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Cap. 16.- Las disculpas

¿La verdad? La verdad no sabía qué hacía.

La cité para vernos el viernes al atardecer en el parque y pedí a mamá que me dejase llevarme el auto, ese que escondíamos en el garaje y nunca usábamos, ese que un día había comprado papá y me había dicho con orgullo que en algún momento sería mío.

Era nuevo todo eso de, por Amanda, querer tener contacto con mi padre de alguna forma. A veces es necesario volver al pasado y limpiar un poco el polvo, pero por lo general no siempre descubres debajo un montón de felicidad y yo temía encontrar allí alguno de esos momentos no tan felices, quizá inclusive ese último día que lo vi.

Odiaba con mi alma al Jandry que se había puesto a discutirle en lugar de aprovechar el tiempo que tenían juntos antes de ese viaje, pero al final, es absurdo regañar la decisión de mi parte más joven ahora que el tiempo me ha dado de bruces. ¿No crees?

Nunca debemos regañar a nuestra antigua versión por las decisiones que tomó, porque antes no teníamos la conciencia de ahora y no hay nada más idiota que regañar a un niño por no decidir como lo haría un adulto.

En fin, aquí lo importante es que era Viernes, muy temprano. Demasiado temprano. Y yo ya estaba nervioso. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué iba a decir? Ya había pasado un día con ella, pero esta vez no quería discusiones ni malos entendidos, quería hacerle saber que la quería. Que jamás dejé de quererla.

Pasé todo el día viéndome al espejo, queriendo saber qué iba a decir. Tratando de decidir qué ponerme. Buscando chistes para contarle. Consultando datos y nutriendo mi mente de conocimientos nuevos, los suficientes para sorprenderla o al menos mantenerla ocupada. Busqué información hasta que comencé a imaginar cada cosa. Tantas fueron mis ganas de destacar que parecía loco moviéndome por toda la casa tratando de recordar la mitad de lo que había leído.

— Vas a hacer un hueco en el piso si das una vuelta más. Basta.

Ordenó la voz demandante de mamá y reí. Con nervios, pero reí.

— Perdóname —pedí en un susurro y ella hizo una mueca.

— ¿Perdóname? ¿Acabas de pedir perdón por algo totalmente normal?

— Perdón —repetí y ella rió.

— Respira, estrellita. Mejor cuéntame, ¿qué tiene a mi hijo tan preocupado?

— Nada.

— ¿Por qué le cuentas a tus amigos y tus hermanos, pero a mí no? —Reprocha y me encojo de hombros.

— No sé, mamá. Te contaré depende de cómo me vaya. ¿Sí?

— ¿De cómo te vaya...? ¿Trata de una chica?

No respondí, pero sentí mi rostro arder y, como siempre, para ella fue suficiente respuesta. ¿Es que yo podía ser tan transparente con lo que me sucedía? Y yo que quería ser un gato negro. Lástima que nací Golden.

— ¡Sí! —Gritó, eufórica—. Mi niño está enamorado, que lindo. ¿Por eso te bañaste y peinaste?

— ¡Mamá! —Me quejo para evitar reír— ¡Yo sí me baño!

— Claro que no, eres mi hijo. La última vez que estuviste limpio, fue cuando te bañé yo y tenías cinco años.

— ¡Mamá! —Vuelvo a quejarme y ella se acerca.

Toma mi mano y al siguiente minuto estamos en mi habitación.

— Quizá no soy tan buena como tus hermanos o amigos, pero puedo alistar a mi hijo para una cita, ¿dónde la vas a llevar?

— Gracias, pero creo que puedo hacerlo solo.

— Jandry Simón Williams Patiño. Te voy a ayudar y vamos a ser muy felices, ¿tengo que repetirlo?

Le saqué la lengua y ella volvió a reír. No podía perder contra esa mujer, no te das una idea de lo mucho que detestaba perder, sobre todo contra ella.

— ¿Dónde la vas a llevar?

— No conoces el lugar.

— ¿Dónde?

— Es... no sé, como una especie de acantilado. Papá me lo mostró cuando yo era más pequeño. Quiero llevarla ahí. La playa se ve hermosa desde ese punto de la montaña, ¿sabías? El atardecer es hermoso y las estrellas, oh, vieras las estrellas mamá —suspiro y siento su mano sobre mi hombro.

— ¿Así de importante es? ¿Quieres llevarla a ver estrellas?

Solo logro asentir. La verdad jamás había hecho eso. Bueno, ver estrellas, sí, con mucha gente, pero llevarla a un lugar especial a hacer algo que para mí resultaba especial... Reyes significaba demasiado para mí. Si hubiera podido, se la presentaba a papá. Y eso era mala señal, porque yo jamás había querido que papá conociera a alguien. Él era el recuerdo más bonito que tenía y quería protegerle de todos.

Para hacértela corta. Al final ella ganó. Me peinó como niño bueno y nos decidimos por unos vaqueros muy azules y una camisa negra de tela, de esas que tienen botones. Por indicación de mamá, esa camisa llevaba dos botones bajo el cuello sin abrochar. Finalmente un cinturón negro y un perfume que pedimos en ese instante a mi tío Noé, el cual llegó corriendo apenas mamá mencionó la palabra «cita».

Me sentía un puto idiota y, sobretodo, un puto. ¿Me imaginas vestido así? Yo no, ni para mis mejores ligues lo había hecho. El tío Noé aceptó mi conjunto.

— ¿Es con ella? —Preguntó de la nada, aprovechando que mamá había salido de la habitación un momento. Alcé las cejas sin entender mucho— La cita, ¿es con la chica que te dije, no le agrada a tu madre? —Asentí—. Si se entera te mata, lo sabes, ¿no?

— Me dijeron lo mismo con Amy y aquí estoy.

— Igual suerte.

— ¿Suerte para qué? —Preguntó mamá, ingresando nuevamente.

— Cosas de hombres —respondió y ella se cruzó de brazos.

— Ay, Williams, no quiero un solo nieto, verás. Estás muy pequeño aun para tener hijos. Si quieres obligaciones, dime y te mando a barrer.

— Tranquila, no le tocaré un solo pelo.

Que ella no quiera que le toque.

No, sin pensamientos así. Nada de chico hormonal. Nada.

Pero ese «nada» se convirtió en «todo» cuando la vi llegar. Se había puesto un vestido que le apretaba mucho arriba, pero nada abajo. ¿Entiendes? Imagina un diseño de Disney, así. Claro, un poco más cortito. No creas que se puso algo que arrastraba al caminar, no, a lo mucho le llegaba a la rodilla. Era azul. Y yo amaba el azul. Y sí, se lo quise quitar mientras le susurraba cosas que no serían aptas para esta historia.

— Señorita Reyes —mencioné al verla, tratando de encubrir mis nervios.

¿Cómo hacen los chicos en los libros y películas para fingir estar tranquilos y desinteresados cuando los nervios los están comiendo vivos?

— Luces bien.

— Y tú hermosa, como siempre.

Sonríe y le hago una señal para que suba al coche. Obedece y rodeo el mismo para subir al asiento del conductor. Durante un segundo olvido cómo se conducía y eso que llegué hasta el parque por mi propia cuenta.

Media hora después nos encontramos cerca del lugar señalado, estoy nervioso, mucho, demasiado. ¿Y si no le gusta? ¿Y si le parece tonto? Claro, sabré que nunca fue ella, pero también le quitaré el valor especial a algo que siempre lo ha sido. Creo que lo más difícil de compartir algo que te gusta o apasiona con alguien es que si esa persona no sabe valorarlo para ti también perderá en parte su valor. Y no deseo que eso suceda con nada de lo que me ha dado mi padre. Porque cuando ese alguien no está en tu vida, los recuerdos se vuelven aún más valiosos.

Por suerte eso no sucede. Llegamos y bajamos de forma automática. Hay menos arboles de los que recuerdo, el lugar me resulta desierto, pero se aprecia bien. Me hace sentir como Shrek y burro cuando se sientan a ver la luna y las constelaciones. El sol aún no se esconde por completo y el reflejo del atardecer cayendo sobre el mar jamás me había parecido tan bello.

— Es hermoso —menciona y asiento, dándole la razón, parece que hoy el cielo conspiró para cubrirse de colores bellísimos— ¿Ya la trajiste a ella aquí?

— No, eres la primera persona en venir.

— Ajá —responde y, la verdad, deseo ahorcarla.

No lo hago porque el plan ahí es reconquistarla, no matarla. Aunque podría hacerlo, tirar su cadáver y alegar que se resbaló, pero no. No me siento dispuesto a crear malos recuerdos ahí y dejarlos.

— Eres la única persona después de mí y mi padre.

— ¿Enrique? —Me siento a una distancia prudente y la veo repetir mi acción,

— Sí. Él me trajo aquí cuando tenía ocho años. Ese día —hago una pausa y suspiro— ese día me dio el anillo familiar y me hizo prometer que no traería a nadie que no lo mereciera, a nadie que no se ganara estar aquí.

— ¿Crees que soy esa persona?

No me mira ni la miro, pero puedo captar de reojo cómo acaricia sus dedos, seguro en la misma zona donde llevaba antes el anillo que le di, sí, el que pertenecía a mi familia.

— Nunca dejé de creerlo —admito y siento su mano sobre la mía.

No decimos nada, solo nos quedamos ahí, disfrutamos de ver el sol esconderse tras el mar. Cuando me doy cuenta, tenemos los dedos de las manos entrelazados. No lo comento, ella tampoco. Quizá hay momentos en los que uno está tan a gusto que la simple idea de decir algo suena muy poco tentador.

— Perdón —me animo a decir.

— ¿Por qué?

— Por todo lo que dije, lo que no también. Por el daño que hice antes del que no me acuerdo, pero seguro tú sí. Las veces que me callé y te alejé. No merecías nada de eso.

— Dry... —llama ella y niego.

— Deja que termine. No lo merecías porque eres increíble, lo mejor que he tenido en esta vida. Yo no debí haber sido así contigo, brillas demasiado y no supe verlo. Por eso perdón.

— Hey, Dry —suelta mi mano y sujeta mi rostro.

Cierro los ojos por inercia al sentir el tacto de sus manos en mis mejillas, todo se siente en calma aunque admito que ganas de llorar es lo que más tengo. No debía acabar así. Debíamos estar pasándola bien. Divertirnos y olvidarnos de todo.

— Te perdono —dice y suspiro, el nudo en mi garganta se desvanece y cuando puedo notarlo me encuentro abrazándola, me siento un niño pequeño y no se siente mal eso—. Perdóname tú también a mí, debí saber entenderte mejor, por cada vez que quisiste hablar para solucionar un problema y no te dejé. Por cada momento en que sentiste que debías callarte para no generar daño. Por no respetar tus espacios y tus tiempos.

— No, tú no hiciste ningún daño tan grave.

— Williams, deja de excusarme.

— No lo hago, es verdad.

— También es verdad que yo te hice mucho daño.

— Perdóname.

— Si tú me perdonas a mí.

— Reyes —me quejo.

— Williams —contradice.

Y nos reímos. Nos reímos como solo lo hacen dos personas locas. No sé si de amor, pero locas a fin de cuentas.

— Extrañaba discutir contigo.

— Yo también, tontito —besa mi frente y sonrío.

Y ¿sabes? Pocas veces me había sentido tan bien junto a ella. Pero justo en ese instante solo rebosaba en mí la calma. La calma que ella me daba. Ahora quizá podría comenzar mi segundo plan: reconquistarla. Nicholas solo era una piedra en el zapato. No causaba gran problema y yo se lo iba a demostrar.

— Te quiero —le dije cuando la noche cayó completamente y nos tocó volver.

El cielo estrellado era hermoso. Hacía contraste con ella.

— Te quiero mucho más.

Y así, terminó el día. Conmigo recostado en la cama, con una sonrisa llenándome el rostro y con mi madre observándome desde el umbral de la puerta. Feliz de ver a su hijo enamorado. Y yo, feliz de haber pedido perdón.

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