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Capítulo 41: Justicia

Me dejaron dormir hasta tarde. Cuando me desperté eran más de las diez de la mañana y Luna estaba desparratada a mi lado. Hanni no estaba en la pieza con nosotras, evidencia de que mamá le había abierto la puerta en algún momento, y le agradecí en mi fuero interno por la consideración. Me había costado conciliar el sueño y me sentía aliviada de que, a pesar del castigo, me dejaran descansar.

Salí de mi cuarto, descalza y tiritando, y me encontré con Hanni en las escaleras, super contenta de que al fin me hubiese despertado. Me siguió hasta la planta inferior y ahí me encontré con mamá.

—Pensé que estarías en el trabajo —le dije, entrando a la cocina y sentándome en la isla que teníamos para desayunar. Ella me sonrió, muy cariñosa.

—Me pedí el día. Pensé que vos, Luna y yo podíamos hacer algo juntas.

Me la quedé viendo, con la boca ligeramente abierta. Mamá no faltaba al trabajo nunca.

—¿Por qué?

—Porque me necesitas —me contestó, lisa y llanamente. Cuando mi expresión no cambió, ella se recostó en la isla, estirándose hacia a mí—. Brisa, soy tu mamá. Nosotros somos tu familia. Hicimos todo lo posible para ayudarte en estos meses y no fue suficiente. Lo que más necesitabas era te escucháramos... Y nosotros no sabíamos que había algo que escuchar.

—Y eso no es tu culpa —la frené, alzando las manos—. Mamá, no lo dije porque todo el mundo iba a creer que estaba loca. Hasta yo lo consideré.

—Y pasaste todos estos meses con esa angustia. Y lo de este hombre...

—Lo de Gunter, en realidad, en teoría, para mí pasó este fin de semana —aclaré—. Supe lo que él me hizo cuando era Daria el sábado. Y el mismo sábado volví a este año después de ser asesinada.

—Y no me hubieses dicho nada si Daniel no estuviera, ¿no? Hubieses soportado un castigo terrible, más que el que te pudiésemos imponer tu papá y yo, sola.

Me quedé callada. Seguramente hubiera sido así. Hubiera soportado toda la agonía sin abrir la boca, más que con Luna quizá.

—Pero Daniel sí está —contesté, un minuto después.

—Daniel está —repitió mamá—. Y estamos nosotros y todos te vamos a ayudar a que te olvides de eso tan feo. Él se ve que no se acuerda tanto, pero vos sí, y quiero estar con vos para darte mi apoyo. —Como seguí callada, ella estiró la mano para agarrarme el brazo—. Hija, te amo, ¿sabes? Y quiero que seas feliz y si es con Daniel o con quien sea, que así sea. No quiero que sufras más de lo que ya sufriste con esto. Se te nota en los ojos, se nota cuando lo recordás. Se nota lo perturbada que te dejó. Y te mandaría con un psicólogo de no ser porque no podés explicarle nada de esto.

En ese momento, me pregunté qué hubiese sido de Daria si hubiese tenido una mamá como la mía. Podría haberle contado lo que le pasada, haberle pedido ayuda, al menos sentirse acompañada, no abandonada y siempre alejada de un padre cuya forma de expresar cariño era una mierda. Probablemente, ella hubiese sido más como yo.

—Gracias, ma.

Rodeó la isla para abrazarme y disfruté de eso. Al volver a 1944 había asumido que no volvería a ver a mi familia y estaba realmente feliz de tenerlos. Aquello me gustaba mucho, no podía negarlo, a pesar de que habría cosas que demoraría tiempo en procesar. Tenía a mis papás, a mis hermanas, mi mundo, mis cosas. Y tenía a Daniel. Y no me importaba qué fuese a pasar, nadie iba a arruinarlo.

—¿Por qué no vamos a comprarte algo lindo para que te pongas para ir a la casa de Daniel? —me dijo ella, entonces—. Tenés que causar una buena impresión.

Me solté de su abrazo y me reí.

—Quedáte tranquila que una impresión voy a causar seguro.

Cuando Luna se despertó y estuvo medianamente decente para salir a la calle, las tres nos subimos al coche de mamá y fuimos hasta la Av. Alvarez Jonte, donde había muchas tiendas de ropa que podíamos recorrer.

Pasamos por varias y me probé un vestido de mangas largas de color rojo oscuro que me hizo parecerme mucho más a Daria de lo normal. Eso iba a aterrar a la familia de mi novio, seguro.

—¡Ay, pero me encanta como te queda! —exclamó Luna.

—Este no, mejor —dije, con una mueca, mirándome al espejo.

—El rojo te queda bien —dijo mamá, desde atrás.

—Sí, y con unas medias y unas botas... ¡Tus botas marrones de cuero! Esas, esas.

Después de probarme otras cosas y que no convencieran lo suficiente a ninguna, me resigné al vestido rojo. Era muy lindo y mi única contra era temer causar un síncope en el hermano de Daniel. Su abuelo, quería decir.

Terminamos con las compras después de que Luna se probara y adquiriera un nuevo suéter, premio de mamá por ser buena hermana y apoyarme en mis penas, a pesar de haberme secundado en mi huida por la cual todavía estaba castigada. Volvimos a casa y, ciertamente, en ningún momento pareció que yo estuviese castigada por algo.

Almorzamos y mientras la tarde avanzaba, yo me sentía más y más nerviosa. Luna dijo que debería peinarme de tal y tal manera para no parecerme tanto a Daria, pero yo pensé que, con mi corte actual, con mi pelo largo y recto y mi flequillo, no nos parecíamos tanto. Lo iba a llevar suelto y ya.

—Y nada de labios rojos —dijo Luna.

—Ni en pedo —contesté, sacándole la bolsita donde tenía mis maquillajes de sus manos—. No voy a ir pintada como una puerta.

Cuando se hicieron las 7:00 pm, me vestí, me puse las medias negras de nylon más gruesas que tenía y me puse las botas de caña alta que me llegaban a la rodilla y que rara vez usaba. Me las había comprado el año anterior para ir a bailar, porque estaban bien de moda, y aceptaba que me quedaban bastante bien con ese vestido. Después de ponerme un poquito de base y rubor y peinarme bien, estuve lista, esperando a Daniel en el living, con Luna dando vueltas a mi alrededor.

Papá había llegado ya a casa para cuando Dan tocó el timbre y me deseó suerte, abrazándome y dándome un beso en la mejilla.

—Encantálos —me dijo, con una sonrisa. Se la devolví, porque me hizo sentir más segura, a pesar de todos mis miedos.

Abrí la puerta y salí a la calle casi a las corridas, muerta de frío, porque con la campera grande que llevaba puesta no me alcanzaba. Daniel se había bajado del auto y me recorrió de arriba abajo con la mirada.

—El rojo siempre te queda bien —me dijo, con una sonrisa, antes de meterse de vuelta adentro y esperarme para arrancar. Subí, con una expresión aireada, y él se rió de mi—. ¿Fue a propósito? ¿Querés matarlos a todos?

—Bah, no puede haber tantas fotos de mí en tu familia en la que esté vestida de rojo. Las fotos son en blanco y negro, ¿o me vas a decir que pintaron todas las demás que están en tu casa?

—Elizabeth pintó todas —me aseguró, y después de saludar a mi mamá, papá y hermana desde el auto, arrancó. Yo me miré la ropa ahora muy arrepentida—. En serio, ¿no fue a propósito?

Después de negarle como quinientas veces, cruzarme de brazos, poner mala cara y que él siguiera preguntando lo mismo, llegamos a su casa. Era más grande que la mía y me resultó obvio que los Hess seguían teniendo, a pesar del paso del tiempo, un buen pasar económico.

—Bueno, ¿estás lista para matarlos a todos? —me dijo, codeándome—. Estás hermosa.

—No quieras redimirte ahora —le advertí, dándole un golpecito en el brazo—. ¡No quiero matar a nadie, qué horror!

Allí, Daniel cambió la cara.

—Bri, perdón —dijo, de pronto—. No quise...

Confundida, arqueé las cejas hacia él.

—¿Qué?

—No quería hablar de asesinatos, perdón. No te enojes.

Abrí y cerré la mandíbula, comprendiendo de pronto. Suavicé mi expresión de ofuscamiento de novia típicamente histérica y suspiré. No había pensado en eso en todo el día desde que lo había hablado con mamá y no tenía ganas de empezar a llorar antes de conocer a mis nuevos suegros. Además, sabía que Francisco también estaba en la casa de Daniel y quería mostrarme bien. Si entraba llorando, pálida, iban a pensar que era un fantasma chocarrero.

—No te preocupes, no pensé en eso. Solo no te burles, no lo hice a propósito.

—Te estaba jodiendo, para que no estuvieses más nerviosa.

Esta vez, arqueé las cejas y apreté los labios, bien irónica la cosa.

—¿En serio? ¿Te parece? —me quejé—. ¡Daniel!

Él alzó ambas manos, arrepentido.

—No te preocupes, era un chiste nada más.

—¡Si ni siquiera usé tanto rojo cuando estuvimos casados! —En esas épocas había estado comprando mi propia ropa, sobre todo por el embarazo, y le había huido al rojo.

—Ya sé.

Se bajó del auto y le dio la vuelta, como lo hubiese hecho casi ochenta años antes. Me abrió y me tendió la mano, con una media sonrisa, entre preocupada, ansiosa y divertida.

—¿Y esto? —pregunté.

—Algunas cosas no se pierden —me dijo—. ¿Estás lista? Igual ya sabes, te pusieras el color que te pusieras, el pánico iba a cundir por igual —añadió, riéndose por lo bajo, mientras yo empezaba a sentir ganas de vomitar, como si todo eso de la joda por el rojo no hubiese sido suficiente. Estábamos a punto de meternos en el quilombo más quilombero que la humanidad hubiese visto y ahí estábamos nosotros dos, debatiendo sobre un color.

—Estamos jodidos —contesté.

—Pero juntos —me dijo él, apretándome la mano y sonriéndome con sinceridad. Y sí, tenía razón. Pasara lo que pasara, fuese el quilombo que fuese, estábamos juntos.

Daniel abrió la puerta de la casa y en seguida oímos las voces. Un amplio pasillo llevaba a un living muy bonito y grande y su hermana, desde los asientos, se volteó a vernos.

—¡Ah, ya llegaron! —exclamó. Fue la primera en levantarse y venir a recibirnos. Detrás de ella, la prima de Daniel se acercó—. Hola, me llamo Camila —se presentó—. Un placer. ¿Brisa, no? Daniel nos dijo apenas ayer que tenía una novia y estamos muy emocionadas.

Al menos, pareció que ninguna se dio cuenta de nada de primer momento y sonreí, acercándome para saludar a ambas en la mejilla.

—Si, me llamo Brisa. Un gusto.

—Soy Verónica —se presentó la otra chica—. Prima de Daniel.

—Gracias por ser buenas —bromeó Dan, poniéndome una mano en el hombro—, porque estaba muy nerviosa.

Me giré a verlo y mientras Camila me sonreía y se ofrecía a agarrar mi campera y mi cartera, el resto de la familia, que estaba repartida entre el living, la cocina y el comedor más allá, se percató de mi presencia.

—¡Ay, llegó la novia de Danielcito! —Oí que alguien decía y enseguida capté la expresión de fastidio de mi novio. Ni siquiera había visto al idiota que lo había dicho y ya lo odiaba.

Sin embargo, antes de que pudiera poner mala cara, la mamá de Daniel apareció y se dispuso a presentarse. Unos segundos después, su expresión se volvió extraña, efectivamente notando que me conocía de algún lado. Justo al mismo tiempo, llegó una de las tías de Daniel y la mayoría de sus primos. Todos venían super bromistas y dispuestos a joder al menor de la familia, pero cuando miré a todos de lleno, hubo un silencio.

Busqué la mano de Dan y la apreté, esperando los gritos. Pero nada de eso pasó.

—H-hola, soy la mamá de Daniel, Miriam —se presentó la mujer, sin saber qué hacer. Pero yo supe qué era lo que estaba pensando, al fin se había dado cuenta—. ¿Cómo... cómo me habías dicho que se llamaba, hijo?

—Brisa —contesté yo, extendiendo la mano, al ver que estaba boqueando. La tía de Daniel se había tapado la boca con las manos—. Brisa Rinaldi, es un placer.

—El placer... es mío —dijo la mujer, tomándome la mano, aunque esa fuese una costumbre que no se usara nunca. Daniel, a mi lado, se tensó.

—Vos me tenés que estar jodiendo —dijo uno de sus primos, el más alto y a la vez el más joven después de él. Supuse que ese era el que Daniel había dicho que era el que más lo molestaba. Reconocí el tono de voz como el que había dicho "Danielcito" y no pude evitar girarme hacia él y fulminarlo con la mirada.

—¿Qué pasa, Erick? —preguntó Dan, fingiendo indiferencia.

—Miriam —dijo la tía de Daniel, igual de rubia que la mamá de él y que Elizabeth. Incluso, consideraba que ambas se le parecían mucho. Por supuesto, eran sus nietas—. Por favor, vení un segundo.

Miriam titubeó, porque no quería ser maleducada conmigo, pero Daniel se ocupó de presentarme al resto de sus primos y por último a su tío. Si yo no recordaba mal, faltaba una tía más, pero no se la veía por ahí. Supe que Tadeo, el primo que había estado en Córdoba capital, era el hermano mayor de Verónica, mientras que Erick era el hermano menor de Christian, el único de todos ellos que estaba casado y tenía una hija, la sobrina maldita de Daniel, según él, pero ninguno de ellos dos estaba ahí esa noche.

—Mi papá está en la cocina, es el que suele cocinar porque tenemos un restaurante —explicó Dan—. Y mis abuelos deben estar en el comedor.

Me frené y le dirigí una mirada incierta y llena de dudas antes de que Erick, se me parara adelante con una foto vieja sacada de la nada. Me eché hacia atrás, sorprendida por su rapidez, pero mantuve la boca cerrada incluso cuando me puso la foto contra la cara.

—Erick —gruñó Daniel y yo hice una mueca de fastidio.

—Me tenés que estar jodiendo —repitió, bajando la voz. El resto de sus primos y su hermana, se pusieron alrededor de Erick intentando ver. Yo volví a apretar la mano de Dan y le eché una mirada molesta al pelotudo ese. Encima de todo, no respetaba el espacio personal.

—Esto... no puede ser —musitó Camila, sacándole la foto—. ¿Daniel...?

—¡Hasta pone la misma cara de traste! —exclamó Erick señalándome y estuve a punto de darle una piña en el medio de la cara.

Cerrá el orto —contestó Daniel, sacándole la foto a su hermana y tirando de mi mano fuera del grupo.

—¿Querés que cierre el orto y vos traes a una mina que es igual a tu amor platónico de la infancia? —siguió Erick—. Tenés un problema serio, nene, pensé que se te había pasado.

Daniel dejó, con fuerza, el marcó de la foto en una cómoda, sin soltarme la mano. Esta vez, la que se giró y fue poco amable fui yo.

—Cerrá la boca, pelotudo —contesté, de mal tajante. Todos contuvieron el aire, porque jamás se hubiesen imaginado que la recién llegada invitada pudiese hablar así—. No le vuelvas a decir algo como eso o te voy a romper la cara. ¿Me escuchaste?

Erick me miró como si estuviese loca, primero, pero después fue evidente que le cayó mal mi amenaza. Estuvo a punto de atacarme de vuelta, pero Camila se adelantó y le dio un codazo debajo de las costillas.

—Ups, perdón, no te vi primito —le dijo, ganándose mi simpatía en un instante.

No tuve tiempo de dedicarle una sonrisa de complicidad. Daniel tiró de mi mano y me acercó hacia él.

—Bri, no hace falta... —se quejó Daniel, aunque se notaba que solamente me lo decía por compromiso. Había un brillo de orgullo y alegría en su mirada.

—¿Qué? —le espeté a mi novio—. Me molesta la forma en la que te trata y me molesta lo que acaba de hacer. Me molesta que te hayan cargado toda tu vida por recuerdos que ni siquiera podías entender. Me molesta porque no tienen ni la más puta idea de lo que tuvimos que vivir —zanjé, en voz baja, dejando a Camila que venía hacia nosotros, con una expresión de espanto a medio camino. Entonces, me di cuenta de que era injusto para ella. La encaré y suspiré—. Perdón, de verdad. Parece que soy una maleducada y que entro acá a insultar a la gente, pero... creo que, si Daniel no lo ubica, al menos tengo que hacerlo yo.

Camila tragó saliva, rápidamente, pero intercaló su vista con mi cara y la foto.

—Yo estoy de acuerdo con eso, porque Erick es un estúpido y mi hermano es muy blando. Pero, Daniel, ¿me querés explicar...?

Antes de que Dan pudiese abrir la boca, su mamá lo llamó desde la cocina. Ella y su tía estaban pálidas y le hacían gestos. Él me puso una mano en el hombro y me pidió disculpas. En menos de un minuto, estuve sola con personas a las que no conocía y que me escrutaban de arriba abajo. Erick, por ejemplo, se había cruzado de brazos y su expresión ya era de pura irritación.

—Perdón —reiteré, girándome hacia Camila—. Es que estaba muy nerviosa y me alteré de más.

Verónica, sin más, se dejó caer en el sillón. Continuó viéndome con la boca abierta, totalmente en shock. Tadeo se agitó inquieto en su lugar y Camila negó con la cabeza, en respuesta a mi pedido de perdón.

—No, vos no —contestó. Se giró hacia su primo y lo encaró—. Erick, pedíle disculpas.

—¿Eh? —El muchacho se cruzó de brazos, indignado—. ¿Ella me dijo pelotudo y le tengo que pedir disculpas yo?

—¡Le pusiste el marco de la foto contra la cara! Eso estuvo re mal.

—¡Me dijo pelotudo!

—Porque estabas comparándola con ella y diciéndole a Daniel que era un enfermo —se quejó Camila, robándome las palabras de la boca.

Me crucé de brazos y esperé, casi en vano. La verdad es que no me importaba si él me pedía perdón a mi o no. Tenía que decírselo a Daniel.

—Eh, Cami, mejor nos calmamos. Es un malentendido y nada más —dijo Tadeo.

—No es un malentendido —contesté yo—. Sé que ustedes hicieron sentir mal de Dan toda su vida por mirar la foto y él pretendía ignorarlo. Pero vos lo trataste mal desde que llegué, hace apenas cinco minutos. Y si él es pasivo en esto, no es mi problema —añadí, para Erick—. No me pidas perdón a mí. Pedíselo a él. Hay que respetar a tus mayores, ¿o no?

Erick se estremeció y eso me hizo sentir bien. Estaba captando la indirecta. Al fin y al cabo, yo era su tía abuela y más le valía respetarme o le iba a dar una patada en las bolas.

Justo en ese momento, un anciano entró al living, preguntando por Daniel y por su novia. Camila dio un respingo y me miró, horrorizada. Yo solo atiné a darme la vuelta y a taparme la cara con el flequillo.

—¡Ah! Debe ser esa chica tan bonita —dijo Francisco, acercándose a mí con su bastón. No me quedó otra que darme la vuelta, mientras Camila intentaba disuadirlo y la mamá de Daniel entraba corriendo en la habitación, seguida por mi novio.

—¡Papá, esperá...!

Pero Francisco ya me había visto.

—Ah, ¿estabas viendo las fotos de mi...? —se quedó mudo. Me reconoció. Con otro corte de pelo y todo vio mi cara y su expresión jovial se borró. Me sentí compungida y apreté los labios, sin poder presentarme bien porque ya ni que valía la pena. Me apreté contra la cómoda y esperé la crisis en silencio.

Todo el mundo se quedó conteniendo el aire y abuelo Francis empezó a hiperventilar. Su esposa, que todavía estaba en el comedor, empezó a preguntar por él. En seguida, Daniel estuvo delante de mí, entre su abuelo y yo. Sus tías por detrás, sosteniéndolo, mientras me quedaba muda en mi lugar, mirando de reojo la foto de Daria.

—Abuelo, tranquilo. No te asustes, todo tiene una explicación.

—Daria —dijo Francisco y levanté la mirada sin poder evitarlo. Me sentí peor, porque me di cuenta de que seguía reaccionando a ese nombre como si fuese todavía mío, aunque hacía más de cuatro días que era Brisa de vuelta.

Me dije que estábamos haciendo todo terriblemente mal y que habíamos cometido un error enorme al presentarme así. Era demasiado para Francisco, era un hombre muy mayor, tenía más de ochenta, podía morirse ahí mismo y sería mi culpa.

Cerré los ojos durante un momento y clavé las uñas en la madera de la cómoda, cuando Francisco se quitó de un manotazo a todos.

—No, quiero que ella me mire. No estoy loco.

—No estamos diciendo que lo estés, papá, es que...

—¿Creen que soy estúpido? —gaznó Francisco. No pude evitar girarme hacia él porque de niño siempre había sido muy educadito, nunca había contestado así—. ¡Estoy viejo, pero no soy un boludo, eh!

Cuando su mirada se cruzó con la mía, el mal genio le desapareció otra vez. Me quedé callada, sin decir nada, con Daniel delante mío en plena crisis de nervios, al igual que el resto de la familia. Atinó a ponerle una mano en el pecho al anciano y nada más.

—Abuelo, te lo voy a explicar.

—No necesito que me expliques nada —le dijo a su nieto, con tono calmo, pero en seguida se dirigió a mi—. ¿Quién sos?

Daniel giró levemente la cabeza hacia mí y yo esperé un gesto de su parte. Ya me había mandado demasiado sola al contestarle tan mal a su primo, pero no podía hacer lo mismo con su abuelo.

—Me llamo Brisa —contesté, despacio.

—Eso no es lo que estoy preguntando —insistió Francis, apoyándose en su bastón—. Daniel, ¿quién es ella?

Otra vez el momento de silencio incómodo. Daniel no encontraba las palabras, no sabía qué carajos decir. Todos detrás del abuelo estaban expectantes, el papá de Dan había salido de la cocina, su mamá me miraba con una expresión suplicante...

—Yo... fui Daria alguna vez —contesté, por él—. Así como Daniel, su nieto, fue alguna vez su hermano.

Francisco no dijo nada. Nadie dijo nada. Todos me miraron como si estuvieran viendo literalmente a un fantasma y me sentí super incómoda. Delante de mí, Daniel suspiró y bajó la mano. Alrededor de un minuto después, Francisco carraspeó y dijo, en voz baja:

—Quiero hablar con ellos, a solas.

—Papá, pero...

—Clara, Miriam, Sandra... Quiero hablar con ellos, a solas —repitió, para sus hijas.

Daniel me agarró la mano y empezamos a caminar por la casa. En seguida, me di cuenta de que Francisco vivía con Daniel y sus padres y de que íbamos a su cuarto. A llegar, Miriam nos abrió la puerta y nos dejó pasar, no sin darme una mirada antes.

—Hicimos todo mal —le susurré a Daniel, cuando ella se fue y nos dejó solos en la habitación—. Y yo soy una boluda que cagó a pedos a tu primo.

—Se lo merecía —contestó Francisco, y yo me quedé muda, porque como una idiota había pensado que quizás estaría sordo y no me habría escuchado—. Toda la vida se la pasó molestando a Daniel por la forma en la que miraba las fotos y la forma en la que parecía tener una conexión especial con mi hermano y con su esposa. —Él se sentó en la cama y los dos nos quedamos mudos, contra la puerta—. Lo que nunca entendí es porqué nunca te defendiste, porqué nunca lo negaste.

—No sé, abuelo, era chico. Ellos son todos más grandes que yo, les gustaba hacerme llorar —contestó Dan, torciendo el gesto. Apretó fuerte mi mano y yo le devolví el apretón—. No me defendía porque era en vano. Si hasta a Camila la volvían loca. Y vos sabes que Vero también era un poco mala.

Francisco arqueó las cejas en nuestra dirección.

—Sí, todo lo que vos me digas, Daniel.

—Te estoy hablando en serio. Siempre fui un bebé para ellos y siempre me pasaron por encima —dijo él, soltándome la mano y acercándose—. ¿Cuántas veces los retaste?

—¿Y cuántas veces te pregunté de qué hablabas cuando decías: "Sí, Daria, mi amor, te compro esa torta"?

No lo pude evitar, me empecé a reír bien fuerte porque sabía bien a qué se refería. Estando embarazada, en mi cuarto mes, había tenido un periodo muy fuerte de antojos de torta. Parecía que había vuelto loca a Daniel hasta dejarle alguna especie de trauma en su siguiente vida.

Daniel, rojo como un tomate, se dio la vuelta y me encaró.

—No te rías.

—Perdón —contesté, pero cuando me limpié las lágrimas de los ojos, pude notar que Francisco me sonreía.

—En serio, no es pare reírse. Me hacían la vida imposible. "¿Quién es tu amorcito, Danielcito boludito, la tía muerta?". No era gracioso —se quejó mi novio—. No lo era porque se burlaban de mí y porque obviamente no entendía el tema de la tía muerta.

Me tapé la boca con las manos y asentí, consciente de que realmente iba a tener que pegarle un puñetazo en la cara a Erick por meterse con mi marido. La tía muerta le iba a enseñar una lección.

—No me reía por eso, me reía porque realmente quería torta.

—Ya sé que querías torta—replicó Daniel, poniendo los ojos en blanco—. Se ve que me traumatizaste.

—¿Y de la parte del helado? ¿Cuando te dije que no quería que comprásemos porque iba a engordar y a las tres de la mañana me arrepentí y me senté en la cama porque no podía dormir?

Mi novio frunció el ceño y apretó los dientes, haciendo un esfuerzo por acordarse. Dudó un instante, pero luego su mirada se iluminó. Después, me observó con molestia. Francisco se estaba dando un espectáculo.

—Sí —gruñó—, tampoco me dejaste dormir a mí.

Volví a reírme hasta que no pude más y entonces recordé la situación en la que estábamos. Francisco también se rio y me callé la boca, de golpe. Estaba sorprendida, la verdad, de que él no se mostrara más extrañado de nosotros dos de lo que nosotros podríamos haber estado. Cuando suspiró y nos señaló los silloncitos que estaban junto a la cama, me acerqué pensando en mantener más la compostura. A esa altura, debían pensar que Daniel estaba loco y yo era una psicópata que se habría aprovechado de sus debilidades.

Daniel se sentó a mi lado; más bien se dejó caer. De pronto parecía cansado, no solo agobiado por todo lo que habíamos hecho mal. Parecía querer salir corriendo y no quedaba nada de su humor con respecto al vestido rojo.

—La última vez que los vi a los dos juntos yo tenía diez años —empezó Francisco—. Y durante mucho tiempo, desde que naciste, Daniel, yo creí que era paranoia mía. Que capaz fue mi culpa y la de mi mamá el trasmitirle ese amor absoluto a mis hijas por unos parientes que ni siquiera habían conocido, que cometí el error de mantener viva su imagen cuando ellos deberían estar descansando en paz, más después de todo lo que pasó.

Esta vez, no dije nada. No abrí la boca. No sabía si había sido lo correcto o no porque la verdad es que no podía hablar por mí misma. Elizabeth había amado mucho a Daniel e incluso a Daria. Imaginaba que habría sido más terrible para ella que para cualquier otro en esa familia habernos encontrado muertos así. No me parecía extraño que hubiese inculcado a su hermanito recordar siempre a Dan y su injusticia.

—Amaba mucho a mi hermano —siguió Francisco—. Sí, nos peleábamos, pero me hacía reír.

—Yo me acuerdo muy bien —murmuré, mirándolo con un poquito de pena por interrumpirlo—. ¿Te... acordás cuando fuimos a comprar los juguetes para el bebé? No creías que Daniel fuese capaz de poder... cuidar a nuestro bebé. Te hice prometer que me ibas a ayudar.

Se hizo un silencio incómodo. Esa promesa nunca se cumplió, mi bebé nunca nació y estuve muy segura de que ellos estaban pensando lo mismo. Bajé la cabeza y dejé que el pelo me cubriera la cara para evitar que se me notara lo mucho que me costaba no ponerme a llorar po eso.

—Me acuerdo —contestó Francis, con un hilo de voz—. Me acuerdo muy bien de ese día. No fue mucho después que... —Él tampoco se atrevió a mirarnos—. Yo era muy chico para entender. Me acuerdo que pregunté realmente qué había pasado como unos dos o tres años después, y en ese momento... —sacudió la cabeza—. Ya estoy viejo, perdonen si no tengo la misma frescura que la última vez que me vieron. Hay cosas que sí no me acuerdo.

Daniel apretó los labios.

—Abuelo, te ví hoy —le recordó.

—Sí, el Daniel de ahora —contestó él y exhaló lentamente—. Cuando empezaste a balbucear y tu primera palabra fue "Daria#, antes que "mamá", antes que "papá" o siquiera tu peluche favorito... Cuando dijiste su nombre, me quedé helado, tu mamá también. Nosotros no hablábamos con los chicos sobre ustedes; si alguien preguntaba, se le contestaba. Si sentían curiosidad por saber dónde estaban, se les explicaba que estaban en el cielo, pero vos todavía eras muy chiquito como para preguntar por alguna de las fotos e igual dijiste su nombre. Pensamos... Nos convencimos, obviamente, que lo habrías escuchado y simplemente lo repetiste. Pero a medida que crecías y se sentabas delante de las fotos, a mirarlas, como embobado, y las tocabas y le hablabas... nos asustamos. Por un tiempo, tu mamá te obligó a alejarte de las fotografías y después tu abuela le dijo que tampoco era para tanto, que al final Daria era muy linda y que quizás te fascinaba por eso.

Creo que me sonrojé. Me parecía super tierno que Daniel demostrara desde tan chico recordarme y tenerme presente. Y odiaba que lo hubiesen molestado por eso.

—Yo no me acuerdo bien de todo eso —dijo Daniel, también lleno de vergüenza.

—Pero igual sabías, Daniel.

—Sí, pero... Dejé de hacerlo cuando empezaron a molestarme con mi "novia muerta" —se quejó—. Me cargaban, decían que estaba enamorado de ella.

—Y les decías que no e inflabas los cachetes. Sí, me acuerdo —Francisco negó con la cabeza, riéndose por lo bajo—. Hasta que un día realmente dejaste de hacerlo, cuando te diste cuenta de que era mejor callarse.

—Y cuando pregunté cómo habían muerto —finalizó mi novio.

—¿Desde cuándo sabes que sos él? —preguntó Francisco, entonces, con la voz más suave.

—Desde que me dijeron cómo había muerto y todo eso coincidida con lo que yo me acordaba. Pensé que estaría loco, pero cuando esos recuerdos llegaron a mí y ustedes lo confirmaron, no tuve más dudas.

—Pero te callaste.

—¿Y qué iba a decir? —terció Daniel, dejando caer la nuca contra el respaldo del sillón—. ¿Qué creía que era la reencarnación de tu hermano? Iban a seguir cargándome, abue, y para colmo no tenía más prueba que esa. Con cosas como esas, es mejor callarse la boca.

Francisco miró el suelo y largo rato y yo me dediqué a frotar la mano de Dan, para que se le pasara esa molestia y pudiera relajarse. Sabía por qué estaba ofuscado y si queríamos pasar el resto de la noche en paz, con toda su familia, era mejor salir de esa habitación en calma. Así yo no iba a tener que pegarle a nadie.

—¿Qué pasó, entonces? —siguió Francis—. ¿Cómo es que están juntos? ¿Me van a contar?

Carraspeé y levanté la cabeza.

—Es una historia muy larga.

—Tenemos un buen tiempo hasta que esté lista la cena —dijo Francisco, para animarme.

—Es mejor que la cuentes desde tú puntos de vista, es el más loco, divertido, kamikaze y suicida —dijo Daniel.

Suspiré y luego tomé aire, porque Dan tenía razón al final, mi versión de la historia era bien loco, desquiciado, un poco fumado y hasta terrorífico, pero podía contarlo sin ponerme a llorar otra vez, quizás. Maybe.

Francisco escuchó en silencio todo lo que yo viví, por orden cronológico. Desde cómo había llegado al cuerpo de Daria, cómo había perdido mi vida una vez en las escaleras, el coma en el que había estado en el presente y sobre todo cómo el sábado anterior había decidido saltar a la olla de La cumbrecita para salvar a Daniel, a Daria y a mi hijo.

Luego, manteniéndome recta tanto como pude, narré cómo había despertado, después de ser asesinada, en las orillas de la cuenca del río, congelada, y como Daniel me había salvado de morir de hipotermia, con el llanto pujando por salir a cada segundo.

—Estuvo mejor que ayer —me dijo él, con una sonrisa, abrazándome. Me derretí en sus brazos y me di cuenta de que sí había llorado, pero no fue un llanto desquiciado, uno más bien silencioso—. Vas a ir superándolo. Te lo prometo.

Le sonreí apenas, pero me temblaba todo el cuerpo.

—Es decir, que para vos todo eso fue hace unos días —contestó Francisco, que había sido paciente—. Hace días, para vos yo tenía diez años. Mi mamá estaba viva y estabas embarazada.

—Y Gunter nos lo quitó todo en un segundo —respondí, con un hilo de voz—. Yo ya... no quiero hablar más de eso. Estoy cansada de recordarlo —dije, con el mismo tono. Le dirigí a Daniel una mirada suplicante y él asintió. Me dio un beso en la frente y nos quedamos todos callados, aún yo acurrucada contra su pecho.

—No hay más nada que explicar, Daria.

—Vos podés decirme como vos quieras —contesté, girándome hacia Francis—. Pero soy Brisa ahora y capaz es mejor que por lo menos hoy me digas así.

Francisco asintió, pero me dedicó una sonrisa.

—Sí, tenés razón, Brisa —Amagó para ponerse de pie y Daniel me soltó para ayudarlo—. Ahora, la familia va a pedir explicaciones, pero no tenemos por qué dárselas ahora, ¿sí? Que se imaginen lo que quieran.

A mi me pareció una buena idea, sobre todo para mantener a raya a los primos de Dan, pero él no se mostró muy cómodo con esa sugerencia y me dijo, cuando salimos del cuarto, que prefería explicarle a su mamá también.

Sin embargo, no tuvimos oportunidad. Apenas llegamos al comedor, vimos que la comida estaba servida y que solamente nos estaban esperando a nosotros. La gran mayoría estaba en el living cuchicheando, y estiraron el cuello cuando notaron que aparecimos.

—¿Por qué no te sentás al lado mío, Brisa? —me invitó Francisco, sentándose en la cabecera de la mesa.

Me senté a su izquierda y Dan a la mía y en seguida entendí porqué quiso hacer eso. Cuando el resto de la familia ocupó sus lugares, todos se debatían entre mirarme muy, pero muy fijo, o rehuir la vista en absoluto.

—¿Y vas a la facultad? —me preguntó él, mientras, en un silencio incómodo, los papás de Daniel se encargaban de servir la cena.

Fue todo muchísimo más raro que en la cena con mis papás, a mi parecer, porque durante el primer rato con el único que hablé fue con Francis. Su esposa, sentada frente a mí, escuchó con detenimiento y fue quien me miró con cariño y ternura y no con miedo o dudas.

Pero, entonces, de golpe, Camila se estiró por encima de la mesa y, con la excusa de darme papas, empezó a hablarme sin parar, preguntándome sobre cualquier cosa. Le encantó saber que estudiaba para contadora, porque ella estaba haciendo la Licenciatura en Economía también en la UBA.

—¡Y cómo puede ser que nunca nos hayamos cruzado! —exclamó, emocionada.

A partir de ese momento, la mamá de Daniel también arrancó con más confianza conmigo y, aunque el resto de la familia estuvo llena de dudas y sus tías me hicieron preguntas más bien por compromiso, no me sentí tan incómoda por la forma en la que me miraban.

Sin embargo, no fue hasta después de la cena y del postre obligado, que la abuela de Daniel dejó una caja delante de mi cara.

—Francisco quiere que las mires —me explicó, animando a Daniel a pegarse a mí.

Extrañada, levanté la tapa de la vieja caja forrada con papel decorado y me encontré cientos y cientos de fotos super antiguas. La primera que levanté era de Elizabeth, sentada en un sillón con un Francisco un poco más grande de lo que lo recordaba, con una camisa y un corbatín.

Sonreí al verlos, al notar como Elizabeth se había esforzado, a pesar de todo, por seguir con su vida por el hijo que le quedaba. La sostuve en mi mano un largo minuto, hasta que levanté la cabeza y miré a la mamá y a las tías de Dan.

—Se parecen mucho a ella.

—Mi abuela era una mujer muy hermosa —dijo la tía Sandra, desde el otro lado de la mesa, y yo asentí.

Me hubiese gustado verla de nuevo, o que ella pudiese ver a este nuevo Dan nacer y darse cuenta de que su hijo mayor finalmente estaba encaminado en una nueva oportunidad. Pero la vida era así, injusta y caprichosa.

Dejé la foto y revolví entre otras que pertenecían a los años 60 hasta encontrar una que se me hizo muy conocida. Levanté el pequeño cuadradito del retrato y me miré la cara con gesto ausente. Se trataba de una sesión corta que Dan y yo hicimos durante nuestro primer mes de casados y él insistió en tener muchas fotos de mi cara, haciéndome la actriz famosa, como en las películas de esa época.

Sonreí, porque en ese momento los dos éramos más que felices y yo todavía no sabía que era Daria.

—Esta me la voy a quedar yo —dijo Daniel, sacándomela de las manos. Pero, en cambio, me puso otra—. Esta, si querés, podés guardarla vos.

Era otra foto de la misma sesión, donde estábamos juntos. Él parado detrás de mí, los dos sonriendo y actuando lo más elegantes que podíamos.

—Este día fuimos al teatro —le dije, en voz baja, pero todo el mundo en la familia me escuchó. Estaban pendientes de lo que hacíamos y solo Camila actuó con naturalidad, metiéndose entre Francisco y yo para chusmear también las fotos.

—Qué lindo te veías así, eh, Dani —bromeó, pero sin malicia—. Parecías más viejo.

—Teníamos la misma edad que ahora —le conté—. Pero te obligaban a ser responsable y maduro muchísimo tiempo antes.

Iba a dejar la foto de nuevo en la caja, pero Francis me agarró la mano a tiempo.

—¿De qué me sirve tener a mi las fotos que ustedes se sacaron? Son suyas.

Apreté los labios y lo miré con muchísima ilusión. En realidad, moría de ganas por llevármela, porque esa fue la intención de todas las fotos que Dan y yo nos sacamos. Eran recuerdos para ambos, de nuestra juventud, de nuestros primeros tiempos como pareja. Habíamos planeado más para cuando naciera nuestro bebé.

—¿De verdad? —murmuré.

Francis me sonrió y me palmeó los dedos, con movimientos torpes y erráticos, propios de su edad.

—Todas las fotos que quieran son suyas —contestó, mirándome con los ojos azules manchados por el tiempo, por toda una experiencia de vida, llenos de genuino cariño y aprecio.

Me dieron ganas de llorar esta vez por la forma en la que él me recordaba, por la manera en la que aceptaba sin más nuestra existencia y cómo se notaba lo feliz que lo hacia vernos de nuevo.

Me puse de pie y pasé por delante de Camila para abrazarlo. Francis mostró un segundo de sorpresa, pero luego me devolvió el abrazo, agitándose de por dentro, llorando como yo también.

—Perdónanos por haberte dejado con semejante carga —dije, en su oído—. Espero que no haya sido tan difícil.

—¿Qué te voy a perdonar, nena? Si los dos lucharon con todas sus fuerzas, ¿qué te voy a perdonar?

Sentí las manos de Daniel en mi cintura y después me di cuenta de que nos estaba abrazando también. Lo escuché pedirle perdón a su hermanito, por haberlo abandonado, por no haber estado ahí cuando lo necesitaba, ni cuando se murió el señor Hess ni cuando Elizabeth dejó este mundo.

Lloramos los tres y fue un alivio. Fue dejar salir años y años de duelo, de incertidumbre, de bronca y rabia. Fue una certeza de que, al final, de alguna manera, se había hecho justicia. 

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