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Capítulo 37: En las buenas y en las malas

Capítulo 37: En las buenas y en las malas

Por la mañana, tenía los pies congelados. Me acurruqué para entrar en calor, a pesar de todas las mantas que tenía encima, y estiré los brazos para agarrar a mi estufa personal, esa que durante los meses del invierno de 1944 se había encargado de mantenerme tibia.

Pero Daniel no estaba y abrí los ojos de golpe.

La cama estaba vacía. Yo estaba sola y, por un segundo de histeria total, me dije que todo había sido un sueño cruel y espantoso. Pero estaba en su casa y en el piso estaban mis zapatillas y mi valija.

Me senté y me serené. Podía estar en el baño, en la cocina, haciendo compras, cualquier cosa. No tenía por qué ser una enferma sacada de quicio solo porque no había despertado conmigo. Inspiré profundamente y cuando dejé salir el aire, se apareció por el pasillo. Se había cambiado la ropa, por fin, y ahora llevaba puesto un pantalón de jogging sencillo.

Se apoyó en el marco de la puerta y me sonrió. El corazón se me puso loco. Si Daniel siempre había sido lindo, así, recién bañado, casual, bien moderno y risueño, estaba para comérselo. Le devolví la sonrisa como una tarada, sumergida en mis propias ensoñaciones.

—Qué lindo sos —suspiré y empezó a reírse tan fuerte que me agarró vergüenza. Me encogí en la cama y él entró a la habitación.

—Llevo pensando lo mismo desde que me desperté y estabas al lado mío —contestó, brincando sobre la cama.

Me atrapó y me dio un beso increíble, profundo y enérgico que me dejó sin aire. Cerré los ojos y me contuve de suspirar otra vez. Pasé los brazos por detrás de su cuello y devoré su boca con ansiedad, mientras Daniel me hundía más y más en la cama.

—¿Por qué esa cara? —me preguntó, cuando me soltó y abrí los ojos.

Le acaricié la cara y recorrí con la punta de los dedos su barbilla y todos sus rasgos.

—Estoy contenta hoy, a pesar de todo —confesé.

—Estamos vivos, a pesar de todo —aceptó, balanceándose sobre mí.

—Sí, pero... —me frené—. No importa... No...

Me tragué las palabras porque no sabía bien cómo expresar lo que me pasaba. Claro que estaba contenta y su presencia, su cariño y nuestras esperanzas para el futuro me ayudaba a llenar los huecos, pero creía que la única razón por la cuál había dormido como un oso esa noche era el cansancio y que él estuviese a mi lado.

Las pesadillas vendrían tarde o temprano, el trauma estaba ahí, en el fondo, esperando para reptar por mi pecho apenas saliera de esa burbuja donde Daniel me abrazaba y me contenía.

Él se alejó un poquito de mí, para evaluar mejor mi rostro. No necesitó palabras para comprender y su sonrisa se suavizó. Su expresión se volvió más cautelosa.

—Nuestro hijo está en un lugar hermoso y tranquilo —murmuró, acariciándome también—. No va a ser fácil para vos, estoy de acuerdo en eso. Porque es muy reciente y... entiendo si tenés ganas de llorar de nuevo. Y también te pido perdón por no... Por si de repente me veo me desconectado un poco. Para mi fue hace mucho.

Tragué saliva y ahogué un sonidito lleno de sufrimiento en la garganta. Los dedos de Daniel se detuvieron en mi pómulo.

—No es tu culpa. No quiero llorar tanto tampoco —contesté, con la voz tomada, encogiéndome entre las almohadas—. Quiero disfrutar del tiempo que tengo con vos acá. No quiero pensar en mi bebé muriéndose ahora... Estoy feliz de que estés conmigo y quiero concentrarme en creer que algún día nuestro bebé podría volver como volvimos nosotros.

Me arrepentí de decir eso apenas cerré la boca, porque este Daniel era un Dan moderno, que probablemente no quisiese saber nada de hijos. Yo tampoco había pensado en eso nunca antes, hasta que volví a ser Daria en el siglo anterior.

Pero él no se extrañó para nada por mi reflexión. Me dio otro corto beso en cuanto lo solté y asintió.

—Bueno, pero siempre que quieras podemos hablar de esto. No hay psicólogos que puedan escuchar esta historia sin mandarte al Borda —dijo, refiriéndose al famoso hospital psiquiátrico. Hice una mueca, incómoda por esa idea—. Siempre que quieras expresarte sobre nuestro bebé, sobre lo que pasó esa noche... o llorar, podemos hacerlo. Lo ideal sería hacerlo, hablarlo mucho.

Tomé aire y moví la cabeza para afirmar. No quería negar lo que había pasado, solo quería enterrarlo por unas horas.

—Mañana por la tarde me vuelvo a Buenos Aires, así que quiero que pasemos todo el día juntos, ¿sí? Cuando vuelva a casa, voy a tener que enfrentarme a mis viejos y voy a tener un bardo terrible por delante. Y ahí... voy a poder llorarlo... en paz.

No sabía cómo definir esa supuesta paz, realmente. Porque con todo el caos que se me vendría encima, la paz en sí iba a estar difícil hasta para deprimirme.

Daniel me dedicó una sonrisa triste.

—Lo vamos a llorar juntos. Todo lo vamos a llorar juntos, ¿sabés?

Asentí, mentalizándome a apartar cualquier dolor que sintiese por dentro. El agujero en mi alma tendría que resistir y dejarme gozar de las últimas horas de felicidad antes de volver a Buenos Aires a arreglar mi vida.

Salimos de la cama y tuve mi tiempo para cepillarme los dientes, cambiarme de ropa y aceptar usar unas pantuflas que eran de su prima y que alguna vez había olvidado ahí. En la cocina, desayunamos el pan tostado de las hamburguesas con un poco de manteca y mate cocido y todo resultó tan sencillo y relajado que no paramos de hablar de cosas de esta vida. Cada tanto, si el relato lo ameritaba y Daniel era capaz de acordarse, metíamos algún bocado de la anterior.

—Como cuando quisiste dejarte el bigote —le dije, reprimiendo una risa.

—Qué horror debió ser—contestó, riéndose también y llevándose las manos al bozo—. No me queda nada bien el bigote. Parezco un pelotudo, no más grande. Tuviste que habérmelo dicho.

—Te lo dije —contesté—. Pero como querías parecer un futuro padre no me escuchaste. Igual, hay que admitir que con trajecito sí parecías un poco más grande.

—¿Decís que ahora parezco más pendejo? —replicó.

Puse los ojos en blanco y negué.

—Somos pendejos, ¿o no?

—Vos, yo ya voy a ser mayor de edad.

—Eh, te dije que tenía veinte. La mayoría de edad es a los dieciocho —reproché, lanzándole una bolita de miga de pan.

—Pero a los veintiuno es la suprema —contratacó, tirándome una servilleta.

El mediodía llegó volando y me prestó una campera para ir a comprar al mercado del pueblo lo que sea que fuésemos a almorzar. Desistí en aprovechar la comida que ya tenía incluida en el hotel porque quería estar con él a toda costa.

—Tengo una mejor idea —me dijo entonces, pasándome un brazo por encima de los hombros y esbozando un gesto astuto—. Qué tal si a la noche te invito a cenar al restaurante del hotel y hacemos como que... esta es nuestra primera salida oficial. Digo, de noviazgo.

Me frené y arqueé las cejas.

—¿Perdón? ¿Noviazgo? ¿Y eso cuando me lo pediste?

—En el verano de 1944. Estoy seguro de que dijiste que sí. Y, de todas formas, dudo que ahora digas que no. También estoy seguro de eso.

Bufé, sorprendida por su cara de pavote y sus chistecitos. Me crucé de brazos y negué.

—Y yo estoy segura de que antes no eras tan egocéntrico.

—Diferentes épocas, diferentes Daniel —replicó, apretándome contra su costado—. Antes te obligaban a crecer más rápido y no me puedo imaginar qué tan aburrido tuve que ser.

—Ah, sí. A casarte a los veinte —musité, mientras aminorábamos el paso al llegar a una bajada en la calle—. Pero no eras aburrido. Simplemente eras más recatado.

Él arqueó las cejas también.

—¿En qué sentido? ¿En la parte sexual?

Le di un codazo cuando una señora del pueblo que caminaba cerca se giró a vernos.

—Sí —susurré—. No sé si te acordás, pero tuve que manipularte para que me dieras.

Se echó a reír tan fuerte que mi intento de disimular fue en vano.

—Me parece a mí que dos épocas distintas pero la misma Brisa —contestó volviendo a su tono normal, el del Daniel dulce y amable de siempre—. Ya te dije, no me acuerdo bien de todo, sino más bien que tengo algunas ideas generales de muchas situaciones. Pero sí sé que tuviste un golpe en la cabeza y puf, una chica nueva.

—No te creas. Daria y yo somos la misma persona, éramos igual de peleonas —me reí, llegando a la calle principal, otra vez consciente de que mis recuerdos como Daria estaban vagos—. Pero... volviendo al tema de la salida —le recordé, pinchándolo debajo de las costillas con un dedo—. Claro que quiero. Y sí quiero que seas mi novio.

Me dio un beso corto en los labios y medio mundo, en las calles heladas de La Cumbrecita, se dio vuelta a mirarnos. Me sentí repentinamente incómoda y además extrañada. ¿Qué tanto podía importarles? Ya no estábamos en la década del cuarenta como para que nos observaran de esa manera por un beso.

—Es lo que deben estar pensando todos —murmuró Daniel en mi oído—. Que apenas nos conocemos y ya nos damos besos.

—¿Y qué les importa? —mascullé. Pero Dan tomó aire y se armó de paciencia.

—Ese de ahí es el carnicero; me conoce desde que tengo tres. Esa de allá, es la vecina de abajo en la calle —añadió, señalando a la señora de antes—. Estoy re seguro de que se enteró de todo. Los de allá, son turistas y no sé por qué nos miran, quizás porque somos lindos —agregó y me relajé con una carcajada. Los turistas nos miraron todavía más—. Es que acá, los que residen, se enteran de todo. Es un pueblo super chico y sos la única en años que saltó a la olla en pleno invierno y que tuvieron que llevársela en ambulancia por hipotermia.

Claro, me parecía obvio ahora que lo pensaba, la verdad. Se trataba de mi pequeño accidente. Seguramente alguno de todos ellos que copaban el mercado en pleno domingo de temporada invernal habían encontrado mi campera, ayer, mojada por la calle.

—Qué gracia. Pero me gusta más este pueblo ahora que en el '44 —admití. Estaba más lleno de vida; era pura actividad, incluso con las bajas temperaturas y teniendo en cuenta que no era temporada alta. Además, La Cumbrecita de ese año para mi estaba teñido de negro. En 2017 no había peligros ni personas desagradables a las que sobrevivir.

—No tenemos por qué percibirlo de la misma manera ahora. Siempre podemos escaparnos de vuelta... Para estar solos, digo.

Lo dicho me recordó que no iba a poder escaparme a ningún lado, ni salir de casa, por los próximos diez años, porque iba a estar castigada, y me angustié. Eso podía ser un problema cuando regresara y me muriera por ver a Daniel. No sabía cómo iba a sobrevivir todo mi duelo, estando así de tranquila, si no lo tenía cerca.

Compramos las cosas para el almuerzo sin decir nada sobre eso, muy a mi pesar. Pedí cocinar yo y le prometí una comida que en 1944 había hecho mucho mientras estaba al soberano pedo en la casa. La mirada de Daniel se iluminó.

—¿Sabías que es mi comida favorita ahora? —dijo, casi saltando como nene chico—. Mi mamá lo hizo una vez y ella cocina genial, pero nunca le salió tan bien como a vos.

—No te creo —le contesté. Para una persona, nadie cocina mejor que la madre.

—¡Te juro! —insistió—. De alguna manera siempre veía esa comida en mi cabeza y siempre quise comerla. Fue un poco decepcionante de que no tuviese el sabor que yo esperaba —reflexionó, pero tampoco me convenció. Sin embargo, llegamos a la casa y me ayudó a cortar las zanahorias, el puerro y las cebollas de verdeo con mucha emoción. Pusimos las papas Mckein con forma de carita feliz en el horno y, mientras, rehogué las verduras. Cortó el pollo y cuando estuvimos casi listos, lo metió en la olla con las verduras—. Nunca miré cómo lo hacías —confesó, observando nuestro trabajo con el pote de crema en la mano—. Pero era más mágico así, ¿no?

Asentí, reprimiendo una sonrisa. Le brillaban los ojitos todavía.

—Ahora —expliqué—, va la crema y la leche.

Él mismo vertió el contenido el pote sobre el pollo, la zanahoria y el verdeo y le puse la tapa, para dejar que todo cobrara sabor.

—Comería esto por el resto de mi vida.

—Yo también —me carcajeé. Era mucho más fácil cocinarlo en este año que en el anterior y eso también me ayudó a sentirme más cómoda con haber vuelto. Parecía tonto y superficial, pero cada comodidad del siglo 21 sumaba puntos.

El almuerzo, a su lado, fue igual de divertido que la cena del día anterior y que el desayuno. Seguimos con la misma actitud, como si no hubiese nada que reflexionar y nos comimos todo, hasta pasar los dedos y la lengua por el plato lleno de crema.

Satisfechos, nos tiramos en el sillón y yo revisé los mensajes de WhatsApp. Luna seguía diciéndome que en casa me esperaba el fin del mundo, Laura me preguntaba qué bicho me había picado, pero de mamá y papá nada.

Apreté los labios y Daniel me miró, curioso.

—¿Te van a matar?

—Sabélo que sí.

No dijo nada sobre eso. Se quedó pensativo y entonces me plantó un beso en la mejilla.

—Tenés dos opciones, ¿sabes? —dijo, sorprendiéndome y haciendo que lo vea, curiosa—. Cuando vuelvas, yo voy a pasar un día más acá, nada más. Vuelvo a Buenos Aires. Te voy a ir a ver. Pero, la otra es que te quedes conmigo y vuelvas conmigo.

Hice una mueca asustada. Sí, quedarme con él me encantaba porque ya estaba contando las horas que nos quedaban juntos. Pero mis papás sabían que llegaría mañana en la noche y si no volvía, más me iban a matar y menos me iban a dejar verlo después.

Dan y yo íbamos a comenzar todo de cero y para eso, tenía que empezar explicando muchas cosas. Sobre todo, porque me permitiría aclarar el lío y que me dejasen tener una relación abiertamente con él.

—Creo que en realidad hay muchas cosas que tengo que contarles a mis papás —musité, bajando la mirada y mirando el teléfono—. Creo que tendría que decirles todo. Y no va a ayudar que pase más días sin volver.

Daniel aceptó mis palabras, pero arrugó la nariz un segundo después.

—¿A riesgo de ir al Borda? ¿Te imaginás qué te van a decir? Yo no hablo nada de mi anterior vida desde que tengo unos seis o siete, por eso no me creen loco.

Me mojé los labios y luego exhalé entre los dientes.

—Sí. Cuando Luna te vea, lo va a saber, y no sirve para callarse mucho las cosas. Y además... ¿cómo les explico por qué me fui, más cuando vuelvo con un novio con el cuál no me separo ni en chiste? Para ellos, vas a ser un desconocido.

Él miró sus propias manos, también pensando en eso.

—¿Sabés lo que eso significa, no? —murmuró, todavía arrugando la nariz—. También tengo que decirles a los míos. Cuando te vean, se va a armar el re quilombo. Aunque te conozcan ahora o después, se van a dar cuenta de que sos Daria. Van a entrar todos en histeria colectiva.

Me imaginé la situación. La tía muerta volviendo a la familia con el nieto que era igual al tío muerto. Un espanto; para Francisco iba a ser terrible. Empecé a preguntarme sería bueno para él; el hombre ya tendría más de ochenta, casi noventa, y podía ser malo para su salud tanta impresión.

—¿Crees que sea buena idea? Francis...

—Está viejo —contestó, con esa misma sensación—. Pero es un tipo fuerte. Tuvo que valerse mucho por sí mismo después de que morí. Y no, no es que Elizabeth lo abandonó, ni nada. Lo cuidó mucho, pero fue tan fuerte para todos que él creció más de golpe. Siempre nos contó que se hizo cargo de todo el negocio de su papá desde muy, muy joven.

—¿Qué le pasó a tu papá? —dije, refiriéndome al señor Hess.

—Un ataque al corazón. Unos años después. Creo que mi abuelo tenía como dieciocho, si no me equivoco. Así que se hizo cargo de todo y tuvo momentos duros con esa carga. Elizabeth lo bancó. Ella vivió muchísimo más.

—Con toda su pena —agregué, sabiendo lo mucho que ella adoraba a sus hijos. Pero, por alguna razón, siempre me había parecido que con Daniel tenía algo más fuerte todavía. Y me había adorado a mí y eso jamás iba a olvidarlo. Podía casi imaginarme todo lo que habría sufrido al encontrarnos muertos en el despacho—. La voy a extrañar muchísimo.

Daniel miró hacia la repisa que estaba en la sala. Había muchísimas fotos viejas ahí y me levanté enseguida para revisarlas mejor. La noche anterior, no había notado una en donde salía Elizabeth con Francisco, bastante más crecido de lo que yo lo recordaba. Los dos parecían felices, más allá de todo.

—Creo que fue una buena mamá —musitó Dan, desde el sillón.

—Estoy segura de que sí. Te quería tanto. Nos quería tanto. Y Fran era tan dulce. Ustedes dos se la pasaban peleando y él decía que yo era su favorita —recordé, con repentinas ganas de llorar. Me costaba pensar en lo mucho que debieron sufrir a costa nuestra—. Debió ser... tan terrible para ellos.

—Esas cosas no se superan.

—Claro que no —contesté, controlándome a tiempo—. Por suerte, Francis era chiquito. Lo bastante como para no entender tanto lo que realmente había pasado hasta que creció. Supongo.

Ahí zanjamos el tema. Hablamos de nuestras familias actuales, rehuyendo el asunto otra vez. Me contó de su mamá, de su papá, de sus tías. Desde el celular, me mostró fotos de sus dos perras Bóxer, de su sobrina de dos años que era la maldad encarnada y, por supuesto, de su hermana.

Era increíble lo mucho que se parecían, como si ella hubiese estado planeada desde hacía décadas y esta no fuese una simple coincidencia. Según Dan estaba de novia con un pelotudo. Pero yo no sabía si creerle; a veces, los hermanos varones eran menos propensos a aceptar a las parejas de sus hermanas, o al menos así lo había visto con algunas de mis amigas.

—La hizo llorar una vez —defendió Daniel sus ideales, pero, aunque yo me moría de ternura por su expresión asesina, le dije que no es tan anormal llorar alguuuuna vez. Yo, con Martín, había llorado después de una pelea y eso no significaba que tuviésemos una mala relación. Solo que no nos entendimos—. ¿Cuántas veces lloraste conmigo, eh?

No pude responder a su jugada acertada. Daniel no me había hecho llorar jamás y estaba empezando a preguntarme si era normal. Después de todo, los encontronazos entre dos personas, aún se amen y se respeten, no eran descabellados. Lo importante era entenderse a pesar de todo.

Ahí, nos levantamos para ir al piso superior. Chequeé mi ropa del día anterior, que seguía hiper mega húmeda y entre ambos la movimos más cerca de una de las estufas de la habitación. Entonces, nos recostamos y antes de que nos diéramos cuenta estábamos besándonos sin parar.

Después, mi buzo terminó en el suelo, sus pantalones lo siguieron y la cama quedó hecha un lío.

Tuve solamente un instante para sorprenderme por su ferocidad, pero no tuve dudas sobre ella una vez estuvimos desnudos por completo y sus caricias me llegaron tan expertas y certeras.

No hubo torpezas, aunque esa era la primera vez que estábamos juntos en esta vida. Su boca me besó de arriba abajo y se concentró en mis lugares favoritos, descargando oleadas de placer intenso entre mis piernas. Me conocía como nunca nadie y tenía bien en claro que eso me volvía loca, que era incluso lo que más disfrutaba, por lo que dedicó todo su tiempo y amor en su trabajo.

Incapaz de resistirlo más, sintiendo que estaba a punto de uno de los mejores orgasmos de toda mi existencia, lo arrastré de vuelta sobre mí. Quería devolverme el mismo premio, porque eso sí no lo habíamos hecho en aquella época; no me había animado a ser tan atrevida. Bueno, más de lo que ya había sido.

Atajé su boca con la mía, dándome un último impulso antes de empujarlo contra las sábanas y tomar mi lugar arriba suyo. Pude ver su sonrisa traviesa, el deseo grabado en sus ojos, y me regodeé con su expresión hambrienta a medida que fui bajando mis labios y mis manos por su cuerpo.

Lo hice lento, para estirar el momento y disfrutar de esa ansiedad que cada vez se le hacia más evidente. Cuando llegué abajo, me suplicó sin parar, pero seguí con ese ritmo hasta que dejó caer la nuca en la almohada, desesperado del placer que le daba. Trató de contenerse, pero no pudo evitar jadear. Le temblaron las piernas y los dedos se le crisparon.

Nunca había practicado mucho con el sexo oral. También creía que los hombres eran fáciles de estimular, pero me sentí una experta al verlo disfrutar así. También me sentí feliz de poder darle las mismas sensaciones que me había dado durante nuestros meses de casados, cuando yo le enseñé poco a poco dónde quería que terminaran su lengua.

—Bri... Por favor —me rogó. Lo único que pude ver desde mi posición, muy cómoda entre sus piernas, fue su mandíbula apretada—. Te necesito yaaa.

Me reí, casi pensando en seguir torturándolo, pero yo también lo necesitaba ya. Me trepé por encima suyo y aproveché para rozarnos, para mostrarle lo lista que estaba.

Daniel me agarró de la cadera y guió el movimiento suave hacia adelante y atrás un par de veces más, hasta que despacio terminamos por unirnos otra vez, setenta y tres años después, con una sensación en el pecho de que las cosas serían diferentes ahora. De que ese acto era la consumación de todo nuestro amor, de todo lo que habíamos esperado y callado.

Pero, sobre todo, era una promesa. Esa noche, los dos jurábamos estar juntos en las buenas y en las malas, de nuevo, para siempre. 

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