquello me deja perplejo, no sé reaccionar. Sus brazos se aferran a mí y solo soy consciente de las lágrimas que recorren mis mejillas y lo soy porque siento su sabor salado cuando una de ellas cruza por mis labios.

— ¿Qué? —Es lo único que alcanzo a responder.

— Me voy. Por eso lloraba el otro día —admite y mi corazón se comprime en mi pecho—. Iré a vivir con mi papá, donde mis abuelos.

— Está bien —mis manos acarician su espalda con suavidad—. No tiene que ser malo, podemos hablar todas las noches y hacer que funcione...

— Jan —me corta y se aleja de mí—. Respóndeme algo.

— Sí, lo que desees.

— La elegiste, ¿verdad?

— Sí, la elegí —confieso con un ardor indescriptible en el pecho y la garganta—. Lo siento Nora.

— No te disculpes —una lágrima desciende por su mejilla, pero ella la limpia con rapidez y me sonríe—. Espero sean muy felices —asiente—. Ya no dejes que te haga sentir menos, no quiero que llores por ella otra vez, sobretodo porque ya no estaré.

— Podemos ser amigos y seguir hablando —respondo y ella niega.

— No podemos.

— ¿Por qué?

— Porque me gustas —el mundo se detiene, al menos para mí, parpadeo con lentitud—. Me conoces, mientras me gustes me voy a mantener cerca, voy a estar ahí hasta gustarte y no debo, quiero que estés feliz con quien tú elijas amar y mientras sienta algo por ti nunca estaré realmente feliz con esa felicidad.

— Pero volveremos a hablar, ¿verdad?

— Cuando el sentimiento se vaya, claro. Hasta eso, la distancia no será tan mala.

— Entonces espero el sentimiento se vaya rápido —digo— Te quiero.

— Yo a ti, lo sabes —responde.

Le doy un último abrazo y sin tener que decir una palabra más, se aleja. Y no la sigo por mucho que las piernas me pican por correr tras ella. Cuando la veo suficientemente lejos, me dispongo a irme. Entonces, giro y comienzo a caminar en dirección a mi casa, pero casi de forma inmediata volteo y la encuentro ahí, viéndome. 

Y esa, esa es la última vez que nos vemos. Ese momento en que ambos decidimos voltear, es la última escena en que vi a Nora porque, la verdad, el sentimiento que yo tenía tampoco se había ido y no me iba a arriesgar a que sentirlo otra vez y perder a Amanda.

Sabía que sucedería. Sabías que sucedería. En el fondo, siempre debió ser así. 

La vida trata de eso, de cambios, de ganar-perder. De todo a cambio de nada. De estar arriba porque te arriesgaste a bajar. La vida es un cúmulo de cosas sobre las que no tienes elección por mucho que eso duela.

Fin.

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