Capítulo 9: Lo que se dice en el bosque
Capítulo 9: Lo que se dice en el bosque
Al día siguiente bajé a desayunar como si nada. Klaus me miraba enojado, esperando que me disculpara. Pero él no era mi padre e iba a dejar de tenerle miedo. Todavía no sabía qué iba a hacer con Daniel, pero sí con él.
—Hoy va a venir la madre de Daniel, mañana va a llevarte a la modista en Córdoba.
Apenas lo miré. Por más que la mamá de Daniel me causara curiosidad, no tenía ganas de bancarme su tono irritado y las advertencias en su voz. Por lo demás, supuse que como no tenía mamá, ir con la suegra era lo básico.
Comí sin decir nada, mostrando cuán ofendida estaba también y cuando terminé mi comida y quise levantarme. Me frenó, me advirtió que no diera un paso más.
—No te atrevas —dijo, alzando la voz—. Ya ha sido suficiente tu impertinencia.
—Ya fue bastante que utilices a tu hija como bien de cambio, ¿o no? —contesté—. ¿Cuánta plata tiene Daniel para que me obligues a casarme con él?
—Daria, silencio —exclamó, poniéndose de pie. Bonnie, que entraba en el comedor, se quedó muda en la puerta—. Más vale que olvides esta actitud si no quieres que vuelva a tratarte como una niña.
—Más que nada, sé ahora por qué no tenía ganas de vivir —le solté, casi sin pensarlo. Casi que podía imaginarme a ese hombre golpeándome—. ¿Por qué no te planteas cuánto daño le haces a tu hija?
Empecé a salir del comedor y Klaus se puso como loco.
—¡Te dije que no dieras ni un paso más! —agregó, levantando la mano. Me encogí, esperando el golpe. Aunque me defendiera, no habría mucho que pudiera hacer para evitar la fuerza que emplearía. Klaus se detuvo a tiempo, como si en verdad sí quisiera en algo a su hija—. Vete a tu cuarto, no saldrás de ahí hasta que Elizabeth venga mañana para llevarte por tu vestido.
Lo miré con verdadero odio, deseando el momento de largarme de allí. Incluso aunque estuviera segura de que no pensaba dejar que me dirigiera, moría por alejarme. Irónicamente, mi única salvación era Daniel, otra vez. Era triste que para escapar viera sus propias decisiones como una salida.
Me marché de la sala, pero no fui a mi habitación. Me salí por la puerta principal, oyendo como Klaus se ponía como loco. No perdí mi tiempo en marchar por las calles, lo más posible lejos de él. Tampoco quería ir con Daniel, no podía usarlo siempre como mi excusa para no estar sola.
Caminé por el pueblo hasta alejarme de las casas, hasta adentrarme en los senderos que llevaban a la cascada. Me detuve cuando mis zapatos ya no me permitieron escalar y me quedé sentada en una roca, la misma en la que había estado parada cuando Daniel y yo habíamos ido a pasear.
Desde allí, podía ver el acantilado por el cual se había arrojado el hombre fantasma. Lo miré en silencio, preguntándome si esa era una cualidad que siempre había poseído. Antes, no me había dado cuenta y podía ser que jamás hubiera estado consciente de eso. Me acordé de una visita al cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires, y del encargado bien viejito que me había señalado un camino cuando me alejé del grupo del colegio. Quizás el viejo también había sido un fantasma. Quizás yo estaba fantaseando de más y el viejo era un empleado como cualquiera.
Suspiré y mantuve la mirada en ese punto, esperando ver al fantasma de vuelta. Si lo había sido, entonces no sería raro volver a verlo, desde mi perspectiva. Poco sabía sobre espíritus y todo lo que tenía en mi haber de conocimientos lo había obtenido por Ghost Hunters. Lástima que no tenía ninguna grabadora; podría escuchar sus voces y saber qué querían mostrarme.
Pasé allí varios minutos más, hasta que finalmente pasó lo que esperaba. Una persona apareció en la cima del barranco. Estaba girada hacia mí, pero por la distancia era incapaz de ver sus rasgos. Parecía que tenía el pelo oscuro; llevaba unos pantalones también y una camisa blanca. Estreché los ojos para agudizar la vista y alcancé a notar unos tirantes que le llegaban hasta los hombros. Parecía que hasta era consciente de que lo veía.
Entonces, como la otra vez, como si fuese un muñeco, se dejó caer.
No escuché nada. Ni un grito, ni un golpe, nada. Ni siquiera aves chillando. Otra vez sentí escalofríos, como si alguien me estuviera respirando en la nuca un aliento helado. Me refregué la piel y esperé a que sucediera de vuelta. Unos diez minutos después, la figura apareció de vuelta y repitió el acto.
Al contrario de la última vez, me sentí menos alterada. Tenía muchas dudas y deseaba saber por qué ese fantasma me estaba mostrando eso. Me levanté y empecé a caminar, sacándome los zapatos para poder trepar. Necesitaba estar más cerca.
Seguí el sendero hasta que encontré una sutil bifurcación. Aquello estaba casi oculto e iba más hacia la dirección que buscaba. Me detuve, dudando y preguntándome si no me arriesgaba a perderme.
Un susurro me llamo desde aquel rincón frondoso y acepté que debía continuar. Por las dudas, rompí un trozo de mi vestido, tirando del dobladillo hecho cuidadosamente a mano. Até la tela a una rama y me adentré en el bosquecillo.
Con los zapatos en la mano, esquivé plantas, ramas y hasta bichos. Después de bajar por una colina y volver a subir por otra, oyendo el río a la distancia, estuve debajo del risco. Miré hacia arriba. No había nadie lanzándose y nadie en el suelo. Esperé por un buen rato por el fantasma, pero no apareció.
Supuse que debía ir arriba. Volví por otra ladera y conseguí llegar a la cima largos minutos después. Cuando me detuve, observando el límite de la piedra, un hombre llegó caminando de a nada. No me miró ni una sola vez y se plantó igual que todas las veces antes.
—¡Espera! —le grité. No se volteó—. ¿Quién sos? ¿Qué estás buscando?
Me acerqué, pero cuando lo hice, el fantasma torció la cabeza hacia mí. Me congelé en mí sitió, pensando que me atacaría o que intentaría arrastrarme con él. Tenía la mirada perdida, no me observaba directamente a mí. Parecía realmente un ente, algo tan extraño que te helaba la sangre.
Balbuceó cosas en alemán, por el contrario, y en vez de asustarme solo pude ponerme nerviosa porque no entendía.
—No te entiendo nada —le expliqué—. Yo no soy Daria, no hablo alemán. —Pero mis dichos eran en vano; el hombre se dejó caer como todas las otras veces—. ¡No!
Corrí hacia él, pero una mano me sujetó a mitad de camino por el cuello del vestido. El tirón me desgarró los botones del cuello y caí redondita en los brazos de Daniel, que me gritaba en el oído.
—¿Estás loca? —gritó, abrazándome, como si temiera que saliera corriendo—. ¿Daria qué estabas haciendo?
—Yo... —Ni siquiera lo había escuchado llegar. Me quedé muda, consciente de que, si me había escuchado, realmente debía pensar que estaba loca—. Es que... ¿Qué haces vos acá?
—Tu papá me pidió que te buscara —me dijo, sin soltarme. Me mantuve inmóvil, porque me di cuenta de que creía que iba a tirarme. No luché contra él—. Me costó, pero cuando lo supuse y vine para el camino vi tu pedazo de tela atado. ¿De verdad no me escuchaste? Hace un buen rato que te sigo y te llamo.
Apreté los labios.
—Nop.
—¿Con quién hablabas?
Uf, la pregunta del millón.
—Con nadie.
—¿Por qué dijiste todo eso? —insistió Daniel, y el estómago casi me dio un vuelvo.
—Eh, ¿lo escuchaste?
—No te voy a soltar hasta que me lo expliques.
—No hay explicación lógica —me limité a decir, vencida—. No voy a saltar, te lo juro.
—¿A quién le hablabas y por qué le dijiste eso?
—Le hablaba a un fantasma —le contesté, poniendo los ojos en blanco—. Al que salta por este risco. ¿Pero ves por qué te digo que no hay explicación lógica? Ya me arriesgo mucho con decírtelo, porque no dudo que vayas a ir con mi papá a decirle que estoy bien, bien loca.
Daniel suspiró, retrocedió, todavía abrazándome. Me alejó lo más posible de allí, de vuelta a la colina que descendía.
—No voy a decírselo a tu papá. El doctor Hamel dijo que era cuestión de nervios y de miedos.
—¿Ah, sí? Que necesito un casamiento lindo y feliz —rezongué. Me soltó cuando estuvimos lo bastante lejos del precipicio.
Daniel no me miró; me tomó de la mano y me hizo bajar. Caminamos en silencio varios metros. Hasta qué, al llegar al pequeño sendero, él me soltó y se giró a verme.
—Daria —dijo, con seriedad—. Es preocupante. Muy preocupante. —Me limité a mirarlo en silencio—. Tu... tu cambio de actitud asusta cada vez más, teniendo en cuenta la forma en la que hablas, ¿co-cómo reaccionas, tu falta de entendimiento de cosas básicas, tus alucinaciones...? Lo que dijiste ahora no es un chiste para vos.
Bajé la cabeza un solo segundo, lo suficiente como para que él pensara que estaba ocultando algo más. Abrió la boca para seguir hablando justo cuando yo levantaba las manos.
—No, espera. Sé que suena raro, sé que sí. Cambié de actitud, soy re buena con vos, no me acuerdo de nada y veo cosas. No podría estar más tocada de la cabeza. Pero... pero te juro que voy a estar bien. Es como te dijo el médico, estuve muy mal por lo que pasó antes de tirarme al río y es seguro que sea algo como estrés postraumático.
Su cara fue épica y solamente ahí me di cuenta de mi error. Y no por lo de estrés postraumático.
—¿Qué?
—Quiero decir que, al caerme al río, me cagué las patas de casi morir —me corregí, pero no se creyó ni un poco mi cara.
—Daria, ¿crees que soy estúpido? Te escuché decirle a la nada que no eras Daria. ¿Eso no es algo para asustarse? Ahora me estás diciendo que saltaste al río —pronunció, apretando los dientes; estaba mucho más que solo nervioso.
Tomé aire y lo solté cuidadosamente.
—Por favor —le dije, juntando las manos—. ¿Es tan difícil entender que yo no me siento Daria porque no recuerdo nada de ella? No la identifico conmigo misma. Y no salté al río, fue una forma de decir.
Daniel no se dejó convencer.
—Pero no te acordas de nada, ¿no era así? Entonces, no podés saber si saltaste o no —retrucó.
Volví a levantar las manos.
—Bien, sí, está bien. No podría saberlo.
—¿Saltaste o no?
—Te acabo de decir que no podría saberlo —dije, poniendo los ojos en blanco. Daniel ladeó la cabeza.
—¿Crees que lo hiciste?
Eso me dejó en jaque por un segundo. Medité lo que debería decirle hasta que opté por ser sincera.
—Creo que sí.
Allí, él se alejó para apoyarse en un árbol. Me miró durante un largo rato sin decir nada y yo le devolví la mirada, tratando de pensar cómo seguir esa conversación sin terminar encerrada para siempre.
—¿Por qué?
—¿Por qué salté? No sé —contesté—. No me acuerdo y eso sí es verdad. Pienso que quizás odiaba mucho a mi papá, que estaba muy enojada por casarme con vos y que pensaba que mi vida era una mierda. No es que ahora sea linda, pero la verdad es que no hubiese elegido ese camino.
Me acerqué, esperando que me dijera que estaba loca, enferma, que necesitaba ir a decírselo a mi padre o cualquier cosa. Pero Daniel se mantuvo callado hasta que estuvimos a un metro de distancia.
—Daria, eso es muy serio.
—Ya lo sé.
—Si tu papá se entera...
—Pero no se va a enterar —lo corté—. Porque no voy a volver a hacer algo como eso —Me giré y pateé una ramita—. Decidí que voy a intentar mejorar mi vida todo lo que pueda. No creo que logré evitar casarme con vos, así que eso va a seguir en pie. —Cuando volví a verlo, él fruncía el ceño—. Ya te dije, me caes bien y hasta creo que sos lindo, pero me gustaría poder decidir por mí misma muchas cosas.
Daniel suspiró.
—No podemos escapar a eso. Sin el apoyo económico de nuestros padres, vamos a terminar muy mal. Yo trabajo para mi papá, vos dependés de su herencia. Nos casan porque creen que es un buen negocio.
Obviamente que sí, no tenía cómo sostenerme por mi misma en ese lugar. Para conseguir trabajo, primero debería ir a Córdoba o marchar a Buenos Aires.
—Mi papá cree que soy una inútil. Que todo lo que herede va a estar bien en tus manos, y eso me molesta porque creo que soy capaz de hacerme valer por lo que soy, que no todo se basa en estar casada.
Guardamos silencio por un largo rato.
—Volvamos a casa.
Estiró la mano y se la tomé, sin esperar nada más. Caminamos callados hasta el sendero principal y no me soltó aun cuando pude ponerme los zapatos y ya no había grandes piedras que sortear.
Nos quedamos así, como si nos acompañáramos por eso que nos angustiaba a ambos, pero sin duda tenía que admitir que me pasaba mucho más que eso. Cuando el sendero permitió que nos juntáramos, él tomó aire:
—¿Tu miedo al casarte, además de nuestra relación, radica en que no querés que yo me quede con todo?
Parpadeé. Frenamos y terminamos frente a frente. Seguíamos tomados de la mano.
—No, no es eso. Lo que me molesta es no ser considerada nada más que una esposa —murmuré—. ¿Ese es mi único destino?
Daniel se encogió de hombros.
—No lo sé.
—¿Es que vos pensás igual que mi papá? ¿Qué soy tonta, mala y que no sirvo más que para quejarme? —añadí, sin maldad. Daniel negó.
—Creía que eras así antes —admitió—. No ahora. Sos diferente ahora. Incluso con todo lo que dijiste allá arriba.
Sonreí, con lástima por mí misma. ¡Qué imagen tan patética debía ser! Cuánta pena debía sentir él por mí.
—Ay, Daniel, —dije— de verdad que sos el chico más dulce que conocí en mi vida. —Y, sin darme cuenta, me incliné hacia él. De pronto pensaba que sus ojos eran los más lindos de todos los vistos antes—. A veces, cuando te miro, de verdad pienso que no podría ser tan malo.
Él contuvo el aire.
—No, tan malo no podría ser.
También se inclinó hacia mí. Antes de que me diera cuenta, me estaba besando.
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