Capítulo 39: La hora de la verdad
Capítulo 38: La hora de la verdad
Luna durmió en mi habitación esa noche. Me mantuvo despierta mucho rato, contándole millones de cosas sobre todo lo que vivimos juntos en Buenos Aires. Quiso saber cómo era nuestra casa en aquel entonces y qué cosas hacíamos para divertirnos. Le conté de mi bebé y del lindo cuarto que le armé, por lo que cuando el relato llegó a esa fatídica noche, ella me abrazó y me acarició la cabeza por más de una hora.
No me pidió esos detalles, pero igual se los dí, porque de pronto necesitaba hablar del tema. Llorando también le dije cómo me desperté en medio del agua helada y cómo terminé en los brazos de Daniel otra vez.
Ahí, me permití relajarme y Luna se entusiasmo con este nuevo Dan. Le conté cómo era más libre ahora con su actitud y también en la parte sexual, a lo que mi hermana me pinchó una y otra vez bajo las costillas para saber si el sexo fue mejor en 1944 o ahora en 2017.
Después, me preguntó qué íbamos a hacer con nuestra nueva oportunidad y fantaseó con todas las posibles reacciones de mamá y papá al ver la foto y a escuchar la historia. Terminó por ponerme nerviosa, porqué comencé a creer que todo iba a salir para el traste y me iban a creer bien loca.
A la mañana siguiente, mamá nos encontró a ambas acurrucadas en el mismo colchón, con perra incluida, y se enojó, pero más que nada porque ya estaba enojada conmigo desde antes. Nos obligó a las dos a ordenar todo y después me mando a limpiar la cocina porque, como el fin de semana había estado de "jodita" en otra provincia, me había perdido la limpieza del domingo, en la que Luna había baldeado y cepillado todo el patio trasero.
—Ese fue mi castigo —me contó, por lo bajó, mientras yo llevaba mi ropa sucia al lavadero, que quedaba pasando la cocina—. Dijo que así nunca más iba a querer cubrirte en algo como esto.
—Perdón —musité, antes de que mamá entrara a la cocina y me dijera que iba a tener que ir a hacer las compras porque ella tenía que ir a hacer un trámite.
Sabía que era mentira, solo estaba desquitándose. Asentí y no dije nada, porque todavía no le había dicho que Daniel iba a venir a cenar y lo mejor era que yo me encargara de eso. Terminé de limpiar y me vestí para ir por las compras.
Daniel me mandó varios mensajes mientras caminaba las cuadras. Estaba un poco nervioso ahora que sabía que iba a conocer a mis papás de verdad y le expresé por medio de audios de WhatsApp que también estaba asustada. Le pedí que llegara a las ocho de la noche, que para esa hora pretendía al menos tener a todos sentados en el living, con la mitad del cuento ya dicho.
Compré la pasta fresca para la noche con mi propio dinero, además de las cosas para el almuerzo, y seguí la lista de víveres que mamá me había dado. Con todas las bolsas, el trayecto se me dificultó y llegué a casa jadeando y muy cansada.
No me quejé ni siquiera delante de Hanni. Pelé las papas, las herví y preparé las milanesas sin decir una sola palabra. Cuando mamá entró en la cocina, volviendo de su supuesto trámite, frunció el ceño y evaluó mi accionar con pensamientos que esperaba que no exteriorizara. Al final, las tres almorzamos sin hablar mucho y ella no hizo preguntas.
Luna estuvo a punto de abrir la boca y cagarla al menos una cinco veces, pero la pateé por debajo de la mesa todas las veces que fue necesario. Al parecer, ella ya había buscado a Daniel por Facebook y le había enviado una solicitud de amistad. Lo supe cuando él me preguntó si Luni Rinaldi era mi hermana. Unos cinco minutos después, me texteó diciendo que Luna se había presentado por privado y que le pedía por favor que trajera muchas fotos de 1944.
La hubiera matado de no ser porque yo también quería más fotos.
Después del almuerzo, me tocó lavar todo y recién ahí pude subir a mi habitación sin que mamá me encargara nada. Pero ella se apareció en la puerta antes de que pudiera recostarme. Me dio una pastilla, con un gesto lleno de reproche. Se ve que se me notaba en la cara lo muy cansada que estaba, por haber dormido menos de la mitad de la noche y haber llorado el otro tanto.
—No es mi problema que te hayas ido a hacer quién sabe qué —me espetó—. Así que tomate esto y descansa un rato. Porque vas a seguir castigada por el resto de tu vida.
—Está bien —acepté.
De verdad no pensaba pelear. Había estado a punto de ser mamá y ese pensamiento que dolía como la mierda me hacía dar cuenta de lo mala hija que había sido. Ellos tenían todo el derecho de castigarme de la manera en que quisieran, aun siendo yo mayor de edad. Las cosas en Argentina hoy en día no estaban como para joder desapareciendo así nomás. Debían haberse asustado mucho.
Me tomé el ibuprofeno y me quedé un ratito en la cama, con Hanni dando vueltas alrededor de mis piernas para ver donde acostarse. En esos momentos de tranquilidad, segura en mi habitación, todo parecía un sueño lejano, incluso mi hijo.
Por la tarde, avisé que yo iba a hacer la cena y mamá arqueó una ceja. No le dije nada de Daniel ni siquiera cuando empecé a hacer la salsa de tomate que iba con la pasta fresca. Pero, alrededor de las siete de la tarde, cuando papá ya había llegado a casa y se estaba bañando, cuando me vio muy meticulosa con las verduras que estaba echando en la olla, me preguntó por qué era tan especial la comida para lo que iba a decirles.
Tragué saliva y le puse la tapa a la olla de la salsa para que se cocinara a fuego lento. Miré a mi mamá con una expresión nerviosa y le dije que alguien iba a venir después de las ocho.
—¿Qué? —empezó—. ¿Cómo no me vas a avisar? ¿Y la casa?
—Má —dije, agarrándola del brazo, antes de que saliera corriendo para acomodar cosas—. La casa está impecable porque Luna limpió todo el finde y yo hoy. Calmáte y solamente escucháme, ¿sí? Podés castigarme todo lo que vos quieras, pero necesito que todos me escuchen hoy.
Frunció el ceño y abandonó la cocina, enojadísima como nunca. Le pedí a mi hermana que controlara la salsa y subí a buscar mi foto de la boda. Bajé las escaleras cuando papá salía vestido de la pieza y la puse contra mi pecho para que no la viera antes de tiempo.
—¿Y eso?
—Después te muestro. Voy a hacer fucciles, como nos gustan a nosotros —le dije. Papá también frunció el ceño.
—Eso no te va a sacar el castigo, eh.
—No lo hice por el castigo —me limité a responder y seguí mi camino hasta abajo. Los llamé a todos a la sala y los senté en los sillones. Me quedé parada mirando el reloj. Eran las 7:25 y teníamos tiempo hasta que Daniel llegara y tuviera que hacerlo pasar.
Mi mamá se cruzó de brazos y no habló. Papá carraspeó. Luna no paró de saltar en su lugar y Laura, que estaba en su trabajo, envió un mensaje avisando que iba a llegar más tarde a comer.
—¿Y bien? —dijo mamá.
—Bueno. Esto les va a sonar a locura total, por eso les voy a pedir que no me griten "loca" ni nada de eso hasta que... pueda terminar. Va a ser largo y complicado de entender, pero si Luna me creyó... lo único que espero de ustedes como mis papás, a pesar de todo lo que hice este fin de semana, es que me crean también.
Los callé a ambos, que se quedaron sentados, debatidos entre el enojo que todavía sentían y la necesidad de darme su apoyo como padres, de hacerme sentir que podía confiar en ellos esta vez y no mandarme cagadas de nuevo.
Tomé aire cuando asintieron y empecé por lo obvio: el día en que me agarró la crecida. Le recordé a mamá sobre el fantasma que había visto y ella expresó que ni se acordaba de eso. Obviamente, todo el trauma que ellos habían vivido al tenerme en coma en un hospital les había hecho olvidar cosas bobas.
—Creí que me iba a morir —le dije, sentándome frente a ellos, todavía con la foto apretada contra mi pecho, oculta—. Pero alguien me sacó del agua, me salvó. Cuando me habló y lo ví me di cuenta de que las cosas no estaban nada bien y que podía estar muerta, o loca... o algo así. —Mis padres me miraron sin entender. Los que me habían sacado del agua en 2017 lo habían hecho conmigo inconsciente—. La persona que me sacó del agua se llamaba Daniel, tenía veinte años en 1944 y en 2017 estaba muerto.
Ahí fue cuando las caras se transformaron y empecé a hablar cada vez más rápido. Conté de Daria, de Klaus, de Bonnie, de la casa, de Daniel y nuestro compromiso con todos los lujos y detalles posibles. Quería que me creyeran que se dieran cuenta de que no estaba mintiendo. Les comenté todos mis conflictos con Klaus y como me había costado adaptarme a esa época. También le conté de los fantasmas, de María, de cómo ella me había advertido cosas tan básicas como las escaleras y el agua y como incluso me había dicho que Daria sí había muerto.
—Esto es... —empezó mi mamá, pero esta vez la calló Luna.
—¡NO! Tenés que escuchar todo, má —insistió ella, agarrándole la mano—. Tiene pruebas.
—¿Pruebas de qué? ¿De qué necesita un psiquiatra? —gritó mamá, pero pude notar el miedo y el dolor en su voz. No estaba enojada ahora; estaba aterrada, preocupadísima por mí. Entonces, se giró a verme—. Brisa, ¿desde cuándo...?
—No terminé —la corté, con toda la pena por lo que ella sentía—. Tenemos que llegar a la parte donde intentaron matarme.
—Brisa... —quiso decir mi papá, para terminar con lo que él consideraba algo que me estaba haciendo mal.
—Me empujaron por las escaleras y lo siguiente que supe fue que estaba de vuelta en mi cuerpo, despertándome de un coma, acá.
Mi papá apretó los labios y mi mamá empezó a llorar. Luna la apapachó, incluso Hanni se preocupó por ella. No me quedó otra que seguir y le dije lo muy perdida que había estado desde entonces, no solo por haber estado en coma, sino por el desorden temporal al que había estado sometida, la pérdida de Daniel y de la incertidumbre de si lo ocurrido había sido cierto.
Ahí se metió Luna. Contó que yo se lo había dicho todo hacía poco y que ella misma había buscado los nombres de Daniel Hess y Daria Dohrn en internet, que habían encontrado información sobre sus muertes y que yo me deprimí mucho después de eso.
—Estaba embarazada, me había muerto y había dejado a Daniel solo sabiendo que iba a morir —insistí, por encima de las negativas de mi mamá—. Él era el fantasma, Má, y no había podido salvarlo. Lo mataron también.
—¿Así que volviste a La Cumbrecita por un sueño que tuviste en coma? —me expresó, con los ojos hinchados. Papá se tapó la cara con las manos.
—No fue un sueño —insistí, a punto de ponerme a llorar otra vez. Me dolió que no me creyeran, aunque sabía que todavía faltaban mis dos ases bajo la manga.
—Brisa, todo esto está mal... —siguió papá.
—No —me quejé, con un gemido, levantándome de un golpe del sillón. Di vuelta la foto y se la tendí.
Papá la agarró como si nada, pero un segundo después su rostro se transformó. Pasó de la preocupación, a la confusión y luego al shock total. Me quedé parada delante suyo y un minuto después puse un dedo sobre Daniel.
—Nos casamos a finales de abril de 1944, después de que yo volviera a ese año este fin de semana. Logré despertarme antes de morir la primera vez, tal y como Luna explicó que vimos en internet. Salvé de Daniel después de descubrir que alguien había asechado a Daria por años —Mamá se levantó y se tiró casi sobre papá para ver la foto, sus expresiones fueron un coro de las de él—. Un hombre llamado Gunter la violó repetidas veces antes de que ella se comprometiera con Daniel y él le tenía un odio inmenso. Así que Daria se suicidó saltando al río el día de la crecida, pero Daniel me sacó a mí del agua, no a ella. Yo fingí ser ella, fingí no recordar y me enamoré de Dan, logrando que Gunter no solo lo odiara más, sino que tuviera más obsesión con Daria, aun cuando él no sabía que yo ya era Brisa —Mamá empezó a negar, pero no dijo nada. Siguió viendo la foto, reconociéndome, en silencio, al igual que mi papá—. Fui a La Cumbrecita porque quería saber si el fantasma de Daniel seguía allí. Lo vi, hablé con él y, después de saber lo que Gunter le había hecho a Daria, sospechar que él me había empujado por las escaleras y tener la certeza de que había matado a Daniel, salté de la cascada del pueblo para intentar volver en el tiempo.
Ahí, los dos despegaron los ojos de la foto.
—¿QUE HICISTE QUÉ?
Retrocedí por instinto y levanté ambas manos.
—¡Funcionó! Me desperté en 1944 y le dije todo a Klaus y a Daniel. Así abrimos una causa contra Gunter y Daniel y yo nos casamos, como les dije. Nos mudamos a Buenos Aires y Gunter se fugó. Creímos que no nos iba a encontrar ahí, así que por meses vivimos bien. Mi bebé creció —Bajé las manos y mi mamá se llevé una mano a la boca—. Tenía más de siete meses de embarazo cuando Gunter nos encontró, se metió en la casa y nos disparó a los dos. Primero a Daniel, que se interpuso entre una bala y yo y luego, cuando quise matarlo, me disparó a mí. Nos mató a los tres.
Luna, que había permanecido bastante tranquila en el otro sillón, mostró congoja de vuelta, como la noche anterior. En ese breve instante de silencio, miré el reloj. Eran las ocho y cinco y yo había estado todo ese tiempo hablando sin parar.
—Voy a ver la salsa —dijo ella, de pronto, y salió de la sala limpiándose una lagrimita. Mientras mamá y papá lo procesaban, yo miré mi celular. Daniel debía estar afuera, era puntual, estaba segura de eso.
Papá agarró el marco de la foto con un poco más de fuerza y entonces lo dejó. Lo puso sobre la mesita del living y mamá no se atrevió a tocarlo. Había algo renuente en su mirada.
—¿Y qué pasó? —me dijo él.
—Abrí los ojos en La Cumbrecita, otra vez acá —expliqué, estirándome para agarrar el teléfono.
—Te tiraste a un agua helada en pleno invierno —contraatacó mi viejo, sin mirarme. No se le escapaba ni una.
—Ah, sí —Hice una mueca y revisé el WhatsApp, aún ante la expresión confusa de mi mamá—. Casi me muero de hipotermia. Pero pude caminar y llegué hasta la casa de Daniel, buscando su fantasma otra vez para pedirle perdón. Y no lo encontré.
Dejé el teléfono y tomé aire. Marché hasta la puerta y agarré las llaves. Papá y mamá me miraban con los ojos como platos, sin entender un pito. Abrí la puerta y Daniel me dedicó una sonrisa dubitativa. Traté de dirigirle una tranquila, pero no me salió bien. Me hice a un lado y esperé que empezara el verdadero show. Daniel entró, pidiendo permiso y agachando un poco la cabeza a modo de saludo.
Papá casi se cae del sillón y mamá se puso a llorar de verdad esta vez. Los dos nos quedamos en la entrada con una sensación de haberla cagado en grande, pero a la vez sabía que había sido mejor así; más chocante, más creíble.
—Él es Daniel D'Alessi —lo presenté—. Es el sobrino nieto de Daniel Hess, mi esposo en 1944 y es su reencarnación a la vez —apreté los labios al terminar de decirlo—. Aunque suene re extraño decirlo así...
Se quedaron callados. No dijeron nada. Mamá se limpió la cara con las manos y enterró la cara en un almohadón en modo "mi hija está loca y se buscó uno igual de loco que ella". En cambio, Luna salió de la cocina con una emoción intensa por demás. Corrió hasta Daniel y hasta le dio un abrazo.
—¡QUÉ BUENO QUE VINISTE! Y gracias por aceptarme la solicitud de amistad, cuñado. ¡No sabes lo feliz que estoy por ustedes! Y ya quiero que vengas siempre a comer acá y que se casen y tengan...
—¡LU! —la frené, pero Daniel pareció más agradecido por su reacción que por la de mis papás. Y era entendible, porque los dos estaban en un shock demasiado grande—. Dejálo respirar —Y entonces, le agarré la mano mi novio, para hacerles entender que era en serio.
Mamá levantó la cara de la almohada, nos miró, miró las manos y entonces, pálida como una estatua dijo:
—Creo que me voy a desmayar.
Y acto seguido, lo hizo.
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