Capítulo 6: Voces en el camino
Capítulo 6: Voces en el camino
Klaus se fue otra vez al día siguiente, no sin antes decirme que ni se me ocurriera salir sola. Que esperara a Daniel para mi paseo, como correspondía, pues no quería habladuría sobre su hija. Para ser sábado, el hombre tenía mucho trabajo.
Y, para ser sábado, todo se encontraba igual de aburrido que siempre. Escuché la radio por la mañana, cuya sintonía era malísima, y exploré el resto de la casa buscando fotos de mi madre.
Mis verdaderos padres se parecían mucho a mí. Mis hermanas se parecían a mí. Y como Daria y yo éramos físicamente iguales —incluso en las fotos de la infancia—, era de suponer que con alguno de sus progenitores tenía que haber un parecido. Obvio, con Klaus no. Así que tenía que ser con la señora Dohrn.
Sin embargo, a pesar de mis búsquedas, no hallé fotografías. Bonnie me dijo que había una en el despacho de mi padre, pero la puerta estaba cerrada con llave. Él jamás la mostraba e incluso hacia años que ella no la veía.
—¿Pero es que yo no tengo ni siquiera una? —le dije, incrédula, cuando intenté abrir la puerta del despacho a base de truquitos con hebillas, sin éxito.
Bonnie me miró con pena.
—Ay, señorita. El señor le sacó las últimas que tenía hace tiempo.
Me erguí de pronto y me giré hacia la empleada, con una mueca de desconcierto en los labios.
—¿Me las sacó? —rezongué—. ¿Qué clase de padre es este tipo, eh? ¿Cómo me va a sacar las fotos de mi mamá?
La pobre mujer no supo qué decirme. Después de todo, se notaba que más que respeto, ella tenía miedo al señor Dohrn y no podía opinar nada en ese asunto.
Me rendí con el despacho y seguí explorando la casa hasta llegar al desván. Había dos cuartos pequeñísimos arriba, pero que estaban bien limpios porque Bonnie no tenía más nada que hacer ahí que limpiar todo tres veces por semana, como ella misma me lo dijo.
Me metí en una de las habitaciones, donde encontré, maravillada, una guitarra. Estaba olvidada en un rincón con un montón de cosas que habían pertenecido a una mujer. Supe que allí guardaban cosas de la difunta madre de Daria y me apresuré a llevarme el instrumento.
—¿Y esto por qué no lo quemó? —le pregunté a Bonnie al bajar al primer piso, mostrándole unas cajas con joyas y música que estaban vacías—. Son de ella, ¿no? Son de mi mamá.
—El señor solo se guarda para él lo que tiene la cara de la señora.
Me llevé todas las recompensas de la búsqueda del tesoro a mi cuarto. Era evidente que el hombre luchaba con su duelo de una manera enfermiza. La mamá de Daria no se nombraba, no se veía y no se recordaba. Una verdadera cagada para la pobre chica que no tenía manera de retener a su madre en su memoria, porque, como me había dicho Bonnie, murió cuando ella era muy chiquita.
Me senté en la cama y abrí la caja de música. No funcionaba muy bien, pero me contenté al imaginar que la señora Dohrn podría haber sido como mi madre y que al menos durante el tiempo que pudo estar con su hija, quizás Daria fue feliz. Porque, la verdad, a mí cada día me parecía más que podía afirmar que Daria no era feliz.
Aparté la cajita de música con un suspiro y le quité el polvillo a la guitarra con una manta. Había aprendido a tocar de niña y practicaba sola en casa interpretando canciones que adoraba. La revisé y la afiné, dejándola lo mejor posible, por un largo, largo rato. Cuando me pareció que estaba en condiciones, toqué algunas notas y asentí, satisfecha. Era lo mejor que podría lograr.
Ese pequeño remanso de normalidad, mi normalidad, la de Brisa, me dejó más tranquila por el resto del día. Si me ponía a pensar que no volvería a casa nunca y que sería la esposa de un muchacho que moriría, me agarraban continuos ataques de desesperación.
Salí al jardín, ignorando la curiosidad de Bonnie, y marché hacia la parte del terreno más alejada de la casa. Me senté en una roca y entoné algunas melodías. Había una canción de K-pop que me gustaba mucho, pero era un desastre pronunciando, así que me inventé la mitad de la letra a medida que tocaba los acordes que me acordaba. Luego, toqué una versión más tranquila de Treasure de Bruno Mars.
Me invadió la melancolía, entonces, cuando la histeria ya no podía hacer nada por mí. ¿Qué sería de mí si realmente me quedaba allí? No tenía idea de cómo iba a morir Daniel, como para siquiera intentar evitarlo. No creía que él mereciera ese destino tan joven, fuese a ser mi esposo o no, fuese a ser un problema o no.
Si me casaba, ¿qué pasaría conmigo? ¿Qué destino tendría al lado de una persona que apenas conocía? Si Daniel moría y enviudaba, todavía peor, ¿qué haría? No estaba segura de que Daria hubiese trabajado alguna vez y si eso, en una mujer de su "posición" estaba bien visto. Seguro la señora Paine iba a decir algo hiriente como: "Pobrecita, que tiene que meter las manos en el barro". Aunque no hubiese barro, claro.
Pero lo que me preocupaba no era lo que ella u otros dijeran, sino mi supervivencia. Sabía que mi abuela había trabajado a partir de los 18 años, que pasaría dentro de cuatro años, así que yo también podría conseguir un trabajo afín a mis estudios. Sabía de contabilidad y de administración de empresas por las dos carreras que había empezado.
Toqué melodías sin parar y sin pensar en lo que tocaba, con la mente en miles de planes alternos, preparándome para lo que fuese a ocurrir. Me preguntaba qué diría Klaus si le decía que quería trabajar. Me preguntaba qué pensaría Daniel si su futura esposa prefería ir a una oficina antes que tener hijos.
Esa era una época muy diferente a la mía y las mujeres todavía no votaban. Si actuaba como una mujer moderna, decidida y con planes, ¿estaría bien o solo yo estaba exagerando al tener miedo?
Levanté la cabeza de la guitarra cuando noté que alguien se acercaba y me relajé cuando vi que era Daniel. Me miró extrañado, pero me sonrió. Cuando llegó a mi lado, me confesó que estaba sorprendido por mi buen manejo.
—Su padre dijo que nunca tuvo talento con la música —me dijo y me irrité. Dejé la guitarra a un lado y bufé.
—Mi papá siempre dice cosas de mí que no son verdad. ¿Sabes que realmente me importa un rábano el vestidito de casamiento? —murmuré.
Daniel se sentó en otra roca más baja, a mi lado.
—Sí, vi la cara que puso. Parece que no sabe nada de lo que realmente piensa usted, ¿no?
—La verdad es que no. Ni yo sé cosas de mí misma, ¿qué pueden decir los demás, entonces, eh?
Él miró el pasto. Empezaba a verse un poco descuidado y me pregunté si él tenía todo su jardín impecable. Me gustaba así el mío, era un poco salvaje.
—No pueden decir nada, eso está clarísimo. No me creí nunca que la nueva Daria se pusiera contenta por un vestido. Y no por su gesto, sino porque es obvio que desde que se dio la cabeza contra la piedra no entiende nada del "Decoro de una dama" —contestó.
Fruncí el ceño.
—Decime que nunca dije eso.
—Si lo dijo. Usaba guantes, acá... en el medio de la tierra y los pinos —añadió, señalando nuestro alrededor.
—Pero qué incómodo —manifesté—. Con guantes no podría tocar la guitarra.
—Supongo que su papá mintió para no halagarla demasiado.
—Yo supongo que en realidad nunca me está halagando. Se esfuerza en hacerme quedar como una pendeja superficial y caprichosa. Y yo tengo que seguirle la corriente porque en realidad el hombre me da mucho miedo.
Daniel tomó la guitarra y enseguida me demostró que también sabía tocarla. Escuché sus melodías, menos atrevidas que las de Bruno Mars y no dijimos nada por un buen rato.
—En realidad, cuando la conocí, pensé que estaría feliz de salir de esa casa —musitó, moviendo los dedos por las cuerdas—. Su padre es autoritario, pero nunca le faltó algo con él. Si veía la sombrilla de la señora Paine, en seguida usted mandaba a comprar una mejor y él no se quejaba. A veces, me imaginaba que discutían por la noche.
Ladeé la cabeza, mirando sus manos y pensando en la información que acababa de revelar. Por supuesto, en cuanto a dinero y apariencias, Klaus jamás dejaría a su hija sin una nueva sombrilla. Porque para él eso debía ser todo.
Por más que dijera que Daria era orgullosa y que alardeara sobre su aspecto, dudaba que los regalos caros de su padre compensaran la vida a la que era sometida. Más bien, me parecía que eran intentos de Klaus por sobornarla, por detenerla y distraerla. Y quizás ella sabía que eso era lo único que podría exigir y ganar.
—Me dan ganas de discutirle algunos asuntos —confesé, entonces—. Como eso de que no puedo salir sola ni hablar con nadie. ¿Qué me va a pasar acá? Estamos en medio del campo.
—Pueblo chico, boca grande, ¿no?
Sonreí.
—Infierno grande —lo corregí, riéndome de él—. Pero entiendo el punto. ¿Y quién es la señora Paine, para el caso?
—Su marido, el señor Paine, es dueño de uno de los viñedos cercanos.
Me giré hacia él, con elocuencia.
—Te pregunté por ella, no por él.
Daniel se encogió de hombros y dejó de tocar.
—Es que solo sé que es su esposa. No me crucé mucho con ella. En la única fiesta que hubo, no estuve presente porque usted y su padre no fueron y no me pareció bien ir yo solo. Hace poco que estoy acá, ya se lo dije.
Negué, con un bufido.
—Parece que es muy importante valerse por la persona con la que uno se casa —solté, cruzándome de brazos, con un tono de reproche.
Daniel se quedó callado y no volvió a tocar.
No me fijé si estaba pensando en lo que dije, porque al final tampoco tenía mucha importancia en esa época. A mí no me conocerían como Daria Dohrn —mucho menos como Brisa—, sino como la esposa de Daniel Hess y eso me hacía sentir peor que antes. Ser la señora Hess como único destino en mi vida me parecía horrible. Pero para otras mujeres debía ser una bendición, para él debía ser un orgullo. Y por eso no quería decirle más de lo que pensaba.
Pasamos así, en silencio y música, cuando él volvió a tocar, por un largo rato. En algún momento, la tarde empezó a cambiar de color y me pregunté por qué no había pasado más tiempo en ese jardín antes. Era amplio y muy característico de ese pueblo.
Al final, Daniel apartó la guitarra y me preguntó si podría estar lista al lunes a las seis de la mañana para ir a Córdoba.
—¿Tan temprano? —casi que me quejé.
—Se tarda un poco —explicó él, con tranquilidad—. Los caminos hasta Alta Gracia son de tierra.
Con eso, comprendí todo. Tendríamos un buen rato pasando por caminos precarios. Realmente, Daria debería odiar ese lugar. Acepté el horario y le pregunté si tenía que ponerme los sombreros y los guantes y él se rio de mí antes de asentir.
—Ahí sí que sí.
—No te rías de mí, te lo advierto —dije, codeándolo, con total atrevimiento. Esta vez, él no se alejó de mí, sorprendido por mi actitud—. Me estoy esforzando en ser una chica bien educada. No quiero desencajar.
—Mientras camine con la cabeza en alto, no va a desencajar. Usted es la hija de Klaus Dorhn, mucha gente conoce a su padre y sabe que su hija es bella y elegante. Va a estar bien.
—Menos mal —musité, levantándome de la piedra. No me veía bella ni elegante en ese momento. Tenía tierra y piedritas, además de ramitas de pinos, clavadas en el trasero. No dejé que me viera y me sacudí con disimulo—. ¿Me puedo llevar la guitarra, entonces? La próxima podés enseñarme esa canción. Te la presto si querés también.
—Sé unas cuántas —me dijo, devolviéndomela—. También canta bien, me gustó esa... que estaba cantada en idioma... ¿Qué idioma era?
—¿Treasure? —dije, pensando en Bruno Mars otra vez. Qué difícil iba a ser vivir sin él—. Ah no, en coreano, ¿decís?
Daniel frunció el ceño.
—¿Coreano? ¿Sabe coreano?
—Ni ahí —me reí—. La escuché y la repetí. Pero inventé la mitad porque no me acordaba qué cuernos decía. Tiene una linda melodía.
Él negó, sorprendido.
—A veces usted dice cosas locas. Muy locas. Todo por ese golpe, eh. ¿De verdad su papá no insistió en llevarla a un médico?
Puse los ojos en blanco, mientras yo recogía la guitarra.
—Dijo que por ahí lo llamaba de vuelta, al doctor, digo.
Se levantó también y me siguió por el jardín.
—¿Mañana quiere ir al río conmigo? —me preguntó—. A la cascada.
Me giré a verlo y sonreí.
—Dale. Pero con una condición.
Me miro, a la espera.
—¿Sí?
—Deja de tratarme de usted, me hace sentir una abuelita —me reí—. Tutéame, por favor.
Me dirigió una sonrisa suave y cómplice antes deseguir caminando. No me respondió; decidió dejarme con la duda. Terminésiguiéndolo yo a la casa, riéndome en silencio por lo que se gestaba entrenosotros, un apoyo silencioso.
Guardé la guitarra en mi cuarto y gracias al señor bendito a Bonnie no se le ocurrió decirle a Klaus, cuando este volvió entrada la noche, que yo había estado hurgando en el ático.
Yo ya estaba acostada para aquel entonces, así que por la mañana le mencioné que Daniel me había invitado a un paseo y pareció complacido. No puso ni un pero y me dejó salir una vez el chico se prestó y le deseó buenos días.
En seguida nos pusimos en marcha. Me había recibido con su tono y su trato de usted de siempre, pero antes de que me irritara y se lo reprochara, me sonrió y me dijo:
—¿Cómo estás?
Me hizo el día con su cambio y llegamos a la cascada entre conversaciones poco profundas. Pero con mis zapatos me fue difícil continuar con esa caminata y le pedí que regresáramos antes de la cuenta.
Le pregunté entonces por la salida del día siguiente y si íbamos a tardar mucho en llegar a Córdoba. Me preocupaba un poco el viaje con todo ese calor, porque me había acostumbrado al aire acondicionado y no me quería imaginar lo pesado que iba a estar dentro de un auto del 40. Daniel comentó que sí, que se tardaba bastante por los caminos de ripio y que lo mejor era llegar temprano al salón para además probar la comida que servirían.
—No les avisé que íbamos a ir porque fue repentino, pero nos van a atender igual cuando vean que hay plata de por medio.
Suspiré, trepándome a una roca y parándome para ver el vallecito, camino abajo.
—Uf, sí que la plata puede hacer cualquier cosa.
—No todo, pero ayuda.
Se alejó un poco de mí, mientras miraba alrededor. Me quedé sobre la roca y disfruté del momento. Mucho más allá, los campos estaban todavía sin pinos. Desde donde estaba, podía ver un pequeño precipicio. Entonces, mientras Daniel se alejaba de mí, yo vi a alguien arrojarse desde las alturas.
Grité y señalé el lugar, mientras Daniel corría a verme. Le expliqué lo visto y él también se alarmó.
—¿Estás segura?
—¡Obvio que sí! —le dije, agarrándolo por los hombros para poder bajarme de ahí.
Un poco pálido, él propuso que regresáramos al pueblo para avisar.
—¿Alguien lo empujó?
—No, no —le dije, estaba bastante alterada—. La persona esa simplemente se dejó caer —expliqué, agitando los brazos mientras volvíamos por los sendos—. Tengo la piel de gallina, ¡qué miedo! ¿Quién podría ser?
—No sé, ¿era hombre o mujer?
Dudé. No me pareció ver ninguna falda ondear en el aire.
—Hombre, lo más seguro.
Volvimos al pueblo un poco agitados y enseguida Daniel avisó a un señor bien robusto, que aparentemente era el oficial de policía designado en el pueblo. Esperé, un poco alejada, hasta que el hombre también vino a preguntarme si lo que había visto era seguro.
Le repetí que sí y en seguida llamó a otro hombre para que lo ayudara a llegar a la zona. Por supuesto, creían que era un posible suicidio.
—Mejor te llevo a tu casa —dijo Daniel, al verme temblorosa.
Llegamos a casa afectados, pálidos e incómodos. Klaus nos vio tan perturbados que preguntó qué había pasado. Como otras veces Daniel habló por mí con él, pero en esta ocasión realmente lo agradecí, porque yo odiaba hablar con ese hombre la mayor parte del tiempo y era mejor que él le explicara todo. En seguida, Klaus llamó a Bonnie y le pidió que me acompañara mi habitación con una taza de té.
Allí acabo mi salida del domingo y no volví a hablar con nadie hasta la noche. Me hubiera gustado quedarme en realidad con Daniel y decirle lo que pensaba sobre eso, sobre cómo había pasado, sobre la forma en la que había visto caer el cuerpo. Sola, era más fácil hacerse la cabeza y ponerse nerviosa.
A la hora de la cena, me pidieron que bajara. Tenía hambre, a pesar de todo, así que lo hice dispuesta a soportar todo. Klaus me preguntó, como esperaba, sobre lo que había visto. Habían mandado a unos hombres a buscar el cuerpo, pero todavía no sabían nada. Daniel parecía que había indicado el lugar desde el sendero hacia la cascada.
Hablé poco y nada, porque quería conservar el apetito. Cuando me dio permiso, me fui a la cama y me concentré en la idea de que al día siguiente tendrían un largo, largo día.
Bonnie se encargó de despertarme, gracias al cielo. Me vestí con mis mejores pilchas, me puse unos guantes blancos y ella me ayudó a peinarme el cabello de modo que no quedara tan mal el no haberme puesto los ruleros.
—Algún día, alguien va a inventar una máquina genial que va a hacer los rulos por vos —le dije, mientras me ponía los zapatos y ella me enganchaba el sombrerito a la cabeza con unos alfileres—. Lástima que para cuando eso pase usar rulos no va a estar tan de moda.
Obviamente, Bonnie me ignoró. Prefería fingir que todavía me acordaba cosas de ESA época.
Cuando estuve lista, esperé a Daniel abajo hasta que se presentó, vestido con un traje inmaculado y de buenísima calidad, en la entrada del terreno con un auto con chofer. Me quedé muda, sin saber qué decir, porque como una tonta había imaginado que él conduciría y no lo más obvio: que alguien de nuestra clase tendría chofer.
Mi padre estaba a su lado preguntándole al conductor cuánto creían que íbamos a demorar en llegar a Córdoba Capital. El hombre aclaró rápidamente que al auto era fuerte y que tenía una buena velocidad. Klaus pareció satisfecho y pasó los dedos por el techo del vehículo justo cuando llegué hasta él. Ahí, me recomendó que no abriera las ventanillas.
Me subí y durante un momento tuve verdadero miedo. El auto no tenía ni un puto cinturón de seguridad. Cuando arrancó y pareció que efectivamente no tenía ni dirección hidráulica ni que las calles estaban hechas para ese vehículo, me puse nerviosa. Clavé las uñas en el brazo de Daniel hasta que él se quejó y tuve que disculparme.
Finalmente, llegamos a la ruta principal, que todavía era de tierra y por suerte se volvía bastante plana enseguida, a medida que nos alejábamos de las sierras y de La Cumbrecita.
—Es de mi padre —explicó Daniel, mientras el chofer aceleraba—. No abras tanto las ventanas —me recordó también y era obvio el porqué: el polvo que levantaban las ruedas podría haber dejado mis guantes blancos hechos un trapo de piso. Por suerte, no hacía tanto calor a esa hora y pudimos viajar por los terribles caminos de tierra sin abrirlas.
Sin embargo, para mí pronto eso se convirtió en una tortura. Tardamos miles de años en llegar a Alta Gracia y a las benditas calles asfaltadas que tampoco eran una maravilla moderna. De allí, yo había supuesto que el viaje a Córdoba no debía ser tan lago. Por experiencia, sabía que en un vehículo del siglo XXI podía demorarse hasta cuarenta minutos. Pero no, allí no. Ya habíamos perdido como dos horas en llegar a Alta Gracia y perdí la noción del tiempo a medida que aumentaba el calor y mi aburrimiento y mi terror cada vez que nos cruzábamos con otro auto y nosotros sin cinturones.
Finalmente, la capital nos recibió y pude respirar aliviada. Llegó un punto en que no me preocupó si tenía tierra o no encima y si me veía acorde con la gente de 1944. Daniel tampoco parecía preocuparse, aunque él tenía un poco de polvo en los zapatos.
Primero, pasamos por el registro civil que correspondía según mi documento. Daniel me lo pidió cuando estuvimos en la oficina municipal y yo lo saqué torpemente de mi bolso. Nos dieron un turno para dentro de tres meses y los dos apenas nos miramos por eso. Era extraño para ambos enfrentar un casamiento de esa manera cuando no teníamos sentimientos reales el uno por el otro. No había emoción en ese acto, solo resignación.
Seguimos de largo, entonces, para visitar el salón. Sería en un enorme hotel que tenía un gran patio ideal para este tipo de festejos. Hablamos poco hasta llegar ahí y cuando nos presentamos, el gerente no puso peros para mostrarnos las instalaciones. Solamente tuvimos que decirle que era hija de Klaus Dorhn y se hizo todo el tiempo posible. Nos hablaron de la recepción, de los suculentos menús que servirían y de que tenían a su servicio una afamada orquesta local.
Sutilmente, Daniel me preguntó si no quería ver otro lugar. Él sabía, por recomendación de mi padre, que ese hotel era nuestra mejor opción. No solo porque era lujoso, sino porque seguro conocía a los dueños porque trabajaban en el mismo gremio. A mí me daba igual, el salón era lo de menos para una situación como esa.
Sí, era bonito, elegante, con un estilo arquitectónico antiguo, de castillo de princesas francés. Pero no sumaría a nuestra felicidad. De nuevo, era solo para aparentar.
Como no tuve más nada que decir, él aceptó y le dejó una buena seña en billetes que me pregunté de dónde demonios había salido. No pareció que podía ocultarla en su traje fácilmente.
—Che, pero pará —le dije, cuando nos alejamos un poco—. Todavía no fuimos a la iglesia.
—La idea es que ellos reserven ese fin de semana hasta que podamos darles una fecha de la iglesia. Vamos a ir después de almorzar, porque me muero de hambre —me contestó—. Si alguien llega a venir después que nosotros a pedir por ese fin de semana te juro que tu papá va a matarme.
Asentí.
—Está bien, entonces vamos a la iglesia y después venimos a confirmar.
—Eso mismo.
—¿Y si la iglesia no tiene lugar?
—Se va a tener que hacer uno —respondió él, no muy seguro de lo que decía.
Marchamos a la iglesia que nos correspondía por mi domicilio, después de comer, mientras él me explicaba que había querido ir al salón primero, esperando que nos mostraran algo de la comida. Pero pareció que eso lo harían más adelante, cuando la fecha estuviese establecida y la boda más cercana, porque al fin y al cabo no nos habían mostrado nada en ese momento.
—Más cercana que tres meses, no me lo imagino —murmuré, tratando de ser irónica, pero se transparentó en mi voz que me sentía bastante incómoda con todo eso. Estar con Daniel no me molestaba. La idea de terminar casada con él de verdad, así, sí.
Él suspiró.
—¿Dijimos que haríamos lo mejor que podíamos? —me recordó.
—Yo lo dije —contesté—, pero es bueno saber que estás en la misma onda.
En la iglesia, hablamos con un párroco que confesó no estar muy seguro de la disponibilidad. Daniel insistió como loco y le comentó que era una situación delicada por nuestros padres. Finalmente, el hombre nos dio un horario para la tarde, entre medio de dos bodas más pequeñas.
Más relajados por no tener que enfrentar a Klaus, los dos nos sentamos en un café a hacer silencio. Parecía que toda la corrida de acciones en contra de nuestra voluntad nos pasaba factura y nuestros sentimientos ya no se podían ocultar. Ninguno de los dos peleaba, pero ninguno de los dos estaba feliz.
Cuando terminé mi taza de café y no tuve otra cosa que hacer, miré por la ventana. Las personas iban de un lado a otro, atareadas y distraídas a la vez. Las mujeres usaban guantes y los mismos gorros que yo. Algunas faldas eran más largas que otras, pero casi todas ostentaban una finura que yo no sentía capaz de llevar. Todavía seguía pareciendo Brisa disfrazada de Allie Hamilton.
—No podemos volver muy tarde —me dijo él, sacando la plata para pagar nuestra comida y llamando a un mozo.
No dije nada. Tenía pocas ganas de volver al auto, que nos esperaba fuera, pero tampoco quería imaginarme esa ruta mortífera en la oscuridad.
Salimos del café y después de volver al hotel para confirmar la fecha, nos encaminamos a casa todavía bastante callados. Me concentré en el ajetreo de la ciudad hasta que el campo volvió a nosotros y pasamos más de una hora hasta llegar a Alta Gracias y a la ruta de tierra. Ahí, cerré la ventana y me aguanté el calor.
Durante la primera hora me aburrí como un hongo, pero antes de empezar la segunda, cuando ya tenía el culo dormido, el auto presentó un problema y tuvimos que parar. Nos vimos obligados a bajarnos y a esperar mientras el chofer revisaba el motor y busca la causa del desperfecto.
—Che, dijiste que era un auto fuerte —le susurré, mientras me sacaba el sudor de la frente.
Daniel apretó los labios.
—Lo es... No le digas a tu papá de esto, por favor.
No pensaba abrir la boca, así que hacerle el favor no iba a ser difícil. Pero le sugerí más bien que inventáramos una excusa lógica para nuestro retraso, como que nos quedamos paseando o hablamos tanto en el café que perdimos la noción del tiempo.
Pasamos un tiempo infernal ahí. El sol rajaba la tierra y con el minúsculo sombrero que tenía yo no podía hacer nada, por lo que el sudor siguió chorreando por mi cara sin miramientos.
Sin embargo, la peor parte no me la llevaba yo. El chofer y Daniel se habían quedado en camisa y lograron arreglar el auto cuando ya estaban muertos de sed y cansancio. También cuando la puesta del sol llegó.
Desvié mi mirada de la figura de Daniel, que se había arremangado las mangas y lo hacía verse sexy, y traté de concentrarme en lo que realmente le diríamos a Klaus para que fuera creíble. Seguro se preguntaría por qué estaban tan transpirados y sin el saco del traje.
Apurados, nos metimos otra vez en el auto y marchamos mientras iba oscureciendo. La poca luz solar que había cuando estábamos medianamente cerca —y que podría habernos acompañado hasta la entrada del pueblo—, fue opacada por unas repentinas nubes.
—¿Y dónde estaban cuando el auto no andaba? —me quejé de ellas, nerviosa. No confiaba en el manejo de personas desconocidas, de autos de ese tipo, en terrenos de ese tipo con una oscuridad como la que nos ganaba.
Estaba asustada, pero Daniel, que estaba cansado, ni se quejó y recostó la nuca sobre el asiento mientras se tiraba del cuello de la camisa para aflojársela un poco más. Tragué saliva, notando de nuevo que él sí que estaba apetecible y casi que decidí que era mejor concentrarme en las líneas de su fuerte y masculino cuello que en mi miedo por la conducción del auto.
Ya era completamente de noche cuando llegamos al sector donde empezaban las calles en pendiente que iban al primer puente del pueblo, el que cruzaba el río. Abrimos las ventanas para disfrutar un poco del fresco, porque ya no importaba si nos llenábamos de tierra y ahí me dije que el calor del auto podía ser una buena excusa para un Daniel tan "desvestido".
Traté de relajarme, todavía pensando en él y en su camisa, pero el auto dio un vuelco al pasar por un bache y yo, bien cagona como era, di un respingo. Todavía nos faltaba un tramo antes de llegar al siguiente puente, al del Río Medio y podíamos hacernos torta en cualquier segundo.
Me pegué a Daniel preocupada por la poca luz que había en el camino. Estaba ahora bastante oscuro y me sentía incómoda, más que en todo el resto del viaje. Le puse una mano en el brazo, incluso aunque ya sabía que tocaría directamente su piel.
Él no me alejó y para mi sorpresa, puso su mano sobre la mía, calmándome.
Esta vez, avanzábamos más lento, pero el miedo era el mismo. Entonces, al bajar por una curva, escuché a alguien gritar y luego vi la sombra de una persona correr por los alrededores del camino, a través de las ventanillas abiertas.
Tiré de Daniel y le dije:
—¿Viste esto?
—¿Qué cosa? —me dijo, con la mirada agotada.
—¡Hay alguien afuera!
El chofer detuvo el coche al oírme.
—¿Alguien?
Todo estaba en absoluto silencio. El auto se quedó rumeando en la oscuridad. Miré hacia afuera, buscando lo que había visto, más aterrada por lo que escuché que preocupada por el auto. No se escuchaba nada. Daniel se asomó por la ventana y gritó, preguntando si había alguien ahí y si estaba bien. No recibió respuesta.
Temblorosa, me pegué al asiento.
—Te juro que vi algo.
—Será el cansancio, tranquila —me dijo, regresando a mi lado. Se animó a frotarme un brazo. Otro paso gigante después de tomarme la mano.
—Pero escuché un grito, ¿vos no?
—No, no escuché nada.
Vi en sus ojos que no mentía y también vi que parecía alarmado por el pánico que estaba presentando. Yo sentía tanto miedo como en el momento que había visto su fantasma. Me pregunté si me estaba volviendo loca de verdad o esta vez pasaba lo mismo.
—No te asustes, Daria —me dijo, agarrándome la mano de nuevo—. Después del golpe que te diste yo creo que es un poco normal que estas cosas pasen.
Me castañearon los dientes cuando el chofer arrancó el auto y seguimos.
—¿Un poco normal ver y escuchar cosas que no están? —gemí, en voz baja. El problema estaba, claro, que yo sabía que no me había golpeado nada. El chofer hizo como si no hubiese oído y ninguno me contestó hasta que llegamos al puente del Río Medio y empezamos a subir hasta mi casa.
—Mañana seguro ves al médico y va a estar todo bien.
—No estoy loca —murmuré, tratando de que el hombre no me escuchara, aunque ya hubiese visto mis síntomas.
—No, claro que no, pero ya te dije, te diste un golpe. Ver gente en la oscuridad o gente saltando de acantilados es normal después de eso...
Me quedé dura. Le clavé las uñas en los brazos, sin querer esta vez, cuando me giré repentinamente hacia él.
—¿Qué cosa?
Me miró con pena, entonces, dándose cuenta de que había actuado mal.
—Perdóname. Te lo iba a decir bien, pero no me esperaba esto. —Tomó aire cuando notó mi expresión desquiciada—. No encontraron a nadie por ahí. Ni un rastro de una persona. No había nadie.
Apreté los dientes. Realmente iba a desquiciarme.
—Pero yo lo vi.
Daniel me apretó la mano.
—Y te creo, pero es mejor que te vea un médico.
Nos bajamos en mi casa y él me acompañó a la entrada, como se suponía que debía ser, mientras yo, angustiada, me preguntaba si su fantasma había sido el primero de muchos o de verdad estaba loca.
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