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Prefacio

Advertencia de contenido: Querido lector, esta historia toca temas fuertes, como el suicidio, el acoso y el abuso sexual. Contiene escenas de violencia y muerte. Están tratados con el mayor respeto y responsabilidad, pero si eres sensible a ellos ahora puedes decidir si seguir adelante o no. ¡Gracias!

Prefacio

Siempre me atrajo la historia, los pueblos antiguos y los parajes escondidos. La ansiedad por descubrir se me anudaba en el pecho cada vez que salíamos de excursión. Córdoba era para mí una provincia infinita. Siempre había algo que hacer, algún lugar que visitar y alguna historia vieja que escuchar.

Por eso, en los últimos dos años, no había perdido la oportunidad de ir con mis papás de vacaciones. Mi hermana menor, sin embargo, no estaba tan de acuerdo con pasar nuestras vacaciones de esa manera. Luna tenía ideas diferentes sobre lo que podía hacer en el receso y yo sabía que estaba resentida por haber sido arrastrada a esa aventura.

Se quejaba constantemente por no haber podido quedarse con Laura, cuyas vacaciones no empezaban hasta febrero. Pero Luna tenía apenas dieciocho y mamá no pensaba dejarla sola en casa, con una Lau que apenas aparecía para cenar.

La ignoré cuando empezó a quejarse del paisaje de La Cumbrecita. Ella estaba en una etapa en la que todo le molestaba y que yo ya había superado hacía rato. Cualquier cosa que le dijera iba a ser motivo de pelea y preferí abrazar a Hani, nuestra perra, mientras accedíamos al estacionamiento.

La Cumbrecita era un pueblo peatonal y era obligatorio dejar el auto fuera. Eso pareció molestar todavía más a Luna. Mamá le dijo que se callara la boca en cuanto bajamos del auto y mi hermana tuvo comentarios insoportables para todo lo que veía.

Papá también prefirió ignorarla y me señaló enseguida la arquitectura del lugar. El pueblo se caracterizaba por presentar un estilo centro-europeo. En seguida, nos acercamos al edificio de informes y nos entusiasmamos por los trayectos y los caminos a seguir. Me dieron unas enormes ganas de realizar el sendero hacia la cascada, pero con el humor de Luna y acarreando a Hani, no había mucho que pensar. No era posible al menos por esta vez.

Al salir de allí y apenas caminar unos metros por el pueblo, Luna dijo que no pensaba recorrer ese lugar y aunque papá intentó convencerla, no hubo manera.

—No seas aguafiestas —le dije—. Vinimos hasta acá, papá pagó pesos para pasear y vos te negas a disfrutarlo.

Luna me fulminó con la mirada y, antes de que empezara a gritarme delante de todo mundo, papá la guio a una plazoleta y se ofreció a quedarse con ella mientras mamá y yo recorríamos.

Me molestó que también le arruinara el paseo a él, pero mamá me dio la correa de Hani y me dijo que siguiéramos, que lo disfrutáramos.

—No es justo y lo sabes —murmuré, mientras Hani tiraba de la soga para subir más rápido la pequeña colina empedrada—. Tiene que dejar de ser tan pendeja.

—Déjala y listo —me contestó mamá—. Mejor si no viene amargada.

No contesté más, porque estaba tan podrida de la actitud de mi hermana que, de ser mi hija, la hubiese cacheteado hacía rato. Pero era una "etapa", me repetía; se le iba a pasar.

Recorrimos el primer tramo, maravilladas. La cantidad de árboles, de pinos y de estructuras de roca viejas, del siglo anterior, nos tenían emocionadas. Había una mística extraña en ese lugar que podía llevarte a imaginar cualquier cuento en cada uno de sus rincones.

Solté la correa de Hani un segundo; en ese sector del paseo no había nadie en ese momento y mamá me pedía una foto junto a un pequeño riacho que caía de más arriba de la montaña. Con la perra tirando de la soga, me resultaba imposible mantener la cámara del teléfono firme.

Saqué varias antes de que mamá se distrajera con algo que estaba debajo del pequeño puente que pasaba por encima del riacho y quisiera bajar. Guardé el celular y me giré para buscar a la perra, justo para verla corriendo hacia unas escaleras de piedras talladas en la misma montaña. Se perdían hacia arriba, hacia las copas de unos pinos que le daban un ambiente todavía más mágico a todo.

—¡Hani! Vení para acá —la llamé, pero la perra, al contrario de siempre, me ignoró. Saltó el primer escalón y empezó a subir—. Pucha.

La seguí, dejando mi bolso a los pies de la escalera y haciéndole señas a mamá, que salió de abajo del puentecito para pedirme que no dejara ir a Hani más lejos.

Subí los peldaños, esperando que no se metiera en ninguna propiedad privada allí arriba, y me detuve cuando algunas ramas de los pinos que crecían abajo me cortaban el camino. La zona parecía más desolada que el resto del pueblo y supuse que sería algún tipo de entrada secundaria a algún terreno.

Bufé y corrí las ramas como pude. Pasé por debajo de otra y llegué a un jardín que tenía el pasto un poco crecido. La casa que estaba más allá, de piedra y cemento, como el resto del pueblo, se veía vacía. Era vieja y era probable que sus dueños la usaran muy pero muy de vez en cuando.

Un poco más aliviada por no estar invadiendo y ser atrapada en el acto, me animé a llamar a Hani en voz alta.

—¡Hani! Volvé, ¿dónde estás? ¡Nos vamos, eh!

Eso siempre funcionaba, pero Hani estaba muy concentrada en otra cosa, parecía. Suspiré y caminé más hacia la casa. Allí ya no había un ambiente mágico, sino que era un paisaje desolador.

—¡Han...! —Me sobresalté cuando vi a un chico parado en las escalinatas de la casa. La vergüenza me llegó hasta la cara—. ¡Ay, perdón! —exclamé, llevándome las manos al pecho—. No quería meterme, estaba buscando a mi perra.

El muchacho, de cabello rubio impecable, me sonrió, disculpándome. Llevaba un pantalón de vestir y una camisa blanca sencilla. Nada típico para el calor que hacía en ese momento.

—No te preocupes —me dijo, con una expresión cálida y lo primero que pensé fue que tenía una cara preciosa y que su sonrisa era perfecta.

—Te juro que la encuentro y me voy —le avisé, relajando los hombros, porque se notaba que no estaba enojado conmigo por la intromisión—. Es una perrita blanca, chiquita. ¿No pasó por acá?

Él negó.

—No, la verdad es que no la vi. No suben muchos animalitos por acá —dijo entonces—. Como es propiedad privada...

Volví a sentirme un poco mal y apreté los labios, avergonzada.

—Perdonáme, te lo juro. La agarro y me voy.

—No hay problema —contestó él, otra vez con esa amabilidad que empezaba a caracterizarlo. Tenía las manos en la espalda y su porte era muy extraño para un chico de su edad. De pronto, todo se me antojó un poco extraño.

—¿No tenés calor? —dije, dando un paso hacia atrás. Me di cuenta enseguida de lo maleducada que había sido, pero en realidad, era bastante tarde para tragarme mis palabras. Me mordí el labio inferior mientras él negaba con suavidad.

—No, acá está bastante fresco.

Tuve que admitir que tenía razón. Bajo esa maraña de pinos el calor no era tan insoportable.

—Tenés razón —le dije, ya sin sonreír. Algo me hizo sentir insegura, pero no pude identificar qué. Algo no estaba bien—. Voy a...

Hani apareció corriendo por detrás de la casa. Pegó unos cuantos ladridos al reencontrarnos. Le sonreí y la llamé con las manos, al tiempo que me giraba para encarar al muchacho que había dicho que no había visto a mi perra. Pero él ya no estaba allí.

Me di cuenta de que estaba sudando y no por el calor. Agarré a Hani y retrocedí rápidamente por el jardín de la casa, notando que realmente estaba vacía y sin uso desde hacía muchos años. Volví a las escaleras, con el corazón a la boca y el miedo crepitando en mi interior. Hani se quedó en mis brazos sin problemas y cuando llegué a la curva de la escalera miré hacia arriba una sola vez. El muchacho estaba allí de vuelta, en el jardín, mirándome.

Casi que me pongo a llorar. Mevolví hacia mi mamá y empecé a gritar.


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